HOMO SISTEMATICUS. Para una psico-política de la infamia encarnada

«La desistematización vuelve sus ojos a dos cuestiones fundamentales: la cuestión del sujeto (sujeto que des-hacer y sujeto que re-hacer) y el asunto del vivir (o de vivir qué vida). Unificando la existencia y la escritura, abonando la idea del “bio-texto”, sonríe ante las experiencias que se nutren de margen, que avanzan hacia el margen, y escribe para poetizarlas, con unos modos textuales también singulares. En lo positivo, esta escritura deviene, pues, como un canto a la fuga y a la re-invención personal; en lo negativo, se resuelve como “psico-política de la infamia encarnada” y acaba con la pretensión de dignidad de nuestros profesores, nuestros médicos, nuestros jueces, nuestros periodistas, nuestros políticos, nuestros policías, nuestros educadores y asistentes sociales,…».

Texto completo, que publicamos para anunciar la charla del próximo sábado en Buenos Aires (Calle Pavón, 2345, CABA, a las 18 horas), titulada «Los márgenes de la escuela y la vida al margen».

Crepúsculo

HOMO SISTEMATICUS

Para una psico-política de la infamia encarnada

1)

En el ocaso de la vieja Razón política

A cambio de comodidades, de bienestares programados, se logró que el Pueblo desapareciera, en beneficio de una ciudadanía dócil e indistinta, cada día más reconciliada con sus propias cadenas. Y nos despertamos del Pueblo, que había sido un dulce sueño, en medio de una vigilia sistematizada…

Como humo en el aire, el ideal de la Emancipación se disolvió en el realismo del Consumo; y los seres humanos de Occidente, que antaño afilaran la mirada para otear en las lejanías bellos horizontes de libertad, acaso desencantados, volvieron la vista a lo más prosaico y a lo menos difícil. Y se quedaron con una mirada roma, plana, un tanto estulta, pendiente ya tan solo de las cosas que, al precio de una servidumbre voluntaria y hasta agradecida, podían adquirir.

A las gentes sencillas no les costó mucho admitir que vivían en un cuarto cerrado y que pasaban sus días como esos perros amarrados a los que se les pone comida y agua y, si se portan bien, se les alarga un poco la cuerda o incluso se los suelta un rato. Pero las clases medias ilustradas y particularmente los intelectuales a sueldo no fueron tan capaces de mirarse al espejo y reconocer que el rostro monstruoso que allí se dibujaba era el suyo y solo el suyo. Para no verse, para no aceptarse, para no decirse, contaban con un Relato halagador, justificativo, que les colocaba, al menos desde fines del siglo XVIII, en un podio, siempre por encima del “vulgo”: el discurso achacoso, malbaratado, mil veces vendido y aún así todavía monetizable, de la Razón política clásica. Esa forma “moderna” de racionalidad les chismorreaba a la oreja que, a pesar de todas las apariencias, eran muy buenas personas y estaban efectivamente “luchando”…

La racionalidad política clásica, un día revoltosa y hasta transformadora, permite hoy a determinados colectivos socio-profesionales, y a muchísimos individuos no siempre encasillables, reproducir sin descanso, hora a hora, minuto a minuto, la axiomática del Capitalismo Demofascista (al comprar, al vender, al ahorrar, al invertir, al obedecer, al mandar, al trabajar, al desear trabajar, al estudiar, al educar,…), mientras sofocan su consciencia mediante los procedimientos anestésicos y narcotizantes surtidos por esa misma disposición histórica de la Razón: bastaba con afiliarse a un sindicato, ingresar en un partido, colaborar con una organización “progresista”, simpatizar con una ideología nominalmente “revolucionaria”, suscribir huelgas a menudo corporativas con servicios mínimos garantizados, dejarse ver en manifestaciones autorizadas con itinerarios prescritos, dárselas de “militante” y jugar a misionerismos sociales más o menos disimulados…

Pedagógica y pedagogizante, esta vieja Razón política, asunto de “custodios, predicadores y terapeutas”, por recordar los términos de Illich, hizo aguas desde hace tiempo por todas partes. Porque los sindicatos propiciaron que los intereses y los deseos de los trabajadores fueran dictados por la Empresa y por el Estado; porque los Partidos se arrodillaron si excepción ante el nuevo ídolo de la Democracia Representativa (burguesa, capitalista); porque las organizaciones encandiladas por el Progreso empezaron enseguida a atizar el fuego de una barbarie ecodestructora, etnocida, alterofóbica; porque las manifestaciones se convirtieron en el medio elegido por los gobiernos para “conceder”, como si fueran forzados, aquello que en el fondo deseaban establecer, amenizando de paso, con globos, banderas, músicas y colorines, las mañanas de los sábados; porque las huelgas se inficionaron de materialismo, reformismo, corporativismo, egoísmo clamoroso; porque los militantes, con sus certezas y sus seguridades, más bien se desempeñaron como “catequistas”, como adoctrinadores, adoptando a veces los modos de los profesores y casi siempre las maneras de los sacerdotes; porque, de tan anacrónica, fantasiosa e indeseada, la Revolución se quedó sin más “realidad” que la de alguna marca de ropa, el nombre de no pocos bares y salas de fiesta o una referencia estratégica en cualquier anuncio publicitario, acompañando en su deriva cínica a la narrativa de la Utopía y del Compromiso; porque…

Aquellos dispositivos y aquellas prácticas que otrora se constituyeron como artilugios de combate frente al orden feudal, frente al llamado Antiguo Régimen, andando el tiempo, expuestos a la erosión del devenir, reos de esa “temporalidad de todas las herramientas críticas” señalada por Marx, devinieron al final eficaces mordazas, cepos insospechados e insuperables diques de presa contra la resistencia y el antagonismo anticapitalistas. No obstante, paradójica y significativamente, a esas prácticas y a esos dispositivos se siguen aferrando importantes minorías sociales desafectas al Sistema. Ante el horror de una contemporaneidad demodespótica, etnocida, bio-destructiva y exterminista, estas gentes se solidarizan, fruncido el ceño y bajo toda la gestualidad de la desaprobación, cuando no de la insurgencia, con la misma cadena epistemológica, conceptual y organizativa que ha engendrado tal devastación y tal desesperanza. Al mismo tiempo, hunden sus vidas en lo dado, se instalan deliberadamente y convierten su cotidianidad toda en instancia de reproducción del capitalismo tardío. Presentándose como “luchadores”, como disconformes, como críticos, se erigen en baluartes de la conservación y perpetuidad de las sociedades demofascistas occidentales. Y pueblan nuestras universidades, escriben libros de denuncia, realizan películas emotivas, saturan nuestras escuelas reformadas o alternativas…

2)

Desistematización y marginalidad buscada

Para identificar psico-políticamente a esos personajes, y para comprender también a los demás, al conjunto de los habitantes del área capitalista, no debemos recurrir a las categorías de esa vieja razón política que denigramos: no están “alienados”, no son víctimas de la “falsa consciencia”, no aparecen como resultantes de la manipulación mediática… Son, en primer lugar, gentes “sistematizadas”. ¿“Sistematizadas”? La expresión puede antojarse extraña; cabe incluso desatenderla, desestimarla, arrumbarla como uno más de los incesantes e innecesarios “neologismos” académicos.

Y es que nos hemos habituado a entender el Sistema casi como una suerte de abominación “externa”, como un Mal objetivo y de algún modo separado de nuestras vidas, una Máquina autogenerada que nos domina y envilece por su cuenta. Culpamos de todo al Sistema; y ocultamos así la parte de responsabilidad que nos cabe en la génesis y multiplicación de las infamias y los crímenes de nuestro tiempo. Pero el Sistema no es una entelequia, no es una abstracción hecha a medida de nuestras necesidades de auto-racionalización: nosotros, todos nosotros, somos el Sistema, a lo largo de todo el día y durante toda la vida. Por eso, la “lucha” contra la instituido puede nombrarse “desistematización”…

Al menos en dos sentidos, somos hombres “sistematizados”. En primer lugar porque, como sugería I. Illich, consumimos nuestras jornadas en un indefinido “saltar de sistema en sistema”: sistema de transporte, sistema laboral, sistema comercial, sistema educativo, sistema de salud, sistema policial, sistema judicial… Reglada, organizada, casi “computabilizada”, nuestra cotidianidad se ha hecho maquínica, predecible, efectivamente sistemática. La supuesta evitación del “riesgo”, de la “incertidumbre”, se acompañó de una expropiación sin precedentes de nuestra propia vida, en un sacrificio casi absoluto de nuestra autonomía individual y de la solidaridad comunitaria: ya no sabemos preservar nuestra salud, o aprender, o cuidar de la vida colectiva, o hacer las paces cuando surgen desavenencias, o desplazarnos satisfactoriamente…, sin recurrir al Estado, sin apelar a los servicios surtidos por la Administración o, en algunos casos, por la empresa privada. Murió la autosuficiencia individual y la auto-organización comunitaria, a manos de las burocracias del bienestar social y de las empresas de servicios… Sobre las espaldas del «homo economicus», se asentó el «homo sistematicus» .

En segundo lugar, desahuciado el ideal de la emancipación, las poblaciones asumieron como propias, una tras otra, aquellas metas que la lógica capitalista les marcaba: domiciliarse, escolarizarse, laborizarse, mercantilizarse,… Transitar las jornadas «produciendo» y «consumiendo», al gusto de la economía política, se convirtió, podría decirse, en una determinación genérica de los occidentales; y, bajo la sociedad mercantil global, los seres humanos se auto-ratificaron como encarnaciones del sistema, como capitalismo hecho cuerpo. Casi al modo de una circunstancia antropológica, somos, al fin, cada uno de nosotros, y en nuestro desenvolvimiento cotidiano, capitalismo hecho vida, productivismo hecho verbo. Somos la carne y la sangre de ese Sistema que, en ocasiones, proclamamos combatir.

En este marco, la «desistematización» se sitúa en las antípodas de la «desalienación», de la «crítica de las ideologías» y de la «conscienciación»; en el reverso del “trabajo político” de los progresistas y de los marxistas. Fiel a su matriz «antipedagógica», abomina de todo elitismo o dirigismo moral e intelectual y prescinde de cualquier empeño «misioneril» o «pastoral». La pretensión «aristocrática» de incidir, con deliberación, en la subjetividad del otro, para corregirla o modelarla metódicamente, alegando que tal operación se efectúa «por su propio bien» (A. Miller), tarea a la que se entregaron las «vanguardias» de todo tipo (culturales, artísticas, políticas…) y que define perfectamente la «disposición pedagógica» de los profesores, de los médicos, de los jueces, de los periodistas, etcétera, no tiene cabida en el ámbito de la desistematización.

Como la «desescolarización» de I. Illich, la «desistematización» es un proceso fragmentario, irregular, discontinuo e inacabable, estrictamente personal, de descodificación meditada, de deconstrucción consciente. «Arrancarse el Sistema como jirones de la propia piel»: así puede expresarse su objetivo. Combatir el Sistema que somos, el capitalismo en nosotros, en una carrera decidida hacia los márgenes de lo establecido, huyendo de su centralidad y hasta de su periferia. Porque, si bien no hay nada «fuera» del Sistema, nada absolutamente a salvo de sus tentáculos, el Capitalismo tiene también sus «márgenes», sus «extrarradios», sus «topos» lejanos, distantes, menos afectados.

Y hay «márgenes» de muy distinta índole: márgenes laborales, donde se da la labor autónoma o el trabajo mínimo; márgenes residenciales, en la ruralidad e incluso en el paisaje; márgenes educativos, como los significados por la educación en casa y los «espacios educativos no escolares»; márgenes dietéticos, que pasan por la obtención y elaboración de los propios alimentos, sorteando la nocividad de la industria alimentaria; márgenes culturales, como los representados por las comunidades indígenas y los pueblos nómadas; márgenes políticos, en los que se desestima el despotismo y la democracia representativa, etcétera, etcétera, etcétera.

El «margen» se lo labra cada uno, y nunca se conquista por completo: marca una dirección, más que una línea de llegada. Poco importa la velocidad a la que se corre; también es irrelevante el punto que se alcanza, más o menos remoto. Lo decisivo es la voluntad de dar la espalda a la centralidad del sistema y «emprender la huida como quien busca un arma» (G. Deleuze). Solo en los márgenes, camino de los márgenes, puede darse la «autoconstrucción ética y estética del sujeto para la lucha». Sin la descodificación que la precede y acompaña, sin la deconstrucción previa y paralela, tal re-generación no es pensable. Y para nombrar todo ese proceso, toda esa aventura personal, hemos elegido el término «desistematización». «La vida es la ocasión para un experimento», anotó K. Jaspers. El experimento de la desistematización sugiere la posibilidad de una «política de la vida» y entiende la existencia individual como confección de un «bio-texto». Lo contrario de toda experimentación y de toda bio-escritura es sujetarse a las «instrucciones de uso» de la vida (G. Perec), encontrando incluso un cierto placer en ese sometimiento, mientras, bajo la manta apolillada de la Razón política clásica, se esconde cínicamente la connivencia con los poderes coactivos, la solidaridad flagrante con el opresor. Pertenece a esa «racionalidad destructiva» (E. Subirats) el no menos desvencijado relato de la Utopía…

3)

Desde que la Utopía perdiera su inocencia y empezara a hablarnos la Desesperación

La Utopía ha perdido su inocencia”: se ha dicho, recordando a Sloterdijk… Hubo probablemente un tiempo en que las masas aún podían creer en la eventualidad de una gran transformación social, de una ruptura revolucionaria con lo dado. Pero esos ya no son nuestros días, y lo sabemos… Esgrimir todavía hoy el discurso de la Utopía, en el contexto de la docilidad absoluta de las poblaciones, del Demofascismo consolidado y popularmente defendido, de una Tercera Guerra Mundial prolongada contra la que no hacemos ni haremos nada, con una Biosfera que, harta de agresiones, se está planteando “seguir sin nosotros”, etcétera, resulta ya francamente “cínico”. “Se me perdonará mi oficio mercenario y mi estilo burgués de vida porque proclamo creer en la Utopía”: esa es la aspiración secreta de los tardo-modernos aferrados hipócritamente al proyecto de la Ilustración…

En el decurso de la Revolución Francesa, Antonelle, alcalde de Arlés, “patriota”, “revolucionario”, polemizaba con Babeuf, el “tribuno del pueblo”, precursor del comunismo, su amigo, sosteniendo lo siguiente: “Hemos llegado un poco tarde, tanto el uno como el otro, si hemos venido al mundo con la misión de desengañar a los hombres sobre el derecho de propiedad. Las raíces de esta institución fatal son demasiado profundas y dominan todo; ya no se pueden extirpar en los grandes y viejos pueblos… La eventual posibilidad del retorno a ese orden de cosas tan simple y tan bueno (el estado de comunidad) quizá no es más que un sueño… Todo lo más que cabría esperar sería un grado soportable de desigualdad en las fortunas…”. Marcaba así, con toda sencillez, el horizonte programático real de la posterior socialdemocracia, pero también el punto y momento en que empezaba a encallar el Relato de la Emancipación: habría de quedarse sin “sujeto”, sin “portador”, pues vindicaba lo que, desde el fondo de su corazón, el pueblo no sentía como deseo. Elaborado por intelectuales, por filósofos, por “pensadores”, por representantes de las clases altas o en ascenso, por “privilegiados” a fin de cuentas, el discurso de la Liberación expresaba meramente los sueños e ilusiones de esas minorías ilustradas. Danton, film del polaco A. Wajda, arroja sobre esta cuestión más luz que no pocos libros…

Andando el tiempo, la fisura se hizo insalvable: por un lado, unas palabras (las de la Utopía) mediante las cuales unos cuantos prohombres “críticos” lavaban su mala consciencia de integración, de instalación en el seno de la sociedad que decían detestar; y, por otro, unos hechos que desmentían a cada paso la vigencia de tal relato y certificaban la desaparición del “sujeto” que hubiera debido esgrimirlo, transformándolo en praxis, batiéndose por él contra lo establecido. Ni en los trabajadores, ni en los estudiantes, ni en los marginados, ni en los pueblos del Sur, ni en los indígenas, ni en las “multitudes”, ni en…, encontramos ya al “sujeto” que la Utopía demandaba para no devenir, de una parte, y en la boca de los poderosos, simple patraña auto-justificadora, y, de otra, donde las burocracias y los dispositivos, instancia de control social, de gestión política de la desobediencia, de administración del descontento (fomento y canalización del ilegalismo útil, de la conflictividad conservadora).

Frente a la cháchara maloliente de la Utopía, la “desesperación” apunta, calladamente, a un nihilismo insurrecto, a una insumisión desengañada, a una batalla de fondo por la caída de todas las máscaras y el fin de todos los disfraces. El trabajo “negativo” de la desesperación, entendida, al menos desde Bataille, como “ausencia de toda engañifa” (“La desesperación es sencilla; es la ausencia de toda engañifa, el estado de las superficie desiertas y, puedo imaginármelo, del sol”), concebida como “dejar de creer, dejar de esperar”, puede valorarse, malévolamente, como una invitación a la renuncia y casi a la rendición. Habrá quien quiera leerla así… Yo, particularmente, no la interpreto de ese modo; y no escribí Desesperar con tales fines. Con esa obra me sublevaba, desde el margen rural, contra las realizaciones de una Modernidad capitalista que había asimilado, absorbido, de una manera casi nutricia, el discurso tradicional de la izquierda. El Estado del Bienestar señala inequívocamente uno de los lugares de tal metabolización: cabe entenderlo como un retoño disminuido de la Utopía, un hijo enfermizo y orgánicamente degenerado del Relato de la Emancipación.

Ejercicio de desmitificación y de desnudamiento (exterior e interior), la “desesperación” alienta, más bien, aquella “carrera hacia el margen” a la que me referí más arriba y el proceso de auto-construcción ética y estética para la lucha por el que abogó, desde un primer momento, el anarquismo histórico -de una forma más clara en sus exponentes “individualistas”, de Stirner a Armand, pero también en Bakunin, en Kropotkin, etcétera. La crítica contemporánea de la biopolítica, con la contribución del último Foucault a la cabeza; la narrativa anti-productivista de la Escuela de Grenoble (Baudrillard, Maffesoli, Girardin,…); las emanaciones intermitentes de la llamada “epistemología de la praxis” (Korsch en la lejanía, Benjamin, Subirats,…); los zarpazos denegatorios de individualidades tildadas con frecuencia de “nihilistas”, tal Cioran; y los posicionamientos que confrontan la Modernidad cínica y destructiva, recuperando el viejo aliento quínico de Diógenes, Antístenes y otros, con Bergfleth, Sloterdijk y Onfray como representantes destacados, no se hallan demasiado lejos, en tanto tradiciones críticas radicales, del espíritu de la desesperación activa: de alguna manera, pueden concebirse como “actualizaciones” de la ética libertaria, y late en ellas lo que Christian Ferrer designó como “el principio básico de la ontología ácrata”, esto es, “la fe en la capacidad auto-creativa, auto-regenerativa, del hombre y de la sociedad”.

4)

Me enseñó a ser árbol” y los modos textuales de la desistematización

«Me enseñó a ser árbol», libro que nos publica la editorial chilena Mar y Tierra puede leerse como un esfuerzo de escritura para fundamentar y explicitar la desistematización. Fragmentario, polimorfo, múltiple y multiplicador, heterogéneo a su manera, quiere retomar la perspectiva quínica, al modo de la Secta del Perro, y se distancia tentativamente de la crítica teórica tradicional y de la escritura disciplinaria en que solía resolverse.

Precisamente porque la desistematización apunta a una «política de la vida», porque propende un «biotexto», no puede admitir la separación «académica» entre la obra y la vida de un autor. Se niega a interpretar el texto con independencia del talante del escritor, prescindiendo de sus determinaciones biográficas. «Pensar la vida, vivir el pensamiento» es su consigna última; y contra ese paredón sitúa toda escritura y todo escritor. Denuncia, pues, la impostura, el disfraz, las teorías que no se pueden habitar, las vidas que no se atienen a lo pensado, la escisión entre el reflexionar y el actuar. Atiende, sin duda, a una «psico-política», como la que atraía a P. Sloterdijk, por lo que no teme «señalar con el dedo». Enfrenta al pensador con sus días y con sus noches, y denuncia sus compromisos, sus complicidades, sus incongruencias existenciales. Prefiere, por ello, la sátira, la parodia, la burla, la ironía, ámbitos en los que el decir y el vivir se funden y confunden; y rehuye los teoricismos y las coartadas intelectuales.

Como modalidad particular de “pensamiento negativo”, la desistematización reclama un estilo propio y unas formas distintivas. Echa por la borda los móviles y las maneras de la crítica teórica clásica… Obsesionada por descubrir “inconsecuencias” en el escrito revisado, ambigüedades, insuficiencias, flaquezas en la argumentación, etc., la «crítica teórica» se resuelve casi como “contradictología”, pues detectar y denunciar “fallas lógicas” es su primera tarea. Sabemos, no obstante, porque nos lo enseñó la moderna «teoría de la escritura» (de Barthes a Derrida y Blanchot), que la contradicción, lo mismo que el «blanco», el «hueco» o la «cesura», es parte sustancial, constitutiva, de todo texto, y no un accidente evitable. «La búsqueda de contradicciones es la obsesión de las mentes cortas», acuñó Rubert de Ventós…

En un segundo momento, la crítica teórica “contrasta” el escrito sometido a examen con un texto-primero, con un Texto venerado que rige desde el silencio el análisis, que se glosa a sí mismo sin descanso, que se reitera y se recita casi como una letanía. El Capital, valga el ejemplo, ha sido el libro sagrado que se cantaba a sí mismo cada vez que los profesores marxistas sometían una obra a crítica. Para muchos fue la Biblia, para otros el Corán. La Declaración Universal de los Derechos Humanos se está convirtiendo hoy en el Texto subrepticio que se celebra a sí mismo cada vez que nuestros doctores emprenden la tarea de la crítica. Operaba ahí lo que, en El Orden del Discurso, Foucault designó como el “principio del comentario”: Textos de Fe que aprovechan la circunstancia de la crítica para comentarse a sí mismos como en una homilía interminable, para decirse y repetirse sin parar.

La crítica teórica, por último, “respeta” religiosamente al autor y no quiere saber nada de su vida ni del engarce entre sus días y sus palabras. Para esta crítica siempre sería “de mal tono”, por ejemplo, aventurar que Engels era un empresario de la textil; Marx, un mantenido; Althusser, un femicida; Cervantes, un racista; Chaplin, un apóstol del progresismo con visos de misoginia, xenofobia, pederastia y depravación sexual; Deleuze, un cantor de la Fuga que solo se fugó de verdad el día de su suicidio; Foucault, un ilustre profesor universitario excelentemente retribuido por criticar el saber y el poder; García Calvo y tantos otros teóricos españoles del anarquismo, perfectos “anarcofuncionarios”, empleados del Estado Capitalista hasta que ese Estado los jubiló y siguió pagándoles en agradecimiento por los sevicios prestados; Serrat y Sabina, dos richachones serondos que hicieron una fortuna cantando en favor de los pobres y de los oprimidos con una sensiblería llorona y monjil; Manu Chao, el hijo de un diplomático multimillonario, que acompañó, subvencionó y apoyó siempre al cantante, etcétera, etcétera, etcétera.

Así como la crítica teórica se afinca en el terreno árido de una racionalidad estricta, absurdamente pagada de sí misma, reductora y totalitaria al mismo tiempo, la negación desistematizadora, en tanto psicopolítica de la infamia encarnada, «escribe con sangre». “Escribir con sangre” señala una metáfora de la autenticidad, pero también de la voluntad de daño. Redactar como si uno se desangrara, en un ejercicio radical de desvelamiento, de vaciamiento. Mostrar, al componer, la sustancia misma que nos constituye. “Escribir con sangre” sería volver los ojos hacia adentro para percibir mejor el afuera; construirse al componer, dejarse constituir por la escritura, trenzar un “biotexto”.

Pero, también, “esgrimir” las palabras y el estilo de vida que merodean; “blandir” los hechos y las opiniones de los hombres rural-marginales, en el caso de Desesperar, contra la soberbia solipsista de los urbanos aburguesados de Europa. Aspirar al peligro: “¡Lector, quien quiera que seas, defiéndete; pues voy a lanzar contra ti la honda de una terrible acusación!”, anotó Lautréamont “alertando” de su Maldoror. Yo he pretendido lo mismo, desde Un trozo de hueco: “Allí donde, en el cerebro del lector, todo se pacifica y sosiega como ante un inmenso mar calmo, esta obra quisiera poner un pequeño infatigable erizo; y que ahí se remueva, y que clave sus púas en la conciencia”. De Nietzsche a Cioran, pasando por Baudelaire, por Bataille, por Artaud, por Genet y por tanto otros, divisas demasiado parecidas se repiten sin descanso, marcando un anhelo riesgoso de la palabra, un activismo inmediato de la escritura: “Un libro ha de ser realmente una herida; debe trastornar, de un modo u otro, la vida del lector”; “Escribo para azotar a alguien”; “Mi propósito era crear, por los medios de la palabra y la puesta en escena, un profundo malestar en la sala”; “Devolver al lenguaje su capacidad de estremecer y de manifestar verdaderamente algo, retrotraerlo a sus orígenes de bestia acosada”, etcétera. Mucho más que redundar simplemente en aquella “instancia crítica, negativa” que, según Adorno, debía distinguir, contra la Administración, a todo documento de cultura; volver a plantear la interrogación, perfectamente retórica, del viejo Diógenes, el quínico insumiso, ante la verbosidad incontenible de Platón: “¿Qué puede ofrecernos un hombre cuyas palabras jamás han inquietado a nadie?”. La respuesta es “nada”.

5)

Occidente es el “blanco de tiro” último de la desistematización

Así como El Sistema aparece muy a menudo como una entelequia, una abstracción, un elaborado fantasmal diseñado a la medida de nuestras necesidades de ex-culpación y des-responsabilización (el Mal es general, “externo”, casi ambiental; y yo soy una mera víctima del mismo, un inocente avasallado y forzado a vivir como no quisiera), ocultando la circunstancia “desesperanzadora” de que “el Sistema somos nosotros”, todos nosotros, cada uno de nosotros, en todos y cada uno de nuestros actos de compra, de venta, de obediencia, de mando, de trabajo o de búsqueda de trabajo,…; “Occidente”, por el contrario, deviene como una noción absolutamente nítida, perfectamente definible en su estructura conceptual y en su área geográfica…

Llamamos “Occidente” a una forma cultural, a una realización civilizatoria, cuyos momentos fuertes (pero no exclusivos) de constitución se hallan en la Antigüedad griega y romana, en el cristianismo y en la Ilustración. Su ámbito geográfico originario fue Europa, desde donde inició un proceso inacabado de mundialización, de universalización. Estados Unidos fue una de sus primeras estaciones de paso… Hoy “Occidente” se extiende por los cinco continentes, habiendo aprovechado la superioridad económica y militar de las potencias del Norte, tal y como se manifestó en el colonialismo, en el neo-imperialismo y en el proceso reciente de globalización capitalista.

Dada su incapacidad congénita para “dialogar” con el Otro, para admitir y tolerar la Diferencia (que recluyó desde el principio en nominaciones denigratorias cuales “primitivismo”, “barbarie”, “salvajismo”, “incivilización”, etc., resemantizadas hoy como “irracionalismo”, “fundamentalismo”, “reaccionarismo”, “arcaísmo”, “déficit democrático”, “ausencia de Estado de Derecho” , “vulneración de los Derechos Humanos”,…), Occidente, afectado de expansionismo crónico, generador incesante de Imperio, solo puede propender la homologación planetaria, el isomorfismo socio-económico, político-jurídico e ideológico. A ello se referían, sin pudor, los apóstoles del “fin de la historia” y de la “muerte de las ideologías”, con Fukuyama y Bell en avanzadilla…

Existen, desde luego, “resistencias” a este proceso de homogeneización, de totalización de la forma económica, socio-política y cultural de Occidente (y las he abordado en algunos estudios: fracciones sublevadas de las civilizaciones-otras, comunidades indígenas, pueblos nómadas, entornos rural-marginales, subculturas urbanas,…); pero no cabe alimentar demasiados optimismos sobre la suerte final del combate. Occidente, “moribundo que mata”, monstruo en estertores, está convirtiendo su agonía en la agonía de todo, su fin en el Final sin más.

A nivel epistemológico-filosófico, estos serían los rasgos definidores de lo que denominamos “Occidente”, compartidos por sus tres principales concreciones históricas: fascismo, comunismo y liberalismo:

.- Culto a la abstracción, a los trascendentalismos, a las cláusulas idealistas, a las peticiones de principio y a las incondicionalidades.

.-Presuposición de una razón histórica objetiva, de un “telos”, de un “sentido” del devenir (línea teleológica de Progreso que se resolvería en la supremacía de la excelencia racial-genética para el fascismo, en aquel Reino de la Libertad redentor de la Humanidad toda soñado por el comunismo y en el “fin de la historia” democrático-liberal).

Como ha recordado Subirats, este concepto de razón histórica se halla incardinado en nuestra tradición cultural y encuentra en Kant un momento decisivo de reelaboración, traspasándose incólume a Hegel y a Marx.

.- Universalismo que odia la Diferencia y los localismos/particularismos.

¿Quién, si no el Occidente liberal, “decreta” hoy la lista y el sentido de los Derechos Humanos, postulándolos “universales”? ¿Quien, si no el democratismo occidental, fija los supuestos Intereses Generales de la Humanidad y el muy arbitrario Bien Común Planetario? ¿Y no apelaba Marx a los “Proletarios del Mundo” en un momento en que la Clase Trabajadora solo aparecía por unos pocos rincones de Europa? ¿Cabe, por otra parte, mayor atentado contra la Diferencia (judía, gitana, homosexual,…) que su exterminio en campos de concentración?

.- Institución del “individuo” como entidad sociológica, axiológica y epistemológica central.

En otras formaciones culturales, el ser particular es percibido, no ya como “individuo”, sino como “fibra de comunidad”. Parafraseando a A. Gide: “Aquello que nunca sabremos es el tiempo que ha necesitado el hombre para elaborar al individuo”.

.- Concepto “cósico” de la Verdad, que confiere a determinadas Minorías Esclarecidas una labor de Misionerismo Social (elitismo intelectual y moral, encarnado en las camarillas de Hitler, los cuadros del Partido Comunista y los “expertos” de nuestras Universidades).

Esta concepción de la verdad, contra la que se batiera Nietzsche (en Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral), deriva de la todavía vigente “teoría clásica del conocimiento”, también denominada “Teoría del Reflejo” o “Epistemología de la Presencia” (Derrida). Atrincherada en el “sentido común” no menos que en las cavernas del “cientificismo”, está viendo cómo, frente a ella, contra ella, se constituye un nuevo paradigma, antagonista, que se ha nombrado “epistemología de la praxis”. Debe a K. Korsch su prefiguración histórica: el criterio de verdad del análisis no dependerá ya de los controles técnicos del método, sino de su implicación en la praxis concreta del sujeto de la contestación.

.- Fines sublimes que justifican cualquier medio (Nación Aria, Paraíso Comunista y Estado de Derecho).

Patria y Raza”, “Reino de la Libertad” y “Democracia Representativa”: fines sublimes que no son más que “abstracciones” y que acarrearon las masacres que se temía Bakunin, “farsas sangrientas” en la acepción de France y Cioran. La “abstracción” se convierte en “ideal” y el ideal en “fin sublime”: ante esta secuencia, consagrada en nuestra tradición cultural, los “medios” no son dignos de tener en cuenta -así lo establece la racionalidad instrumental, estratégica, en la que se halla larvado el principio de Auschwitz.

.- Utopía eugenista del Hombre Nuevo (Ario nazi, Obrero Consciente y “ciudadano ejemplar”).

La crítica de ese “utopismo eugenista” ha atravesado toda la historia cultural de la modernidad, desde Nietzsche y Bakunin hasta Baudrillard o Lefebvre; y, no obstante, sigue entronizado en nuestras prácticas pedagógicas y políticas. Iglesia, Escuela y Estado han alimentado y siguen alimentando un mismo prejuicio. ¿Qué prejuicio, qué “dogma teológico”, comparten la Iglesia, la Escuela y el Estado a la hora de percibir al Hombre y determinar qué hacer con él, qué hacer de él? La respuesta de Bakunin sienta una de las bases de la crítica contemporánea del autoritarismo intelectual, del elitismo moral, de la ideología del experto y de la función “demiúrgica” de los educadores: en los tres casos, se estima que el hombre es genéricamente “malo”, constitucionalmente malvado, defectuoso al menos, y que se requiere por tanto una labor refundadora de la subjetividad, una intervención pedagógica en la conciencia de la gente, una tarea “moldeadora” del carácter, encaminada a una reforma moral de la población… Sacerdotes, profesores y funcionarios se aplicarán, en turbia solidaridad, a la reinvención del ser humano, en un proyecto estrictamente “eugenésico”, regido por aquella ética de la doma y de la cría denunciada por Nietzsche.

.- Reificación de la población (como raza, como clase y como ciudadanía).

La reificación de la población alcanza en Occidente cotas de verdadera obsesión, de “monomanía”. Se forja una categoría, un esquema, un concepto; y, a continuación, se “encierra” en él a un sector de la comunidad, segregándolo del resto y fijándolo a una identidad artificial, postulada. Y tenemos entonces “niños” (Illich), “clase trabajadora” (Baudrillard), géneros definidos con validez universal, razas cristalizadas en una pureza inmune a la historia, “ciudadanos” sin corporeidad en los que se anudan derechos y deberes, “terroristas” que es lícito ejecutar extrajudicialmente, “primitivos” y “salvajes” que deben ser “civilizados”, etc. Por elaborar “razas”, “clases” y “ciudadanos”, negando a los hombres reales, de carne y hueso, a los animales humanos; por asignar a tales nociones, a tales “emblemas” o “puntos vacíos”, una misión histórica, un cometido providencial que exigiría siempre la eliminación del individuo empírico enclaustrado a su vez en la categoría complementaria (raza inferior, clase enemiga, sujeto “incívico”), nuestra civilización ha terminado arraigando en el “horror de la muerte administrada” (Carrión Castro).

.- Estatocentrismo que ciñe todo el campo de la política a la cuestión de la Administración, de los Gobiernos, de los Aparatos burocráticos. El Estado aparece siempre como una mediación insoslayable del deseo y de la voluntad política, y se “lucha” por su toma, su reforma o su transformación revolucionaria. En el límite, se aboga por una disolución de las instituciones del Estado conducida por el Estado mismo, una vez que el soñado “sujeto revolucionario” se apodere de todos sus resortes (Estado “popular”, Estado “obrero”, Estado “transitorio”)…

.- Desconsideración del dolor empírico del sujeto, del sufrimiento ostensible, que deja de valorarse como circunstancia relevante, como referente político o jurídico (Auschwitz, los “gulags” y Guantánamo).

La noción del “dolor” en Kant resulta paradigmática de esta omisión homicida. En palabras de E. Subirats: “La filosofía kantiana de la historia legitima este dolor cultural e histórico del individuo, que soporta el imperativo de la razón universal y abstracta, como un mal menor (…). La teoría de la cultura de Kant, con su desprecio de la muerte, del dolor y de la desesperanza del individuo (…) justifica de antemano el avasallamiento de este mismo individuo empírico al paso del progreso histórico de la razón”.

.- Antropocentrismo y representación de la Naturaleza como “objeto” (de conocimiento y de explotación), de alguna manera “separada” del hombre-sujeto, “al otro lado” de la conciencia y casi como reverso de la cultura –percepción sobre la que descansa la lógica productivista (la “empresa” nazi del exterminio, el estajanovismo soviético y la sacralización liberal del crecimiento).

Para el nómada histórico, como en cierta medida también para el rural-marginal y de forma muy neta para el indígena, el medio ambiente y el hombre no son realidades separadas, aquel al servicio de este, investigado y explotado por este; no “existen” como entidades definibles, sino que se funden en una totalidad eco-social expresada en la Comunidad (A. Paoli).

Y podríamos añadir, a otro nivel, para reforzar la afinidad entre los tres sistemas y completar la caracterización de Occidente, unas cuantas notas más: consumismo, mercantilización, reducción de todas las realidades al valor de cambio; racionalidad técnica, pragmatista, de dominante económico-burocrática; “logicismo” y formalización abusiva en la argumentación; etcétera.

6)

Política de la vida o vida anti-política

Estamos, en gran medida, ante una cuestión semántica, ante una discusión meramente terminológica. Si vinculamos la idea de “lo político” a la problemática del poder, en la línea de Foucault (particularmente tras el giro que diera a su pensamiento en sus últimos textos, donde acuña, por ejemplo el concepto de “resistencia ético-política”), la desistematización abocaría a una “política de la vida”, de la vida en rebeldía, auto-construyéndose, diferenciándose de sí misma, política de la vida como “carrera hacia el margen” y en combate contra la centralidad de lo establecido. Si restringimos el significado de “política” y lo circunscribimos a la esfera del Estado, de la gobernabilidad burocrática y de la lucha por la toma de las instituciones, entonces la desistematización apuntaría más bien a una “vida anti-política”, a una disolución tentativa de la influencia de las superestructuras sobre el existir concreto de las personas.

En cualquier caso, la desistematización vuelve sus ojos a dos cuestiones fundamentales: la cuestión del sujeto (sujeto que des-hacer y sujeto que re-hacer) y el asunto del vivir (o de vivir qué vida). Unificando la existencia y la escritura, abonando la idea del “bio-texto”, sonríe ante las experiencias que se nutren de margen, que avanzan hacia el margen, y escribe para poetizarlas, con unos modos textuales también singulares. En lo positivo, esta escritura deviene, pues, como un canto a la fuga y a la re-invención personal; en lo negativo, se resuelve como “psico-política de la infamia encarnada” y acaba con la pretensión de dignidad de nuestros profesores, nuestros médicos, nuestros jueces, nuestros periodistas, nuestros políticos, nuestros policías, nuestros educadores y asistentes sociales,…

Texto en PDF:

HOMO SISTEMATICUS

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Pedro García Olivo

Buenos Aires, 25 de octubre de 2017

 

Una respuesta hasta “HOMO SISTEMATICUS. Para una psico-política de la infamia encarnada”

  1. No habia vuelto a leer tu sitio web por un tiempo, porque me pareció que era aburrido, pero los últimos posts son de buena calidad, así que supongo que voy a añadirte a mi lista de blogs cotidiana. Te lo mereces amigo. 🙂

    Saludos

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