Archivo de noviembre, 2017

Los indígenas de Chiapas, el EJÉRCITO de liberación NACIONAL que los depredó y la Industria Occidental de la Solidaridad

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Ensayos fílmicos. Películas documentales, Indigenismo with tags , , , , , , , , , , , , , , on noviembre 29, 2017 by Pedro García Olivo

CUADERNO CHIAPANECO I. SOLIDARIDAD DE CREPÚSCULO

https://www.youtube.com/watch?v=B5agdmjeFUw&list=PLS7X0O3bAwGRPQEHN4oyCFNvwdOnA31hY

Sobre los procesos autónomos de resistencia indígena hace tiempo que gravitan, al modo del depredador y del carroñero, las más diversas formaciones políticas de planta occidental (partidos, sindicatos, organizaciones político-militares, plataformas de activismo social proselitista,…).

Conocemos el resultado: un avance incontenible del “indigenismo de integración”, afiliado por fin a la mítica del Estado Social de Derecho, y un aplastamiento genocida de las experiencias que no se dejan reclutar por las ideologías y las prácticas “democratistas”, meramente “humanizadoras” del Capitalismo y de sus modalidades de Estado.

América Latina no cesa de suministrar ejemplos dolorosos de este doble filo de la cuchilla occidentalizadora, estatocéntrica y pro-capitalista. Por un lado, se absorbe todo lo que se deja asimilar; por otro, se aniquilan las alteridades genuinamente insobornables, irreconciliables e irrecuperables. Z. Bauman se refirió a esa doble faz del control institucional de la diferencia: por un lado, se orquestan “estratégicas fágicas” (de inclusión, de incorporación) y, por otro, se despliegan “procedimiento émicos” (de expulsión, de exterminio).

Y cada semana hay muertos, muchos simbólicamente rentabilizados por burocracias políticas “contestatarias”, “opositoras”, aún así conceptual y filosóficamente emparentadas con los poderes etnocidas que proclaman combatir.

Sobre los mencionados proyectos autónomos de los pueblos originarios también cayeron los afanes “humanitarios” o “revolucionarios” de minorías europeas y europeizadas que contaban con la industria de la “cooperación internacional”, de la “solidaridad transcontinental” o de la “colaboración militante” para abonar sus propios procesos de auto-afirmación como “consciencias críticas”, “gentes comprometidas” o “combatientes del Sistema”.

Sobre ellos, hace décadas que nos alertó Iván Illich en una conferencia memorable: “¡Al diablo con las buenas intenciones!”. Ubicándose entre los supuestos “necesitados”, entre los “vulnerables”, entre las “víctimas” de la apisonadora liberal-capitalista, terminaba su charla con un ruego elocuente: “Pero, por favor, no nos vengan a ayudar”. La “solidaridad de los acomodados” era leída como un arma del imperialismo cultural de los países del Norte, como un vector de occidentalización mental y psicológica y como instancia de desnaturalización de los procesos indígenas.

CUADERNO CHIAPANECO I. SOLIDARIDAD DE CREPÚSCULO es una película documental no-convencional que merodea, durante cerca dos horas y medias, esos asuntos. Se realizó desde una enorme precariedad de medios y se editó de manera casi artesanal.

Se distancia de la praxis político-ideológica del EZLN en aspectos puntuales, aunque decisivos: la escolarización de los niños indígenas; la conversión de los Caracoles en “escaparates” mediáticos de la insurgencia, donde se concentraba a los cooperantes nacionales e internacionales, inmediatamente aprovechados como fuerza de consumo (Coca Cola, comedor, tiendas de artesanía…), en perjuicio de muchísimas comunidades que, padeciendo el acoso paramilitar, solicitaban y no obtenían esa presencia del “observador de derechos humanos”; la ruptura del tradicional igualitarismo indígena mediante las figuras “elitistas” del Promotor de Educación (un para-profesor) y del Formador de Promotores (un para-pedagogo); su asunción de la razón mercantil y burocrática que funda la “industria occidental de la solidaridad”, facilitando acríticamente la expansión del llamado “turismo revolucionario” (“turismo militante” o “de las consciencias luminosas”), etcétera. En “La bala y la escuela. Holocausto indígena” dediqué un capítulo, el tercero, a esta cuestion (https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2014/02/la-bala-y-la-escuela-holocausto-indc3adgena.pdf)

En segundo lugar, recoge, casi de modo “naturalista”, con una técnica fría, cruda, directa, la cotidianidad, en Chiapas, de los “campamentistas de paz”, de los cooperantes internacionales del zapatismo, de toda esa tropa de “ayudadores” y “aprendedores” de la resistencia indígena. “La solidaridad de los privilegiados como privilegio de la solidaridad”, en gran medida…

Renunciando a la “voz en off”, que convierte todo documental en una suerte de “clase ilustrada”, de “prédica aderezada con filmaciones”, y confiando en una articulación en absoluto aleatoria de secuencias, fotografías, músicas y palabras, permite que el espectador construya su propia película, alcance su propio puerto de desembarque. Porque “Cuaderno chiapaneco” es la invitación a un viaje cursada desde el corazón de otro viaje.

En razón de su índole no-económica y hasta anti-económica, los dos mil DVDs editados se fueron regalando a colectivos y asociaciones interesadas en tales problemáticas. Por aquel entonces (2007), yo era profesor y podía permitirme, hasta cierto punto, ese género de altruismos. Cuando se agotaron, envié copias gratuitas a las persona que me solicitaban ejemplares del extraño ensayo fílmico. Ahora he dado el paso último, consistente en subirlo a una plataforma de visualización masiva: https://www.youtube.com/watchv=B5agdmjeFUw&list=PLS7X0O3bAwGRPQEHN4oyCFNvwdOnA31hY

Para mí, es casi un placer reconocer que esta obra “no gusta”. Me pasa a ratos lo mismo que a O. Wilde en todo momento: “Vivo con el terror de no ser incomprendido”. Se ha proyectado muchas veces, en España y en Italia; y siempre ocurría igual: la sala se iba vaciando y, al final, nos quedábamos solos el organizador y yo. Bellísimos “fracasos”, todos. Para nada “popular”, ni “popularizable”, me consta, no obstante, que ha servido a las necesidades de reflexión, de intelección, de auto-interrogación, de unas pocas personas que llegaron a estimarla particularmente. A mí me sirvió y por eso la estimo.

Chipas

Marcos

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 28 de noviembre de 2017

ESCRIBIENDO NÓMADE SOBRE LOS NÓMADAS. Los crímenes del Estado de Derecho I

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Proyectos y últimos trabajos with tags , , , , , , , , , , , , , , on noviembre 23, 2017 by Pedro García Olivo

Saltando del academicismo teórico a la poesía, de la literatura al cine, de la tesis a la sospecha, de la historiografía a la música, del intelecto a la emoción, y emprendiendo, parágrafo a parágrafo, paso a paso, una ruta sin final verificado, sin línea de llegada, itinerario en parte azaroso y en parte elegido, empezamos a denunciar, con este escrito vagamundo, los crímenes del Estado de Derecho, esa tan moderna y democrática forma de organizar el exterminio.

SIN PATRIA

La potencia “matriz” de la condición nómada quedó señalada, de alguna forma, en las primeras teorizaciones críticas del Estado: tanto para P. Kropotkin (El Estado) como para F. Engels (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado), la sedentarización, induciendo determinadas relaciones económicas en las aldeas y entre los pueblos, se erige en premisa de la propiedad privada, de la escisión en clases, de la dominación social y de género y del establecimiento de entidades burocráticas y gubernativas que contienen el germen de la organización estatal.

Cancelando esa secuencia, los pueblos nómadas (como también los primeros asentamientos precarios) desarrollarían modelos de convivencia basados en la ausencia de apropiación y acumulación particular de los recursos, en el consiguiente igualitarismo social, en la intensificación de la ayuda mutua y de la solidaridad interna, en un derecho consuetudinario homeostático, y en la autogestión demoslógica en tanto comunidades libres.

Invirtiendo el sentido de la causalidad (opresión política previa que produciría la fractura social y la explotación económica), los estudios antropológicos de P. Clastres abonan asimismo la idea de una sobredeterminación general de la condición nómada, de un inmenso “poder de constitución” (sobre la subjetividad, la sociabilidad y la cultura) de la existencia no-sedentaria (1).

Buena parte de los rasgos que hemos presentado como configuradores de la otredad romaní (oralidad, laborofobia, educación clánica, anti-productivismo, aversión a los procesos políticos estatales) se desprenden precisamente de esta índole errante del pueblo gitano tradicional.

Hay autores que han pretendido deslavar dicha originalidad, relativizarla —domarla, en cierto sentido—; y han presentado a los gitanos como etnia obligada a huir, forzada a peregrinar, en una suerte de “vida ambulante por obstrucción del asentamiento”, por coacción… El romaní habría sido nómada a su pesar, por las políticas y prácticas de exclusión y hostigamiento desatadas contra él. Desde una extrapolación abusiva de las dinámicas registradas en el Este de Europa (en Rumanía, especialmente), F. Kempf ha arremetido contra el concepto de “nomadismo gitano”:

[Los gitanos] no pueden participar en la vida de la sociedad mayoritaria y, por consiguiente, no pueden tener los sentimientos de pertenencia a una colectividad enraizada en un territorio y con una historia común. Este débil sentimiento de pertenencia es una de las causas que pueden explicar los movimientos migratorios de la comunidad romaní del Este hacia la Unión Europea durante los últimos años (…). Estos movimientos nada tienen que ver con el nomadismo y son fenómenos complejos. Sin embargo, el hecho de que grandes comunidades, no siempre las más vulnerables (estas no tienen ni los medios para emigrar), se hayan mostrado dispuestas a venderlo todo y emigrar (…) es el resultado flagrante del rechazo hacia la comunidad romaní y de la voluntad, por parte de las sociedades mayoritarias, de no querer vivir cerca de ella” (2003, p. 293-304).

J. López Bustamante, que fuera director de Unión Romaní, gitano perfectamente asentado, escolarizado, “laborizado” —integrado—, miembro del millar de oro formado en nuestras (muy

payas) Universidades, suscribe esa perspectiva, en un gesto inequívocamente malinchista:

A pesar de que muchas veces se recurre al tópico de la proverbial inclinación gitana a la romántica vida errante, las motivaciones a las que obedece la decisión de emigrar son bien distintas” (en “Las pateras del asfalto. Algunas consideraciones sobre la inmigración de los gitanos rumanos”, texto absolutamente recomendable) (2005, p. 140).

Pero cabe invertir la argumentación y sostener que, tras el fin del experimento socialista en la Europa del Este (experiencia socio-política que “sujetó” a los romaníes, sedentarizándolos e inscribiéndolos por la fuerza en el orden de la dependencia económica y del salario, como pudimos comprobar personalmente, pues vivíamos por aquel entonces en Hungría), en el ambiente de la recién restaurada libertad de movimientos, se reanimó la vocación nómada de los gitanos del área, que volvieron en masa a los caminos, manifestando su vieja —y nunca arruinada del todo—

predilección por la vida ambulante.

Otro gitano del millar brillante, asimilado hasta el punto de alcanzar la condición de parlamentario, presidente también de Unión Romaní, abogado y periodista, apóstol de la participación gitana en la política paya, de la escolarización absoluta, etc., reconoce, no obstante, la

pervivencia del “nomadismo consciente” en una parte (residual, por desgracia) del pueblo calé:

Tratándose de una comunidad tan dispersa como la nuestra, con importantísimos núcleos de población que practican el nomadismo, se tendría que distinguir entre el sentimiento de pertenencia a un país concreto de quienes son sedentarios y el de quienes por su carácter itinerante tienen mayor consciencia de ser, por encima de todo, ciudadanos del mundo” (Ramírez-Heredia, 2005, p. 41).

Desde nuestra perspectiva, el nomadismo aparece como un rasgo definidor de la idiosincrasia romaní —siempre combatido por los poderes del registro, avecindadores y escolarizadores—, motivo invariable y recurrente (“ausencia de domicilio conocido”, “vagabundeo”, “vida de bohemios”, “errancia”,…) de las medidas históricas de persecución de este pueblo, encaminadas a su expulsión, fijación residencial obligatoria y hasta esclavización (A. Gómez Alfaro) (2). Así lo han considerado estudiosos de la talla de B. Leblon o F. Grande: “[Avanzado el siglo XV], la luna de miel entre dos culturas tradicionalmente antagónicas (una cultura sedentaria y una cultura nómada) había de concluir” (Grande, 2005, p. 118). También A. Tabucchi señala el nomadismo como rasgo constituyente de la gitaneidad, al lado de la agrafía: “Los gitanos jamás han contado su historia: siempre la han contado otros. Nunca se han relatado a sí mismos: han sido relatados. Los motivos son evidentes: el nomadismo, una cultura oral, el escaso, y a menudo imposible, acceso (…) a la escritura” (2005, p. 131). Y así lo ha reflejado desde siempre la música flamenca (canciones populares y composiciones firmadas con temáticas “caravanescas”, por ejemplo), poniendo de manifiesto y hasta acentuando las trazas del viaje en la lengua —términos como “andarríos”, “gitano de carromato”, “tartana”,…

Desde sus orígenes, el flamenco testimonia, en efecto, el orgullo nómada del gitano tradicional. Ya a principios del siglo XIX, una debla (enigmático cante básico, recreado por Tomás Pavón en 1940), interpretada en nuestro tiempo por Rafael Moreno, expresaba sin ambages la aversión a la fijación residencial:

Soy caló de nacimiento.

Yo no quiero ser de Jerez;

con ser caló estoy contento”.

[Incluido en el CD El cante flamenco. Antología histórica, 2004]

Una soleá de Alcalá, de la misma época, que recogiera Joaquín el de la Paula y canta hoy Fosforito, enlaza la vida errante con el amor como horizonte:

A pesar de tanto tiempo

por tan distintos caminos,

en mi corazón me siento

que tú eres mi destino”.

[En el recopilatorio El cante flamenco…, 2004]

En la segunda mitad del siglo XIX, conforme avanza el proceso de sedentarización, el cante se ve marcado por la memoria exaltada de la felicidad nómada:

Y queremos divertirnos:

¡Viva el Moro! ¡Viva Hungría!”.

[Fandango popular interpretado por Gabriel Moreno, recogido en la compilación El cante flamenco…, 2004]

Y, ya en la primera mitad del siglo XX, se funde la figura del buhonero o pequeño mercader ambulante con la del cantaor y trovador peregrino:

Fueron buenos cantaores,

Pajarito y el Morato.

Fueron buenos cantaores,

también trovaban un rato;

pero su vida, señores, ¡ay!,

fue la tartana y el trato”.

[Cante de las minas, en la voz de Antonio Piñana, seleccionado para El cante flamenco…, 2004]

En ocasiones, el nomadismo físico se asocia en el flamenco con el nomadismo espiritual, convirtiendo el primero en metáfora o imagen inmediata del segundo, como en la petenera que cantara la Niña de los Peines y que ha sido modificada ligeramente en coplas posteriores (anhelo de “un mundo nuevo” donde por fin se encuentre ora “más verdad”, ora “remedio para la pena”):

Quisiera yo renegar

de este mundo por entero;

volver de nuevo a habitar,

por ver si, en un mundo nuevo,

encontraba más verdad”.

[Inscrita en el proyecto musical Antología. La mujer en el cante jondo, 1996, a cargo de Carmen Linares].

Un cante muy comentado, que se ha interpretado en claves distintas (expresión del desinterés gitano por el paisaje local, en beneficio de temáticas profundamente humanas, sostenía, por ejemplo, F. García Lorca), puede leerse también como declaración implícita de amor al antiguo nomadismo y testimonio explícito de desafección a la moderna mudanza “doméstica”, siempre al interior de un mismo ámbito, entre lugares conocidos:

A mí se me da mu poco

que er pájaro en la alamea

se múe de un arbo a otro”.

[ De la colección de Demófilo, citado por F. García Lorca, 1998, p. 112]

Un tema contemporáneo, por último, compuesto por P. Ribera y M. Molina, cantado por Lole y Manuel, evoca admirablemente la existencia nómada de los gitanos tradicionales, una constante histórica que cubre toda la migración romaní hasta la segunda mitad del siglo XX:

Los niños quisieran seguirle detrás

y por los caminos soñar;

los niños quisieran seguirle detrás,

pero los gitanos se van, se van, se van.

Cabalgando van los gitanos,

van los gitanos, van los gitanos;

los hombres montan las yeguas,

y las mujeres en los carros

a sus niños chiquetitos

dan sus pechos amamantando.

Carmelilla, la mocita,

la que va en el primer carro,

dice que anoche la luna

le prometió un traje blanco

y un gitano de aceituna (…)./

Antes de llegar al río,

los gitanos han acampao.

La tía Carmen, la más vieja,

la del pelo plateao,

hace flores de colores,

azules, rojas y blancas.

Carmen Montoya y la Negra

hacen canastas de caña,

sentaítas sobre una piedra.

Los gitanos se han dormío;

sus camas son el romero,

la amapola y la violeta;

y pa que no se despierten,

el agüilla del riachuelo

se queda de pronto quieta”.

[«Cabalgando», en el álbum Al alba con alegría, 1991]

Condición generativa, pues, ha sido enfatizada por la gitanología de todos los tiempos, de G. Borrow (1841) a J. P. Clébert (1965). En la primera mitad del siglo XIX, G. Borrow protagoniza un

proceso pionero y espectacular de lo que hoy llamaríamos “trans-etnicidad”. Seducido desde niño por los romaníes nómadas, frecuentando sus campamentos y viajando con ellos, adopta conscientemente su modo de vida y atraviesa toda Europa, internándose finalmente en Rusia, al modo de los “kalderas”, como estañador ambulante. Aceptado por los gitanos españoles, que lo tratarán en adelante como “uno de los suyos”, en una manifestación de la denominada agregación, vivirá largo tiempo entre clanes, recorriendo la Península y tomando las notas de las que se desprenderá el libro The Zincali, documento de referencia para todos los estudios posteriores.

La huella y casi el espíritu de The Zincali se detecta con claridad en Les Tziganes, de J. P. Clébert, obra fundamental de la gitanología moderna. El libro del escritor francés, que alberga una masa enorme de información sobre el discurrir de los gitanos por Europa, subsume buena parte de las conclusiones alcanzadas por la investigación antropológica y etnológica en torno al pueblo Rom, así como las perspectivas de la gitanología clásica, acaso de forma un tanto caótica. Dos rasgos le confieren especial utilidad para nuestro enfoque: se compuso, perceptiblemente, desde la simpatía, y, por añadidura, tras prolongados períodos de convivencia con familias gitanas —como no sucede siempre en el caso de los investigadores académicos payos. A la altura de los 60, J. P. Clébert certificaba el nomadismo constitutivo de la identidad romaní tradicional:

En la actualidad existen de 5 a 6 millones de gitanos errando por todo el mundo (…). Se les ve tan solo en pequeño número, carromato tras carromato, familia tras familia (…), al borde de los caminos, a la entrada de los bosques, y en los confines de los pueblos donde su presencia invisible queda atestiguada por un cartel: Prohibido a los nómadas” (p. 27).

