Archivo de diciembre, 2017

RESISTENTES, VICTIMADOS, MERCENARIOS Y ANTAGONISTAS DEL «ESTADO DEL BIENESTAR»

Posted in Archivos de video y de audio de las charlas, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF) with tags , , , , , , , , , on diciembre 25, 2017 by Pedro García Olivo

Belleza de la autogestión

I. Los resistentes y victimados

Más allá de las críticas teóricas, el Estado del Bienestar halla también una poderosa fuente de impugnación en la realidad histórico-social. Y cabe hablar de «islotes de ausencia de Estado», de «márgenes», de «oasis de desestatalización»: formaciones que han subsistido, y en menor medida subsisten, «sin Estado», para la sorpresa de tantos politólogos occidentales. «Resistentes» a Leviatán que se convierten a pasos agigantados también en sus «víctimas»…

Se encargaba el imperialismo de arrasar culturas y desmantelar estructuras económico-políticas en África cuando «chocó» con una realidad que nuestros antropólogos no han podido ocultar: la existencia de «pueblos sin gobernantes», de «anarquías organizadas» (H. Barclay, J. Middleton y D. Tait), etnias y comunidades que englobaban en ocasiones a millones de personas y que se desenvolvían en ausencia del Estado, lejos de la subordinación a una máquina burocrática, a un aparato gubernamental (1). Mbah e Igariwey nos han proporcionado la «lista» de los pueblos que «carecen de autoridad centralizada, maquinaria administrativa e instituciones judiciales, en resumen, que carecen de gobierno y de dirigentes, y en los que no existen divisiones acusadas de rango, estatus o riqueza, es decir sociedades sin Estado» (África Rebelde, Alikornio, Barcelona, 2000, p. 13): «Entre las sociedades sin Estado que existieron en el continente se encontraban los Igbo, Birom, Angas, Idoma, Ekoi, Ndembe, los pueblos del delta del Níger, Tiv de Nigeria, Shona de Zimbabwe, Lodogea, Lowihi, Bobo, Dogón, Konkomba, Birifor (Burkina Faso, Níger), Bate, Kissi, Dan, Logoli, Gagu y Kru, Mano, Bassa Grebo y Kwanko (Costa de Marfíl, Guinea, Togo), Tallensi, Mamprusi, Kusaasi (Ghana) y los Nuer (al sur del Sudán), etc., contabilizándose hoy en día casi doscientos millones de personas en total» (op. cit., 2000, p. 38).

América Latina había surtido y sigue surtiendo, asimismo, testimonios de ese fenómeno: la proliferación de «pueblos sin Estado», de comunidades y etnias ajenas a la ley positiva de la Administración. Levi-Strauss habló, a propósito, de «la sociedad de la naturaleza» (2); y Pierre Clastres analizó un aspecto de estas formaciones casi incomprensible para un europeo «cívico»: que los Jefes, los Líderes de muchas tribus, en absoluto actuaban como «dirigentes» y podían estar al frente sin mandar, sin ejercer el poder, renunciando a la autoridad (3). Pero no solo en las selvas tropicales, y entre grupos nómadas de cazadores y recolectores, se dio el vacío del Estado. Las comunidades mesoamericanas «en usos y costumbres», que fechan su esplendor en los siglos XVIII y XIX y, combatidas por el liberalismo y la globalización, subsisten hoy por ejemplo en vastas regiones de México y en no pocas localidades de Guatemala —descritas por Carmen Cordero para el caso de Oaxaca (4) y por Georges Lapierre, entre otros, en lo concerniente a Chiapas (5)—, estructuralmente semejantes al «sistema de aldeas» del África Negra (aún vivo allí donde desfallece la influencia de la ciudad, nos recuerdan los investigadores africanistas), han alcanzado un grado importante de cristalización organizativa y reivindicativa; y ondean con entusiasmo la bandera de la autonomía indígena, de la tradicional «ley del pueblo» (que significa la supresión «local» de la gobernanza y la imposibilidad de incorporarse a un proyecto moderno de «Estado-Nación»), como atestigua la resistencia magonista del CIPO-RFM, un mero botón de muestra.

En América del Sur se repite este escenario, este conflicto entre el anhelo anti-estatal indígena y los proyectos «modernizadores» de las autoridades, como se ha evidenciado dramáticamente en Bolivia, en Perú, en Ecuador, etc. En La bala y la escuela denuncié cómo la idea del autogobierno local, la llamada «democracia comunitaria» (directa, basada en la asamblea, con cargos rotativos, electos y no remunerados, sin «representantes», sin «partidos», sin «fuerza pública», sin «código jurídico escrito», etc.), sigue pagando cuotas de sangre solo por resolverse en práctica; sigue siendo sofocada por las armas, lo reiteraba Pablo Cingolani, incluso allí donde un indígena corona el poder del Estado (6)…

Al lado de las comunidades indígenas «sin Estado», documentadas también en Asia, en Oceanía, en las zonas frías próximas a los casquetes polares…, encontramos asimismo la «anti-política» de muchos pueblos nómadas, que se han desenvuelto libremente por las tierras, manifestando un orgulloso «desinterés» hacia las leyes de las Naciones que las acreditaban como propias. Paradigmático es el caso gitano, que analicé en La gitaneidad borrada. Enfrentados y perseguidos por las leyes de los países que habitaban temporalmente, los gitanos han conservado, hasta anteayer, unas pautas de organización interna, una conformación social y de la vida cotidiana, vueltas contra las pretensiones homogeneizadoras de las burocracias, «al margen» y «en contra» de los usos jurídicos sancionados por los Estados. Así lo subrayaron, con fuerza inusitada, Félix Grande y Bernard Leblond, entre otros (7). Habiendo sobrevivido al «pogrom», a la detención y al encarcelamiento masivos, los gitanos sucumben, como idiosincrasia, como diferencia, a la insidia integradora del «programa» (asimilacionismo de nuevo cuño, en parte escolar, «multiculturalista») e incrementan la lista de los victimados por la Administración.

Por último, en el corazón mismo de Occidente, en lo que he denominado «mundo rural-marginal», en las aldeas recónditas, a menudo de montaña, pastoriles o agrícolas de subsistencia, el Estado fue «puesto a raya», «silenciado» o «aplazado», en beneficio de prácticas asamblearias y cooperativistas, de fórmulas de autogestión y de apoyo mutuo. Pueblos donde el Estado «apenas llegaba» se han organizado de un modo autónomo durante décadas, indiferentes a los decretos de los gobiernos y a los edictos de las alcaldías, discursos lejanos de gentes desconocidas. «Diferencia amenazada que nos cuestiona», hoy se baten en retirada, ante la acometida circunstancial de la modernización capitalista, de la que forman parte los proyectos agro-eco-turísticos alentados por los gobiernos.

Es importante señalar que, en los tres casos (indígena, nómada, rural-marginal), la «ausencia de Estado» se acompaña de la pervivencia de órdenes sociales igualitarios —sin escisión, sin dominio de clase, sin asalarizaciónde una parte del colectivo— y de una disposición de la vida cotidiana regida por las formas diversas de la ayuda mutua y de la cooperación entre compañeros. Democracia directa, comunalismo y ayuda mutua constituyen la respuesta simétrica (anti-estatal) al elaborado altericida (filo-estatal) de la democracia representativa, el trabajo alienado que emana de la propiedad privada y el individualismo avasallador…

Contra el Estado del Bienestar, pues, cabe disponer, al lado de las palabras de sus «críticos», la praxis de sus «resistentes/victimados».

II. Los mercenarios

Al calor del Estado Social de Derecho ha surgido una malla de «profesionales», generadores a sueldo del supuesto «bienestar», galería de «mercenarios » desencadenante de la «adición» a la protección institucional. Médicos y enfermeros, profesores y maestros, jueces y abogados, periodistas, etc., se acercan al individuo tal «misioneros» y «catequistas» de la nueva religión del Estado, dosificando el despotismo y el paternalismo, la ideología del experto y los discursos del altruismo. Desposeen progresivamente al sujeto de su capacidad de autogestión: autocontrol de la salud, aprendizaje automotivado, autonomía en las relaciones con los demás, elaboración personal de la propia opinión,… Pero acaban también con la comunidad como ámbito organizativo y de resistencia, pasando a cuchillo sus logros: medicina tradicional, educación comunitaria (local, clánica, familiar,…), derecho consuetudinario, ámbitos de reflexión colectiva, etc.

«Administrados», la salud, la educación, la justicia y la opinión pública se erigen en los tentáculos del Estado, al mismo tiempo valedores del aparato y garantía de su poder omnívoro. El Estado llega a casi todos los rincones de la sociedad y de la vida cotidiana gracias a esa tropa cínica de empleados. Reclutados para el buen gobierno del territorio social y para el control de las subjetividades (ya aparezcan como «funcionarios», «para-funcionarios» o embaucadores «liberales»), segregando «ideologías específicas» («laborales», «corporativas») y un particular «verosímil profesional» («sentido común sectorial» de quienes comparten un desempeño o una función), se aplican todos los días a la preservación de la hegemonía burguesa y de la coerción democrática liberal (8).

III. Los antagonistas

Aunque caracteriza al Estado del Bienestar el despliegue acabado del nuevo orden de la «conflictividad conservadora» (gestión política de la desobediencia, transgresión inducida, planificación institucional de la revuelta contra la propia Institución), aunque el ámbito de la praxis tiende a ser colonizado por la serie gastada de los «tardo-sujetos» (partidos, sindicatos, corporaciones reformistas,…) y por diversos y rutilantes «pseudo-sujetos» (entidades de la sociedad civil, movimientos pro servicios públicos, organizaciones independentistas, etc.), que dejan morir sus reivindicaciones en la mera «reparación» de lo existente, soldándose a lo instituido o arraigando en una muy amable y receptiva «periferia»; aún así, miríadas de sujetos en auto-construcción empiezan a sugerir en nuestros días que la mística del Estado Social no se ha ganado todos los corazones, por lo que cabe hablar de retículas antagonistas, de inspiración libertaria y talante en ocasiones «quínico», enfrentadas a la dulzura engañosa de Leviatán.

Una tal confrontración se puede leer en las experiencias de auto-gestión y vida alternativa en el medio rural; en los grupos de «supervivientes» urbanos que dan la espalda deliberadamente al empleo y se procuran unos humildes medios de subsistencia mediante el reciclaje y la pequeña expropiación; en el indigenismo anti-capitalista organizado de América y otros continentes; en los proyectos educativos no-escolares, reacios a la legalización; en la proliferación de centros sociales, ateneos, bibliotecas, etc., absolutamente autónomos, hostiles a todo reconocimiento o subvención estatal; en la resistencia de los colectivos nómadas ante las exigencias oficiales de «fijación» residencial y laboral; en el viviendismo radical anti-liberal, que no persigue la apropiación privada de los espacios, sino su uso comunitario en el contexto de experiencias locales de auto-gobierno, al margen del mercado y de la representación política; y, por no alargar la lista, en todos esos «individuos» que conciben su vida como obra, se enfrentan al futuro como el escultor a la roca y se autoconstruyen conscientemente como sujetos éticos para la lucha.

Distingue a dicho «proto-agente» una negativa a dejarse reclutar por este o aquel «constructor de sujetos colectivos» y una renuncia paralela a erigirse en «luz exterior» desde la que aglutinar/corregir/dirigir otros descontentos y otras oposiciones. Muy lejos de aquel «síndrome de Viridiana» que hace estragos en la izquierda convencional y ante la desaparición del Sujeto clásico requerido por el Relato de la Emancipación, los actuales antagonistas del Estado del Bienestar, escasos y temerarios, se auto-configuran hoy como último baluarte de la crítica que no legitima y de la disidencia que no obedece. De todo ello hablé en el último capítulo de Dulce Leviatán.

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NOTAS

1) Repárese en People without Government (1990), de H. Barclay, y en Tribes without Rulers (1970), de J. Middleton y D. Tait, obras con títulos más que elocuentes.
2) En «El campo de la antropología», conferencia dictada en Ginebra, en 1962, glosada en «La Antropología como saber reclutado», ensayo incluido en Cadáver a la intemperie. Para una crítica radical de las sociedades democráticas occidentales (P. García Olivo, 2013, p. 256-260).
3) En «Líderes que no mandan. Intercambio y poder: filosofía del liderazgo indígena», ensayo incluido en La sociedad contra el Estado, (1978, p. 26-44).
4)Véase, de C. Cordero, El derecho consuetudinario indígena en Oaxaca, obra publicada por el Instituto Electoral Estatal (Oaxaca, 2001).
5) Especialmente en El mito de la Razón, conjunto de ensayos de este escritor y cooperante del zapatismo, publicado por Alikornio Ediciones (Barcelona, 2003).
6) Remito al último libro de P. Cingolani, Nación Culebra. Una mística de la Amazonía, publicado en 2012 por FOBOMADE (La Paz, Bolivia); y a mi ensayo La bala y la escuela. Holocausto indígena, editado por Virus en 2009 (Barcelona).
7) Véase, de B. Leblon, «Gitanos y Flamenco», en Memoria de Papel 1 (p. 110 y siguientes), libro editado en 2005, en Valencia, por la Asociación de Enseñantes con Gitanos; y, de F. Grande, «El flamenco y los gitanos españoles», en el mismo libro (p. 117-120).
8) Véase, al lado de las obras clásicas de Iván Illich, Profesiones y profesionales. Crítica de los oficios universitarios, separata de la revista Aquelarre, del Centro Cultural de la Universidad del Tolima, editada por Julio César Carrión Castro en Ibagué (Colombia), en mayo de 2012.

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Texto elaborado a partir del primer capítulo de Dulce Leviatán. Críticos, víctimas y antagonistas del Estado del Bienestar. Puede descargarse esa obra pinchando aquí: https://bardoediciones.noblogs.org/files/2014/04/libro_final.pdf.

También cabe acceder a dos registros videográficos de las charlas en que se presentó:

CAPACES DE AMAR POR ENCIMA DEL ODIO Y DE ODIAR DE VERDAD AQUELLO QUE MERECE SER ODIADO

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF) with tags , , , , , , , , , , , on diciembre 21, 2017 by Pedro García Olivo

El maquis

Me cuenta este anciano que al padre de Basiliso todavía se le recuerda en La Pesquera por lo mucho que sabía de su oficio: “Nació un burro sin culo, y él se lo hizo”. Basiliso, más tarde apodado El Manco, se ganó también desde crío el respeto de sus convecinos: “A trabajar, nadie le ganaba”. “En los bancales siempre les sacaba a todos, en cualquier cosa que hiciera, más de una hilera de ventaja”.

Creció y se labró un cuerpo membrudo. “Como era buen mozo, las mujeres lo festejaban a todas horas. Después se casó por lo legal, y quiso montar una taberna con las pocas perras que le había arrancado a la tierra”. Toda la muchachería le ayudó, pues parecía impulsarle un incontenible viento del pueblo. Era como si la aldea se regalara a sí misma una cantina en la que enjuagarse el sudor de cada día y ahogar sus penas de siglos. Un remolino de mozos y mozas convirtió, en muy pocas semanas, la cambra de su padre, el médico de cabecera, en un sencillo garito de labradores. El viejo que me relata esta historia participó en los trabajos y amenizó la inauguración del local con su guitarra y su cante. “A la postre aún iba los sábados por la noche a entretenerle a la parroquia”.

Como casi todos los campesinos de la zona, El Manco quería la tierra para el que la trabaja. Como algunos de ellos, los más audaces y los más leídos, se decía de la CNT. Cuando, brincando el año 36, estos y aquellos, los que encarnaban las ideas y los que representaban el número, pudieron por fin tocar la carne de su Sueño y el país se vistió de paraíso como una niña de novia, Basiliso figuró al frente de la Colectividad de La Pesquera.

Como el cura y el cabo de la Guardia Civil, tembló de pánico el terrateniente local. Pero El Manco era «más amigo de la vida que de las ideas», y su sed de venganza no se calmaba tanto con sangre y luto como con sudor y penitencia. Por eso, cuando las ruidosas camionetas de los milicianos exaltados, orladas de banderas rojinegras, irrumpían en la plaza del pueblo y los camaradas de hierro le preguntaban, con ese extraño aire de rutina enfebrecida, “¿quién sobra aquí?”, él respondía, henchido de firmeza y de coraje: “¡Aquí no sobra nadie. Falta pan y faltan brazos, compañeros!”.

Salvó así de la muerte al terceto de la crueldad destronada, pero no lo libró del trabajo. La Pesquera, asombrada y divertida, pudo ver cómo el cacique, su párroco y su perro de presa conocían por primera vez la fatiga de los pobres y caían rendidos, como alazanes reventados, al declinar lentísima la tarde. Era esa sin duda la mejor bandera que podía enarbolar Basiliso, el mejor resumen de su pensamiento, sumario pero preciso. Y, aún así, agradeció el terceto al campesino, manco más tarde y también bandolero, que lo hubiera salvado del paredón o el paseíllo.

Como se podría anotar, con el estilo arrobado de aquellos días, “se tiñeron los campos de rojo, de rojo justicia y de rojo igualdad. Un sol distinto y obrero, risa de los cielos repartidos, casi conquistados, bañaba de luz virginal las tierras de todos y de nadie”. Pero no pudo durar el sueño. Pronto fue un cadáver lo que tocaron los dedos campesinos. La niña vestida de novia fue abatida por la espalda, y se encharcó en sangre su blanquísimo atavío. Cayó la noche eterna sobre el Paraíso. Y regresaron los soles de antaño, gozo del señor y azote del labriego. El rojo igualdad se trocó rojo ira y se entristecieron para siempre los cielos, de nuevo fugados de la tierra.

El Manco no huyó. Debió pensar que tampoco ahora sobraba nadie. Que faltaba pan y faltaban brazos. Pero ya no tenía compañeros. Los camaradas ululantes que desembarcaban en la plaza, entre un aterrador ondear de banderas impuestas, y rojas y gualdas, eran otros, de aspecto más sombrío, mirada torva de despecho y corazón de alambrada. El cabo y el cura no salían a su paso con la resplandeciente energía del campesino… Sin firmeza y sin coraje, saboreando aún una especie pérfida de temor que les hacía sonreír como sonríe un moribundo, daban nombres y daban señas.

Mas no hablaron de Basiliso. El Manco se encerró en su casa como la libertad en el pasado. Lo encubrió el sacerdote que, como una espada de Dios y para el bien de la Patria, había delatado a los más audaces y a los más leídos. Y nada dijo, por aquel entonces, el amo restablecido de las tierras y de los hombres. Como la voz de sus dueños, el guardia civil mantuvo el secreto.

La tríada de la crueldad restituida no obró así movida por un sentimiento de compasión y gratitud hacia el anarquista caído de su cielo; en lugar de salvarle la vida, prolongaba su agonía y lo torturaba con la infamia de aceptar un auxilio de tan nefando origen. “Si vives, vives gracias a la inmundicia que dices que somos, al desecho de humanidad que no enviaste a la muerte para no ensuciarte las manos y que ahora te ensucia hasta el corazón, te ensucia hasta el recuerdo que dejarás en las familias de esos otros que no están teniendo tu suerte…”.

Sabiéndose protegido por las fuerzas del horror y de la mezquindad, como un Fausto débil que no vende su alma pero se la deja robar, El Manco sufrió su trato de favor como la más sutil de las vejaciones. Y si no se entregó, fue porque «era más amigo de su vida que de sus ideas»; y presintió de algún modo que todavía no había dicho su última palabra. Buscado por todas partes, Basiliso descansaba bajo el cerezo de su huerto.

El mismo día en que la prensa del Régimen le imputó sus primeras cinco muertes, “en un encuentro con la Benemérita –decía la nota–, cerca de su guarida en la Sierra de Santerón”, El Manco fue visto por mi anciano confidente justamente debajo de aquel cerezo, a más de tres jornadas del lugar de los hechos… “No le pude decir nada porque no estaba solo y además él no quería comprometer a la gente del pueblo, que ya había padecido bastante solo por conocerlo y haber hablado con él cuando lo de la Colectividad. Yo no supe que pensar ese día… Llevaba mis ovejas por detrás de su casa, como otras veces. Oí ruidos y me empiné sobre la tapia de su patio; y allí lo vi, tomando el sol, desnudo, en cueros, como vino al mundo, junto al otro hombre, que no era de La Pesquera, cogido de su mano”.

Pero la policía del Nuevo Estado no tardó en columbrar la engañifa. Encerró a medio pueblo. Arrestó asimismo, por unas horas, al cura y al cacique. Trasladó o hizo desaparecer al cabo reo de negligencia y traición. La inocencia maltratada apenas sí arrojó un vislumbre de la verdad. Fueron el amo del pueblo y su abogado ante Dios quienes descubrieron el asunto. Para entonces, Basiliso ya había sido alertado por un sobrino del anciano que, entre pausa y pausa, también entre lágrima y lágrima, me desgrana con toda meticulosidad esta historia. Medio ciego, no creo que perciba la tibia fascinación que se enciende en mis ojos; pero me habla sin desconfianza, con el aplomo de quien ya se sabe casi fuera de este mundo, justamente en la plaza del pueblo, ante la casa del médico que le hizo un culo al burro y en cuya cambra nuestro hombre montó su taberna.

“Mi sobrino aún le llevó en carro a la estación de Utiel, medio oculto, como había hecho con otros no tan marcados. Allí Basiliso tomó un tren, y nunca más se le vio por aquí. De vuelta, mi sobrino fue detenido por la Guardia. Murió en la cárcel… A mí no me hicieron nada porque, aparte de lo del bar, no me encontraron ninguna relación con El Manco”.

A partir de ahí, mi informante enmudece. De las andanzas de El Manco entre los guerrilleros se han ocupado los libros de historia y la publicística del Franquismo. La literatura amarilla lo convirtió en un asesino desalmado, y la ciencia de la historia en un maquis prototípico. De hacer caso a esta última, Basiliso se habría erigido en un luchador contra la Dictadura –un insumiso que de algún modo debería creer en las posibilidades de triunfo de su insurgencia, o en su utilidad al menos, y que prolongaría así su largo batallar en favor de los ideales libertarios… Esa es la versión de los historiadores, que anegan a El Manco en un légamo de siglas y estrategias, directrices que vienen de fuera y se siguen o no se siguen, agrupaciones guerrilleras, secesiones, disputas doctrinales, etc.

Pero nadie que esté en su sano juicio se tomará muy en serio lo que esas gentes consumidas escriben para disimular su propio vacío y justificar sus emolumentos. Por otro lado, aún cuando hablan de Basiliso con sus medias palabras un tanto halagadoras, aún cuando se diría que su adormecedor charloteo transfunde una simpatía tímida y acobardada hacia el campesino, aún entonces, como saben desde siempre los más audaces y los más leídos, trabajan en secreto para los enemigos de su antiguo, bello, noble, olvidado Sueño –para el cura, el cabo y el terrateniente.

Me sugiere mi anciano, casi como despedida, que tal vez Basiliso se hizo maquis para salvar la piel, que era demasiado inteligente para no darse cuenta de que todo estaba perdido; y que si luchó y mató, mató y luchó a la desesperada, más como una alimaña acorralada que como un héroe o un fanático; que quizá se echó al monte por no poder estar en otra parte ni con otra gente, y que una vez allí haría lo que todos aunque solo fuera para dedicarse a alguna empresa –la única a su alcance– en lo que todavía le quedaba de vida condenada.

Antes que yo, otro recolector de historias de los maquis se detuvo en La Pesquera. Y recogió este testimonio:

“En La Pesquera todo el mundo me habló bien del Manco. Y cuando les dije que se habían escrito libros en los que se le acusa de ser responsable de treinta y tantas muertes, sus paisanos se alzaron de hombros. A un campesino, con el que estuve paseando largo rato por las afueras del pueblo, se les escaparon estas palabras: «Si es verdad eso, aún mató a pocos. Ustedes, los de la ciudad, no saben la de perrerías que nos hicieron pasar algunos ricachos después de la guerra. Son los amos hasta del aire que respiramos. Y eso, no se le olvide, dura desde el año 1939»”.

Si el más temido de los maquis hizo lo que se le supone, quizá aún hizo poco. Aún hizo poco. Y ya no quedan médicos que abran un culo entre los cuartos posteriores de los burros deformes, ya no quedan personas capaces de amar por encima del odio y de odiar de verdad aquello que merece ser odiado. Solo quedamos nosotros, ni siquiera un rescoldo del coraje.

[Últimas páginas de «El husmo. Los filos reseguidos del dolor»]

Pedro García Olivo
21 de diciembre de 2017

SOMOS CAPITALISMO ANDANTE, CADÁVERES A LA INTEMPERIE

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Uncategorized with tags , , , , , , , , , , , on diciembre 19, 2017 by Pedro García Olivo

EL ENEMIGO NO ES EL NEOLIBERALISMO, ES EL CAPITALISMO. ES DECIR, EL ADVERSARIO ES NUESTRO MODO CAPITALISTA DE VIVIR, DE LA MAÑANA A LA NOCHE. «LA LUCHA CONTINÚA», PERO CONTRA NOSOTROS MISMOS, QUE SOMOS EL SISTEMA, CAPITALISMO ANDANTE, NON-STOP, MIENTRAS DAMOS CLASES, VENDEMOS LIBROS, ACUDIMOS AL TRABAJO, COMPRAMOS CASAS, VOTAMOS, NOS INDIGNAMOS AL MODO LEGAL DE INDIGNARSE, NOS REBELAMOS CONTRA TODO EN LA TERRAZA DEL BAR…

Libero de una vez «Cadáver a la intemperie. Para una crítica radical de las sociedades democráticas occidentales». Por respeto a la editorial, que se inscribe en la esfera libertaria y anticapitalista, desistí de soltar el libro de forma inmediata. A las gentes que me lo pidieron por correo electrónico, se lo remití. Ahora queda para todos y sin ningún trámite, expresando mi desafección ante Occidente y los países occidentalizados, la mayor parte del planeta. También señala mi lejanía de aquellos seres en los que el capitalismo se encarnó, ejemplares del «homo sistematicus» .

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Occidente es una cadáver a la intemperie; solo le cabe esperar que se lo coman los buitres. Pero quedan hombres que no se nos parecen…

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Pedro García Olivo
19 de diciembre de 2017

EL PROFESOR ESTÁ MUDANDO LA PIEL

Posted in Crítica de las sociedades democráticas occidentales with tags , , , , , , , , , , , , , on diciembre 16, 2017 by Pedro García Olivo

Sobre la modalidad demofascista de adiestramiento

(Insistencias I)

1)

¿Qué legitima a una persona para pretender “educar” a las demás? ¿Qué le faculta para una tan alta misión? Es, esa, una pregunta que atraviesa toda la historia cultural de Occidente, que atendieron pensadores tan distantes como Diógenes el Perro y San Agustín; y que ha intrigado, en la contemporaneidad, a G. Steiner entre muchos otros. En lo que respecta al Profesor, ese “azote de la esfera intelectual”, que diría Wilde, cabe responder de un modo expeditivo: este sujeto, operador interino o funcionario, siempre magnificado, halla una autorización, una justificación, para su práctica infame precisamente en lo más abominable de nuestra tradición cultural. Se ve arropado por la metafísica; se funda en aquel pensamiento “onto-teo-teleológico” que denunció sin descanso Nietzsche. Un grupo punk-rock peninsular dijo lo mismo con un lenguaje más llano: <<¡Gurú! ¿Quién cojones te ha mandao? Una patada en los huevos es lo que te pueden dar. Vete a salvar a tu viejo, solo pretendes cobrar>> (La Polla Records).

Solo el elitismo, por una parte, la postulación de que la Humanidad se halla dividida entre la casta de los iluminados y la masa de los ignorantes, de que a un lado se encuentran los “domesticadores” y a otro los “domesticados” (expresiones de Sloterdijk en Reglas para el Parque Humano), el axioma de que existe de hecho una aristocracia del saber, una minoría esclarecida, una crema intelectual a la que atañe cierta ‘misión’ perpetua, como ya sugería Platón en El Político, y, por otra, el prejuicio de que la edad adulta ostenta algún tipo de superioridad moral sobre los jóvenes, de que le incumbe delegar en unos especialistas privilegiados (los profesores) las tareas ingratas de cierta corrección del carácter, de cierta reforma de la personalidad, prestan credibilidad y avales de racionalización a la posición de subjetividad representada por el Educador Profesional, por el profesor moderno.

Tanto desde la Teoría Francesa, con Foucault en primer término, como desde la Escuela de Frankfürt, se han aportado elementos para percibir la continuidad de fondo, epistemológica, filosófica, entre este elitismo, característico de la civilización occidental, reelaborado por la Ilustración e inscrito en el Proyecto Moderno de la burguesía capitalista, y los programas eugenésicos de Hitler o las fantasías estalinistas en torno a la forja del Hombre Nuevo. Recientemente, esa afinidad fundamental, esa vinculación profunda, entre los fascismos históricos, el estalinismo y la democracia liberal, en lo que respecta a los aprioris conceptuales de sus modalidades educativas, ha sido subrayada, y reparo ahora en un amigo, por el anti-pedagogo colombiano Julio César Carrión.

Estando muy nutrida y siendo tan variopinta la saga de los educadores (naturales, electivos, fortuitos, informales, comunitarios,…), solo el profesor cobra: solo el oficiante de la ‘educación administrada occidental’ comparte, en lo económico, el rasgo definidor de todos los mercenarios. En Lecciones de los maestros se nos recuerda que este personaje, sin duda ensoberbecido, proclama dedicarse a la Causa Buena de la Humanidad, a la Causa Noble, a la más Justa de todas las Causas, y, a continuación, pasa factura. Y estos educadores a sueldo, disfrazados a veces de meros ‘enseñantes’, las filas prietas de los profesores, asumen también el denominador común político de las columnas mercenarias, pues hacen suya, sin excepciones, la consigna de Cortázar: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar”. Vale decir: se inscriben en la cadena de la autoridad, aparecen como un resorte más en el engranaje de la servidumbre. En este ámbito de la gobernación y de la gestión del espacio social en Occidente y en las áreas occidentalizadas, termina de configurarse, completando su identificación económica, el perfil del profesor como “educador mercenario”.

2)

Admitiendo que en todo profesor nuestra cultura esconde un mercenario, un baluarte de la reproducción del Sistema, amaestrador calificado, cabe interrogarse por el tipo específico de educador que demanda el Capitalismo tardío para prorrogarse bajo riesgos mínimos.

Sigue tratándose, como desde el período inaugural de la Escuela pública, de un técnico que trabaja sobre “prisioneros a tiempo parcial”, interlocutores forzados, actores y partícipes no-libres (los estudiantes); un profesional que acepta, pues, tal un creyente, el dogma (estrictamente fundamentalista) de que “para educar es preciso encerrar”, embaucador embaucado sobre el que descansa la mentira del Confinamiento Educativo. Sigue tratándose de una suerte de demiurgo, de un hacedor de hombres, policía de los comportamientos y de las actitudes plegado sobre la figura moral del predicador, como el Profesor Basura de la película de Sternberg. Nietzsche lo estimó interiormente constituido por una “ética de la doma y de la cría”, y Foucault sorprendió en su práctica cotidiana el ejercicio desinhibido de un auténtico poder pastoral. Sigue tratándose, por último, de una figura autoritaria, que gobierna en el aula; que, de un modo u otro, lleva las riendas de la experiencia, exigiendo la obediencia de los alumnos, reclamando la sumisión del colectivo estudiantil por su propio bien -como gustaba de apostillar irónicamente Alice Miller.

3)

Pero, en nuestros días, para satisfacer los requerimientos de las sociedades post-democráticas occidentales (que, en El enigma de la docilidad, preferí nombrar demofascistas), el profesor está mudando la piel. El autoritarismo clásico, directo, inmediato, cede ante un autoritarismo encubierto, pues en la Escuela, como en el resto de los órdenes coactivos y en el conjunto de las prácticas sociales cardinales (patronales, penitenciarias, médicas, policiales,…), el poder inicia un “proceso de invisibilización”. Decía Arnheim que, en música como en pintura, “la buena obra no se ve, no se nota” -apenas hiere nuestros sentidos. De este género, nos tememos, será la represión demofascista: muy buena, pues no se verá, no se notará.

Allí donde este camuflaje no puede efectuarse óptimamente, la posición de autoridad se está dulcificando de un modo calculado: es la hora de los empresarios ‘obreristas’, que facilitan a sus empleados un acceso ventajoso a la propiedad de la vivienda y paquetes de viajes asequibles para las vacaciones de verano; hora de los funcionarios de prisiones armados hasta la nómina de psicología y loables intenciones ‘terapéuticas’; hora de los policías ‘de proximidad’, respetuosos y exquisitos en sus modales; hora de los profesores ‘alumnistas’, bondadosos, operativamente blandos,…

En segundo lugar, y como estrategia complementaria, se produce hoy una trasferencia de funciones, un trasvase de prerrogativas entre el sujeto de la dominación y el objeto, entre el opresor y el oprimido, entre el agresor y la víctima, que convierte a esta última en doblegadora de sí, damnificada de sí. El trabajador, al que cabe regalar acciones de la empresa, velará por la buena marcha del negocio y por el adecuado rendimiento de sus compañeros; el preso ejercerá de “kapo” y de “carcelero de sí”, mano derecha de la Institución, en los tan humanitarios “módulos de respeto”; la “colaboración ciudadana” con la policía multiplicará hasta el horror los ojos de la vigilancia y de la represión… Y el estudiante se erigirá en “profesor de sí mismo”: en las nuevas clases participativas suplantará metodológicamente al educador, tentando la posibilidad extrema de la auto-calificación. Centrándose en el modelo del Profesor-Ausente, los mercenarios de las escuelas reformadas se redefinirán como sutiles “ingenieros de las dinámicas formativas”, diseñadores de engendros pedagógicos, forjadores de ambientes en sí mismos educativos; y un simulacro de libertad, de democracia, si no de autogestión estudiantil, situará al alumnado aparentemente al mando de la nave escolar, con lo que se vaporizará la consciencia de la coerción y de la subalternidad.

En nuestras aulas, el adiestramiento post-democrático se resolverá, en gran medida, como auto-amaestramiento. Y la inculcación subliminal de valores adoptará una índole paradójica: inculcación sin sujeto, inculcación por el ambiente, por la dinámica, por la metodología. Más que el profesor, será el artefacto pedagógico el que asumirá la labor subjetivizadora y moralizadora; y, en esa estructura didáctica y metodológica ‘renovada’ (que se expresa hoy en las llamadas Escuelas Libres, en las prácticas ‘progresistas’ de los profesores contestatarios y en el Reformismo Pedagógico alentado por la propia Administración), el alumnado desempeñará, contra sí, y en beneficio de la lógica de la dominación del fascismo democrático, un papel protagonista.

La Escuela contribuirá, de este modo, al gran proyecto ideo-socio-psicológico del Capitalismo declinante: el exterminio planetario de la Diferencia, que habrá de disolverse en mera e inofensiva Diversidad, y la mundialización de una forma de subjetividad sencillamente monstruosa: el policía de sí mismo.

Enigma Chile

Pedro García Olivo

14 de diciembre de 2017

ADVERSARIOS DEL PRODUCTIVISMO

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Para la racionalización, o justificación, del productivismo capitalista, los teóricos neo-liberales de la primera hora (F. Hayek, muy destacadamente) construyeron una abstracción perfecta, una categoría lógica que se desenvolvía como debía desenvolverse a fin de legitimar el sistema del mercado y de la libre competencia: el homo oeconomicus. A los pocos años, voces críticas del espectro anti-desarrollista denunciarían, alarmadas, que el “hombre económico” se había encarnado, había tomado forma humana, confundiéndose cada día más con todo hombre, con el hombre en sí. Recuperar tal denuncia es un modo de vindicar a los pocos seres humanos que lograron salvaguardar su sensibilidad y su estilo de vida del ciclón tecno-economicista moderno

Homenaje a las gentes no-económicas

Toda la cadena conceptual del productivismo capitalista, tal y como se describe en las obras de J. Baudrillard, M. Maffesoli, H. Lefebvre y otros, resulta profundamente antipática, francamente repugnante, a los pueblos que, de espaldas a Occidente y en buena medida contra Occidente, perseveraron en el cultivo de su diferencia socio-cultural, como las comunidades indígenas de todos los continentes, las etnias y los colectivos nómadas y los reductos rural-marginales de la propia Europa (1).

Maximización de la producción, acumulación individual de capital, entronización de la óptica inversión-beneficio, soberanía del mercado también al interior del grupo, consumo incesante y, en la base, “trabajo” y “necesidades” por un lado y “explotación de la naturaleza” por otro: he aquí una secuencia que esas gentes detestan como foránea y que reconocen adversa.

En efecto, los autores mencionados hablan de “trabajo” en la acepción de la economía política: labor para un patrón o una institución y a cambio de un salario (con la correspondiente extracción de la plusvalía), al modo en que se configura bajo el capitalismo. Fuera de este concepto (“trabajo alienado”, según la tradición marxista) quedan las tareas autónomas, cooperativas, comunales, etcétera, desplegadas en el alejamiento de los aparatos del Estado y de las empresas del Capital, como las desempeñadas por los pueblos que poetizamos con este escrito.

Sacralizar la alienación del trabajo y producir el trabajador como posición exclusiva de la subjetividad popular fue, según J. Baudrillard y M. Maffesoli, el objetivo de la economía política y de la Ratio en general, y en tal empresa colaboró, a pesar de su presunción de criticismo, el propio materialismo histórico. “Necesidades, trabajo: doble potencialidad, doble cualidad genérica del hombre, idéntica esfera antropológica en la que se dibuja el concepto de producción como «momento fundamental de la existencia humana», definiendo una racionalidad y una sociabilidad propia del hombre”: he aquí la clave de bóveda de la mitología productivista, inadmisible teorética y prácticamente, según J. Baudrillard (El Espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico, Gedisa, Barcelona, 1980, p. 28-9).

Partiendo de esta denuncia, que el autor desarrolló por separado en un opúsculo titulado precisamente La génesis ideológica de las necesidades, diversas corrientes de investigación crítica han corroborado la relatividad histórica y cultural de todo aquello que se consideraba básico, instintivo, innato, primario, etc., en los seres humanos —y que no se daba, al menos con la fuerza esperada, entre los nómada tradicionales, los pueblos originarios y los campesinos y pastores de subsistencia.

En segundo lugar, la representación de la Naturaleza como “objeto” (de conocimiento y de explotación), de alguna manera separada del hombre-sujeto, al otro lado de la conciencia y casi como reverso de la cultura, atraviesa toda la historia intelectual de Occidente, adherida a la denominada “epistemología de la presencia” —o “teoría del reflejo”—, expresándose en la contemporaneidad no menos en el liberalismo que en el fascismo, tanto en estas dos formaciones político-ideológicas como en el comunismo. Pero no pudo ganarse el corazón de los pueblos nómadas, como tampoco arraigó en los entornos rural-marginales europeos y en el ámbito de las comunidades indígenas (2).

En este sentido, se ha identificado con frecuencia un profundo sentimiento panteísta, cuando no animista, en la cosmovisión de los gitanos tradicionales. Este panteísmo llevaría al romaní a contemplar el mundo natural desde una perspectiva espiritual, con una extraña intimidad, casi fraternalmente. En nuestra opinión, esa índole, que se reitera en las formaciones indígenas y entre el campesinado no mercantil, no debería leerse desde la óptica de la “religión” (monoteísmo, panteísmo, animismo), sino desde el prisma, tan distinto, de la “espiritualidad” (todos los seres, todos los entes, son “gente”, tienen “alma”, viven con nosotros y en nosotros). En palabras de F. García Lorca, que navega entre las dos posturas: “La mayor parte de los poemas del cante jondo son de un delicado panteísmo; consultan al aire, a la tierra, al mar y a cosas tan sencillas como el romero, la violeta y el pájaro. Todos los objetos exteriores tienen una aguda personalidad y llegan a plasmarse hasta tomar parte activa en la acción lírica” (1998, p. 43). Nótese, en los cantes siguientes (García Lorca, “Arquitectura del Cante Jondo”, en Conferencias 1922-1928, RBA, Barcelona, 1998, p. 44), esa concepción espiritual de la naturaleza, diametralmente opuesta a la occidental productivista:

Todas las mañanas voy

a preguntarle al romero

si el mal de amor tiene cura,

porque yo me estoy muriendo”.

El aire lloró,

al ver las penas

tan grandes

de mi corazón”.

Subía a la muralla

y me dijo el viento:

¿para qué son tantos suspiros,

si ya no hay remedio?”.

Para la racionalización, o justificación, del productivismo capitalista, los teóricos neo-liberales de la primera hora (F. Hayek, muy destacadamente) construyeron una abstracción perfecta, una categoría lógica que se desenvolvía como debía desenvolverse a fin de legitimar el sistema del mercado y de la libre competencia: el homo oeconomicus (3). A los pocos años, voces críticas del espectro anti-desarrollista denunciarían, alarmadas, que el “hombre económico” se había encarnado, había tomado forma humana, confundiéndose cada día más con todo hombre, con el hombre en sí. Recuperar tal denuncia es un modo de vindicar a los pocos seres humanos que lograron salvaguardar su sensibilidad y su estilo de vida del ciclón tecno-economicista moderno:

El hombre económico era una creación abstracta para las necesidades del estudio, una hipótesis de trabajo; se prescindía de ciertas características del hombre, cuya existencia no se negaban, para reducirlo a su aspecto económico de productor y consumidor (…). [Pero] lo que no constituía más que una mera hipótesis de trabajo ha terminado por encarnarse. El hombre se ha modificado lentamente bajo la presión, cada vez más intensa, del medio económico, hasta convertirse en ese hombre, de extremada delgadez, que el economista liberal hacía entrar en sus construcciones (…). Todos los valores han sido reducidos a la riqueza material. No por los teóricos, sino en la práctica corriente; al mismo tiempo que la ocupación más importante del hombre empezó a responder a la voluntad de ganar dinero. Y este rasgo se convierte de hecho en la prueba de la sumisión del hombre a lo económico, sumisión interior, más grave que la exterior (…). El burgués se somete y somete a los demás, y el mundo se divide entre los que gestionan la economía y acumulan sus signos ostentosos y los que la padecen y generan las riquezas, todos igualmente poseídos (…).

Cada vez era más difícil para cualquiera hacer otra cosa que no fuese trabajar para vivir; pero la vida, ¿qué era? Exclusivamente consumir, porque se concedían ocios al hombre, pero estos ocios eran únicamente la parte del consumidor en la vida. Sus funciones primordiales de creador, de orante o de juez, desaparecían en la creciente marea de las cosas (…). La técnica va a coronar el movimiento y dar el último impulso a este hombre económico (…). Se reduce así el hombre a cierta unidad; y esta nueva dimensión ocupa el campo entero, de manera que todas las energías del hombre son catalizadas en este complejo productor-consumidor (…). Todo ello se ve poderosamente acentuado por una segunda modalidad de acciones técnicas, que se dirigen directamente al hombre y lo modifican [las antropotécnicas] (…). Desde este momento no es necesaria ya la hipótesis del hombre económico porque la vida entera del ser humano, convertida en mera función de la técnica económica, ha rebasado en sus realizaciones concretas las tímidas conjeturas de los clásicos” (J. Ellul, La Edad de la Técnica, Octaedro, Barcelona, 2003, p. 224-231).

Contemporáneo de J. Ellul, interesado también por el fenómeno técnico (aunque con una valoración inicial opuesta, positiva en su conjunto, inebriada de esperanza, como testimonia Técnica y Civilización), L. Mumford reitera la descripción del hombre económico en tanto tipo antropológico dominante en la fase histórica de máxima “degradación del trabajador” y de franca “inanición de la vida” (“edad paleotécnica”, en sus palabras) (4). Desafortunadamente, ni L. Mumford ni J. Ellul dedican demasiadas páginas a la presentación de las subjetividades-otras que confrontaron y siguen confrontando, si bien cada día en menor medida, el diktac tecnológico. ¿A quién ha interesado el modo en que, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, importantes sectores de las poblaciones no enteramente occidentalizadas dieron la espalda al empleo fabril, al hacinamiento en ciudades y a la necia carrera consumista alentada por industrialismo? ¿Quién ha descrito, desde la órbita del anti-desarrollismo, sus mil maneras tradicionales de burlar la tecnología y dejar de lado la mera racionalidad estratégica, en beneficio del ingenio, la destreza, la pericia, el apoyo mutuo y un arte instintivo del buen vivir extra-materialista?

La economía gitana, valga el ejemplo, tiene por objeto la mera autoconservación del grupo, la simple provisión de los medios de subsistencia. Como su alimentación (“aleatoria”), respondiendo a las exigencias de la vida nómada, es muy sencilla y se basa en la recolección (bayas, setas, raíces, hierbas, frutos silvestres,…) y en la caza furtiva (de pequeños mamíferos, de reptiles, de aves, usando trampas, cepos y lazos), con un suplemento posterior de cereales y de leguminosas posibilitado por el trueque y por las eventuales retribuciones monetarias —vinculadas a los espectáculos, de danza, de música, de amaestramiento de animales, de acrobacia; a las artes quirománticas y adivinatorias; al pequeño mercadeo de artesanías y otros productos; a determinados servicios, como la doma y cura de caballos o la reparación de ollas y demás utensilios de cocina; a las formas directas o indirectas de mendicidad…—, los gitanos, lo mismo que los indígenas y los rurales autárquicos, pudieron arraigar en aquella “dulce pobreza” cantada por F. Hölderlin, un “humilde bienestar” que los eximía de mayores servidumbres laborales y permitía la salvaguarda de su práctica singular de la libertad.

En este punto, la similitud con el ideal quínico (profesado por la Secta del Perro, con Diógenes de Sínope y Antístenes de Atenas al frente) es notable: en ambos casos, la libertad, postulada como condición de la felicidad, exige una renuncia al trabajo enajenador, a la dependencia económica, por

lo que se expresará en un estilo de vida deliberadamente austero, definitivamente sobrio. “Antes maniático que voluptuoso”, solía declarar Antístenes, a quien se atribuye también este dicho: “En la

vida se deben guardar solo aquellas cosas que, en caso de naufragio, puedan salir nadando con el dueño” (Diógenes Laercio, “Vida de los filósofos cínicos”, en García Gual, C., La Secta del Perro, Alianza Editorial, Madrid, 1993, p. 99 y p. 101). Y Diógenes, acuñador de la más lograda sentencia

de la filosofía quínica (“Con un poco de pan de cebada y agua se puede ser tan feliz como Júpiter”), “dándose —nos dice el cronista— a una vida frugal y parca”, tomó al perro callejero, ambulante y sin amo, tan frecuente en Grecia incluso en nuestra época, como emblema de su escuela, pues cabía sorprender en él la virtud del ratón, que, “sin buscar lecho, no teme la oscuridad ni anhela ninguna de las cosas a propósito para vivir regaladamente” (Diógenes Laercio, p. 110). Tal si se refiriera a las comunidades indígenas anticapitalistas, sostuvo que “es propio de los dioses no necesitar nada, y de los que se parecen a los dioses necesitar de poquísimas cosas” (“Mi patria es la pobreza”, llegaría a concluir su discípulo Crates de Tebas) (Diógenes Laercio, p. 148 y p. 142).

Esta sorprendente convergencia entre las filosofías de vida no plenamente occidentalizadas y la quínica antigua se asienta sobre una radical, y en buena medida instintiva, aversión al productivismo hegemónico. Aversión a la economía política por amor, en todos los casos, a la autonomía comunitaria, a la soberanía irrenunciable de la hermandad centrada en sí misma: “Decidid no servir nunca más y al punto seréis libres”, acuñó E. de La Boétie, como si hablara por Diógenes o por el viejo pueblo Rom o por los mayas insurrectos o por los últimos pastores sin patrón… (M. Onfray, Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros, Paidós, Buenos Aires, 2002, p.167). Esto los aleja del hombre económico, del “sujeto” mayoritario, que ya no sabe organizar sus días de espaldas al capital, como denunció bien pronto el cante: “Gachó que no habiya motas [que no tiene dinero] / es un barco sin timón” (V. Báez y M. Moreno, “Hombre, gitano y dolor en la colección de cantes flamencos recogidos y anotados por Antonio Machado y Álvarez (Demófilo)”, en Archivo de Filología Aragonesa XXXIV-XXXV, Zaragoza, 1983, p. 11).

Tanto el nomadismo seducido por los caminos como la sedentarización enamorada del territorio, asentados siempre sobre un indeleble sentimiento comunitario y una descalificación instintiva del individualismo disecador, actuaron históricamente como diques contra la invasión de la óptica tecno-productivista. Desde la Modernidad (nos lo recordaba el autor de La Edad de la Técnica), los poderes políticos y económicos procuraron, por todos los medios, erosionar los vínculos naturales, la familia entre ellos, a fin de asegurarse una mayor plasticidad/disponibilidad del espacio social:

La misma estructura de la sociedad basada en grupos naturales es también un obstáculo [para la expansión de la técnica] (…). Esto quiere decir que el individuo encuentra su medio de vida, su protección, su seguridad y sus satisfacciones intelectuales o morales en comunidades suficientemente fuertes para responder a todas sus necesidades, y suficientemente estrechas para que no se sienta desorientado y perdido (…). Es refractario a las innovaciones en cuanto vive en un medio equilibrado, aunque sea materialmente pobre. Este hecho, que se manifiesta a lo largo de los treinta siglos de historia conocida, es desconsiderado por el hombre moderno, que ignora en qué consiste un medio social equilibrado y el bien que puede recibir de él. El hombre, en tales medios, apenas siente la necesidad de cambiar su situación; pero, además, la pervivencia de estos grupos naturales constituye asimismo un obstáculo para la propagación de la invención técnica (…).

[Por ello] se desencadena, desde el siglo XVIII, una lucha sistemática contra todos los grupos naturales, con el pretexto de defender al «individuo» (…). No cuenta ya la libertad de los grupos, sino solamente la del individuo aislado. Y también se lucha contra el hogar: no cabe duda de que la legislación revolucionaria originó el derrumbe de la familia, ya sensiblemente quebrantada por la filosofía y las soflamas del siglo XVII (…). Pese a todas las tentativas de vuelta atrás, la destrucción llevada a cabo no podrá ser reparada. En realidad, nos queda una sociedad atomizada y que lo estará cada vez más: el individuo aparece como la única magnitud sociológica, y nos hemos dado cuenta al fin de que esto, en vez de garantizar la libertad, provoca la peor de las esclavitudes. Esta atomización contiene a la sociedad en la mayor plasticidad posible. Y ahí estriba también, desde el punto de vista práctico, una condición fundamental para la técnica” (p. 56-7).

Entre las elaboraciones metafísicas sobre las que descansa el productivismo occidental, tan ajenas a las sensibilidades otras, J. Baudrillard destacó, como vimos, la magnificación del trabajo en tanto atributo humano principal y condición sobredeterminante (la invención del Trabajador):

El sistema de la economía política no solo produce al individuo como fuerza de trabajo vendible e intercambiable: produce también la concepción misma de la fuerza de trabajo como potencialidad humana fundamental (…). En suma, no solo hay explotación cuantitativa del hombre, como fuerza productiva, por el sistema de la economía política capitalista, sino también sobredeterminación metafísica del hombre, como productor, por el «código» de la economía política. Es aquí, en última instancia, donde el sistema racionaliza su poder —y en esto el marxismo colabora con el ardid del capital, al persuadir a los hombres de que son alienados por la venta de su fuerza de trabajo, censurando así la hipótesis, mucho más radical, de que podrían serlo en tanto que fuerza de trabajo, en tanto que fuerza «inalienable» de crear valor por medio de su trabajo” (p. 28-9).

Como consecuencia: “La lucha de clases solo puede tener un sentido: la negativa radical a dejarse encerrar en el ser y en la conciencia de clase. Para el proletariado, es negar a la burguesía porque esta le asigna un status de clase. No es negarse en cuanto privado de los medios de producción (por desgracia, esa es la definición marxista «objetiva» de la clase), sino negarse en cuanto asignado a la producción y a la economía política” (p. 163).

A este respecto, persiste en las colectividades no-integradas una suerte de astucia ancestral que les lleva, justamente, a no dejarse enclaustrar con facilidad en la identidad y en la descripción de lo que se ha llamado “clase trabajadora”, a huir por muy diversos medios de esa asignación metafísica y política al orden de la producción… Percibiendo ahí una fuente de aflicción, de displacer, las comunidades en resistencia, reeditando una vez más la sabiduría práctica de los quínicos antiguos, se defendieron del trabajo alienado desplegando lo que M. Onfray llamó “estrategia de la evitación”: “elogio de la fuga, cuando a través de ella el hombre puede rehuirle al dolor o al sufrimiento” (p. 2-3). Se ganaron de paso, y por escapar de sus garras, la desafección de los patronos: “Lo admirable —anota, fascinado, G. Flaubert, a propósito de los gitanos—es que provocan el Odio de los burgueses, pese a ser inofensivos como corderos” (G. Wall, Flaubert, Paidós, Barcelona, 2003, p. 361). De haber sabido leer, no hubieran leído; pero, de haber leído, habrían disfrutado con estas palabras de P. Lafargue, en El derecho a la pereza:

Una extraña locura posee a las clases obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista (…). Esta locura es el amor al trabajo, la pasión mórbida por el trabajo (…). En lugar de reaccionar contra esta aberración mental, los sacerdotes, los economistas y los moralistas han santificado el trabajo (…). La prisión se ha vuelto dorada; se la acondiciona, se hace cada vez más solapada y, por oscuras alquimias, termina presentándose como un nuevo Edén, la condición de posibilidad de la realización de uno mismo o el medio de alcanzar la plena expansión individual” (Onfray, p. 177).

Por contraposición a la modalidad de raciocinio inherente al productivismo y partiendo de los escritos de O. Fals Borda, en América Latina algunos autores hablan de un “senti-pensamiento”, una psicodinámica diferencial que caracterizaría a los pueblos originarios y que también se podría aplicar a la gitaneidad histórica. Presentista, poco amiga del cálculo, desinteresada por lo crematístico, esta disposición de la inteligencia y de la afectividad daría la espalda al craso “hombre racional”, en beneficio de una facultad plurilateral, abarcadora (de lo sensible, de lo pasional, de lo simbólico,…), aplastada en Occidente, en mayor o menor medida, por la prepotencia del Logos.

Parafraseando a M. Onfray, podríamos sostener que al “senti-pensamiento” corresponde una ética poética: “A diferencia de una ética preventiva que subordinaría la acción a una teoría pura y la haría proceder de esta, la ética poética mezcla la voluntad y el instinto, confiando plenamente en la inventiva y contando con el entusiasmo” (Onfray, p. 90). Sin preocuparse por seguir un Programa, los hombres que sienten al pensar y piensan al sentir, los pueblos de la ética poética, celebrarían la espontaneidad y la creatividad en detrimento del Iluminismo y su despotismo de la Ratio…

El anti-productivismo de los reacios a Occidente, por último, plegado sobre prácticas y estrategias de supervivencia que podríamos llamar eco-biológicas, apenas lesiona el medio ambiente, apenas deja huella destructiva en la biosfera. La crítica ecológica ha esgrimido la incapacidad del Planeta para soportar la eventualidad de un orden mundial perfectamente productivista. La hipóstasis del Progreso, la búsqueda de un crecimiento económico indefinido, la miopía suicida del consumismo, las secuelas de un mercado sin tutela y de una competencia desbocada…, someterían al medio ambiente a una agresión tal que creer en la supervivencia a medio plazo de la humanidad sobre la Tierra se reduciría a un mero acto de fe. Partiendo de una sentencia de K. Polanyi, cuya matriz no es

difícil rastrear en K. Marx, muchos autores sostienen una tesis inquietante: “La persecución ilimitada de la rentabilidad y de la ganancia, como lógica parcial y local incapaz de comprender los efectos indeseados e imprevistos de esta forma de acción social, destruye la subjetividad, la sociabilidad y el ambiente” (J. Vergara Estévez, “La concepción de Hayek del Estado de Derecho y la crítica de Hinkelammert”, en http://www.revistapolis.cl, 2005, p. 2).

Como las comunidades indígenas, como los habitantes de los entornos rural-marginales occidentales, el pueblo gitano ha defendido históricamente unos modos de vida verdaderamente respetuosos con la biosfera, en absoluto degradantes del medio ambiente. Se ha situado así, en la escala de la inserción/disolución en el entorno natural, mucho más allá del punto trazable por cualquier ecologismo social, ya fuere en la línea del llamado “socialismo democrático” (N. Klein, E. Morin), ya en la perspectiva globalizante libertaria de M. Bookchin y otros (5). Su “vivir de paso”, entre recolecciones y artesanías, recurriendo al trueque y al pequeño comercio de subsistencia, desdeñoso de los “avances” tecnológicos y de las comodidades artificiosas (“sucios disfrutes”, en expresión de F. Nietzsche), evoca más bien, transgrediéndolo no obstante, aquel primitivismo saludable de algunas páginas de J. Zerzan.

Perfectamente asumido por los propios gitanos (M. Bizarraga, presidente de asociación calé: “Continuamos viviendo al día, no somos ambiciosos: lo importante es sobrevivir y ya está. Solo nos preocupa el bienestar básico de la familia”; M. Amaya Santiago: [Los gitanos conservamos] una concepción diferente del trabajo. Se trabaja para vivir, no se vive para trabajar”) (Memoria de Papel 1, Asociación de Enseñantes con Gitanos, Valencia, 2005, p. 46 y 62), este anti-productivismo romaní, con la prioridad que confiere a la dimensión espiritual, pero también a las cosas más concretas y a los seres más cercanos, a lo lúdico, a la felicidad inmediata como valor, a la idea de libertad (6) —expresión, en definitiva, de una terrenidad no-materialista —, ha seducido asimismo a no pocos payos ilustrados. Pensemos, p. ej., en “Kismet”, el bello poema de R. M. Rilke (7), con aquellos gitanos “contemplativos”, precisamente como quería M. Heidegger (8), escuchando la naturaleza, viviendo sus sentimientos del instante, en el desprecio y la desconsideración de los móviles mezquinos, pecuniarios, que degradan la vida ciudadana; o en las escenas que F. Rovira-Beleta nos regala de la vida cotidiana en el Somorrostro catalán, con gentes trabajando sin prisa, con amor, “a la gitana” (es decir, de espaldas al tiempo pero también al cálculo, en el disfrute de la labor) (9). Pensemos en J. Ellul, que hubiera guiñado un ojo a M. Bizarraga y a M. Amaya, y a tantos otros gitanos, indígenas y rural-marginales que no conoció, como se desprende de estas intempestivas palabras suyas:

Para el hombre primitivo, y durante mucho tiempo en la historia, el trabajo era una condena, en modo alguno una virtud. Vale más abstenerse de consumir que trabajar mucho, y no debe trabajarse mas que en la estricta medida necesaria para vivir. Se trabaja lo menos posible, y se acepta efectivamente un consumo restringido (como entre los negros y los indostánicos), actitud muy extendida, que, evidentemente, restringe a la vez el campo de las técnicas de producción y de consumo” (p. 71) (10).

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NOTAS

(1) Véase, de J. Baudrillard, El Espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico (1980), obra fontal para la crítica del productivismo. Toda la constelación terminológica de esa suerte de fundamentalismo economicista es revisada y denegada por el autor, empezando por los conceptos parejos de “necesidades humanas” (genéricas, naturales, propias de todos los hombres) y “trabajo” (centro de la vida individual y social, redentor de la humanidad). A partir de ahí, explora las distintas nociones del materialismo histórico en las que se incrusta la reducción productivista (clase social, lucha de clases, infraestructura, progreso, partido obrero, sindicato…), hasta concluir que el marxismo en su conjunto no deja de constituir, a pesar de su pretensión de radicalidad, un bastión del sistema de la economía política, un celador de lo dado y un cómplice de la opresión vigente. No debe sorprender, por ello, que el pueblo gitano le haya guardado las distancias, hasta hoy, no menos al marxismo que al productivismo.

En la estela de J. Baudrillard, M. Maffesoli (Lógica de la dominación, 1977) insta a un cambio de óptica en la resistencia contra los poderes establecidos: dejar a un lado los marcos clásicos de la contestación, dependientes de una racionalidad económica (salario, consumo, instalación) y burocrática (partido, sindicato, asociación oficial), para fortalecer la lucha cultural, simbólica, subjetiva, en una recuperación de todo aquello que fue negado-reprimido por la simbiosis del movimiento obrero organizado y la teoría marxista. Se enfatizará, así, lo lúdico, lo imaginario, lo extraracional, lo fantástico, el deseo,…, dimensiones que, en nuestra opinión, nunca faltan a la cita del vivir gitano.

Por último, con el opúsculo Manifiesto Diferencialista (1972), H. Lefebvre llamó la atención sobre la importancia epistemológico-ideológica que el concepto de “diferencia” adquiere ante la crisis de la razón política y gnoseológica clásica, invitando a una lucha consciente por la defensa y preservación de la alteridad. No fue ajeno a nuestro interés por la idiosincrasia gitana.

(2) Véase, a este respecto y para el caso indígena, “¿Ha dicho Naturaleza?”, artículo de G. Lapierre en El mito de la Naturaleza, Alikornio, Barcelona, 2003, p. 73-105).

(3) Para una caracterización del “hombre económico” en la literatura neo-liberal, así como para las críticas que tal concepto ha merecido desde el campo socialdemócrata, remitimos a “Liberal/Libertario. La cuestión del sujeto y los «idola» del Estado del Bienestar”, en nuestro ensayo Dulce Leviatán… (Bardo Editorial, Barcelona, 2014, p. 23-87).

(4) “Había nacido un nuevo tipo de personalidad, una abstracción ambulante: el Hombre Económico. Los hombres vivos imitaban a esta máquina automática tragaperras, a esta criatura del racionalismo puro. Estos nuevos hombres económicos sacrificaron su digestión, los intereses de paternidad, su vida sexual, su salud, la mayor parte de los normales placeres y deleites de la existencia civilizada por la persecución sin trabas del poder y del dinero. Nada los detenía; nada los distraía…, excepto finalmente el darse cuenta de que tenían más dinero del que podían gastar, y más

poder del que inteligentemente podían ejercer. Entonces llegaba el arrepentimiento tardío: Robert Owen funda una utópica colonia cooperativa; Nobel, el fabricante de explosivos, una fundación para la paz; Rockefeller, institutos de medicina. Aquellos cuyo arrepentimiento tomo formas más discretas fueron las victimas de sus queridas, o de sus sastres, o de sus marchantes de arte (…). Solo en un sentido muy limitado estaban mejor los grandes industriales que los obreros por ellos degradados: carcelero y prisionero eran ambos, por así decirlo, huéspedes de la misma Casa del Terror” (L. Mumford, Técnica y Civilización, Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 124) .

(5) Para ubicar la naturaleza del ecologismo romaní en los marcos al uso de la literatura medioambientalista, estableciendo así puntos de convergencia y de divergencia (tarea que desborda nuestro objeto), recomendamos, por un lado, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima (N. Klein, 2015) y El año 1 de la era ecológica (E. Morin y N. Hulot, 2008); y, por otro, Ecología de la libertad (M. Bookchin, 1999) y Futuro Primitivo (J. Zerzan, 2001).

(6) En palabras de A. D. Gómez Boas, gitana del clan Mijhais, Boloshok, Colombia: “Nosotros, los Rom, tenemos una sola religión: la Libertad. Por ella renunciamos a la riqueza, al poder, a la ciencia y a la gloria. Por eso nosotros no hablamos de Paz, sino que os invitamos a vivirla” (2006).

(7) Aconsejamos la lectura de “Kismet”, obra de R. M. Rilke incluida en “Vladimir, el pintor de nubes” y otros cuentos (1991). Precioso relato breve, intensamente poético, que condensa, en unas pocas escenas, aspectos esenciales del ser y del existir gitanos: fusión con el medio ambiente, casi disolución en la naturaleza; intensidad expresiva y comunicativa al margen de las palabras (gestos, miradas, músicas, danzas); vida cálida, sinuosa, con comportamientos determinados más por el brotar y devenir de las emociones que por la frialdad rectilínea de la reflexión (o, mejor, soberanía del “senti-pensamiento”, en términos de O. Fals Borda), etcétera.

(8) En palabras de P. Sloterdijk:

Al definir al hombre como pastor y vecino del Ser (…), lo expone a un conocimiento que reclama más quietud, oídos y pertenencia que lo que la más amplia educación pudo nunca. El hombre es sometido así a un comportamiento ek-stático que va más lejos que la introspección civilizada de los piadosos lectores de la palabra clásica. El morar recogido en sí mismo heideggeriano (…) es como una escucha expectante de aquello que el Ser mismo ha de dar a decir. Ello conjura a un escuchar-en-lo-cercano para lo cual el hombre debe volverse más reposado y manso que el humanista que lee a los clásicos. Heidegger quiere un hombre que sea mejor oyente que un mero buen lector” (Reglas para el Parque Humano, 2000, p. 11).

Alejado de toda jerga filosófica, y refiriéndose concretamente a los gitanos, J. P. Clébert ha escrito algo parecido:

Las predisposiciones naturales de los nómadas son las de unos hombres que viven todavía según el ritmo de las estaciones, de las plantas, de los elementos. Su desprecio por la técnica ha conservado intactos unos sentidos que hoy en día están embotados en el hombre civilizado, en el ciudadano. «Inculto», es decir, desembarazado del enorme bagaje de conocimientos con el que nos embarcamos para la travesía de la vida, el gitano sabe todavía mirar a su alrededor y sacar lecciones del mundo exterior. Además, su calidad de paria ha aumentado considerablemente su potencial nervioso, su susceptibilidad, su facultad de conmoverse con imágenes cotidianas, y se ha vuelto (o ha permanecido) sumamente sensible a unas «longitudes de onda» que a nosotros no nos llegan. Así, vive en un universo esencialmente mágico” (J. P. Clébert, Los gitanos, Aymá, Barcelona, 1965, p. 139).

(9) F. Rovira-Beleta hace decir lo siguiente a la protagonista de su película:

Ahora lo comprendo, a este barrio venían las golondrinas. Yo veía cómo bajaban el vuelo al pasar por aquí. Y decía yo: ¿por qué será? Ahora lo comprendo: los pájaros vienen aquí a ser felices. ¡Qué lejos de la ciudad! Es como si estuviéramos en un mundo distinto, donde cada uno trabaja sin prisas en lo que más le gusta [escenas en las que aparece un pastor, un barbero, obradores del metal,

vendedores,…], sin importarle el tiempo, como si este se hubiera detenido desde hace muchos años. ¡Me gusta tu barrio, taranto!”.

(10) En el flamenco, ese rechazo romaní de los presupuestos y las realizaciones de la economía política se ha expresado de una forma particularmente sugerente, desconcertante a primera vista, con coplas teñidas de enigma antiguo. A modo de ilustración, valga con esta pequeña colección de fragmentos de cantes:

Sentaíto en la escalera,

sentaíto en la escalera,

esperando el porvenir

y el porvenir nunca llega”.

[“Estampa”, “inscripción sonora”, que sugiere la máxima im-productividad, el mayor a-logicismo,

una perfecta in-utilidad, como en un desacato insuperable, un corte de mangas infinito, al orden de

la Ratio, que quiere actividades productivas, comportamientos lógicos, esfuerzos útiles… Nos

recuerda no pocos pasajes de La experiencia interior, donde G. Bataille transfundía una suerte de

amor a lo gratuito, caprichoso, errátil, absurdo si se quiere. Cante popular interpretado por

Esperanza Fernández y recogido en Un siglo con duende…, 2002]

Un usurero muere rico y vive pobre,

porque ha sido un usurero;

y es para que luego le sobre

pa pagar al sepulturero

lo poco que vale un hombre”.

[Elocuente descrédito de la mentalidad del ahorro, de la libido acumuladora, extraña a la voluntad

de vivir incondicionalmente el presente. Cante anónimo versionado por Antonio el Sevillano. Integrado en el recopilatorio Un siglo con duende…, 2002]

En aquel pozito inmediato,

donde beben mil palomas,

yo voy y me siento un rato

pa ver el agüita que toman”.

[Sugerencia de una disponibilidad grande de tiempo, de libertad por tanto, que permite al personaje

detenerse, sentarse y mirar sin prisa algo aparentemente tan nimio como unas palomas bebiendo —

reverso de la dictadura del reloj, de la celeridad y del tiempo malbaratado en los penales del empleo. Cante popular recreado por Manolo Vargas. Se incluyó en Un siglo con duende…, 2002]

Como yo no tengo ná,

me basta con los luceros

que tiene la madrugá”.

[Suficiencia del hombre que no atesora, huérfano de propiedades. Del álbum Al alba con alegría,

1991. Tango en voz de Lole y Manuel]

Aquel que tiene tres viñas,

¡ay!, tres viñas,

y el tiempo,

y el tiempo le quita dos,

que se conforme con una,

¡ay!, con una,

y le dé gracias,

y le dé gracias, a Dios”.

[Caña popular, rescatada por Rafael Romero y añadida a la compilación El cante flamenco, 2004,

que connota desinterés por el acaparamiento y, en el límite, por la riqueza misma]

Lafargue Baudrillard

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 6 de diciembre de 2017

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados