FRAGMENTOS CONTRA LA ADAPTACIÓN SOCIAL Y LA TRANQUILIDAD DEL ESPÍRITU
PRIMERO FUERON LAS RUINAS, Y LUEGO EL PALACIO. PRIMERO LAS CENIZAS, Y LUEGO LA HOGUERA
En unas partes del globo, los enemigos de la alegría combaten a muerte las “permanencias” (idiosincrasias, raíces, vínculos primarios); en otros lugares, nos invitan a “permanecer”, a instalarnos de una vez, a echar el ancla. Los enemigos de la vida viva anhelan que el adversario no sea como ha sido casi desde siempre, porque de ahí emana su fuerza; y que los adeptos, sus secuaces, sigan siendo lo que son, que se parezcan a sí mismos todo el tiempo. Que el antagonista no permanezca y que el reproductor permanezca eternamente.
En diferentes registros, vuelco siete fragmentos sobre el “permanecer”. Como yo los escribí, no estoy absolutamente de acuerdo con ninguno de ellos. Como, además, los escribí hace ya años, estoy en franco desacuerdo con buena parte de lo que sugieren.
1.
Ocaso de las cosas
No basta con aceptar el término de las cosas. De nada sirve reconocer la temporalidad de todo proyecto, de toda ilusión, de todo dolor y todo remedio, si luego se sufre por la desaparición de lo conocido. Solo la repetición debería aterrorizarnos. Lo que se repite pierde rápidamente el interés que lo suscitó, y pretende sobornarnos con la seguridad de la posesión. La normalización de una relación es ya otra relación y, por supuesto, ignora la emoción de lo desconocido. La continuidad no solo amenaza con sumirnos en el hastío. Prepara también una reducción del horizonte del deseo, una pacificación general de los instintos y una emergencia compensatoria de la pulsión de propiedad. Si debo creer en mis palabras, el ocaso de las cosas presagia el despunte de una nueva voluntad —y de una nueva salud. Primero fueron las ruinas, y luego el palacio. Primero las cenizas, y luego la hoguera. El principio está siempre al final, pero no es su contrario. Tanto uno como otro se oponen a la repetición —y la repetición es el vacío. No hay más muerte que la de lo que ya fue, está siendo y será —por tiempo indefinido— del mismo modo. No morimos al concluir, sino al permanecer. Y ya está bien de angustiarse por conservar la vida (suspender la continuidad). Debo endurecerme para aprender a terminar. No se trata de concluir, sino de saber concluir: percibir claramente todo lo que está en juego y, por tanto, desear el fin.
2.
Morir de inmovilidad
“Murió de oscuridad”: eso dicen. Cuando advirtió el Apátrida la muerte de aquel Infiltrado que se soñaba eterno (según dicen, murió de oscuridad), redactó de un tirón la Elegía del Niño de Luto y empezó a desconfiar profundamente de quienes permanecen ENTRE QUEJAS, comenzó a sospechar cada día más de cuantos se deshacen en lamentos pero —pese a todo— permanecen, y llegan incluso a consumirse en la desesperación para permanecer también de esa forma. Intuyendo de nuevo un Engaño, persuadido de que el Infiltrado murió ciego, por una sacudida de Luz, paralítico (él lo sabe: murió de inmovilidad, bajo el Sol excesivo que te ata a las sombras menguantes —murió de inmovilidad, aferrado a la sombra cobarde del bienestar, secado al Sol de la felicidad mecánica, ciego de tanta Claridad, paralítico por no moverse, por permanecer como una roca donde le habían enseñado), decidió bruscamente echar a correr, preparar la más radical de las evasiones, el último viaje, la única ruptura: transgredir de una vez el Orden del Salario, destruir en lo que a él concernía la Prisión del Funcionario, escapar del Trabajo.
3.
Juguemos a esto así
La lucha política contra la Escuela no reconoce un Sujeto Unitario, un Agente Privilegiado. Procede menos de la voluntad de resistencia de un colectivo particular, de una organización concreta, que de la sucesión, sin regla ni ritmo, de los asaltos dispares (el fraude de un alumno, la desidia de un padre, el error de un burócrata, la irresponsabilidad de un funcionario…). La Avería del Dispositivo Escolar no remite tanto a la colisión frontal con otra imaginada Máquina de la Contestación como almovimiento defectuoso de alguna de sus piezas, al dinamismo disfuncional de su propia estructura.
No, no existe un Sujeto de la Lucha contra la Institución. Por eso, el Apátrida desacredita, desde la Fuga, la ilusión de la Eficacia Sostenida, de la Efectividad Duradera —llega un momento en que el gesto negativo, repetido indefinidamente, se recupera como una nueva forma de la afirmación…
“Tirar. ¿Y después? Quitar.
Paz para nuestras… posaderas.
Y volver a poner. Llegamos.
Un poco de poesía…
Tú llamabas. Reclamabas el atardecer.
Viene. Desciende: helo aquí.
Instantes nulos, siempre nulos, pero que cuentan,
pues la cuenta está hecha y la historia terminó.
Si pudiera tener a su hijo con él…
Sería el momento esperado.
¿No quiere usted abandonarlo?
¿Quiere que crezca mientras usted disminuye?
¿Qué le dulcifique los cien mil últimos cuartos de hora?
¡Oh, le enfrenté con sus responsabilidades!
Bien, ya está, aquí estoy.
Ya basta. ¡Sí, es cierto! Bueno.
¡Padre! Bueno. Llegamos.
¿Y para terminar? Tirar
¡Tomad!
¡No!
Bueno. Ya que jugamos a esto así…,
juguemos a esto así…
y no hablemos más…,
no hablemos más” (Beckett)
Al reaccionar contra la culpabilidad de los que permanecen, al denunciar su complicidad por inmovilismo, el Apátrida pretende esquivar, por lo menos, el destino de aquel infeliz —embriagado de buenas intenciones— que murió paralítico por representarse a sí mismo como Proceso, Cáncer, Encarnación de la Guerrilla, Agente de la Lucha, Enemigo, Adversario Perpetuo, Sujeto, Máquina y Antagonista de la Máquina, Promesa de Destrucción y Garantía de Sustitución… Pensando en él, en su ceguera y en su parálisis, en su modo de citar a la muerte y acudir a la hora prevista -porque para él acudir es no moverse-, redactó una Elegía que es también una Advertencia y una Despedida: la Elegía del Niño de Luto.
4.
Tres lluvias después
Elegía del Niño de Luto
Desencajada sonrisa de otro niño de luto,
perdido en la inmensidad de la tristeza
como un perro
encharcado
en medio de la noche.
El niño balbucea palabras de dolor enfermizo
mientras contempla atormentado
la mentira de su cuerpo
y la hipocresía de su cuerpo.
Por dos veces agachó su corpacho
dolorido
para arrojar piedras sin camino
a un camino
tan próximo como distante.
Por dos veces brillo su costado desnudo,
exhalando hedor a trabajo
en porquería.
Miró a un lado y a otro
en demanda de un pedazo
maldito
de pan, de ayuda o de aire puro,
pero solo encontró el estiércol
de todas las horas,
en el mismo lugar de siempre,
con la amenaza de nunca.
Embarró sus pies
y embarró sus piernas
con la delicadeza de un cerdo sofocado,
y restregó por el muladar de su rostro
unas gotas brutales de agua
sucia.
Levantó la cara al sol de infierno
y cerró los ojos al peso del cansancio.
Quiso andar hacia alguna parte,
pero nada ni nadie le esperaba.
Lo comprendió al ver el salto
viejo
del gato
y se arrodilló descoyuntado para besar el suelo,
de donde lo recogieron
tres lluvias después
por enterrarlo.
5.
Tradicionalismos revolucionarios
Andrei Tarkovsy hizo decir al protagonista de su película “El sacrificio” unas frases muy bellas en su aparente paradoja, que subrayan el circunstancial valor transformador del inmovilismo, la eventualidad de que también la tradición pueda revestirse de un potencial revolucionario:
“Sabes, algunas veces me digo a mí mismo que, si cada día, exactamente a la misma hora, realizara el mismo acto siempre, como un ritual, inmutable, sistemático, cada día a la misma hora, el mundo cambiaría. Sí, algo cambiaría, ¡a la fuerza!”.
6.
La tragedia del observador impotente
El adiós del fugitivo
“Se abalanza, salta como un tigre.
No quiere llaves;
porque, cuando se le permite acercarse a una puerta,
se apodera de ella al asalto e incendia la casa,”
Thomas De Quincey
“Había llegado la mañana de un día solemne —de un día de crisis y de esperanza final en la naturaleza humana, que padecía entonces de algún misterioso eclipse y era martirizada por una terrible angustia. En algún lugar, no sabía cómo, por no importa quién, no los conocía, se libraba una batalla, una lucha —se sufría una agonía—, desarrollada como un gran drama o pasaje musical. Y la simpatía que sentía por todo aquello se convertía en un suplicio debido a mi incertidumbre del lugar, de la causa, de la naturaleza y del posible resultado de la contienda. Parecía estar en juego un grandísimo interés, la causa más importante que nunca defendiera espada o proclamara trompeta. Al poco brotaban repentinas alarmas; por doquier, pasos precipitados; terrores de fugitivos innumerables, fugitivos en plena dispersión…” (De Quincey)
De la batalla no se seguía ninguna victoria. No estaba siendo derrotada la causa del Mal —pensé que quizás el Mal fuera la guerra misma, o el triunfo de cualquier formación. Se multiplicaban a mi alrededor los fugitivos. “Yo no sabía si procedían de la buena causa o de la mala –tinieblas y resplandores, tormentas y rostros humanos…”. Abrumado por tanta confusión, quise seguirles como si intuyera que el espectáculo se desplazaba con ellos, tras ellos, y todo hubiera de depender —en adelante— de las vicisitudes de su fuga. Pero solo pude alcanzar hasta el momento de la despedida.
“Aparecían formas de mujeres, semblantes que habría querido reconocer a cualquier precio y que no podía vislumbrar más que un instante. Y después manos crispadas, separaciones que desgarraban el corazón; y después, ¡adiós para siempre! Y, con un suspiro como exhalado por las cavernas del infierno, ¡adiós para siempre!, ¡adiós para siempre!, y más, y más, de eco en eco, reduplicado: Adiós para siempre…” (De Quincey).
Intenté afilar la mirada, sortear con los ojos el desorden de las filas, reconocerme en algún fugitivo… Pero fue inútil: el adiós de los desertores no dejaba tras sí más rastro que el desgarramiento de nuestras vidas. Partían hacia lo desconocido, y nos arrojaban a la ciénaga de la incertidumbre. Con su adiós para siempre, el Fugitivo se despedía también de nuestra tragedia de observadores impotentes.
7.
La hora del suicidio antiguo
Despiden los campos la tarde
con el ademán misterioso de todos los días
pero con un soplo de nostalgia nuevo.
Se recrea todavía el sol
vistiendo de sombras los árboles tan poco verdes
de las desgastadas lomas.
De lejos,
un resplandor rojizo
confunde nubes y cielos en los límites
de una imagen desfalleciente.
Tres pájaros aún descansan sobre el viejo tendido de la luz.
Bocanadas de aire cálido mueven graciosamente
las ropas casi secas de los cables.
Una mujer se dirige presurosa a retirarlas.
Dos perros esqueléticos cruzan cansinamente los bancales
—siempre en guardia.
Un zagal
les lanza piedras desde una esquina mal encalada.
Los perros huyen entonces, sin excesiva alarma,
esbozando los gestos de la rutina.
Ya sólo queda un pájaro sobre el tendido,
un pantalón oscuro sobre el cable,
una banda de sol sobre las lejanías melancólicas de las tierras.
La mujer regresa también con presteza,
buscando el abrazo de la casa.
El zagal abandona lentamente las piedras;
mueve la cabeza con desdén.
La noche empuja al día hacia otra parte.
Es la hora del suicidio antiguo,
sin rastro de náusea en los labios,
sin rastro de ira en el fondo de los ojos.
Pedro García Olivo
www.pedrogarciaolivo.wordpress.com
Buenos Aires, 28 de marzo de 2018
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