La existencia nómada romaní ha marcado asimismo en profundidad la representación literaria, y artística en general, que del mundo gitano se forjara la sociedad sedentaria europea (M. Cervantes, V. Hugo, Ch. Baudelaire, A. Pushkin, T. Gautier, R. M. Rilke, F. García Lorca, F. Kafka,…, en literatura; Ch. Chaplin y T. Gatlif, entre otros, en cine; etcétera) (3).

Distingue a esta hechura errante del pueblo gitano, incontrovertible en nuestra opinión, una sorprendente doble particularidad:

1) Se trata, por un lado, de un “vagar específico”, que no encaja en el modelo propuesto por los antropólogos y etnólogos para el resto de los pueblos viajeros: no se define como un dispositivo de adaptación a condiciones medioambientales severas, en un ámbito territorial definido, como en el caso de los nómadas de África, Asia o de los círculos polares, en la línea sugerida por los estudios de J. Caro Baroja (Junquera, 2007, p. 261-277), sino que se despliega en todas direcciones, desde su probable origen remoto en la India, sin someterse a una regularidad discernible o a un marco espacial limitativo (4).

Mientras los gitanos pudieron sortear fronteras y controles, se revelaron, en efecto, como peregrinos de un sesgo raro, que no se asemeja demasiado al de los demás. El estudio de C. Junquera Rubio dibuja con mucha claridad un paradigma del nomadismo-tipo que el errar de los gitanos demuele por completo. Las claves interpretativas que maneja este autor, y que subyacen también a los Estudios saharianos de J. Caro Baroja, tendentes a privilegiar la determinación de los factores y de las circunstancias “materiales” (aprovechamiento óptimo de recursos escasos, con fenómenos de dispersión y de desplazamiento dictados por las condiciones naturales y climáticas), en absoluto funcionan ante las migraciones gitanas, que en muy despreciable medida obedecen a una racionalidad estratégica o instrumental, de índole económica.

Abriéndose en abanico, los itinerarios gitanos dan a menudo la sensación de atender a criterios supra-racionales, a pulsiones de la fantasía, cuando no del capricho, a designios de la imaginación, como si quisieran avalar la metáfora desdoblada de Ch. Baudelaire: así como los poetas son los gitanos de la literatura, los gitanos son poetas en el vivir. Queda pues acreditada la unicidad del fenómeno nómada romaní, que apenas se deja catalogar como especie dentro de una categoría general superior. J. P. Clébert lo ha subrayado con elocuencia:

El gitano es ante todo un nómada. Su dispersión en el mundo se debe menos a necesidades históricas o políticas que a su naturaleza. Incluso entre los gitanos sedentarios, huellas evidentes de un nomadismo ritual son el signo de un carácter específico de esta raza. Los sedentarios, lo mismo si son trogloditas en las colinas del Sacromonte como propietarios de un piso en París, dan siempre la sensación de estar acampando provisionalmente (…). La mayor parte de los verdaderos gitanos son todavía puros nómadas. Este nomadismo puro es uno de los ejemplos más originales del oekouméne humano. En efecto, así como la mayoría de los últimos nómadas de este mundo tienen áreas de expansión perfectamente reguladas y reducidas a los espacios que no interesan a los sedentarios, los gitanos son el único pueblo que nomadiza «en medio» de una civilización estable y organizada” (p. 178). [J. P. Clébert escribe esta obra en 1962]

2) Históricamente, por otro lado, convirtió a los romaníes en extraños, en forasteros (remarcando esa condición, se les proveyó de “cédulas de apátrida” en Bélgica, de “carnés de nómada” en Francia…); pero, asimismo, en extranjeros de un tipo específico, singular, que no cabe en el esquema trazado por sociólogos como Z. Bauman: desestimaron con osadía la integración, vindicando una laxa convivencia; y perseveraron testarudamente en la auto-segregación y en la defensa de su idiosincrasia (5).

Este nomadismo, por último, salva a la comunidad tanto del poder domesticador de la vivienda (P. Sloterdijk) como de las técnicas de subjetivización desplegadas por las administraciones a fin de configurar lo que P. Bourdieu llamó “espíritus de Estado” (6).

LA CASA ES HORRIBLE

Arraigando en el criticismo nietzscheano, P. Sloterdijk reconstruye, en Reglas para el parque humano, la genealogía de la escritura moderna, desde los tiempos de la imprenta, y el modo en que se incardina en aquel proyecto pastoral de domesticación de los hombres, previamente sedentarizados, que enunciara Platón en El Político. Las antropotécnicas contemporáneas, inseparables de una gestión biopolítica de la población, aplicadas con esmero en nuestros días a los gitanos y orientadas a un diseño planetario de la subjetividad (forja de un carácter tan útil como dócil, elaboración del “individuo” sumiso auto-policial), encuentran en dicho artículo su adecuada definición histórico-filosófica. Glosando Así habló Zaratustra, P. Sloterdijk subrayará, contra la corriente de los tiempos, el papel de la Casa, las consecuencias del afincamiento humano: “[Las viviendas] han convertido al lobo en perro, y al hombre en el mejor animal doméstico del hombre” (p. 6). “Los hombres dotados de lenguaje (…) no habitan ya solo en sus casas lingüísticas, sino también en casas construidas con sus manos; caen de pleno en el campo de fuerza del modo de ser sedentario (…) y serán también domesticados por sus viviendas” (p. 5).

Antes que P. Sloterdijk, un hombre de Iglesia, sorpresivo jurista protestante, en el marco de una crítica integral (y, en efecto, “teológica”) de la tecnología, dedicará un capítulo de su libro a las técnicas del hombre, a los dispositivos coetáneos de re-elaboración de la subjetividad humana (7): era J. Ellul, denunciando el modo en que la Técnica invadía también el sentimiento, el pensamiento y el cuerpo mismo de la persona, re-fundándola (8). La crítica actual de la biopolítica tiene una deuda apenas reconocida con este anarco-cristiano, enemigo insobornable de lo que más tarde se nombraría “racionalidad instrumental” (o “estratégica”) (9). Refractarios al domus, despreciadores de la vivienda, los gitanos nómadas supieron escabullirse durante décadas de esa nefasta antropotecnia moderna, asociada a la paralización domiciliaria, el sistema laboral, la alfabetización etnocida y la Escuela homologadora.

Protegidos de la Casa, menos domesticados que los otros hombres, los gitanos podrán vivir en el viaje, experiencia radicalmente distinta del mero vivir un viaje de los occidentales sedentarios. En efecto, la producción artística e intelectual europea en torno al viaje exhibe una impronta caracterizadora: el viaje no se presenta como una entidad autónoma, centrada sobre sí misma, sino como una “circunstancia entre dos Casas”. El viaje es una etapa, una aventura, una odisea, pero con una Casa que queda atrás y otra (a veces, la misma) que aguarda al final del camino. Demasiado a menudo, ciertamente, se degrada en simple periplo: “recorrido, por lo común con regreso al punto de partida”, define el diccionario de la lengua española. Se vive el viaje; pero solo los gitanos viven en el viaje (perpetuo), sin Casa antes ni Casa después —su casa es el camino, si se puede decir así…

En El regreso del hijo pródigo, A. Gide poetiza la idea de un viaje hacia “otra” Casa (un lugar remoto, un mundo distinto, donde la libertad fáustica al fin se realice: “vivir con gente libre en suelo

libre”); es decir, evoca, no la libertad del camino, sino un camino hacia la libertad (10). En Canción de amor y muerte…, R. M. Rilke presenta a un soldadito francés que va a las guerras, a los países lejanos, a los caminos…, “para regresar” —para adornar la Casa con los afeites de la heroicidad, con los prestigios robados al viaje (11). Por último, en La mirada de Ulises (1995), como en todas las películas de Th. Angelopoulos, el viaje se cumple indefectiblemente entre dos estaciones, la de partida y la de llegada (12)… Desde aquí se afianza la exclusividad del fenómeno gitano, de su nomadismo irisado, visceral. Incluso se distingue, como hemos visto, del viaje de los otros nómadas, quienes, por la regularidad de su itinerario, casi dan la impresión de ir saltando de Casa en Casa, tal un desplazamiento de ida y vuelta, con muelles en los extremos y paradas intermedias (“hogares” y “hoteles”, podríamos pensar).

La Casa es horrible… En el film de Th. Angelopoulos, el protagonista huye de la Casa (occidental, capitalista), herido por ella, enfermo de ella: para seguir viviendo, o para sanar, tiene que emprender el viaje como se emprende una fuga. El horror del que se evade es “indeterminado” (im-preciso, indefinible) y, por ello, totalizador, esencial, en modo alguno abarcable: no hay nada particular, concreto, aislado, que le fuerce a huir de la Casa, sino toda ella, la Casa de por sí, la integridad o cifra de la Casa. Un hombre inteligente, sensible, un artista que ha triunfado en su vocación, aún joven, con amigos, amores, una familia entrañable, etc., debe huir, dejar atrás el horror metafísico, en sí, definitivo, de la Casa de la civilización moderna. Nos recuerda, en su desesperación, la melancolía mortal del hijo pródigo de A. Gide, lacerado por la Casa y no tanto por el Padre (13); de Aleko, en el poema de A. Pushkin, fugitivo del Hogar que fracasa penosamente en su anhelo de trans-etnicidad (14); de la chica errante en la película de A. Varda,…

Para estos prófugos, la Casa es irrespirable; pero, como en cierto sentido encarnan la inteligencia crítica residual —a un paso de la extenuación— y la cada día más rara sensibilidad rebelde, se nos sugiere que, afectando a todos, la Casa constituye, además, un poder proteófobo. Occidente destruye a sus hijos… Los más lúcidos se van; y, en el film de Th. Angelopoulos, se brinda por ellos: “¡Por los que se marcharon!”. En negativo, como sombra del viajero, se vislumbra una Casa objeto de reprobación sin matices, de denostación radical —la saña y el veneno del Capitalismo contemporáneo. Los gitanos lo supieron desde siempre, lo sintieron desde el principio: el Occidente que cruzaban y donde no se instalaban era de una fealdad inconmensurable. El Estado, social o mercantil, debía ser enfrentado, resistido, evitado o aplacado. Lo intentaron durante siglos, como quien lucha contra el horror con unos medios que ya no son los del horror, pero el horror acabó venciéndolos. Perteneció a su idiosincrasia una consciencia certera del sopor y la inmundicia de la Casa; el deseo de no entrar en ella, de batallar sin descanso contra la integración.

No es banal que los fugitivos de Occidente, tal y como se presentan en la literatura y en el cine, busquen y no siempre encuentren unas modalidades de existencia, unas formas de subjetividad y de sociabilidad, que coinciden en aspectos fundamentales con las del ser histórico romaní. En La mirada de Ulises, el personaje llegado de EEUU aparece como la antítesis casi exacta del perfil psicológico gitano tradicional: sedentario (35 años afincado en el país), “escritural” (de hecho, se reconoce dañado por la lectura, enfermo de literatura política), sin el menor ligamento comunitario (habiendo renunciado al amor por el éxito en la carrera artística, su extravío o perdición confesada, adolece de soledad, cuando no de egotismo), perfectamente “laborizado” (cineasta profesional, bajo remuneración, como prefiere y casi impone la industria cultural), reo del productivismo y del consumismo por tanto, sumiso ante la ley positiva del Estado, fruto selecto de la Escuela y de la Universidad, adherido a la racionalidad política y epistemológica clásicas… Y, en la Sarajevo devastada por la guerra, buscando aparentemente unas bobinas cinematográficas, encuentra en realidad lo que necesitaba, algo de mayor calado, primario, que recuerda puntualmente lo más saludable del espíritu histórico romaní (15).

De índole clánica o de tribu (decenas y hasta centenas de carromatos, eventualmente, en sus días de gloria, según J. P. Clébert), el vagar rom evita asimismo, por la robustez del lazo comunitario, aquella deriva trágica del nomadismo payo individual que subrayara el cine de A. Varda (Sin techo ni ley, 1985). Este nomadismo solitario coincide en aspectos básicos con el nomadismo grupal gitano: su motor es la libertad, animada por un rechazo de la vida estándar (lo establecido, la norma, el Sistema, la sociedad mayoritaria…, podemos nombrarla de muchas maneras); late en él un orgullo del viajar, que se esgrime, provocativo, ante los espectadores e interlocutores sedentarios; suscita a menudo una respuesta ambivalente, una reacción bífida, de admiración y repulsa, de identificación fragmentaria y rechazo global; despierta, en el errante, una actitud en cierto sentido pícara, una suerte de astucia de la autoconservación, que aboca a la instrumentación del otro (utilización en ocasiones “alimenticia”), estimulando peculiares maneras deprendadoras; contiene un elemento de crítica de lo real-social y lo real-psicológico que es apercibido como amenaza o desafío por los celadores de lo dado y por sus víctimas nescientes; conlleva una riesgosa falta de planificación (ausencia de proyecto, de programa y de cálculo, que se traduce en un “vivir al día”, en un “exprimir el instante”) caracterizable como presentismo taxativo, a-histórico y antiteleológico; no deriva de una exigencia doctrinaria o de una filosofía para la acción (en este sentido, A. Varda contrapone la “fuga vagante a-teórica” de Mona, la protagonista, a la “fuga asentadora teórica” del pastor cultivado que temporalmente la hospeda), sino de cierta oscura determinación del carácter, un temple o genio particular, que se expresa en lo que llamamos “personalidad acusada” o “naturaleza fuerte”; como consecuencia de esta última nota, los viajeros reaccionan ante las asechanzas del mundo de una manera sustancialmente emotiva, pasional, con los sentimientos en primer plano, postergando el frío análisis lógico de las situaciones, que invitaría a silogizar y a abstraer; somete, en todo momento, a los rigores del clima, por un lado, y a la antipatía variable de los instalados, por otro —doble acoso, el de las inclemencias del tiempo y el de la hostilidad de los residentes, que se conjuga en un desgranar sin tregua jornadas ásperas, sacrificadas, endurecedoras; etcétera.

Pero, entre ambos nomadismos, las diferencias son asimismo notables. El vagar individual payo, careciendo del calor y del auxilio de la comunidad, se desenvuelve en un dañoso “vacío de afecto”, en un desamparo intrínsecamente destructivo: el vagabundo solitario salta de seudofraternidad en seudofraternidad, sufriendo en cada trance las consecuencias de un aislamiento abismante y de las expectativas carroñeras que, no obstante, excitará en la indigencia de los otros. Ante ese dolor de la soledad, la adición a las drogas, o a cualquier otro expediente de evasión o compensación, abre puertas a la crisis y a la autolisis. Por último, cierta esquizofrenia camuflada ronda al nómada occidental, que solo es capaz de oponerse a la modalidad social instituida con discursos provenientes de la misma formación, hablando su propio negado lenguaje, sin el sostén de una cosmovisión otra, de una cultura o lealtad mayor sustitutorias. De ahí se infiere una actitud previolenta, un rechazo agresivo en el que se proyecta la desaprobación de una parte de la propia identidad, pues del afuera se odia lo que también se reconoce adentro. De esta escisión irresoluble, de esta auto-referencialidad paradójica de la crítica, se sigue la imposibilidad objetiva de la “vida buena” (conformidad con uno mismo, paz comunitaria, armonía eco-social), aspiración proverbial de los gitanos, de los indígenas, de los rural-marginales…

Victimada por el Estado de Derecho, social o neoliberal, perece en nuestros días la libertad de los nómadas. Y es exterminada, como casi toda belleza, la condición nómade… Votar mata; pero mata al otro.

—————–

NOTAS

(1) El Estado, bella obra del príncipe ácrata, constituye una manifestación temprana y exploratoria de lo que hemos llamado “heterotopía” y “lectura productiva”. Como quiere la “heterotopía”, se cuestiona la ilusión de universalidad del individuo egoísta occidental y de sus instituciones fundamentales, al confrontarlo con sujetos colectivos (comunidades, tribus, clanes, federaciones) que se desenvolvieron en ausencia de tales estructuras: formaciones sociales se diría que conjuradas contra la Propiedad, el Mercado, la división en Clases y el despotismo de la Razón Política —con su legitimación de los aparatos administrativos y de las élites detentadoras de la autoridad.

Partiendo de esa premisa, P. Kropotkin somete la historia de la humanidad a una “lectura productiva” que destaca los tiempos y los espacios, no solo de la ausencia de Estado, sino también de la presencia de Usos Comunales (cooperativos y de ayuda mutua) que excluían el acaparamiento de los medios de subsistencia y la consecuente subordinación laboral; Usos distintivos de comunidades igualitarias, que se auto-gobernaban mediante fórmulas asambleístas y de libre acuerdo, defensoras a ultranza de un derecho oral consuetudinario sustancialmente pacificador. Señala a cada paso, a la manera heterotópica, la pervivencia de esos rasgos en pueblos diversos y en múltiples experiencias sociales de la época que le tocó vivir.

Se refiere así —lo recogemos solo a modo de ilustración y porque evoca aspectos de la gitaneidad tradicional— a la tribu primitiva, en la que “la acumulación de la propiedad privada no podía efectuarse (…), como aún ocurre entre los «patagones» y «esquimales» contemporáneos nuestros” (2001, p. 9):

Toda la tribu efectuaba la caza o la contribución voluntaria en común (…). Toda una serie de instituciones (…), todo un código de moral de tribu, fue elaborado durante esa fase primitiva…; y para mantener este núcleo de costumbres sociales bastaba el vigor, el uso, el hábito y la tradición. Ninguna necesidad tuvieron de la Autoridad para imponerlo (…). Sin duda que los primitivos tuvieron directores temporales (…), pero la alianza entre el portador de la «ley», el jefe militar y el hechicero no existía, y no puede suponerse el «Estado» en estas tribus, como no se supone en una sociedad de abejas u hormigas” (2001, p. 9).

En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, F. Engels sostiene una interpretación concordante, apoyándose en las “pruebas antropológicas” suministradas por las investigaciones de L. H. Morgan. Los rasgos que F. Engels identificaba en la “gens” primitiva, y que en nuestros días los estudios de M. Gimbutas tienden a sugerir para la Civilización de la Vieja Europa, sirven asimismo para caracterizar al pueblo gitano tradicional:

¡Admirable constitución esta de la gens! [propia de los indios iroqueses norteamericanos, de los primitivos griegos, romanos, celtas y otros pueblos del continente europeo] (…). Sin soldados, gendarmes ni policías, sin nobleza, sin reyes, virreyes, prefectos o jueces, sin cárceles ni procesos, todo marchaba con regularidad. Todas las querellas y todos los conflictos los zanja la colectividad (…). No hace falta ni siquiera una parte mínima del actual aparato administrativo (…). La economía doméstica es común para una serie de familias y es comunista (…). En la mayoría de los casos, unos usos sociales lo han regulado ya todo. No puede haber pobres ni necesitados: la familia y la gens conocen sus obligaciones para con los ancianos, los enfermos y los inválidos de guerra. Todos son iguales y libres, incluidas las mujeres. No hay aún esclavos, y, por regla general, tampoco se da el sojuzgamiento de tribus extrañas” (Engels, 1992, p.173-4).

Remitimos, por último, a La sociedad contra el Estado, recopilación de ensayos de P. Clastres (1978). Llaman a asombro las analogías detectables entre la cosmovisión gitana y la filosofía indígena —tal y como es analizada por el antropólogo francés. Entre las coincidencias más significativas (y al lado de la mencionada sobredeterminación del factor nómada, allí donde este concurría) cabe referir la precedencia ontológica y axiológica de la comunidad, la índole de un derecho oral orientado, no al castigo, sino a la reconciliación de los litigantes y a la preservación de la armonía eco-social, el concepto de un liderazgo (temporal, suscitado por la estima o por el reconocimiento, perfectamente revocable) que no supone autoridad y que no exige obediencia, y el rechazo de los idealismos universalistas y del proceso mismo de abstracción.

(2) Véase, a este respecto, “Gitanos: la historia de un pueblo que no escribió su propia historia”, de A. Gómez Alfaro (2000). El autor nos ofrece una reconstrucción sintética de las medidas contra los romaníes adoptadas por el Estado español hasta la actualidad, con una descripción de su naturaleza (sedentarizar más que expulsar), una explicación de su fracaso relativo (los gitanos siguieron por los caminos) y una percepción diáfana del alcance de los dos hitos fundamentales: la Gran Redada (o Prisión General) de 1749 y la pragmática sanción de 1783.

(3) Véase, como ejemplos, La gitanilla (M. Cervantes), Nuestra Señora de París (V. Hugo), “Gitanos en ruta” (Ch. Baudelaire), “Los zíngaros” (A. Pushkin), Viaje a España (T. Gautier), “Kismet” (R. M. Rilke), Romancero gitano (F. García Lorca) y “Josefina la cantaora o el pueblo de los ratones” (F. Kafka), en literatura. En cine, baste con recordar El vagabundo, de Ch. Chaplin; y El extranjero loco y Liberté, de T. Gatlif.

(4) Nómadas en la India, hace cinco mil años, los gitanos se diseminaron en oleadas, por tribus, tal vez debido a las invasiones arias y, más tarde, musulmanas. Según J. P. Clébert, “abandonando las riberas del Indo, penetraron primero en Afganistán y en Persia”. Unos grupos avanzaron hacia el Norte, hasta Rusia; otros clanes progresaron hacia el Sur, de manera escalonada y en cuña (hacia el Mar Negro, hacia Siria, hacia Turquía; y la rama más meridional, habiendo recorrido Palestina y Egipto, costeó el Mediterráneo). En el albor del siglo XV, la otredad y la insumisión gitanas penetraron en Europa, desde el Sur (por el norte de África) y desde el Este (por Rusia). Los romaníes atravesarán el continente en todas direcciones, alcanzando las Islas Británicas, el círculo polar, los países bálticos… Saltarán pronto a América del Sur, progresarán hacia China, etc., animados por un espíritu inquieto y viajero sin parangón en la historia.

(5) Percibidos como extranjeros en muchos países, los gitanos solo en parte pueden reconocerse en la caracterización genérica del “extraño” que nos propone Z. Bauman (“Los extranjeros”, en Pensando sociológicamente, 2008), afectada de cierto esencialismo y de una decepcionante tendencia a generalizar abusivamente, a universalizar las conclusiones — achaque del inveterado etnocentrismo europeo. Sí se erigieron en objeto de la “proteofobia”, popular y administrativa, en términos de este autor, pero singularizándose por su resistencia centenaria a la asimilación y por su desinterés hacia la ley positiva de los Estados que atravesaban o en los que se instalaban temporalmente.

(6) Véase “Espíritus de Estado”, de P. Bourdieu (1993). Este escrito se inicia con un parágrafo contundente de Th. Bernhard, extraído de Maîtres anciens:

La escuela es la escuela del Estado, donde se hace de los jóvenes criaturas del Estado, es decir, ni más ni menos que agentes del

Estado. Cuando entraba en la escuela, entraba en el Estado, y como el Estado destruye a los seres, entraba en el establecimiento de

destrucción de seres. […] El Estado me ha hecho entrar en él por la fuerza, como por otra parte a todos los demás, y me ha vuelto

dócil a él, el Estado, y ha hecho de mí un hombre estatizado, un hombre reglamentado y registrado y dirigido y diplomado, y pervertido

y deprimido, como todos los demás. Cuando vemos a los hombres, no vemos más que hombres estatizados, siervos del Estado,

quienes, durante toda su vida sirven al Estado y, por lo tanto, durante toda su vida sirven a la contra-natura” (p. 1).

(7) Véase La Edad de la Técnica, de J. Ellul (2003), libro concebido en la primera mitad del siglo XX. De formación religiosa, cristiano practicante, el autor, en un ensayo tan endeble como fecundo, presenta un cuadro inconfundiblemente onto-teo-teleológico del fenómeno técnico: la Técnica, al modo de un Ser, casi de un Alma (“aquello que se mueve por sí mismo”, en el sentido de Platón: el automatismo, el autocrecimiento, la autonomía, la indivisibilidad y la universalidad serían sus rasgos), o, mejor, a la manera de una Divinidad Negativa, de un Diablo, tienta y seduce al Hombre que, dejándose cautivar por la búsqueda de la eficacia, por la razón instrumental, inicia la triste historia de su Caída —pérdida progresiva e irreversible de su espontaneidad, su naturalidad, su vida instintiva, su comunalidad, su eticidad, etcétera, originarias.

He ahí, por un lado, el Paraíso Perdido de los hombres pre-racionales; y, por otro, el Valle de Lágrimas de una civilización industrial deshumanizadora. Desde el inicio, nos atraparía el Pecado de anhelar privilegiada y casi exclusivamente la eficiencia (infamia que arrojará al Hombre de su Edén ante-histórico, como en un trasunto del desliz de Eva, mordiendo la manzana ante la serpiente maligna); y, a lo largo del proceso, consumando la Perdición, operaría una fuerza demoníaca, el fenómeno técnico, que se apodera sin remisión de todos los campos de la sociedad, de cada aspecto de la vida, del Hombre en su completud, del presente real y del futuro concebible.

Como en el caso de su amigo, el también teólogo I. Illich, ya no hay Mesías, ni Dios que ayude, ni tampoco Salvación.

(8) En palabras de J. Ellul: “El tercer sector [de la tecnología moderna, al lado de la técnica de la organización y de la técnica económica] es la técnica del hombre, cuyas formas son muy diversas, desde la medicina y la genética hasta la propaganda, pasando por las técnicas pedagógicas, la orientación profesional, la publicidad, etc. En ellas, el objeto de la técnica es el hombre mismo” (p. 27). A la descripción de estas “antropotécnicas” dedica el capítulo V, deteniéndose particularmente en el análisis de las escuelas reformadas, los sindicatos y demás organismos laborales, los medios de comunicación de masas y la industria del ocio (p. 321-421).

(9) En efecto, los planteamientos de J. Ellul hallaron eco, o al menos coincidencias, en tradiciones críticas de la segunda mitad del siglo XX que muy raramente lo señalan ya como fuente, ya como acompañante. He aquí algunas de ellas, de considerable relevancia en el panorama filosófico:

1) La crítica de la razón instrumental, o de la racionalidad estratégica, desde M. Heidegger (por un lado) y T. W. Adorno y M. Horkheimer (por otro) hasta G. Deleuze o J. Habermas.

2) El anti-desarrollismo teórico y la crítica del productivismo occidental, a los que tanto contribuyera J. Baudrillard.

3) La reprobación del marxismo en cuanto elemento de la aceptación del orden capitalista (M. Maffesoli, J. C. Girardin,

E. Subirats, etc.).

4) La crítica de la Escuela Reformada y de las llamadas “pedagogías progresivas”, con I. Illich y E. Reimer en primer plano.

5) La denuncia del papel integrador de los sindicatos, tradición que abarca desde K. Korch y sus seguidores en Alemania hasta F. Ventura Calderón en España.

6) La literatura contemporánea en torno a la biopolítica, con M. Foucault, M. Lazzarato y G. Agamben, entre otros, como referencia.

(10) Confiesa el hijo pródigo: “Comprendía demasiado bien que la Casa no era todo el universo. Yo mismo no soy enteramente aquel que querrían ver ustedes. Imaginaba, a pesar mío, otras culturas, otras tierras, y carreteras por recorrer, carreteras sin trazar; imaginaba en mí un nuevo ser pronto a lanzarse. Me evadía” (p. 139). “[Pero] he perdido la libertad que buscaba; cautivo, he debido servir” (p. 152). Y, ante la revelación de la derrota, el hermano menor retoma el reto, recupera la ilusión de un lugar-otro para la libertad y el dominio de sí mismo: “Sin embargo, existen otros reinos todavía; y tierras sin rey, por descubrir (…). Me parece ya dominar allí” (Gide, 1962, p. 153).

(11) Repárese en este fragmento de Canción de amor y muerte…:

Luego pregunta el francés:

— “¿Tenéis también una novia, en vuestra tierra, señor hidalgo?”.

— “¿Y Vos?”, replica el de Langenau.

— “Es rubia como vos”.

Y calla nuevamente, hasta que el alemán exclama:

— “¿Pero por qué diablos os sentáis entonces en la montura y cabalgáis al encuentro de la jauría turca a través de esta comarca

envenenada?”.

El marqués sonríe:

— “Para regresar” (1986. Cita extraída de la versión digital, p. 9).

(12) “Cuando regrese, lo haré con las ropas de otro, con otro nombre. Nadie me esperará. Si me dijeras que no soy yo, te daría

pruebas y me creerías. Te hablaría del limonero de tu jardín, de la ventana por donde entra la luz de la luna, y de las señales del

cuerpo, señales de amor. Y cuando subamos temblorosos a la habitación, entre abrazos, entre susurros de amor, te contaré mi viaje,

toda la noche y las noches venideras” (2 h, 46 min, 41 s.)

(13) Obsérvese esta circunstancia en el muy emotivo diálogo del hijo pródigo con el Padre:

“— Teníate en mi casa. La había construido para ti (…). Tú, el heredero, ¿por qué huiste de la Casa?

Porque la Casa me ahogaba. La Casa, Padre mío, no eres tú (…). Otros han construido la Casa; en tu nombre, lo sé, pero no tú” (…).

Él [el hermano mayor] me conmina a decirte: “Fuera de la Casa, no existe salvación para ti”. Escucha, sin embargo: Yo te he

formado; sé lo que hay en ti. Sé lo que te empujaba por los caminos; te esperaba al final de ellos. Si me hubieras llamado, me habrías

encontrado.

¡Padre mío! ¿Habría podido encontraros, pues, sin regresar?…” (1962, p. 136-8).

(14) En Los cíngaros, Aleko es presentado como un “exiliado voluntario” de la clase alta rusa, desertor del hogar, de la patria, de la ciudad y del acomodo —“vergüenza brillante”, “ambiente muerto”, “monótono canto de esclavos”, en suspalabras. Para erigirse en “habitante libre del mundo”, se enrola con los gitanos, fascinado por la existencia “vívida”, “palpitante”, “salvaje”, “fuera de tono” —en estos términos se expresa el aristócrata— del grupo nómada. Ensaya, como G. Borrow, acaso como el propio Pushkin, la agregación, la trans-etnicidad; pero fracasa estrepitosamente, al no poder aceptar en absoluto la liberalidad afectiva y sexual de la mujer romaní. En ese punto, no logra reducir la posesividad patriarcal del varón eslavo, revelándose reo irredimible de su propia cultura. Mata por celos y es expulsado de la comunidad nómada.

(15) Un mundo oral (no lee, observa y es observado; anhela descubrir una “mirada” inocente, ingenua, no ilustrada, y la sorprende antes en la familia del archivero que en las grabaciones antiguas de su director mitificado); una experiencia nómada (viaje que lo des-hace y lo re-hace); sentimientos espontáneos que brotan inesperados contra la razón, como briznas de hierba entre adoquines (generosidad ante la mujer anciana en la frontera, afecto por la pobre loca de la laguna,…); el ingreso en una pequeña comunidad real (el anciano, el niño, la hija del cinéfilo…); gentes sin empleo que se rigen por normas consuetudinarias de convivencia, sin más aparato educativo y administrativo que la estrategia de supervivencia y la palabra de los otros… Y allí, en medio del peligro, vislumbra el lecho de felicidad en que su alma, sintiéndose libre, podría al fin descansar: felicidad y libertad de índole quínica, tal el korkoro de los gitanos rebeldes…

No era otra cosa, ciertamente, lo que el Aleko soñado por A. Pushkin buscaba en la tribu cíngara y lo que en efecto encontró —pero no supo conservar…

nomade2

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 23 de noviembre de 2017

LAS CULTURAS DE LA ORALIDAD Y SUS VALORES PERSEGUIDOS

Posted in Crítica de las sociedades democráticas occidentales with tags , , , , , , , , , , , , , on noviembre 20, 2017 by Pedro García Olivo

Para una crítica de la razón lecto-escritora
(El exponente romaní tradicional)

Nos hallamos ante un asunto capital, desde el que se rebate en nuestros días el privilegio otorgado a la escritura. La oralidad no señala una imperfección o una carencia, sino una modalidad particular, en absoluto inferior, de elaboración y transmisión cultural. Los gitanos, en este sentido, no son “ágrafos”, “an-alfabetos” (¿por qué definir la singularidad en términos de una ausencia?): vivencian una cultura de la oralidad, en expresión de A. R. Luria, E. A. Havelock, W. Ong y otros.

Se ha producido en los últimos años una revalorización de la obra de W. Ong (1997), desde diferentes intereses. Para nuestros fines, Oralidad y escritura se erige, por la amplitud y el rigor de la investigación subyacente, en un fortín argumental desde el que vindicar la dignidad de las culturas de la oralidad, tradicionalmente atendidas como sintomatología del déficit, de la reducción, del primitivismo, etc.

Si bien W. Ong sigue acusando achaques teleologistas, en la línea de las ideologías del Progreso (por lo que considera la aparición del “pensamiento caligráfico” —derivado de la escritura— y la irrupción del “tipográfico” —vinculado a la imprenta— como avances en el desarrollo genérico del Hombre), la atención que presta a la especificidad y plenitud de las culturas orales, valoradas en cierto sentido como entidades “soberanas”, no dependientes, centradas sobre sí mismas, tal atención, decíamos, hace viable una utilización de sus tesis para propósitos que él no suscribiría: una crítica general de la alfabetización y de la escolarización como expedientes altericidas y uniformadores del paisaje humano.

A tal fin, interesan especialmente los capítulos III y IV, donde, aprovechando el trabajo de campo y los aportes empíricos de A. R. Luria, enuncia los rasgos identificativos del pensamiento y la expresión de los hombres de la oralidad: acumulativos antes que subordinados y antes que analíticos (más deudores de la pragmática y de los contextos efectivos del habla que de la sintaxis o de los indicadores gramaticales), redundantes o copiosos (a fin de retener en la memoria el objeto de la conversación, con argumentación cíclica o “en espiral”), conservadores y tradicionalistas (preservadores del saber acumulado, aunque con formas propias de innovación), concretos (próximos al “mundo humano vital”), empáticos y participantes antes que objetivamente apartados (agrupadores, reforzadores del vínculo comunitario), homeostáticos y presentistas (restauradores de la cohesión del conjunto, de la armonía entre las partes, con una reinvención continua de la imagen del pasado), situacionales u operacionales (alejados de las categorías y de las abstracciones, lo mismo que de la lógica formal y de los silogismos).

Según W. Ong, la oralidad responde, pues, a una “psicodinámica” propia, distinta; genera estructuras de pensamiento, de expresión y de la personalidad también privativas; y se manifiesta en un estilo de vida peculiar (“verbomotor”, en expresión de M. Jousse) (1). Marca, así, poderosamente —regresamos a nuestro objeto—, la idiosincrasia gitana, estableciendo reveladoras similitudes entre el pueblo Rom y otras colectividades humanas sin escritura: comunidades indígenas de América, África, Asia y los círculos polares; habitantes de los entornos rural-marginales occidentales; otros grupos nómadas africanos y euroasiáticos (2)… Subrayaremos, a continuación, algunos de sus aspectos fundamentales, que conciernen especialmente a la finalidad de nuestra investigación.

A) La condición oral fortalece, antes que nada, los lazos comunitarios (exige al otro, tanto en el acto del pensamiento como en el de la expresión) y cancela la preponderancia del “individuo”, con todas sus consecuencias sobre la organización social, el comportamiento político (o anti-político) y la modalidad económica. Como subrayara W. Ong: “En una cultura oral, la restricción de las palabras al sonido determina, no solo los modos de expresión, sino también los procesos de pensamiento (…). Con la ausencia de toda escritura, no hay nada fuera del pensador, ningún texto que le facilite producir el mismo curso de pensamiento otra vez, o aun verificar si lo ha realizado o no (…). ¿Cómo, de hecho, podría armarse inicialmente una extensa solución analítica? Un interlocutor resulta virtualmente esencial: es difícil hablar con uno mismo durante horas sin interrupción. En una cultura oral, el pensamiento sostenido está vinculado con la comunicación” (p. 4). Y, más adelante, incide en la misma idea: “La oralidad primaria propicia estructuras de la personalidad que en ciertos aspectos son más comunitarias y exteriorizadas, y menos instrospectivas de las comunes entre los escolarizados. La comunicación oral une a la gente en grupos. Escribir y leer son actividades solitarias que hacen a la psique concentrarse sobre sí misma” (p. 37, versión digital).

La prevalencia (ontológica, epistemológica, axiológica e incluso sociológica) del “individuo” en las sociedades occidentales deriva de una separación del Sujeto y del Objeto, de la interioridad humana y la exterioridad, del Yo y del Mundo, desencadenada —o, al menos, acelerada—, según E. A. Havelock y el propio W. Ong, por la aparición de la escritura y por la alfabetización sistemática de las poblaciones: “Más que cualquier otra invención particular la escritura ha transformado la conciencia humana” (p. 4). “Mediante la separación del conocedor y lo conocido (Havelock, 1963), la escritura posibilita una introspección cada vez más articulada, lo cual abre la psique como nunca antes, no solo frente al mundo objetivo externo (bastante distinto de ella misma), sino también ante el yo interior, al cual se contrapone el mundo objetivo” (p. 70, versión digital).

B) La oralidad determina, en segundo lugar, un pensamiento “operacional” y “situacional”, que restringe el uso de clasificaciones, divisiones, categorías, conceptos,… y no se aviene bien con la lógica pura, con los silogismos y las deducciones formales (A. R. Luria, J. Fernández), oponiendo así un dique a la expansión del pensamiento abstracto —del que tanto se enorgullece Occidente, a pesar de su terrible trastienda altericida… En nombre de una u otra abstracción (Dios, Patria, Revolución, Humanidad, Democracia, Progreso, Estado de Derecho,…) se han perpetrado todo tipo de masacres, genocidios, etnocidios —lo recordaba M. Bakunin (3). Entre abstracción, expansionismo y universalización hay un vínculo epistémico, inductor del belicismo, que las culturas de la oralidad, como la gitana, abrogan desde la singularidad de sus modos de reflexión y de representación —de ahí su pacifismo fundamental.

A. R. Luria realizó un extenso trabajo de campo con personas de cultura oral e individuos alfabetizados en las zonas más remotas de Uzbekistán y Kirghizia, en la Unión Soviética, durante los años 1931-32. Su estudio se publicó 42 años más tarde («Cognitive Development: Its Cultural and Social Foundations”); y ha contribuido a una percepción menos prejuiciada de las culturas de la oralidad (4). Casi por las mismas fechas, en 1932, L. Mumford había lamentado así la postración del pensamiento oral: “Con el hábito de usar la imprenta y el papel el pensamiento perdió algo de su carácter fluyente, cuatridimensional, orgánico; y se convirtió en abstracto, categórico, estereotipado, contento con formulaciones puramente verbales y con dar verbales soluciones a problemas que jamás se presentarían ya en sus relaciones concretas” (1971, p. 95-6).

La dignidad y el valor de los universos culturales orales se afirma, desde entonces, sobre el reconocimiento de su especificidad, de su diferencia, de sus modos propios de elaboración y complejidad: “Las culturas orales pueden crear organizaciones de pensamiento y experiencia asombrosamente complejas, inteligentes y bellas” (insiste W. Ong, tras recordar la composición oral de La Odisea) (5).

Y, en efecto, entre los determinantes de la condición oral, contrapuestos a los que ratifican el pensamiento escritural (caligráfico o tipográfico), las investigaciones de A. R. Luria destacarían enérgicamente los siguientes: aversión a las tipologías, a las sistematizaciones, a las separaciones y agrupaciones terminológicas; denostación de lo conceptual y de lo abstracto; repudio de la lógica formal, de las deducciones silogísticas, de los lenguajes simbólicos artificiales; desinterés por la definición de los objetos y renuncia casi absoluta al auto-análisis,… Se dibujaba, pues, como característica de las culturas orales, una modalidad singular de pensamiento, altamente contextualista, decididamente pragmática, que resolvía la reflexión en la totalidad y actualidad de lo orgánico. La intelección, en cierto sentido, se desleía, complacedora, en el jugo de lo vital-práctico. Así lo consideró, ya en la década de los 80, J. Fernández, comentarista de los trabajos de M. Cole y S. Scribner en Liberia: de algún modo, los silogismos —valga el ejemplo que nos propone— están contenidos en sí mismos, con conclusiones que derivan solo de sus propias premisas, en el alejamiento y hasta en la omisión de las situaciones de la vida real, del entorno humano concreto, por lo que serán necesariamente incomprendidos, cuando no despreciados, por las personas de cultura oral. Frente a la frialdad sepulcral del silogismo, zombi exánime donde los haya, los hombres de la oralidad se reconocen en su pasión por el acertijo vivaz, por la terrenidad palpitante de la adivinanza…

P. Romero, en “Una aproximación a la Paz Imperfecta: la Kriss Rromaní y la práctica intercultural del pueblo rrom —gitano— de Colombia”, procura llevar el derecho oral romaní al encuentro del paradigma teórico de la Paz Imperfecta —elaborado por el Instituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada (F. Muñoz, B. Molina,…). En el punto de convergencia entre el pensamiento operacional de las culturas orales (A. R. Luria, J. Fernández) y el sistema jurídico consuetudinario-transnacional del Pueblo Rom (J. C. Gamboa y C. P. Rojas), de índole asimismo situacional, encontramos un pacifismo constituyente, ilustrado por P. Romero con documentos emanados del propio proceso organizativo romaní:

Declaración
El pueblo Rom del mundo se manifiesta en contra de la guerra;
nuestro respeto por la tolerancia y por la diferencia no tiene límites.
Ello se debe a que nuestro Pueblo nunca ha participado en guerras
y, por tanto, no tiene héroes reconocidos ni odios heredados.
Si de algo nos enorgullecemos los Rom o Gitanos
es de nuestro alto sentido de convivencia pacífica
y nuestro repudio a la guerra,
lo que vale decir, nuestro amor a la vida.
Si los mundos se vieran desde la óptica propia del pueblo Rom
el mundo sentiría la verdadera paz,
porque nuestro territorio es este mundo,
en donde pueden convivir muchos mundos” (2009, p. 15).

C) El pensamiento operacional, desafecto a la abstracción (y, por ende, reacio a los idealismos, proscriptor de toda metafísica), suscita, por último, una atención preferente a “lo más cercano” —lo tangible, lo inmediato. De ahí la riqueza y abigarramiento de las formas de ayuda mutua, de colaboración o cooperación, saturadoras de la vida cotidiana romaní y estigmatizadas por los vocablos payos opuestos a un tan intenso particularismo, como denunció M. Fernández Enguita en un escrito sobre la Escuela:

“La Escuela (…) pretende educar en reglas universalistas y abstractas, condenando como particularismo cualquier trato preferente a los más próximos (nepotismo, amiguismo, partidismo, favoritismo… son los distintos nombres, siempre condenatorios, para estas prácticas), mientras que la moral gitana es hoy, por esencia, particularista” (2005, p. 102-103).

Contra esta cultura de la oralidad, y los innegables valores que sustenta (auto-organización, rechazo del belicismo, apoyo mutuo, anhelo eco-homeostático,…), las sociedades mayoritarias dispusieron con diligencia programas de alfabetización en sí mismos altericidas: suprimen modalidades de expresión, estructuras de pensamiento, conformaciones de la subjetividad, estilos de vida, clases o tipos de hombre —antropodiversidad que, como apuntó W. Ong y lamentó E. M. Cioran, en modo alguno cabe ya restablecer. El hombre oral será eliminado escrupulosamente de la faz de la tierra, borrado para siempre del “paisaje de los homínidos” (6) —un paisaje uniformado y homogeneizado a conciencia y hasta la indecencia… Así iniciaba E. M. Cioran su «Retrato del hombre civilizado»:

“El encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo diferente linda con la indecencia (…). Distinta en extremo me parece la situación de los analfabetas, considerable masa apegada a sus tradiciones y privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a fin de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E incluso pienso que deberemos vestir luto por el hombre el día en que desaparezca el último iletrado” (1986, p. 29).

Acompañadas por violencias y coacciones (J. P. Clébert lo ha ilustrado fielmente para el Este de Europa) (7), tales campañas de alfabetización, asociadas normalmente a la defensa de la Escuela obligatoria, contribuyeron a la demolición de la educación clánica y a la desestructuración de la cultura gitana en general.

La evolución del cante en España refleja muy bien esta pérdida de la diferencia, con la asunción subsiguiente de estilos de reflexión y de expresión impropios del ser oral tradicional. En efecto, los primeros cantes de que tenemos registro, fechados de 1800 a 1850, responden a la lógica de la composición oral y nos recuerdan constantemente las pautas de pensamiento y de habla de una comunidad “verbomotora”. Predomina la yuxtaposición de frases cortas, la adición de motivos, la redundancia, como en una técnica impresionista de acumulación de pinceladas sueltas; la subordinación brilla por su ausencia o no pasa de umbrales elementales; la sintaxis, simplificada, apenas proporciona un esqueleto sumario para la copla, etcétera. Paralelamente, escasean los conceptos, las categorías, las deducciones formales, en un ahuyentar definitivo de la abstracción y del razonamiento lógico. El resultado suele ser lo que denominamos “estampa” o “escena”: una suerte de descripción máximamente concreta, situacional en grado sumo, cargada no obstante de connotaciones, rica en sugerencias de sentido —notable condensación/diseminación de significados desde una gran economía de significantes. Estas “inscripciones sonoras”, que en unas ocasiones remiten a la instantaneidad de la fotografía y en otras evocan la fugacidad de la secuencia cinematográfica, instituyentes de un muy atractivo minimalismo, tienden a perderse paulatinamente, desde la segunda mitad del siglo XIX y de manera acelerada a lo largo del siglo XX, conforme gana terreno la estructuración de la frase, la argumentación racional, el uso de nociones y esquemas, haciéndose más compleja la gramática —signos de la erradicación de la oralidad. En una de sus célebres conferencias, F. García Lorca, con un laconismo insuperable, lamentó esta evolución: “¡Cómo se nota en las coplas el ritmo seguro y feo del hombre que sabe gramáticas!” (1998, p. 114).

Podemos presentar como “estampas”, como elaboraciones orales, los siguientes cantes antiguos, concebidos en el siglo XIX:

“¿De quién son esos machos,
con tanto rumbo?
Son de Pedro la Cambra,
van pa Bollullos”.
[“Estampa” de la opulencia paya y de la precariedad romaní: con la máxima economía de medios, se sugiere el asombro gitano ante unos mulos bien cebados, bien cuidados, propiedad de un hacendado rico, instalado en un pueblo, conocido de todos por su poder. Testigos del paso de los “machos”, los gitanos hacen valer su nomadismo humilde, su desinterés por la acumulación de bienes, la libertad que se desprende de su anti-política. De una soleá de Paquirri el Guanté, interpretada en nuestros días por Pericón de Cádiz, incluida en El cante flamenco…, 2004]

“A la orilla de un río
yo me voy solo.
Y aumento la corriente,
con lo que lloro;
porque mis penas,
desde que tú te fuiste,
no puedo con ellas”.
[Suerte de “escena”, que recurre a la muy característica hipérbole gitana para expresar el dolor por la separación del ser amado. De una soleá de Enrique el Mellizo, cantada también por Pericón, recogida en el mismo CD]

“De noche me sargo al patio
y me jarto de llorá,
en ver que te quiero tanto
y tú no me quieres ná”.
[Composición análoga, ya en marco sedentario —sustitución del río por el patio—, transcrita por F. García Lorca, 1998, p. 45]

“Ovejitas eran blancas
y er praíto verde;
er pastorsito, mare, que las guarda
de ducas se muere”.
[Letra copiada por Demófilo, citada por Báez y Moreno, p. 32. Como sinónimos de “pena”, el cante utiliza las expresiones “duca”, “duquela”, “duquita”, “angustia”, “dolor” y “tormento”]

“¡Ay!, en Arcos de la Frontera,
un rayo cayó,
ha mataito a mi hermano, mi alma
que de mi corazón”.
[“Estampa” de la vida insegura, a la intemperie, y del amor fraternal. Siguiriya de Arcos, casi perdida, recuperada por el Lebrijano para El cante flamenco…, 2004]

“Iba mi niña Ramona
por agua a la fundición.
Los guardias que la encontraron
le han quitado el honor”.
[“Escena” seleccionada por F. García Lorca, en la que la fatalidad histórica —indefensión calé, impunidad policial, gitanofobia— sustituye a la fatalidad natural, 1998, p. 48]

“¡Ay!, cuando me siento a la mesa
y en ti me pongo a pensar,
tiro el plato y la comida
de fatigas que a mí me das”.
[“Inscripción sonora”, “escena” del desamor —la silla, la mesa, el plato, la comida—. Soleá antigua recreada por Antonio Mairena, escogida para El cante flamenco…, 2004]

“Yo tiro piedras por las calles
y al que le dé que perdone;
tengo mi cabeza loca
de puras cavilaciones”.
[“Inscripción” o “estampa” del enloquecimiento bajo las dudas. Soleá decimonónica versionada por Pericón, que forma parte del doble CD El cante flamenco…, 2004]

“Los gitanillos del Puerto
fueron los más desgraciaos,
que de las minas del azogue
se los llevan sentenciaos.
Y al otro día siguiente
les pusieron una gorra
y con alpargatas de esparto,
que el sentimiento m’ ajoga.
Y al otro día siguiente
le pusieron con un maestro,
que a to el que no andaba listo
de un palo lo echaba al suelo
y así a palos, a palitos,
los dejaban muertos.
Los gitanos del puerto
fueron los más desgraciaos,
que se pueden comparar
con los que están enterraos”.
[Crónica sucinta de un episodio histórico de la persecución de los gitanos, bajo el “pogrom” del siglo XVIII. Romance popular del que tomó nota Demófilo en 1881. Ejecución, en trovos corridos, a cargo de Antonio Mairena, disponible en El cante flamenco…, 2004]

“Camino de Almería,
Venta del Negro:
allí mataron a mi hermano
los carabineros”.
[“Estampa” sumaria, desnuda, casi a modo de esquela, recogida por F. García Lorca, 1998, p. 48]

“Míralo por onde viene,
agobiao por er doló,
chorreando por la siene
gota e sangre y suor”.
[“Instantánea” en la que se funde lo real y lo simbólico —sudor y sangre—. Letra de una saeta tradicional copiada por D. Pohren, 1970, p. 124]

Y valga, como contraste, un tema contemporáneo de Mercé, exponente ya de un pensamiento y una expresión definitivamente regidos por la escritura:
“El límite del bien y del mal
yo no sé dónde está;
y es que el deseo a mí me tiene desbocao (…).
Serenidad que busco y no la encuentro;
y viene la ansiedad, y con ella el miedo (…).
Un animal me siento a veces;
un humano llevo dentro y crece
en este mundo disfrazao.
La voluntad en varias direcciones,
la mente debatiendo las mejores.
Pesadilla real que acabe ya,
de forma que comprenda lo que soy”.
[Expresión, relativamente elaborada, de cierta división esquizoide en el gitano integrado, incorporado al mundo sedentario y escritural de la Ratio. Manifestación también de aquella auto-represión del deseo y de la animalidad originaria que N. Elias situaba en el eje del proceso occidental de civilización. Por último, anhelo doloroso de introspección, de búsqueda interior; voluntad de auto-análisis que, según A. R. Luria, nunca acechaba a los hombres de la oralidad, desinteresados por definir y aún más por auto-definirse. De su álbum Del Amanecer, 1998]

Con la supresión de la condición oral, y con la hegemonía de la littera y de las instituciones escolares, se propulsa, según P. Sloterdijk, el proyecto europeo de domesticación del hombre por el hombre (“no hay lecciones sin selecciones”, nos recuerda), en el marco de las antropotécnicas modernas. Tales “técnicas del hombre” indujeron fenómenos desconocidos en el universo gitano tradicional: jerarquía, elitismo, fractura social, subordinación económica,… En sus palabras:

“La práctica de leer fue por cierto un poder de primer orden en la formación y domesticación del hombre, y lo sigue siendo hoy (…). Lecciones y selecciones tienen más que ver una con otra de lo que algunos historiadores de la cultura querían y eran capaces de pensar (…). La cultura escrituraria mostró agudos efectos selectivos. Hendió profundamente a las sociedades (…). Se podría definir a los hombres de tiempos históricos como animales, de los cuales unos saben leer y escribir y otros no. De aquí en adelante hay solo un paso –aunque de enormes consecuencias– hasta la tesis de que los hombres son animales, de los cuales unos crían y disciplinan a sus semejantes, mientras que los otros son criados: un pensamiento que, desde la reflexiones platónicas sobre la educación y el Estado, ya pertenece al folclore pastoral de los europeos” (2000 B, p. 7).

También el flamenco testimonió, a partir del siglo XX, esa deriva moderna, resuelta como adopción progresiva de las pautas y valores de las sociedades democráticas occidentales… He aquí un cante terrible, que presagia la extinción de la alteridad gitana justamente allí donde esta parecía buscar refugio: en la esfera del amor. Y un par de coplas que, señalando asimismo la triste monetarización de la vida bajo el sistema capitalista, iluminan los dos ámbitos complementarios —el del trabajo alienado y el del sedentarismo forzoso— en que se desvanece la diferencia romaní:

“Si quieres que te quiera,
dame doblones, dame doblones.
Son monedas que alegran
los corazones”.
[La modalidad gitana del “amor-pasión” queda abolida ante el “amor-contable” mayoritario. Tango de la Niña de los Peines, en voz de Carmen Linares para su recopilatorio Antología. La mujer en el cante jondo, 1996]

“Vengo de la viña andando,
y el dinero que yo gano
a mi madre se lo entrego
pa mantener a mis hermanos”.
Me crié de chavalito
en las tierras de Jerez;
y no se me pué olvidar
el tiempo que allí pasé, ¡ay!,
sin conocer la maldad”.
[Sedentarismo, laborización, atisbo de “cuestión social” y de orgullo local: signos de la dilución de la idiosincrasia romaní. Cante interpretado por Sordera, entre otros]

“Bebe vino, compañero, ¡ay!,
que lo pienso pagar yo;
quiero gastar los dineros,
que mi sudor a mí me costó,
¡ay!, y trabajando de minero”.
[Trabajo servil, que se impone a la tradicional desestima gitana del salario; y consumismo compensatorio (de la explotación económica y de la aculturación inducida) en beneficio de la industria paya del ocio. Minera, taranta de Linares, en recreación de Gabriel Moreno para El cante flamenco…, 2004]

————–
NOTAS

(1) En palabras de W. Ong, que toma la expresión de un estudio de M. Jousse —fundador de la “antropología del gesto”—, publicado en 1925, a propósito de las antiguas culturas orales hebrea y aranea: “[Cabe hablar de] culturas verbomotoras, es decir, culturas en las cuales, por contraste con las de alta tecnología, las vías de acción y las actitudes hacia distintos asuntos dependen mucho más del uso efectivo de las palabras y por lo tanto de la interacción humana; y mucho menos del estímulo no verbal (por lo regular, de tipo predominantemente visual), del mundo «objetivo» de las cosas (…). Dan la impresión al hombre tecnológico de conceder demasiada importancia al habla misma, de sobrevalorar la retórica e indudablemente de practicarla en exceso” (p. 36, versión digital).

(2) Para América Latina, véase especialmente La sociedad contra el Estado (P. Clastres,1978), La paz blanca (R. Jaulin, 1973), Pueblos originarios en América (A. Cruz, 2010), El derecho consuetudinario indígena en Oaxaca (C. Cordero, 2001) y El mito de la Razón (G. Lapierre, 2003). Para el continente africano, proponemos La muerte en los Sara (también de R. Jaulin, 1985) y África Rebelde (S. Mbah y E. Igariwey, 2000). En relación con el mundo ruralmarginal, remitimos a Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca (S. Santos e I. Madina, 2012) y a Desesperar (P. García Olivo, 2003). Para los pueblos nómadas, por último, repárese en “El nomadismo en los Estudios saharianos de Julio Caro Baroja”, de C. Junquera Rubio (2007); y en el propio libro de J. Caro Baroja (2008).

(3) En sus palabras: “Hasta el presente, toda la historia humana no ha sido más que una inmolación perpetua y sangrienta de millones de pobres seres humanos en aras de una abstracción despiadada cualquiera: dios, patria, poder de Estado, honor nacional, derechos históricos, derechos jurídicos, libertad política, bien público” (2008, p. 55). En nuestro tiempo, podríamos añadir “Democracia”, “Estado de Derecho”, “Imperio de la Ley, “Derechos Humanos”,…

(4) En adelante, estas culturas ya no podrán desestimarse como “pre-lógicas” o “mágicas” (así las definía L. Lévy- Bruhl) o vindicarse, de un modo simplista, en tanto manifestaciones de unos mismos procesos universales de pensamiento, amoldados en este caso a marcos de categorías distintas (tesis de F. Boas, entre otros).

(5) Para nuestro caso, adviértase la belleza de estos cantes, celebrados por Demófilo y F. García Lorca, entre otros:

“Acaba, penita, acaba,
dame muerte de una ves;
que con er morí se acaba,
¡soleá, triste de mí!,
la pena y er padeser”.
[Recogido por Demófilo, citado por Báez y Moreno, p. 23]

“Échame, niña bonita,
lágrimas en mi pañuelo,
que las llevaré corriendo
que las engarce un platero”.

“Si mi corazón tuviera
vidrieritas de cristar,
te asomaras y lo vieras
gotas de sangre llorá”.
[Referidos, ambos, por F. García Lorca, 1998, p. 45 y 46, respectivamente]

(6) Repárese en estas aseveraciones de W. Ong: “Solo se requiere un cierto grado de conocimiento de la escritura para obrar una asombrosa transformación en los procesos de pensamiento” (p. 20). “Las personas que han interiorizado la escritura no solo escriben, sino que hablan bajo la influencia de ella” (p. 26). “Lord descubrió que aprender a leer y escribir incapacita al poeta oral: introduce en su mente el concepto de un texto que gobierna la narración y por tanto interfiere en los procesos orales de composición” (p. 28, siempre de la versión digital).

(7) Desde 1761, María Teresa, reina de Hungría y de Bohemia, inicia una política de sedentarización y de alfabetización-escolarización de los gitanos. “Empezó por bautizarlos con el nombre de «neo-húngaros» o «neocolonos», considerando el calificativo de «gitano» insultante. Les prohíbe dormir bajo sus tiendas, ejercer ciertos oficios que les eran familiares, como el de traficantes en caballerías, elegir sus propios jefes, utilizar su idioma y casarse si no podían mantener una familia. Los hombres fueron obligados a cumplir el servicio militar, y los niños a frecuentar las escuelas (…). Una inteligente viajera que recorrió la Europa central del siglo XIX nos ha dejado, en su Viaje a Hungría, imágenes lastimosas respecto a la aplicación de esta política:

«Fue un día espantoso para esta raza y que ellos aún recuerdan con horror. Carretas escoltadas por piquetes de soldados aparecieron por todos los puntos de Hungría en los que había gitanos; les arrebataron a los hijos, desde los que acababan de ser destetados hasta las jóvenes parejas recién casadas, ataviadas todavía con trajes de boda. La desesperación de esta desgraciada población apenas sí puede ser descrita: los padres se arrastraban por el suelo delante de los soldados, y se agarraban a los coches que se llevaban a sus hijos. Rechazados a bastonazos y a culatazos, no pudieron seguir a los carros (…). Algunos se suicidaron inmediatamente»” (Clébert, p. 80).

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Ong, W. J., (1997) Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, Fondo de Cultura Económica.
Parcialmente disponible en http://www.catedras.fsoc.uba.ar/reale/oralidad-escritura_3y4.pdf

Mumford, L., (1971) Técnica y Civilización, Madrid, Alianza. [1ª edición en 1934]

Romero Sánchez, P., (2009) “Una aproximación a la Paz Imperfecta: la Kriss Rromaní y la práctica intercultural del pueblo rrom —gitano— de Colombia”, en la revista Derecho y cambio social, Lima (Perú), núm. 18.
Disponible en http://www.derechoycambiosocial.com/revista018/gitanos.pdf

Fernández Enguita, M., (2005) “¡Con la Escuela habéis topado, amigos gitanos!”, en Memoria de Papel 2, Valencia, Asociación de Enseñantes con Gitanos.

Cioran, E, M., (1986) La caída en el tiempo, Barcelona, Planeta-De Agostini.
Disponible “Retrato del hombre civilizado”, una de las composiciones que lo integran, en https://www.dropbox.com/s/xkc3nh3mo96tkay/retrato.pdf

García Lorca, F., (1998) “Arquitectura del Cante Jondo”, en Conferencias (1922-1928), Barcelona, RBA.

Báez, V. y Moreno, M., (1983) “Hombre, gitano y dolor en la colección de cantes flamencos recogidos y anotados por Antonio Machado y Álvarez (Demófilo)”, Zaragoza, Archivo de Filología Aragonesa XXXIV-XXXV

Pohren, D., (1970) El arte flamenco, Morón de la Frontera, Sociedad de Estudios Españoles.

Sloterdijk, P., (2000 B) “Reglas para el parque humano”, en http://www.dropbox.com.
Disponible en https://www.dropbox.com/s/oguqevkz3lysfuk/reglas.pdf

Clébert, J. P., (1965) Los gitanos, Barcelona, Aymá.
Disponible en http://es.scribd.com/doc/70956792/Clebert-J-P-Los-Gitanos

Gita

Pedro García Olivo
Buenos Aires, 20 de noviembre de 2017

EL REPRESENTANTE DE LA CASA DE PIENSOS COMPUESTOS

Posted in Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Uncategorized with tags , , , , , , , , , on noviembre 17, 2017 by Pedro García Olivo

Odiando la Modernidad

El representante de una casa de piensos compuestos visitó en cierta ocasión a mi amigo Basilio. Interesado en «ganárselo» como cliente, se atrevió a irrumpir en su choza. Dicen que salió al instante, con cualquier excusa, y vomitó a un par de metros de la fachada… Lo que este hombre vio en la chabola, y sus delicados intestinos no pudieron soportar, se ha convertido en un cliché que todo el mundo evoca cuando se habla de Basilio.

No cabe dudar de la veracidad del relato, pues yo mismo he contemplado -a través del vano que, entreabierta, deja su puerta por las noches- escenas semejantes. Solo que yo no vomito por ello. A mí lo que me revolvería el estómago sería la visión del representante de la casa comercial, con su estúpida sonrisa de cazador que avizora un pieza cosida a sueldo en los labios y esa corbata de ahorcar el propio sentido estético pendiendo del cuello como un babero.

Cuentan que cuando este fantochito entró en la choza, Basilio estaba a medio cenar. Una oveja recién desollada colgaba de un clavo en un extremo de la chimenea. Aún sangraba, por la boca. Basilio tenía sobre un cartón, a falta de plato, encima del poyo de sacrificar que hacía de mesa, un pedazo de carne asado directamente al fuego, con cenizas incrustadas. A su lado, los perros devoraban las entrañas del animal, con predilección por unos hígados verdosos y llenos de piedras. Molesto, el zumbido de las moscas acompasaba el jadeo de los canes, en una atmósfera saturada por la peste de las vísceras reventadas y el olor a lana y estiércol de todos los pastores de la zona. Como el suelo de la casa de Basilio sigue siendo de tierra, y ese día había llovido, el representante sintió además cómo se enfangaban sus zapatos, salpicados de barro y sangre y encolados de paja húmeda. Basilio escuchó lo que aquel hombre tenía que decirle, sin interrumpir por ello su cena. Comía con las manos, mordiendo un poco salvajemente. Cuando el representante terminó de revelarle, esta vez improvisando un resumen, sus consabidas intenciones, inminente ya la vomitera, Basilio le respondió, con la boca llena de carnuza ensalivada, que a sus ovejas no se les echaba «mierda de esa, hecha a base de química y Dios sabe qué». El hombre de la sonrisa fósil y de la corbata ritual, más que marcharse, huyó de la cabaña… Dejó a un par de pasos de la puerta un vómito de martini con aceitunas. Más tarde, los perros de Basilio degustarían medio incrédulos, y a modo de inesperado postre, un tan mundano aperitivo…

El marco de la escena resulta fácil de imaginar. Arrediladas las ovejas, mi amigo se vio en la necesidad de «arreglar» para su consumo un ejemplar enfermo, ardua tarea en la que se demoraría un buen rato. Por lo avanzado de la hora, mermadas sus fuerzas después de una jornada particularmente larga, debió sentir contumaz el aguijón del hambre. El representante esperó a que anocheciera para efectuar su visita, sabedor de que los pastores encierran tarde el ganado. En casa de Jacinta, que funciona como bar, se tomó el martini y las aceitunas, haciendo tiempo. Basilio detesta los piensos compuestos. Y no suele fiarse de los vendedores, sobre todo si se le presentan risueños y encorbatados. Por añadidura, no acostumbra a recibir a nadie con la carne caliente encima de la mesa. Habla poco: lo justo. Y va al grano.

Yo no descubro nada extraordinario en el comportamiento de Basilio aquella noche. Y no hallo justificación para que el incidente se rememore con un morbo especial cada vez que se desea denigrar a su protagonista. Como todos los ganaderos, Basilio sacrifica para su alimentación los animales que dejan de ser productivos, ya por vejez, ya por afección. Siempre come junto a sus compañeros, los perros, lo mismo en el campo que en la casa. Poco amigo de los guisos, cocina al fuego de la chimenea. Al igual que en la sierra, asa la carne sobre las cenizas, directamente. Si no usa cubiertos en la montaña, ¿por qué habría de hacerlo en otra parte? Dispone de mejores herramientas: las manos y un cuchillo al cinto. No le gusta que se enfríen las viandas, y no tiene reparo en hablar con la boca llena. De la limpieza de su vivienda y de lo higiénico de sus hábitos solo debe responder ante su propia salud. Y así como otros pueden permitirse no limpiar porque pagan a una sirvienta por ese menester, Basilio se complace en no hacerlo porque la suciedad no le afecta. No enferma por el barro; no enferma por la sangre, la paja, las vísceras, los perros, las pulgas, el estiércol; no enferma por tragar ceniza, por respirar amoniaco, por desollar animales muertos. Por tanto, vive en las condiciones higiénicas y sanitarias suficientes para preservar su salud. ¿Dónde está el problema?

Tampoco vislumbro qué es lo que escandalizó al representante, acostumbrado a cenar, muy probablemente, con el televisor en marcha, viendo los espacios informativos, con sus imágenes de hombres muertos por la locura de otros hombres, asesinados en realidad por la «lógica» de la economía; niños hambrientos, con sus vientres horriblemente hinchados, por culpa de cómo se organizan y explotan los adultos; epidemias que deforman los órganos hasta hacerlos irreconocibles, y que se ceban en esos países del Sur que sostienen el bienestar del Norte, incluido su propio acomodo de agente comercial; crímenes de arma blanca, femicidios, violaciones de menores, bebés torturados por sus padres, parricidios…; monstruosidades, todas, dictadas por la «necesidad’ o por un extravío homicida que forma parte de la racionalidad de este mundo. No entiendo qué impresionó tanto al fantochito, cómplice, partícipe y beneficiario del horror del planeta; quien, posiblemente, y para más inri, habrá regalado a su mujer, alguna vez, la piel de un animal magnífico, repugnantemente desollado; que comerá cordero, con sus amigos, sin reparar en la violencia carnicera, en la crueldad metódica y desavisada, que sus preferencias gastronómicas exigen de tipos como Basilio, condición sanguinaria de su deleite; olerá a orín de gato, fijador de sus perfumes; y tendrá en su hogar el grado de limpieza adecuado para que no peligre su salud, como la mayor parte de los pastores. No debería desagradarle ver a un hombre comer con las manos si, como intuyo, gusta de «mojar» en sus caldos y sigue la costumbre mediterránea de la ensalada común, en la que todos los comensales «enjuagan» sus tenedores, recién salidos de sus bocas, jóvenes o viejas, limpias o sucias, con caries o no, malolientes de tabaco o apenas sí desocupadas de una felación…

Me temo, incluso, que lo que el representante no pudo soportar de Basilio fue más bien su naturalidad y su franqueza; su ausencia radical de afeite, pose, disfraz, de todo eso que se denomina «buena educación»; lo espontáneo de sus modales; la falta de artificio en que vive; su gusto por lo primario, lo sencillo, lo elemental; su forma de ser hombre al desnudo, sólo-hombre, el animal que llamamos «hombre». No soportó que Basilio comiera con las manos, el instrumento más precioso de que disponemos, ya que él habrá malgastado el tiempo, despilfarrando energías, en aprender a comer incómodamente, con la prótesis de los cubiertos; no soportó que mi amigo mordiera con fuerza, clavando sus afilados dientes en la carne, porque él tendrá la dentadura perdida, floja de empastes y postizos; no soportó que el pastor continuara cenando en su presencia, con fruición y para que no se le enfriara el asado, porque él habrá descabalado muchas comidas atendiendo «educadamente» a esos amigos que llegan a deshoras; no soportó aprehender de un vistazo todo el proceso de la carne desangrada, separada de la piel, troceada y cocinada, al que siempre cerró los ojos a pesar de su condición carnívora, por la refinada mojigatería de su sensibilidad. Habituado a pagar por la adquisición de pestes que se venden como perfumes, a respirar en el parque los gases de la ciudad como si inhalara saludable aire puro, a consumir basura en lata, en bolsa, alimentos tratados, congelados, kilos de conservantes, saborizantes, estabilizantes, etc., creyendo cuidar así su dieta, no soportó el olor de lo orgánico, olor natural, biológico, el aroma de la carne fresca, todavía secándose, y la visión sin tapujos de un manjar en su cruda obscenidad. No soportó toparse con un hombre de criterio sólido, difícil de embaucar, sincero hasta la atrocidad, él, veleta de las ideas, esclavo de las modas, fascinable, hipócrita de afición y de oficio. No soportó toparse con un compendio de verdadera humanidad, ser inmune a la engañifa, felizmente desesperado.

… … …

Uno de los rasgos definitorios de lo que se ha dado en llamar «Civilización Occidental» estriba en su pretensión de aniquilar toda diferencia. Cultura soberbia, arrogante, solipsista, nunca ha tolerado la cercanía de lo distinto, nunca ha perseguido la convivencia con lo extraño. Su terrible pasión homogeneizadora se proyecta hacia el exterior bajo la forma del genocidio y del imperialismo cultural. Pero también se desboca hacia el interior, segregando o enclaustrando al portador de la diferencia existencial. En ambos casos, usa como policía y verdugo a su Razón, situándola fuera del tiempo, al margen de la historia, por encima de las diferentes formaciones sociales y culturales. Las relaciones de Occidente con el mundo musulmán ilustran ese complejo de superioridad, ese fanatismo ideológico, ese dogmatismo criminal en el que se disuelve toda posibilidad de una comprensión de Lo Otro, toda eventualidad de un acercamiento respetuoso a Lo Diferente. Hacia el interior, el ámbito cartesiano del manicomio y el dominio etéreo de la esquizofrenia recogen a las víctimas de la «normalización», seres supuestamente privados de razón por inasimilables, enfermos por diferentes. Es tal su odio hacia la alteridad, su manía igualadora, que, en nombre de esa uniformidad absoluta de la subjetividad y de los comportamientos (objetivo histórico de la Razón moderna), nuestra Civilización se hace profundamente hostil a toda idea de tolerancia. Comprensión, coexistencia y tolerancia son conceptos que sólo puede esgrimir demagógicamente. Lo suyo es ignorar, imponer, exterminar.

El representante de la casa de piensos compuestos encarna de algún modo esa inflexibilidad y ese ensimismamiento de nuestra cultura. Hombre «razonable», jamás comprenderá a Basilio; engreído, se burlará de él; peligroso, cerraría filas por un mundo en el que ya no quedaran seres así. Basilio, por su parte, aparece hoy como un hombre marginal, con cierto aspecto de residuo, aferrado a una «diferencia» demasiado poderosa, a una idiosincrasia resplandeciente, altiva, inquietante. Miembro de la misma civilización que el representante, las circunstancias de su vida y alguna oscura determinación de su carácter lo han hecho menos permeable a la cháchara racionalista de nuestro tiempo. Como no se expuso al trabajo homologador de los aparatos del Estado, a la eficacia socializadora de las instituciones y de los medios de comunicación, mantuvo hasta el final a salvo un rescoldo de ese «animal sencillo» que somos al nacer. Dotado de una inteligencia inaprehensible, jamás se entregó al juego proselitista de las ideologías. A su lado, el representante comercial, «hombre culto» (embutido de modernidad, calado hasta los huesos de educación), «hombre económico» (ávido de poseer), «hombre político» (dominable), «hombre civilizado» (gris, anodino, hecho en serie, imitador imitable), se nos antoja, simplemente, una caricatura de ser humano, engendro de la intransigencia, represor reprimido, fantochito. Porque somos como él, nos reímos de Basilio. Vomitaríamos a la puerta de su casa.

También aquí se hace patente nuestra embriaguez de esperanza. Productos de nuestra cultura, encarnaciones de la civilización dominante en el planeta, hemos depositado en ella la esperanza que nuestro estrecho horizonte existencial no admite. Esperamos de la Razón la forja de un mundo pacífico, sin darnos cuenta de que el mundo de la Razón es este, el de hoy mismo, violento, sanguinario, cruel. Esperamos de nuestra Ciencia la difusión en la Tierra del conocimiento e incluso del bienestar, sin querer admitir la barbarie intrínseca de nuestro saber y el fondo de penuria ajena, de explotación del más débil y miseria de la mayoría, sobre el que descansa nuestro acomodo. Esperamos que algún día todos sean como nosotros, porque así ya nadie podrá señalarnos como los peores de entre los hombres, sanguijuelas desangrando al resto de la especie humana, Norte rapaz. Formando todos parte de lo «indistinto», universalizada nuestra iniquidad, nada quedará por fin de la debilísima, si bien enojosa, conciencia occidental de culpa.

Por el terror que sentimos ante la mera insinuación de que estamos equivocado y es preciso «cambiar», esperamos que cambien los demás y dejamos que nuestros sabios y educadores imputen siempre el error al otro. Para no sospecharnos parásitos, usurpadores, criminales; para no reconocernos vacíos, desalmados; para romper todos los espejos en que nuestra procacidad aún pudiera reflejarse, mitificamos nuestra Civilización, le asignamos un destino planetario y la embadurnamos de esperanza. Ya que no cabe esperar nada de nosotros, de cada uno de nosotros, como individuos, lo esperamos todo de nuestra Razón, de nuestra Cultura, de todos nosotros juntos en la misma lata de mentiras. Incrédulo y desesperado, Basilio mira hacia otra parte. Hombre de la esperanza prostituta, el representante se mofa de él… Más fuerte que el fantochito, nuestro campesino pudo soportar la cercanía de tanta estupidez, tanto teatro, tanta falsedad, y seguir cenando. El fantasma de la corbata vomitó por otear la inteligencia primitiva, la realidad que acusa, el desenmascaramiento silencioso.

… … …

Roberto perdió la esperanza en los estudios, y dejó de acudir al Instituto. Hasta ese día había sido un alumno «ejemplar». Perdió la esperanza en el trabajo, y dejó de buscar patrones. Hasta entonces, trabajaba duro para ayudar en casa. Perdió la esperanza en la masculinidad, y se declaró bisexual. Siempre se lo habían disputado las chicas. Perdió la esperanza en la familia, y dejó de ser el «buen hijo» de antaño. Perdió la esperanza en el dinero, y empezó a hacerse la ropa con sus propias manos, a vivir con menos que poco. Siempre se había dicho de él, hasta ese instante, que sabía ahorrar y sabía gastar. Perdió la esperanza en la moda, en los aspecto aceptables, y se cortó el pelo al cero, pintándose la cabeza de tres colores. Nada quedó de su inveterada elegancia. Perdió la esperanza en la amistad, y se encerró en su habitación para dibujar y escribir canciones sin destino. La multitud de sus amigos jugó a alarmarse y a querer «socorrerle». Perdió la esperanza en mí, a quien desde niño había procurado imitar, y me definió mejor que nadie en el mundo: «Eres el hombre de la cuadrícula interior». Perdió la esperanza en la Razón, y fue sincero, franco, fresco, espontáneo. Se dijo que lo que había perdido era la Razón misma. Sin perder las esperanzas, sus padres lo internaron en un centro psiquiátrico el día de Navidad… Roto, deshecho, quebrado, se esconde hoy en su cuarto con el aspecto de antes de la desesperación.

Desesperar aboca a la diferencia; y ante ella nuestra Cultura afila de inmediato la navaja. En este mundo marginal de la alta montaña, donde las singularidades ni entusiasman ni enojan, Basilio aún puede defenderse. Roberto, muy cerca del ojo del huracán de nuestra civilización, sucumbió. Desesperar no solo es difícil: arrostra a su vez un peligro inmenso.

… … …

Yo, que soy un hombre pacífico, siento por los fantochitos algo que me acerca mucho a la violencia. Lo siento por la mayor parte de nosotros. ¡Qué cerca estoy de la violencia! Veo un fantoche en cada hombre moderno. En casi todos nosotros, y no en Basilio.

desesperar lisboa texto

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 17 de noviembre de 2017

NO MÁS CIENCIA

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Uncategorized with tags , , , , , , , , , , , , , on noviembre 12, 2017 by Pedro García Olivo

Y la Humanidad («¿Qué es la Humanidad, si no una suma de animales?», se preguntaba E. Cioran), en tanto mero “agregado” de seres humanos muy distintos, psico-culturalmente enfrentados, carece de Consciencia lo mismo que de Memoria. «No aprende, todo lo olvida, vive de espaldas a su propio pasado», lamentaba Chris Marker en Sans Soleil, porque no es un Sujeto, no es un Ser, no es un Ente vivo. De la llamada Primera Guerra Mundial «aprendió» a perfeccionar armas y capacidades destructivas, con vistas a la Segunda. De la colonización latina de América del Sur aprendió modos del genocidio que optimizó en África siglos después, cuando el reparto imperialista de todo el continente. En la labor cotidiana de la Inquisición española late perceptiblemente el «principio» de Auschwitz. En lo concreto, la Humanidad aparece, se ha dicho, como un conjunto de animales fracasados, de infra-animales, de miembros de una especie truncada, cuyos ejemplares nacieron antes de tiempo y quedaron para siempre incompletos, reos de una deformidad sustancial. Por eso, la humana es la especie más fea de la Biosfera. Y, en lo abstracto, la Humanidad no es más que un concepto homicida, en nombre del cual se ha perseguido, maltratado, invadido, asesinado. De M. Bakunin a M. Heidegger, este repudio del “humanismo”, cada día mas armado, más militarizado («tropaz de paz», «ejércitos humanitarios»), surte argumentos para desconfiar de una Ciencia sin la cual no es pensable Auschwitz, Hiroshima, Vietnam, Chernóbil, Guantánamo… Motivos que apelan inmediatamente a la sensiblería masiva, como el de la “memoria histórica”, cultivados aún por los sectarismos de izquierda, en absoluto se mantienen ante ese criticismo radical. Que la Humanidad no tiene memoria lo comprobaron, en sus carnes, los supervivientes de los campos nazis de exterminio, atónitos y desesperanzados ante los crímenes perpetrados más tarde por la maquinaria política de Israel, “su” Estado…

PENSAMIENTO INOBEDIENTE

«NO MÁS CIENCIA»

1)

Durante mucho tiempo, y en buena medida todavía hoy, conocer, investigar, pensar eran asuntos en los que se hermanaban la fe y la obediencia. Toda una Teoría del Conocimiento, vigente durante siglos, convirtió el saber, en efecto, en una cuestión “religiosa y demagógica” (F. Nietzsche).

Aceptamos, como un postulado de fe, que el Objeto del conocimiento era algo parecido a una “cosa”, a una realidad escondida, a veces subterránea, igual a sí misma a lo largo del tiempo y del espacio, una entidad pétrea e inamovible, efectivamente “presente”, a salvo de la historia y de la diversidad cultural. Estaba simplemente ahí y era preciso exhumarla, desentrañarla, “revelarla”. Aceptamos de modo religioso que, frente a ese Objeto, frente a esa realidad “exterior” a la consciencia y que se reflejaba meramente en la consciencia, había asimismo un Sujeto de conocimiento unitario, un Sujeto del saber homogéneo, inmune al devenir y por encima de las diferencias civilizatorias.

Casi constituyendo una nueva Santísima Trinidad, entre el Objeto y el Sujeto “supusimos” unos métodos de análisis sustancialmente válidos, unos procedimientos escrutadores fiables por sí mismos, si bien susceptibles de perfeccionar, una suerte de “puente” técnico para posibilitar la correcta indagación, para garantizar la objetividad de los estudios; y nos convertimos inadvertidamente en devotos de la Ciencia.

Tres actos de fe, tres “postulados” en la acepción rigurosa del término (“principio que se admite como cierto sin necesidad de ser demostrado y que sirve como base para otros razonamientos”, Diccionario de la Lengua Española), establecieron, pues, la base de la llamada Teoría del Reflejo o Epistemología de la Presencia (J. Derrida). Tal Teoría del Conocimiento, como nos recordó J. Habermas, terminó degradándose, bajo la Modernidad, en una no menos sacralizada “Teoría de la Ciencia”. Esta “Ciencia”, que casi siempre se presenta así, con mayúscula y sin apellidos, es solo una realización occidental, un elaborado de Occidente, y arrastra toda la impronta terrible de esa forma de civilización, que reconoce en Grecia, Roma, el Cristianismo y la Ilustración cuatro estadios fundamentales de constitución.

Distanciándose de una tan pertinaz sujeción al Trascendentalismo (mística de la Verdad, fetiche de la Ciencia, presencia del Objeto, idealidad y permanencia del Concepto,…), F. Nietzsche y K. Marx habían porfiado por la modificación de la perspectiva:

“El origen del lenguaje no sigue un proceso lógico; y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas…

La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el “concepto” del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros sino solamente una “X” que es para nosotros inaccesible e indefinible… Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento, una catedral de conceptos infinitamente complejos

Entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no existe ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, un extrapolar abusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño…” (Nietzsche, F., Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral, Teorema, Valencia, 1980, pp. 8-14.).

“La pregunta de si una verdad efectiva llega al pensamiento humano no es una pregunta de la teoría, sino de la práctica. El hombre ha de comprobar en la práctica la verdad, es decir la realidad y el poder, la temporalidad de su pensamiento. La polémica sobre la realidad o no realidad de un pensamiento, fuera de la práctica, es una pura pregunta escolástica

La vida social es práctica en esencia. Todos los misterios que inducen la teoría al misticismo tienen su solución radical en la práctica humana, en la comprensión de esa práctica” (Marx, K., “Once tesis sobre Feuerbach”, en Concepción materialista de la historia, de Karl Korsch, Cero, Madrid, 1975, págs. 91-94).

2)

Un horizonte religioso quedó instituido en la esfera del saber y del pensar. Pero era también un horizonte político, un reclamo de obediencia y de sumisión. Al estimar que el Objeto era, en cierto sentido, una presencia enmascarada y que permanecía “oculto” a la gente normal, concedimos un insensato privilegio a las minorías encargadas de “desvelarlo”. Unas ciertas “aristocracias del saber”, que enseguida se propusieron a sí mismas como “aristocracias de la moral”, empezaron a chismorrearnos del Objeto, de todos los objetos y, de paso, comenzaron también a pretender gobernar nuestras vidas.

Desde ese doble elitismo, no solo le hicieron a la Humanidad el enorme “favor” de arrojar luz sobre las densas tinieblas del mundo, sobre las oscuridades tenaces de la vida y de la muerte; no solo acopiaron sin descanso verdades “científicas” sobre lo que fuera la Realidad y las difundieron luego entre las poblaciones, liberándolas así de la ignorancia. También nos aclararon lo que era el Bien y lo que era el Mal; también nos explicaron, desde su intimidad prodigiosa con la Verdad, cómo debíamos comportarnos. Concedimos que esas personas sabían más y estimamos que, por ese mayor conocimiento, eran también las mejores… Ni siquiera nos pareció abominable que pronto se aliaran con los políticos y con los empresarios, con los gobernantes y con los patronos. Se nos antojó “comprensible” que esas tres castas (la del mandar, la del tener y la del saber) se fundieran, incluso, en círculos de familias ampliadas.

Y empezamos a obedecer y a obedecer…

Para “conocer” había que “obedecer”, pues debíamos seguir, sí o sí, las pautas marcadas por la denominada “metodología científica”. Cualquier discurso que no aceptara los parámetros de la “ciencia occidental” era demonizado, estigmatizado, forcluido: su portador, proscrito en lo sucesivo, conocería la expulsión de la rutilante y muy laica Nueva Iglesia, como los excomulgados de antaño. Frente a la “verdad oficial”, sancionada por la Ciencia, quedaba entonces el basurero de los relatos “irracionalistas”, “subjetivistas”, “ideológicos”, “fundamentalistas”, “vandálicos”,… La Ciencia, epígono degenerado de la Razón, acabó instituyendo un “Orden del Discurso” (así se tituló una sugerente conferencia de M. Foucault), con mecanismos subrepticios y altamente eficaces para la exclusión del “relato peligroso”. Y quedó neutralizada la cultura, absorbida la Universidad, con toda su recua de intelectuales, pensadores y escritores, da igual que se presentaran en público con aspectos muy provocadores, si no deliberadamente escandalosos. Lo denunció, con toda sencillez, un intelectual, un pensador y un escritor normalmente bastante abstruso: T.W. Adorno:

“Algo esencial ha cambiado en la relación entre lo cultural y el poder organizado. La cultura, como aquello que apunta más allá del sistema de la conservación de la especie, incluye un momento de crítica frente a todo lo existente, frente a todas las instituciones… Sin embargo, el concepto de cultura se ha neutralizado en gran medida gracias a la emancipación de los procesos vitales que había recorrido con la ascensión de la burguesía y de la Ilustración: se embotó su filo ante lo existente… El proceso de neutralización, la metamorfosis de la cultura en una cosa independiente, que ha renunciado a toda relación tentativa con la “praxis”, permite entonces adaptarse sin contradicciones y sin peligro a la organización de lo que se purifica incansablemente; y cabe leer algo de tal neutralización de lo cultural, así como de la compatibilidad entre lo neutralizado y la administración, en el hecho de que actualmente puedan fomentarse y presentarse por instituciones oficiales manifestaciones artísticas extremosas, e incluso que deban hacerlo así si es que estas han de despuntar, no obstante que denuncien lo institucional, lo oficial. Mientras el concepto de cultura sacrifica su relación posible con la “praxis”, se convierte en un momento de la organización” (Adorno, Th. W., “Cultura y administración”, en Sociológica, Taurus, Madrid, 1986, págs. 60-62).

Para trabajar en una Escuela, o en una Universidad, o en un Centro de Investigación, era condición necesaria aceptar y hasta encarnar los axiomas de la cientificidad. Los saberes “populares”, “tradicionales”, “marginales”, “originarios”, “nómadas”, “extra-occidentales”, etcétera, fueron decretados “pseudo-saberes”, meros sembrados del prejuicio y del estereotipo, “supersticiones”, narrativas “míticas”…

En los libros se recogía la “verdad oficial”, la “doxa”, el fruto destilado de la Ciencia, con todo su correlato clasista, sexista, metafísico, elitista, nacido de la fractura social y socialmente reproductor. Mediante los libros, tan absurdamente “beatificados” por las ideologías del progresismo burgués, se despliega y profundiza en la sociedad un canon de docilidad y de heteronomía moral e intelectual. Más tarde, esa labor, inseparable del proyecto eugenésico moderno (reinvención de la subjetividad humana, para adaptarla a las exigencias del productivismo capitalista), se completó a través de otras tecnologías, que sumaron su influencia a la del texto (¿qué es el libro, aparte de una tecnología de la palabra, como recordara W. Ong?): radios, televisores, ordenadores, dispositivos digitales,…

El libro fue, es y será la boca del Poder, una boca que no calla. Desde su nacimiento, hendió profundamente a las sociedades, como señalara P. Sloterdijk, suscitando fuertes tendencias a la jerarquización, el elitismo, el pedagogismo, la erosión de la comunidad y la extrema individualización de las personas. Por eso, se consideró muy importante que todo el mundo aprendiera a leer. Por eso, se teme y se persigue al “hombre oral”, denigrado como “an-alfabeto”, “á-grafo”, “in-culto”. Por eso, hay que llenar la Tierra entera de “escuelas”, esas máquinas de leer y de escribir, esas «antropotécnicas» europeas (J. Ellul) sacrificadoras de la diferencia y aniquiladoras del hombre oral. La escuela: un poder siempre y en todas partes homicida, genocida, etnocida; una instancia estrictamente exterminista.

3)

Pero, de un tiempo a esta parte, toda esa secuencia onto-teo-teleológica sobre la que descansa hoy el fascismo de las democracias se tambalea… Desde F. Nietzsche, al menos, se insiste en el que “objeto” no es una cosa, sino, más bien, un campo de batalla; y pudimos hablar así, con Foucault, de “la primacía de la interpretación”. En un pequeño opúsculo, y casi glosando una de las más sugerentes intuiciones nietzscheanas, M. Foucault, en efecto, caracterizó así el punto de partida de toda arqueología del saber:

“No hay nada absolutamente primario que interpretar, porque en el fondo ya todo es interpretación; cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación, sino la interpretación de otros signos. En efecto, la interpretación no aclara una materia que con el fin de ser interpretada se ofrece pasivamente; ella necesita apoderarse, y violentamente, de una interpretación que está ya allí, que debe trastocar, revolver y romper a golpes de martillo…

Es también en este sentido en el que Nietzsche dice que las palabras fueron siempre inventadas por las clases superiores; no indican un significado, imponen una interpretación… No se interpreta en realidad lo que hay en el significado, sino que se interpreta quién ha propuesto la interpretación. El principio de interpretación no es otra cosa más que el intérprete, y este es tal vez el sentido que Nietzsche dio a la palabra “psicología”” (Foucault, M., Nietzsche, Freud, Marx, Anagrama, Barcelona, 1981, págs. 36-40).

Arraigada y contagiosa era asimismo la desconfianza que merecía, al autor del Ecce Homo, la hueste de los “detentadores de la verdad”, la tropa de los auto-designados sujetos de saber, ya procedieran de nuestras universidades, de los cuadros de este o aquel partido o de la grey escribidora de libros. “Siempre estuvo entre las prerrogativas del Señor -nos dijo- la de poner nombre a las cosas”. Prerrogativas del Señor o de los servidores “letrados” del Señor… Quedó denegado, en cualquier caso, aquel cuento fantástico que imaginaba a un muy altruista Sujeto del saber acercándose respetuoso, con todo género de escrúpulos «científicos», a un Objeto de conocimiento que lo esperaba casi desde siempre. Quedaba agrietado el paradigma que soñaba una suerte de Consciencia de la Humanidad realizándose históricamente, creciendo o enriqueciéndose (si bien con altibajo, con detenciones y retrocesos pasajeros) a lo largo de aquella maravillosa “carrera del conocimiento” a la que se prestaba, como materia, de modo pasivo, casi monstrenco, la Realidad toda.

Para este descentramiento, fue también decisivo el influjo de S. Freud, particularmente en lo concerniente a su percepción del individuo social: nada parecido ya a una unidad, una constancia, una estructura, un sistema o un código. Somos procesualidades contradictorias, heterogéneas, inacabables e indefinibles. Nos constituye la escisión y el movimiento, la pluralidad y hasta la antítesis. De ningún modo podemos reconciliar la diversidad de nuestro ser en una voluntad discernible de Saber… Somos cualquier cosa, antes que “sujetos”. Y la Humanidad («¿Qué es la Humanidad, si no una suma de animales?», se preguntaba E. Cioran), en tanto mero “agregado” de seres humanos muy distintos, psico-culturalmente enfrentados, carece de Consciencia lo mismo que de Memoria. «No aprende, todo lo olvida, vive de espaldas a su propio pasado», lamentaba Chris Marker en Sans Soleil, porque no es un Sujeto, no es un Ser, no es un Ente vivo. De la llamada Primera Guerra Mundial «aprendió» a perfeccionar armas y capacidades destructivas, con vistas a la Segunda. De la colonización latina de América del Sur aprendió modos del genocidio que optimizó en África siglos después, cuando el reparto imperialista de todo el continente. En la labor cotidiana de la Inquisición española late perceptiblemente el «principio» de Auschwitz. En lo concreto, la Humanidad aparece, se ha dicho, como un conjunto de animales fracasados, de infra-animales, de miembros de una especie truncada, cuyos ejemplares nacieron antes de tiempo y quedaron para siempre incompletos, reos de una deformidad sustancial. Por eso, la humana es la especie más fea de la Naturaleza. Y, en lo abstracto, la Humanidad no es más que un concepto homicida, en nombre del cual se ha perseguido, maltratado, invadido, asesinado. De M. Bakunin a M. Heidegger, este repudio del “humanismo”, cada día mas armado, más militarizado («tropaz de paz», «ejércitos humanitarios»), surte argumentos para desconfiar de una Ciencia sin la cual no es pensable Auschwitz, Hiroshima, Vietnam, Chernóbil, Guantánamo… Motivos que apelan inmediatamente a la sensiblería masiva, como el de la “memoria histórica”, cultivados aún por los sectarismos de izquierda, en absoluto se mantienen ante ese criticismo radical. Que la Humanidad no tiene memoria lo comprobaron, en sus carnes, los supervivientes de los campos nazis de exterminio, atónitos y desesperanzados ante los crímenes perpetrados más tarde por la maquinaria política de Israel, “su” Estado…

A esta empresa desmitificadora, que apuntaba decididamente al corazón de la episteme dominante, revolviéndose contra la Teoría clásica del Conocimiento, se sumaron todas aquellas voces que ya no querían distinguir entre los asuntos del conocer y los del sentir, entre el pensamiento y la emotividad, entre la razón y los afectos… De M. Horkheimer a O. Fals Borda, pasando por centenares de autores, se reitera una obviedad: “En todo acto intelectual reside un momento afectivo, y en toda expresión de la emotividad se deja leer un proceso de pensamiento”.

Ya el propio K. Marx había abonado el terreno del descrédito, subrayando, incluso contra los “marxistas”, los más nocivos de sus seguidores, la historicidad fundamental de la consciencia y de todos los frutos del conocimiento, la insuperable “temporalidad” de los conceptos críticos y de las herramientas de comprensión y de lucha, la validación del pensamiento en la praxis… Desde ese prisma, la Ciencia no deja de ser un “producto histórico” entre otros; un «elaborado local y temporal» enfangado hoy en todos los juegos de dominación y de explotación de un Sistema, el Capitalista, que la recluta para legitimarse. Desvinculada de la “praxis”, la Ciencia devenía, además, como una impostura, una falacia, una cadena.

4)

Correspondió a los propios especialistas, a los mismos científicos, ilustrar la pionera denuncia de K. Marx, brillantemente recogida por K. Korsch. Y, desde mediados del siglo XX, se han venido sucediendo las “sublevaciones” de los expertos y de los investigadores contra la “pretensión de dignidad” de sus disciplinas.

Casi ninguna rama del saber ha quedado a salvo de la violenta irrupción de un criticismo interno a partir de los años 50 del siglo XX. La repulsa de los métodos y de los presupuestos de la cientificidad burguesa procedía ahora del interior de las mismas especialidades, y encontraba en los científicos a sus portavoces más cualificados. Ya no se trataba de la reflexión distante de un filósofo o de un teórico del saber. Durante varias décadas se fueron sucediendo los pronunciamientos de investigadores empeñados en pensar su disciplina para reformarla, disolverla o, simplemente, negarla.

La denuncia de los efectos esterilizantes de la fragmentación del saber tomó cuerpo con reconfortante vigor en casi todas las ciencias sociales: Braunstein en Sicología, Heller en Sicología Social y, de manera muy especial, en Antropología, Basaglia en Psiquiatría, Newby en Sociología Rural, Castells en Sociología Urbana, Harvey en Geografía, etc. Fuera de ellas, también se dejó oír el nuevo revisionismo, incluso en disciplinas aparentemente ‘irreprochables’: Di Siena en Etología y Biología, Viña en Matemáticas, Lévy-Leblond en Física,…

Las declaraciones, leídas en estos tiempos de ablandamiento general de la crítica, sorprenden por su contundencia… En Psicología: ideología y ciencia, Braustein ha sostenido que “todo el armazón especulativo y experimental de la psicología académica se demuestra como racionalización de la necesidad social de prevenir y controlar técnicamente las conciencias y las conductas de los hombres” (S. XXI, Madrid, 1975, pág. 71). A. Heller reconoce que la construcción intelectual de una sociedad no-agresiva solo puede ensayarse “con ayuda de una forma de aproximación que trascienda los límites de la antropología” (Instinto, agresividad y carácter. Introducción a una antropología social marxista, Península, Barcelona, 1980, pág. 498). Para Newby, la sociología rural atraviesa una auténtica crisis de identidad, motivada en parte por su índole “institucional”, “aplicada”, “servil”, por su pragmatismo político-reformista (Introducción a la sociología rural, Alianza, Madrid, 1983). A M. Castells se debe la siguiente caracterización de la “coyuntura político-epistemológica” atravesada en nuestros días por la sociología: “Se trata de un campo de análisis de dominante ideológica, es decir, que su efecto social es el de producir no conocimientos, sino «desconocimientos» legitimados como ciencia a fin de organizar la racionalización de una situación social dada (el orden establecido) y desorganizar su comprensión, posible camino hacia una toma de conciencia, y, por tanto, hacia una movilización política. Que la sociología, tal y como se define institucionalmente, y no toda actividad sociológica, es prioritariamente una ideología, es algo poco puesto en duda, en el fondo, incluso por sus más destacados tenores” (Problemas de investigación en Sociología Urbana, S. XXI, Madrid, 1979, págs. 317-318). D. Harvey avanza un paso más y otea el horizonte de la fusión de las disciplinas (Urbanismo y desigualdad social, S. XXI, Madrid, 1979, págs. 317-318). En Ideologías del biologismo. Estudio científico del comportamiento animal y análisis crítico del pensamiento reaccionario en Etología (Lorenz, Ardrey), G. Di Siena escribe: “Nuestra conclusión es que la ciencia biológica, como cualquier otra ciencia particular, no puede decir nunca la última palabra sobre los máximos problemas de la convivencia humana. Cada sociedad orienta la ciencia según la ideología que la sostiene… Nuestra intención era apuntar a la utilización ideológica de los hallazgos de algunas ciencias biológicas adyacentes y contiguas, además de demostrar cómo, a menudo, la falsa conciencia burguesa se cubre de oropeles científicos” (Anagrama, Barcelona, 1969, págs. 141-144). En Contra el lenguaje, A. Viña consideraba que las matemáticas “más que el resultado del ejercicio de una facultad completamente libre bajo el efecto causado por la objetividad, son más bien una invención del Poder” (Anagrama, Barcelona, 1970, pág. 58). En J. M. Levy-Leblond, la crítica interna cuenta con uno de sus más destacados representantes. Junto a A. JAUBERT publicó, en 1973, el ambicioso (Auto) Critique de la Science (Ed. Seuil de París), del que se ha publicado el prólogo en español, junto a otros ensayos, en La ideología de/en la física contemporánea (Anagrama, Barcelona, 1975).

Si hubiera que seleccionar los rasgos más generales de esta eclosión de la crítica intradisciplinaria convendría atender a ciertos lugares de confluencia. Casi siempre, como punto de partida, se hallaba el redescubrimiento de la revolución epistemológica de Marx, la profundización en los clásicos del marxismo, frecuentemente interpretados a la luz del Althusserismo y de su teoría de la ideología, y la sospecha de que el método marxiano no se avenía a las realizaciones teóricas y pragmáticas de las diferentes disciplinas, por lo que éstas precisarían o bien una readecuación conceptual (Heller, Castells,…) o bien una auto-disolución en otro tipo de saber más nítidamente histórico (Braunstein, Harvey,…). También se situaba en el origen de la «crítica interna» la decepción ante los logros prácticos de la investigación disciplinaria y la repulsa de su fácil instrumentación en tanto «fuente de legitimación» por el sistema social y político vigente. Por último, en la base de esta revisión se encontraba muy a menudo la constatación de las insuficiencias del instrumental teórico y técnico de la disciplinariedad científica a la hora de afrontar determinados temas cruciales, cuestiones/intersección que desbordaban la delimitación académica: el urbanismo en Castells, la agresividad en Heller y Di Siena, la conformación de la personalidad en Braunstein, la génesis de la neurosis en Basaglia, etc.

La valoración de la crítica interna, con todo, debe ser matizada. Pese a la heterogeneidad de las experiencias, aún pueden detectarse ciertas tendencias poco saludables: una de ellas, fiel a las consignas de Althusser, terminó entregándose a la construcción de objetos teóricos y, aunque arrancaba por lo general de una interesante crítica de las interpretaciones académicas como discursos de ‘racionalización’, desembocaba fácilmente en una sorprendente reactualización de la onto-teo-teleología, bajo la coartada de la fidelidad al marxismo (fe restablecida en una Ciencia perfectamente distinguible de la Ideología y del Error, aceptación acrítica de la teoría social marxiana como fundamento de aparatos conceptuales que se predicaban “eternos” y “universalmente válidos”, definición abstracta de una combinatoria compleja que pretendía resolver el problema de la causalidad histórica al precio de situarse por encima del tiempo y a salvo de cualquier contingencia de la praxis, etc.); otra línea de evolución no menos problemática, embaucada por la mitología burguesa de la “interdisciplinariedad”, acabó contentándose con los experimentos de sincretismo disciplinario y, en último término, no promovió más que una redistribución de los saberes parcelarios, respetando tanto la ideología de la compartimentación como los presupuestos logocéntricos de la cientificidad moderna.

Sin embargo, un ramal de la crítica intradisciplinaria (marcado sensiblemente por la coyuntura histórica del 69) logró interiorizar buena parte de las conclusiones de la tradición antimetafísica moderna, especificando denuncias excesivamente generales hasta entonces y delimitando las tareas concretas de la deconstrucción de la cientificidad en cada disciplina particular. Dentro de esta línea renovadora, Lévy-Leblond propuso toda una cartografía de la crítica interna, tendente a desacreditar una vez más “la ya clásica afirmación sobre el carácter neutro y socialmente progresivo de la ciencia” (La ideología…, pág. 5.). En su opinión, “para comprender la naturaleza exacta de las relaciones entre la ciencia y la sociedad, hay que tener en cuenta el conjunto de la actividad científica, y no únicamente sus resultados” (op. cit., pp. 120-121)). O, en otras palabras:

“Es imposible separar el conocimiento científico, producto de una actividad, de su «modo» de producción. Así, por ejemplo, en el plano económico, la importancia actual de la investigación científica no procede únicamente (quizás ni siquiera esencialmente) de su papel innovador y creador de nuevas tecnologías, sino también de su función consumidora y destructora, lugar de inversiones reguladoras del desarrollo económico capitalista, mercado de equipo perpetuamente obsolescente y reemplazaba, fuente de inmensos beneficios para algunas firmas. Simultáneamente, en el plano ideológico, las normas de funcionamiento interno de la ciencia actual suponen y consolidan las formas modernas de la ideología dominante: el elitismo del experto, la jerarquía de la competencia, la racionalidad técnica. La célebre «objetividad» científica sirve de máscara y aval a la clase dominante en su intento de imponer un modo de pensamiento tecnocrático, en términos de relaciones «lógicas» entre unos conceptos que se pretenden «neutros» -en los que todo juicio de valor parece excluido, toda desigualdad de poder ignorada, toda subjetividad y todo deseo rechazados…” (op. cit., pp. 121 y siguientes).

En otra parte concreta aún más los diferentes órdenes de la crítica de la ciencia, subrayando que “la crítica ideológica no puede limitarse a los problemas epistemológicos en el sentido tradicional de la palabra (…); la crítica debe apuntar necesariamente las implicaciones sociales, económicas, políticas e incluso sicológicas de la ciencia, tanto en las diversas prácticas propias de esos diferentes niveles (los diferentes aspectos de la producción científica) como en la articulación de tales prácticas con las restantes instancias sociales” (op. cit., p. 15). Propuestas de este tipo rebasan los límites de la tradicional crítica de la ideología, obcecada en desentrañar la mistificación allí donde más eficientemente se refugiaba -perdiendo así de vista todo cuanto se situara ‘al exterior’ del texto, más allá de la literalidad de las interpretaciones. Tal reduccionismo crítico, predominante en nuestros días, no fue combatido, desde la propia arena científica, solo por Lévy-Leblond: en el terreno de la psiquiatría, por ejemplo, también Basaglia promovió, para el análisis crítico, una apertura análoga a los procesos de producción del saber académico, con sus diversas determinaciones económicas, sociales, políticas…

Como se observará, la superación del contenidismo parece apuntar en la dirección marcada por algunos pasajes de Foucault: seguir el discurso, en tanto exterioridad, en sus desplazamientos, en su circulación, desde el instante de su producción, de su emergencia, hasta el momento, cuando no es excluido, de su canonización como objeto de “comentario”, saber de “disciplina”, constituyente de “ciencia”; atenderlo no solo como portador de una verdad que se desea imponer, sino también como instrumento por el que se lucha y escenario de la misma contienda en la que se juega su destino; describir su relación con los poderes que lo cercan y doman, con los organismos e instituciones que lo forjan o mutilan; desvelar sus efectos de constitución sobre el sujeto, su contribución -como discurso científico, hegemónico- a la emergencia de tipos específicos de subjetividad.

5)

Y se fue abriendo entonces todo un campo, en parte nuevo y en parte antiguo; una esfera en la que se respiraba una mayor libertad intelectual, en la que la escritura se “desencuadernaba” y mezclaba sus modos y registros, como propusieran Barthes, Blanchot o Derrida, y como habían practicado Nietzsche, Bataille, Mallarmé y Artaud; ámbito en el que, para pensar, nos sacudíamos antes toda esa caspa de expertos, especialistas, catedráticos universitarios, profesores en general, reglas científicas, tribunales del rigor, inquisiciones de la verdad… Y empezó a darse otro pensar y otro escribir, comenzaron a aflorar modalidades de reflexión y de expresión poco conocidas, poco frecuentadas, que en absoluto apuntaban a una nueva arbitrariedad, a un completo individualismo o a una negación nihilista sin más. Se empezó a investigar y a escribir desde la inobediencia, precisamente para “vivificar el pensamiento”; para llevar el conocer al terreno de la praxis; para que las ideas tengan, por expresarlo así, «el valor de pisar la calle y de nutrirse de calle», de validarse en la vida; para que la contestación de los libros se alimente de una vez de la contestación verdadera, que no estaba cabiendo en los libros.

Como en todo período de crisis, de transición, de agotamiento y de emergencia, nos vemos privados de la claridad necesaria para levantar de nuevo el mapa de las contradicciones, de las fortalezas y de las debilidades, de las incursiones y de las retiradas. Ni siquiera podemos, aún, definir el sentido de las prácticas que habrán de suceder algún día a estas que hoy negamos por su responsabilidad en el dolor de nuestros contemporáneos. Sin embargo, la ingente tarea de la deconstrucción interviene allí donde la complicidad de la cultura moderna con el sufrimiento del sujeto empírico de la resistencia delimita un espacio de «lucha». Y esa intervención crítica también contribuirá al reconocimiento de las condiciones y los obstáculos de una praxis acorde con el estado de excepción en que vivimos.

Frente a la Teoría del Reflejo, se fueron esbozando nuevos paradigmas epistemológicos, que pretendían dar la espalda a la metafísica. Nuevos nombres aparecieron en la escena, señalando ese desplazamiento tentativo: Arqueología del Saber, Epistemología de la Praxis, Pensamiento Genealógico, Método de la Transducción… En el contexto de la sociedad capitalista no es pensable un cambio de paradigma, un tránsito epistemológico. La teoría clásica del conocimiento es el momento espistemológico que corresponde al capitalismo tardío; y sobre ese tejido gnoseológico se deben efectuar las operaciones de deconstrucción, más un rasgar, revolver, desatar, arrancar e insertar que un “reemplazo” o una “sustitución”, como nos hemos cansado ya de leer en J. Derrida. De forma muy general, un tanto vaporosa, cabe enunciar así el deslizamiento:

La Epistemología de la Praxis opera un desplazamiento conceptual desde el dominio logocéntrico del Objeto (como presencia, como sustancia que exige un Sujeto fundador y un acto original de constitución, como entidad emancipada de la historia que hace valer su permanencia e identidad a lo largo del tiempo…) hasta el terreno inmediato de la Praxispura contingencia, variabilidad y transformación sin límite, actuación no reglada, diferencia en movimiento, temporalidad radical,… El criterio de validez del saber ya no se solidarizaría con los motivos metafísicos de la fidelidad, la objetividad, la exactitud, la verdad,…, sino con los temas, necesariamente políticos (en sentido amplio, filosófico), de la resistencia, la contestación, la transformación, la fertilidad práctica, la virtualidad movilizadora… Con ello, se vivifica el saber, abandona aquella ‘mímica de sepulturero’ con que torturaba al sujeto empírico de la protesta, y se identifica con ese sujeto y con su lucha hasta el punto de desaparecer como coacción externa, luz autónoma o tradición independiente. Y solo en virtud de esa fusión los portadores de los nuevos discursos se hallarían enteramente a salvo de la certera imprecación que Marx lanzara sobre los filósofos neohegelianos: «Solo luchan contra frases. A estas frases por ellos combatidas no saben oponer más que otras frases, y no combaten en modo alguno el mundo real existente». (Marx, K. y Engels, F., La ideología alemana, Grijalbo, Barcelona, 1972, pág. 18.)

En la proporción en que ese trabajo crítico y deconstructivo arroje algún resultado, imponga sus conclusiones y conquiste cierta credibilidad, relegaremos al pasado la breve y radical observación nietzscheana: «la forma moderna de hacer ciencia embrutece»… Sin embargo, no nos está permitido alimentar un optimismo excesivo en este punto: una tal transgresión del proyecto moderno, una violación así de profunda de la mítica metodológica, no es pensable en el seno de la sociedad burguesa. Por ello, solo se trabaja en favor de esta corrosión programática desde los márgenes, desde la periferia del saber institucionalizado -terreno de juego de una escritura inclasificable, insegura, ingrata y necesaria como la renuncia a la existencia ordenada en el capitalismo extensivo que la engendra y reprime. Y en ese territorio, vasto como las ciudades, se conserva (rara flor entre adoquines) la vieja aspiración de Antonin Artaud:

«Insistir en esta idea de la cultura en acción y que llega a ser en nosotros como un nuevo órgano, una especie de segundo aliento».

Si la “praxis”, es decir, la actividad contestataria consciente, se erige en el momento esencial y en el criterio de verdad del análisis y de la crítica social, el saber abandona definitivamente su propensión legitimadora (de los aparatos culturales establecidos, de la administración y de los órganos políticos vigentes, del principio de realidad capitalista…) y se prepara para servir a la voluntad de resistencia. “La ciencia está hecha por hombres en quienes el deseo de aprender ha muerto”, anotó J. Bataille; y es una verdad incontestable. “Está hecha por hombres en quienes la voluntad de resistir ya no se da”, cabe añadir.

Para medir el abismo que se abre entre las dos constelaciones conceptuales, entre la Teoría del Conocimiento y la Epistemología de la Praxis, vamos a cerrar este apartado con unas citas de autores de los que nos sentimos afines, compañeros en esta fuga del paradigma clásico:

“Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido» Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro (…). El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla (…). El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza solo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: «tampoco los muertos» estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y ese enemigo no ha cesado de vencer” (Benjamin, «Tesis de Filosofía de la Historia», en Discursos Interrumpidos I, 1975, p. 180-1).

“Solo en la mente depauperada del historiador aparece la historia como un proceso consumado susceptible de petrificarse en enunciados fijos. Y, sin embargo, cada etapa histórica reactualiza el pasado en consonancia con sus aspiraciones presentes, cada momento revolucionario crea su propia «tradición» olvidando del pasado lo pasado” (Subirats, «Karl Korsh y el nacimiento de una nueva época», en Karl Korsch o el nacimiento de una nueva época, 1973, p. 9-10).

«El ataque a esta razón, que históricamente coincide con el logos de la dominación, es la primera tarea que ha de abordar la filosofía crítica. Esta, en la medida en que asume la defensa del individuo determinado ante los poderes establecidos y hace suya la causa de la conservación del sujeto empírico que el progreso capitalista amenaza y destruye efectivamente, tiene que identificarse también con el sujeto de la protesta y las formas más radicales de resistencia frente a estos poderes… Su solidaridad con el individuo social, para el que pretende ser un medio de su defensa, solo se concreta allí donde su crítica y las categorías teóricas que emplea se articulan de una manera transparente con formas de resistencia colectiva…» ( Subirats, E., Contra la razón destructiva, Tusquets, Barcelona, 1979, págs. 9-10).

«Quisiera sugerir una manera distinta de avanzar hacia una nueva economía de las relaciones de poder que sea a la vez más empírica, más directamente ligada a nuestra situación presente y que implique además relaciones entre la teoría y la práctica. Ese nuevo modo de investigación consiste en tomar como punto de partida la forma de resistencia a cada uno de los diferentes tipos de poder…» (Foucault, M., Por qué hay que estudiar el poder, págs. 28-29).

6)

Para decir en gran medida lo mismo, pero con otro registro, quizás más acorde con la desobediencia filosófica y expresiva que estamos preconizando, cerramos este artículo con un capítulo de El irresponsable, que danza entre la negación de la Ciencia y la crítica de la Escuela:

NO MÁS CIENCIA

Trato de devolver al lenguaje de la palabra

su antigua eficacia mágica,

su esencial poder de encantamiento,

pues sus misteriosas posibilidades han sido olvidadas”

A. Artaud

La Ciencia es incapaz de sublevarse. No sabría tramar nada contra la Escuela. Lleva mucho tiempo hablando en su favor, incluso cuando parecía combatirla expresamente. Aún más: solo rompiendo radicalmente con los tópicos de la cientificidad moderna es posible descubrir hoy perspectivas renovadoras sobre el Aparato Educativo. Y esta “ruptura” no podrá tomar el aspecto de una revisión académica de los textos pedagógicos, sociológicos, historiográficos…, empeñados en pensar la Escuela partir del discurso de la Ilustración. Ya estamos hartos de presenciar negaciones de la Ciencia que, sin embargo, se asisten perceptiblemente de los modos lógicos y textuales de la cientificidad de siempre. A un trabajo premeditadamente acientífico se le debe exigir más. No es suficiente con que acumule cargos contra la Verdad, el Conocimiento, la Razón… No sólo debe decir cosas distintas, sino que también debe decirlas de otra forma. No repitamos más la crítica científica de la Ciencia Moderna. Seamos capaces de abandonar la coraza, la armadura académica con que un “pensamiento riguroso” ha intentado obstinadamente apresar la inquietud intelectual cada vez que ésta se rebelaba contra la Razón y emprendía la búsqueda de principios definitivamente más humanos. Aprendamos de Artaud: sabe atentar contra Dios, sin hablar como un teólogo. “Acabemos de una vez con el Juicio…” de la Ciencia.

Ante todo, reconozcamos que la escritura es unitaria. Sospechemos por fin de la hegemonía del Concepto. ¿En nombre de qué hemos concedido tan fácilmente que solo a través del concepto podemos acceder a esa extraña realidad esencial de las cosas? Hoy no solo estamos ya en condiciones de mostrar el mayor desinterés del mundo por cualquier fondo oculto de Verdad, sino que empezamos a desconfiar de la majestad ruidosa del Concepto. Hay motivos: los conceptos nos hieren cada vez menos. No parecen asegurar ya el más mínimo poder de perturbación. Tienen tan poco que ver con la perversión, el cinismo y la inmoralidad que cabe dudar de su efectividad en el tiempo del Doble y su Sombra. Quizás solo sirvan para hacer Ciencia, es decir Teología.

Prefiramos abiertamente el ateísmo de la metáfora, su absoluta falta de escrúpulos. Sabe jugar sucio. Aún provoca. Desconcierta. Ha recuperado el cuerpo como blanco del discurso. Siempre se mantiene cerca de la diferencia. Alcanza lo que el concepto pierde porque se aferra a lo distintivo, a lo particular. Llega más lejos que aquél precisamente porque no busca ningún fondo último en el que pacificarse. Por eso no se detiene, desciende sin cesar. Y cuanto más desciende, más se acerca a nuestros sentidos. Para ella, “profundizar” es regresar a la superficie. Debajo de las cosas sorprende siempre el hueco dejado por su realidad exterior. Conquista la apariencia, como máscara,después de arruinar lo supuestamente idéntico. El suyo es un trabajo del matiz, del énfasis, del y también… Alude, no revela. Señala, no define. Acumula fantasmas por encima de las cosas para hacerles decir aquello que nunca confesarían al concepto: que todavía son algo más. Que más allá del orden de las analogías, obedecen también a un juego de las diferencias. Que no enmascaran más que máscaras. Que se reconocen hoy como botín, y por tanto armas, de una guerra interminable; y no como huellas imborrables de la Verdad. Que nose rinden al rigor metodológico de un pensamiento de las profundidades, sino a la audacia sin límites de una imaginación depredadora. Que existen para ser destruidas (dejar de existir), y no para ser conservadas (existir siempre). Que da cuenta de ellas quien las trata a martillazos, y no quien intenta seducirlas con la delicadeza de la Razón. Que en lugar de hablar por sí mismas, son habladas por todo cuanto las rodea. Que no esconden nada dentro, debajo o detrás (vacío, hueco, sombra). Que para obtener su favor no basta con acercarlas a los ojos: es preciso mirar a otra parte, recabar en lo que permanece junto a ellas, y pasarlas a cuchillo.

Pierde el tiempo quien todavía encarga al Concepto la crítica de la Escuela. Podríamos adelantarle ya las conclusiones. El concepto nunca sale de sí mismo. Cuenta con la complicidad del Método para mantener la ilusión de un viaje crítico por lo real que, a fin de cuentas, siempre concluye en la línea de salida. Los conceptos creen combatir la Escuela cuando no hacen más que cotillear los unos de los otros. Se invocan mutuamente para convencernos de que avanzan hacia algún lugar. Se remiten los unos a los otros para responder a cualquier pregunta, y afirman hacerse cargo de la complejidad de lo real al multiplicarse y encadenarse, al ordenarse y jerarquizarse, según figuras fijas.

No se nos entienda mal: no queremos decir que el mundo real se les escapa, o que por alguna oscura razón nos mienten deliberadamente. Al contrario, les reprochamos la realidad del mundo que han terminado constituyendo. Son sinceros: expresan la verdad del Orden con el que se han solidarizado. Pero no hacen nada por transformarlo. Son tan indistinguibles de él que no podríamos cuestionarlos sin conmocionarlo. La Escuela y los conceptos que tradicionalmente la han definido son una misma cosa. Pensar contra la Escuela es pensar contra el Concepto. Más: “pensar” es ya resistirse al Concepto –evitar la Ciencia. Y, aunque no estén dadas las condiciones de un “pensamiento salvaje”, sí podemos tentar la subversión de la metáfora. En cierto sentido, la metáfora colabora con el concepto cada vez que acepta subordinársele; pero la rebelión de la metáfora enfrentaría a los conceptos entre sí, desacreditaría su pretensión de rigor y los haría servir circunstancialmente a las intenciones de la crítica.

La crítica se ha vuelto difícil porque ha inaugurado precisamente una revolución interior. Pretende despojarse de sus viejos compromisos religiosos. Se enfrenta al Concepto en el orden del discurso regido todavía soberanamente por él –nuestro orden. No quiere saber nada de la Razón, de la Verdad, del Método… Pero, cada vez que muestra interés por un objeto, se ve forzada a revolverse contra sus epígonos. No puede dar un solo paso sin combatir sus sombras, sus restos, sus huellas. De ahí que haya optado por una estrategia de la Corrosión. No acepta normas. Rompe todos los moldes lingüísticos. Mezcla los lenguajes y las funciones. A la distinción clásica entre Literatura y Ciencia, Conocimiento y Política, Razón y Moral…, no opone más que la distancia de la Risa. Se encuentra más cómoda entre los poetas, los locos, los visionarios, los criminales. Comparte con ellos algunas certidumbres de largo alcance: “solo hay una escritura” y “necesitamos más que nunca la perturbación de la metáfora”. Desaparecen los géneros. El Especialista es solo un policía. Quien no sienta la politicidad de la forma no tiene ya nada importante que contarnos… Corromper el lenguaje es empezar a aflojar las ataduras fundamentales –Nietzsche lo anunció: “Me temo que nunca nos desembarazaremos de Dios, pues todavía creemos en la Gramática”. La Razón ordena sacerdotes a los fanáticos de un nuevo culto (religión de la cientificidad) y prepara todos los días la liturgia del Concepto para los incapaces de pensar a la deriva. Nuestras universidades se han poblado de fetiches, de ídolos, de reliquias. La Polla: “Una patada en los huevos es lo que te pueden dar”. Habla el Esquizo: “Defender una cultura que nunca ha salvado a nadie del hambre y de la preocupación de vivir mejor, no me parece tan urgente como extraer, de la llamada cultura, ideas de una fuerza hiriente idéntica a la del hambre”. La palabra debe agredir: “Lo malo de los buenos es que son los peores”.

No nos convence el optimismo de Gramsci. No, la Verdad ya no es revolucionaria. Solo la Mentira produce, pone en movimiento. La Verdad pertenece al régimen del Concepto: atenta contra la imaginación, emponzoña el futuro. Es necesario responsabilizarla de la miseria. En su nombre se tortura. Recobraremos la fe en la Verdad el día en que no solo escriba el Poder y no siempre se medite para el Mercado. Mientras tanto, ejercitaremos la crítica como práctica consciente (y, por supuesto, irresponsable) de la inmoralidad:

“El corazón de Dios se abre

como una hermosa vagina

en misa”

(Antonin Artaud)

Maquetación 1

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 11 de noviembre de 2017

EL MAL OLOR DE LA UTOPÍA

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales with tags , , , , , , , , , , , on noviembre 4, 2017 by Pedro García Olivo

Mito, Dominio y Trabajo

Variaciones en torno al duodécimo canto de «La Odisea»

[Narración del paso ante las sirenas]

[I]

Cuando, en Dialéctica del Iluminismo, Adorno y Horkheimer abordaron el nexo entre mito,dominio y trabajo, utilizaron como metáfora un canto de La Odisea. El héroe debía sortear una dificultad mayúscula: el canto de las sirenas y la inusitada tentación que arroja. Para los profesores de Frankfürt, hay una «promesa de felicidad» detrás de esa supuesta amenaza, por lo que podría estar designando el mito transformador, la utopía superadora, la esperanza de la liberación. Pero la Civilización se defiende por todos los medios de tal invitación desestabilizadora: «Quien quiere perdura y subsistir no debe prestar oídos al llamado de lo irrevocable», viene a decir a los trabajadores y consigue, en efecto, reafirmarlos como seres prácticos, que miran adelante y se despreocupan de lo que está a sus costados. Los marinos que obedecen a Ulises son por ello incapaces de percibir la belleza del canto de las sirenas, la promesa redentora que tal vez encierra, y solo encuentran ahí una ocasión de peligro; en realidad, no oyen nada. Ulises, en cambio, señor terrateniente que hace trabajar a los demás para sí, puede oír el canto; y, para protegerse, pide que lo dejen atado al mástil. Exige que lo amarren fuertemente, para superar la tentación.

Para Adorno y Horkheimer, Ulises anticipa la actitud de los posteriores burgueses, que se negarán con mayor tenacidad la felicidad aún cuando —por su propio poderío— la tengan al alcance de la mano. El burgués, lo mismo que Ulises, teme su propia emancipación. Encadenado, no menos que sus subordinados, a la Obediencia y al Trabajo, se muestra tan hostil a la propia muerte como a la propia felicidad. Ulises finalmente descubre que poco tiene que temer, disfruta estéticamente el canto y hace señas con la cabeza para que sus servidores lo desaten. Pero es tarde; los trabajadores, incapaces de oír la melodía, ineptos para el reconocimiento de la belleza, inmunes a la seducción utópica o liberadora, nada saben y nada hacen.

Los autores de Dialéctica del Iluminismo aprovechan la peripecia para ilustrar que el goce artístico (posición de Ulises) y el trabajo manual (lugar de los marineros) se separan desde la salida de la Prehistoria. Y late en sus páginas, junto a la denuncia firme de una sociedad organizada sobre la exigencia de obedecer y de trabajar (un trabajo «que se cumple bajo constricción, sin esperanza, con los sentidos violentamente obstruidos», nos dicen), una cierta receptividad ante el horizonte utópico legado por la Modernidad, casi una fe en el filo transformador del mito revolucionario, en la «promesa de felicidad» portada por el discurso de la emancipación, simbolizado por el canto de las sirenas. Lo triste sería que a los oprimidos se les ha hurtado la capacidad de asimilarlo y que los opresores, casi tan víctimas como ellos del engranaje capitalista, aunque aptos para redescubrir la utopía, rehuyen su propia excarcelación.

[II]

Cuando Kafka reinterpreta el pasaje homérico, disloca la lógica tan simple, y aún así hermosa, de la exégesis precedente. Nadie puede esquivar sin más el peligro de las sirenas, nadie puede sustraerse fácilmente a la tentación, todo está perdido si se pasa ante ellas con meras precauciones físicas y sin una estrategia simbólica. Y Ulises lo sabe…

No habiendo posibilidad inmediata de salvación, cabía no obstante tentar procedimientos mediatos; cabía fingir, representar, manifestar y apelar, procurar seducir,… Soñando a partir de la recreación de Kafka, vislumbramos a un Ulises que pone en marcha su teatro del encadenamiento, consciente de la inutilidad inmediata del mismo, pero con la esperanza de enternecer de algún modo a las sirenas, de «engañarlas» en cierta medida o en cierto sentido, de hacerse estimar por ellas. Miente a sabiendas, actúa, escenifica; pero, en un momento dado, deslumbrado por la belleza del canto que de todas formas percibe, desea arrojarse voluptuosamente al abismo de la tentación. Como sus servidores no oyeron nada, pensando solo en salvar a su señor para así también salvarse, desestimaron desatarlo. Desde la perversidad crítica de Kafka cabe dar otra vuelta de tuerca: en realidad, las sirenas, conscientes de todo, sabedoras de todo, decidieron no cantar.

Ulises solo se engañó a sí mismo, fue victima de una Ilusión alentada por su estrategia. Las sirenas no cantaron, por lo que los marineros no pudieron oírlas; y Odiseo oyó en realidad algo así como su propio deseo de oír. En palabras de Kafka, en «El silencio de las sirenas»:

«Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz […]. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas […]. Pero las sirenas poseen un arma mucho más temible que el canto: su silencio […]. Es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo solo podía herirlo el silencio. Ulises, para expresarlo de alguna manera, no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban».

Desde esta reinvención, nos desprendemos del poso «elitista» que enturbia el análisis de Adorno y Horkheimer: los trabajadores no son tan ineptos, tan negados, tan sordos y tan miopes. No había nada que escuchar… La utopía, el mito revolucionario, la promesa de felicidad, habitan solo en lo ilusorio, en lo imaginario. Aún más: en la imaginación y en la ilusión de los Señores. La lucidez de los siervos mantiene lejos de sí tales supercherías.

[III]

De acuerdo con los planteamientos que desarrollé en Desesperar, me he permitido glosar de otro modo la escena. Como sugiere Kafka, estimo que las sirenas no cantaron. De haber cantado, suscribo la indicación de Adorno y Horkheimer: Ulises, como cualquier Señor, como todo burgués, habría hecho en principio lo posible por no oírlas. Pero estoy convencido de que no cantaron… Avanzaré, además, que las sirenas no cantaron porque no existían.

Sin embargo, creo de corazón que Ulises no es tan ingenuo ni presa tan fácil de la ilusión. El héroe, el señor, el poderoso, actúo de hecho, representó, fingió, teatralizó para engañar no a las sirenas, sino a sus servidores. Para embaucar a la marineros, Ulises simuló creer en la «promesa de felicidad» y al mismo tiempo temerla.

Para dominar y explotar mejor a los trabajadores, los burgueses levantan el guiñol de la Utopía, de la esperanza revolucionaria. «La Utopía ha perdido su inocencia», escribió Sloterdijk. Y muchos otros han denunciado que el discurso de la emancipación está sirviendo hoy solo para lavar la conciencia de intelectuales y gentes de la clase media enquistados en el aparato del Estado o asociados a intereses de empresa. Uno cree en la Utopía y luego exprime a sus trabajadores en una fábrica «progre», o gobierna a un hatajillo de alumnos en antros escolares «libertarios», o fortalece al Estado en su calidad de «funcionario» (en ocasiones, «anarco-funcionario»), o miente para un periódico, o produce a sabiendas basura televisiva, o se prostituye intelectualmente para vender sus libros, o… Pero cree en la Utopía, mantiene la esperanza emancipatoria…

Yo apunto aún algo más: como, de hecho, los trabajadores temen la perspectiva revolucionaria (sienten horror, por ejemplo, ante el proyecto de una cancelación de la propiedad privada); como, en verdad, detestan, en su inmensa mayoría, los sueños igualitarios; sus opresores disfrutan aterrorizándolos con el monstruo de la Revolución posible, con el fantasma de la liberación social, con el engendro del comunismo o la acracia. El canto de las sirenas es un invento de los poderosos y de los explotadores para aherrojar aún más, si cabe, a sus subordinados. Ante el peligro del canto, Ulises y los marineros son un solo hombre: si la hay, la salvación será colectiva. Unidos ante la adversidad común, el Señor y sus servidores hacen frente a la tentación. El Señor, por su cultura, es más vulnerable a la seducción de las sirenas, que realmente están ahí, se nos dice, y cantan, y alimentan un presagio de felicidad.

Ulises afianza primero la idea de que hay sirenas, hay cantos de las sirenas, visos de dicha, utopías realizables, logros revolucionarios que no se nos escurrirán entre los dedos. Por eso, ante todos, toma sus precauciones, manifiesta su inquietud. En segundo lugar, certifica que tales utopías, tales proyecciones míticas, constituyen en realidad una calamidad, una desgracia inusitada, no menos para los Señores que para los siervos. Denuncia que hay algo siniestro en la belleza del canto, una malevolencia insuperable en las sierenas. ¿Quién querrá ser desposeído de sus bienes particulares? ¿Quién querrá borrarse en el magma de la colectividad? ¿Quién querrá renunciar a la posibilidad de convertirse algún día en Héroe, en Señor, posibilidad de hacerse obedecer y de no trabajar por contar con sobrados esclavos? En tercer lugar, en un ejercicio didáctico insuperable, muestra que no cabe descartar la eventualidad de que un hombre sucumba al encanto de las sirenas: él mismo así sucumbe, en su escenificación, cuando mueve la cabeza para pedir que lo desencadenen. Pero concluye de inmediato que esa «flaqueza» no lleva a ninguna parte: nadie acudirá a socorrerlo. El círculo está cerrado…

Un amigo jubilado, durante toda su vida activa cuerpo de trabajo desmesurado y carne de salario exiguo, me dio la clave para leer así la payasada de Ulises: «Al fin y al cabo, la Utopía siempre ha sido cosa de ricos».

[IV]

Hablando desde un realismo atroz, desde un prisma desmitificador no hay «promesa de felicidad» en el canto de las sirenas porque las sirenas no cantan. Y no hay «canto de las sirenas» porque estas no existen. Arrumbado el mito, todo mito, denunciada la Utopía como ungüento venenoso con que los ricos y los poderosos curan las heridas de sus víctimas de obediencia y sus víctimas de trabajo, sigue abierto no obstante el campo de la lucha. Entendida la «desesperación» como ausencia de toda engañifa, ya se revista de mito transformador, ideal humanitario, anhelo emancipatorio, «canto de sirenas», etc., cabe otear el horizonte de un conflicto recrudecido en el que los sublevados, desengañados y sin-esperanza, no necesitarán ya aferrarse a un Sistema Ideológico, a una Doctrina, a una Idea luminosa, a un Telos garante de júbilo futuro, a un Paraíso discernible que aguarda a la vuelta de no pocos siglos… Será la hora del nihilismo, desde luego; pero de un nihilismo insurrecto, beligerante: hora de nihilistas descreídos que, cuando su patrón les diga que hay sirenas a punto de cantar, no solo atarán de pies y manos a ese Señor farsante y teatrero, como se hizo con Ulises, sino que lo arrojarán por la borda, como una auténtica «promesa de felicidad» para los tiburones.

Cada vez que alguien me habla de Utopía descubro un vientre hinchado, unas manos decorativas, unos ojillos de zorro tras la carnicería, un corazón de síntesis y un cerebro lleno de huevos de gallinas muertas.

Maquetación 1

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 4 de noviembre de 2017

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados