¿Juego? ¿Territorio? ¿Recreación?

UNA LUCHA «EN» EL LENGUAJE: RE-SEMANTIZAR PARA DE-SEMANTIZAR

1. El lenguaje es uno de los principales campos actuales de lucha, pues se desveló su solidaridad profunda con la opresión en las sociedades democráticas occidentales. Lleva la mácula de todo aquello que reproducimos: clasismo, sexismo, especismo, belicismo, productivismo… Para fines antagonistas, esto significa que estamos en conflicto con las palabras, que no las usamos ya de un modo automático o pasivo, que hay conceptos que nos hieren, que de algún modo nos vigilamos al hablar… En la modernidad, correspondió a F. Nietzsche afianzar la denuncia: «Me temo que nunca nos desembarazaremos de Dios, pues todavía creemos en la Gramática». En un sentido muy determinado, «somos hablados por el lenguaje». A un nivel epistemológico, «fundacional», pues, queda desvelada la maldad congénita del lenguaje, su absoluta ausencia de inocencia. Y la «mancha» no recaería ya solo en la semántica, donde ciertamente se ha hecho más notoria: toda la sintaxis, la gramática en pleno, el léxico en su conjunto sabrían constitutivamente de los estigmas sobre los que descansa la forma de coerción de nuestra civilización.

2. A un nivel más inmediato, M. Foucault, en un bello opúsculo («El orden del discurso»), señaló el modo en que los poderes instituidos, concretos, a través de las instancias públicas y privadas, de las entidades y de las prácticas, encabalgándose sobre la malevolencia histórica de las palabras, las inventaba y reinventaba con fines reproductivos, «actualizando», por así decirlo, su infamia y su perversidad: más aún, inscribía esas palabras, el lenguaje de lleno, en una axiomática, una forma de «legalidad», un orden destinado a conjurar los peligros de su materialidad. Así se expresó:

«El deseo dice: «No querría tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una trasparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responderían a mi espera, y de la que brotarían las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso». Y la institución responde: «No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene»».

Mirando menos a la Institución que a los detentadores del poder, F. Nietzsche había concluido algo semejante: que las palabras siempre habían sido inventadas por las clases dirigentes… «En todo tiempo estuvo entre las prerrogativas del Señor la de poner nombre a las cosas». En este sentido, «las palabras no desvelan un significado, imponen una interpretación».

En recapitulación de M. Foucault: «En toda sociedad la producción del discurso esta a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (…). [Porque] el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse».

3. Partiendo de estas denuncias, e insistiendo en el contro político (en sentido amplio) del lenguaje, se ha subrayado la apropiación «conservadora» de conceptos críticos, el modo en que las instituciones, los poderes políticos y económicos, incluso también las instancias del saber, re-significan términos y expresiones del universo antagonista o contestario para llevarlos a los lugares conocidos de la reproducción del sistema. Esta «hemorragia de conceptos críticos» (R. Barthes) habría afectado a nociones como las de «revolución», «clase social», «ideología», «transformación social», «lucha de clases», «proletariado», «plusvalor», «compromiso», «resistencia», etcétera. Expuestos inevitablemente a la erosión del devenir, sujetos a aquella estricta contingencia (temporalidad) de todas las acuñaciones de la crítica, de todos los conceptos y de todas las teorías de la historia y de la sociedad (K. Marx), recayó también, sobre los universos terminológicos disidentes, la nueva asechanza de los «media», intrínsecamente vinculada al mercado y a la gobernabilidad. Y quedó desangrado el corpus discursivo anticapitalista…

4. Pero quedó desangrado en el marco de la misma constelación económica, política y cultural que denegaba: el Capitalismo vampirizó al anti-capitalismo, robándole sus palabras, sus símbolos, sus emblemas. Y «revolucionario», por ejemplo, es una marca de cerveza y de ropa; y un término que aparece en el nombre de un partido conservador, con un proyecto político «reaccionario» en opinión de muchos, asentado en el gobierno durante años y años (el Partido Revolucionario Institucional, en México). Y podemos comprar camisetas esstampadas con el rostro del Che en El Corte Inglés. Y hay un periódico que se llama «Liberación». Y «Emancipados» puede estar en el logotipo de una boutique de lujo. Y no hay político, periodista o profesor que no cante a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad. Y no hay organización política pro-capitalista, en el límite «humanizadora» de este sistema, bienestarista, que no incluya el ecologismo, el feminismo y el pacifismo entre sus credenciales propagandísticas…

El antagonismo se quedó sin palabras en un marco histórico que impide la emergencia absoluta, reprentina, de un Nuevo Pensamiento. Si no cambia sustancialmente el mundo, esto es sabido, no puede surgir una Novedad Radical en la reflexión o en la teoría, pues todos los conceptos, todos los frutos de la inteligencia humana (ya sean para la conservación, ya para la transformación), son productos histórico-sociales y la imaginación crítica, incluso subversiva, tiene un límite marcado por la época. Estamos obligados a batallar, pues, de momento, en el territorio lexicológico del enemigo, en el universo conceptual de un capitalismo que nos robó las armas del lenguaje y adulteró las palabras con las que lo denigrábamos. ¿Cómo hacerlo?

5. Cabe pagar al Sistema con su misma moneda, «re-significando» conceptos que utilizaba apaciblemente en aras de su propia justificación; cabe «re-semantizar» esos términos por los que siempre se sentía halagado, legitimado. Cabe introducir un principio de discordia, de conflicto, de inseguridad y de inquietud en el campo lexicológico del Capitalismo. Podemos «hurtarle» sus palabras para devolvérselas envenenadas, destempladas, enloquecidas… Es lo que pretendemos hacer, en los últimos tiempos, con estas tres expresiones: «territorio», «juego» y «recreación». Estas tres nociones, tan queridas por el status quo, tan gastadas por la intelectualidad reclutada, por los funcionarios mohosos y por los agentes culturales del capitalismo, pueden ser «leídas» de otro modo (o, mejor, pueden «darse a leer» bajo otro aspecto); pueden re-vestirse de un nuevo y desafiante sentido, en la línea de la hermenéutica crítica o de la deconstrucción, estrategia epistémica que ya no procura exhumar «significados primeros» o «verdades ocultas», sino que opera rescates selectivos, re-creaciones y actos de producción discursiva discordantes…

Hablamos de «deconstrucción» en el sentido de J. Derrida:

«Las relaciones entre deconstrucción y hermenéutica son también complejas. Lo que se llama en general hermenéutica designa una tradición de exégesis religiosa que pasa por Schleiermacher y la teología alemana hasta Gadamer entre otras fuentes, y supone que la interpretación de los textos debe descubrir su querer decir verdadero y oculto. La deconstrucción no tiene que ver con esa tradición; por el contrario, pone en duda la idea de que la lectura debe finalmente descubrir la presencia de un sentido o una verdad oculta en el texto. Pero hay otra manera de pensar la hermenéutica, que se percibe en Nietzsche o en Heidegger, donde la intepretación no consiste en buscar la última instancia de un sentido oculto sino en una lectura activa y productiva: una lectura que transforma el texto poniendo en juego una multiplicidad de significaciones diferentes y conflictuales. Esa acepción nietzscheana de la interpretación es mucho más cercana a la deconstrucción, tal y como es la mención de Heidegger a la «hermeneuin» que no busca descifrar ni revelar el sentido depositado en el texto sino producirlo a través de un acto poético, de una fuerza de lectura-escritura».

Como apuntamos en otra parte (breve ensayo en el que incluíamos a E. Zuleta entre los inspiradores de esta forma distinta de entender la «interpretación»), fue también perfectamente «poético», «lecto-escritural», hermenéutico o deconstructivo, el acercamiento de A. Artaud a la obra/vida de Van Gogh…

La dirección de nuestro «rescate selectivo», de nuestra «lectura productiva», es clara: llevamos el juego, la recreación y el territorio a la arena de la crítica antipedagógica y desistematizadora…

6. Vinculada a este asunto, corre una cuestión crucial, magistralmente esbozada por R. Barthes en «Crítica y Verdad»: ¿De qué vamos a hablar cuando hablemos de «territorio», «juego» y «recreación»? ¿Cómo hablaremos, en calidad de qué? ¿Desde qué especialidad, disciplina o «prisma» lanzaremos nuestras tesis? Responderemos ahora concisamente y recuperaremos a continuación las palabras del autor francés… Hablamos de palabras, hablamos del lenguaje; y no de un fantasmal «en sí» del juego, del territorio o de la recreación. Hablamos de lo que esas palabras pretenden designar y de lo que están connotando de hecho, y sugerimos lo que aún podrían referir. Y hablaremos como «escritores» sin más; no como historiadores, sociólogos, «ludólogos», psicólogos, etnólogos o filósofos. En palabras de R. Barthes:

«Lo que no se tolera es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje. La palabra desdoblada es objeto de una especial vigilancia por parte de las instituciones, que la mantienen por lo común sometida a un estrecho código: en el Estado literario, la crítica debe ser tan «disciplinada» como una policía; liberar aquella no sería menos «peligroso» que popularizar a esta sería poner en tela de juicio el poder del poder, el lenguaje del lenguaje. Hacer una segunda escritura con la primera escritura de la obra es en efecto abrir el camino a márgenes imprevisibles, suscitar el juego infinito de los espejos, y es este desvío lo sospechoso. Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, solo podía ser conformista, es decir conforme a los intereses de los jueces. Sin embargo, la verdadera «crítica» de las instituciones y de los lenguajes no consiste en «juzgarlos», sino en «distinguirlos», en «separarlos», en «desdoblarlos». Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lenguaje, en vez de servirse de él. Lo que hoy se reprocha a la nueva crítica no es tanto el ser «nueva»: es el ser plenamente una «crítica», es el redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar, mediante ello, al orden de los lenjuajes (…).

Nada es más esencial para una sociedad que la «clasificación» de sus lenguajes. Cambiar esa clasificación, desplazar la palabra, es hacer una revolución. Durante dos siglos, el clasicismo francés se ha definido por la separación, la jerarquía y la estabilidad de sus escrituras; y la revolución romántica se ha considerado a sí misma como un desorden de la clasificación. Ahora bien, desde hace cerca de cien años, desde Mallarmé sin duda, está en curso una reforma importante de los lugares de nuestra literatura: lo que se intercambia, se penetra y se unifica es la doble función, poética y crítica, de la escritura. No basta decir que los escritores mismos hacen crítica: su obra, a menudo, enuncia las condiciones de su nacimiento (Proust) o incluso de su ausencia (Blanchot); un mismo lenguaje tiende a circular por doquier en la literatura; el libro es así atacado de flanco y por la retaguardia por el que lo hizo; no hay ya poetas, ni novelistas: no hay más que una escritura».

7. Pudiera considerarse que esta literatura de la lucha «en» y «por» el lenguaje se desentiende del horizonte «real» de la conflictividad, del ámbito material de la reivindicación, con sus «causas», sus «sujetos», sus «motores». Cabría estimar que no constituye más que una huida «culturalista», una «sofisticación» de la teoría crítica, casi una embriaguez del escrúpulo político-ideológico. Pero nada más alejado de la verdad: en el contexto de la crisis definitiva del Relato de la Emancipación, postrados el Sujeto, la Causa, y la Revolución, el horizonte de la cultura asume un protagonismo sustitutorio como ámbito del antagonismo real. Más aún: desde el momento en que los instrumentos y los procedimientos de la racionalidad política clásica quedan absorbidos como formas de desobediencia inducida, del ilegalismo útil o de la conflictividad conservadora, y su esfera ya no es otra que la de la «protesta domesticada», la lucha recupera al individuo, a la cotidianidad y a la propia vida (investidos o revestidos por el lenguaje) como escenarios privilegiados del antagonismo. El propósito de la «auto-construcción ética y estética para la lucha», paralelo a la desistematización de la existencia, se hace perfectamente conciliable con esta vigilancia de las palabra que proferimos, de los lenguajes que utilizamos, de las escrituras que practicamos. Y, a la inversa, en absoluto basta con un «compromiso» que permanezca sin más en el dominio de la comunicación. Se precisa tratar la propia vida del mismo modo que tratamos las palabras: «resignificando», deconstruyendo, reinventando, «criticándola», «escribiéndola», «poetizándola»… Como parte de la existencia particular, el lenguaje que usamos se convierte en objeto de la desistematización…

8. Pero, si dejamos a un lado el proyectismo utopista (el ideal aquí, aunque mañana) y nos abrazamos al realismo heterotópico (la belleza hoy, aún hoy, si bien en otra parte), la labor de re-significación tenderá a disolverse en una de-significación terminal. Porque el objetivo último no es alterar los vocablos y devolvérselos indefinidamente al poder: quisiéramos establecer las condiciones, primero subjetivas y luego objetivas, de una «desaparición» de tales términos… Borrar palabras, diluir las separaciones arbitrarias y las cosificaciones interesadas, reventar los conceptos «como pompas de jabón», que decía F. Nietzsche…

Porque ha correspondido a la civilización occidental, desde Platón si damos credibilidad a P. Sloterdijk, estimar que «pensar» consistía en «dividir». Y llegaron los dualismos, las tesis y las antítesis, los opuestos, las contradicciones entre dos términos, las trinidades (santas o no santas), la dialéctica… Pensar era «dividir»; y «pensar bien», subdividir y subdividir. Las ciencias, bajo ese paradigma, se convirtieron en sistemas de clasificación, de jerarquización, de distinción y de definición, aquejadas de una «taxonomomanía» insuperable. La filosofía se resolvió académicamente como una logística de los conceptos (conceptos-madre, conceptos filiales, conceptos adyacentes…), configurando mallas o redes discursivas por anudamiento de entidades abstractas separadas, asimismo jerarquizadas, distribuidas lógicamente, obedeciendo a sintaxis de agregacion.

El pensador occidental, se dedicara a la engañifa que se dedicara, actuaba como un ser en medio de un río, dando hachazos para dividir el agua fluyente. Y tenemos, al fin, la sociología, la antropología, la etnología, la historia, la psicología…; y tenemos la política, la economía, la jurisprudencia, la cultura…; y tenemos la Edad Antigua o el esclavismo, la Edad Media o el feudalismo, la Edad Moderna y Contemporánea o el capitalismo; y tenemos el Arte, la Ciencia, la Filosofía; y tenemos la ética y la estética, la crítica y la poesía; y tenemos…

Pero no todas las culturas han sucumbido a semejante furor segregacionista, divisionista. Considerando que «lo correcto» era lo nuestro, las denominamos «holísticas»… Y coincide hoy que los mayores grados de libertad y de autonomía entre las gentes se dan allí donde menos progresó el virus de la separación. Se diría que, a más «división», más opresión, más envilecimiento, más dolor…

Escolasticismos, neo-escolasticismos, funcionalismos, estructuralismos, «pensamientos complejos», etcétera, no constituyen más que vástagos de la separación y de la división, de la segregación y de la cosificación. «Nada ha salido con vida de sus manos», decía el «viejo martillo»: todo lo disecan, todo lo convierten en «momias conceptuales».

Nosotros agregamos que, al parcelar y re-parcelar, se desarmó y reclutó el pensamiento. Y se esterilizó la filosofía. Y se malbarató la ciencia. Y se emponzoñó la vida toda… Al escapársenos el principio de la totalidad, al desatender la indivisibilidad de lo real, fue también la unicidad de la libertad lo que perdimos; y la historia de la humanidad se convirtió en un navegar amargo de seres fracturados y fracturantes…

Pero no les sucedió lo mismo a todos los pueblos, decíamos. El «holismo» indígena no distingue etapas en el tiempo, campos en el saber, parcelas en la organización de la vida, heterogeneidades sustantivas en los móviles, grados en la satisfacción… «Comunitario», su aliento jamás tendió a establecer fisuras, fronteras, grietas, demarcaciones. Cuando las gentes del poblado se reúnen bajo un techo enorme para resolver un problema o reflexionar colectivamente sobre un asunto, ¿a qué tipo de acto estamos asistiento? ¿A un acto estrictamente «político», en la línea de la denominada «democracia india»? ¿«Religioso», ya que queda envuelto en ritos, ceremonias y simbolismos, evocando el aura de todo lo sagrado? ¿«Cultural», pues es toda la cosmovisión indígena la que se glosa y reanima ante cada asunto particular? ¿«Educativo», ya que los niños acuden y escuchan, intervienen y aprenden? ¿«Lúdico», pues no faltan las risas, las bromas, las conversaciones animadas, el café y las tortillas, los refrescos…?

Cuando por la mañana, con toda la dignidad del mundo, serias y casi solemnes, esas mismas gentes parten hacia la milpa, los huertos, el cafetal o el bosque, ¿a qué actividad se entregan? ¿A una labor económica, de signo agrario? ¿Espiritual, ya que acontece el reencuentro con la Madre Tierra? ¿De conocimiento y enseñanza, puesto que de esos terrenos brota buena parte del saber tradicional y allí se dan cita todos los días los menores? ¿Lúdica, pues en tales escenarios se desata y realiza el principio de placer? Si, al atardecer, se reúnen en una iglesia,o en una casa comunitaria o particular, y conversan con interés y sin prisa, ¿a qué móviles obedecen? ¿Amistosos? ¿De ocio? ¿Comunicativos? ¿Recreativos? ¿Intelectuales? ¿Políticos? ¿Rituales? La modalidad de don recíproco que recibe el nombre de «guelaguetza» en los entornos mayas, y que parte de una atención constante a las necesidades de los demás, ¿que «funcionalidad» asume, si le cabe ese término? ¿Material, económica y redistributiva? ¿Asistencial, cooperativa y solidaria? ¿Ética y hasta religiosa? ¿Estética y gestual? ¿Filosófica? ¿Amorosa?…

El llamado «holismo» de los indígenas, de los nómadas y de los pastores tradicionales choca sin remedio con el «hacha» occidental; y ese conflicto impide que comprendamos de verdad el sentido de unas prácticas ante las que naufragan nuestros conceptos y nuestras herramientas cognoscitivas. Por añadidura, en ese universo unitario se da la libertad de la que nosotros carecemos y por la que tanto creemos haber luchado, una libertad concreta, tangible, realizada…

9. Regresando a nuestro asunto, «desemantizar» el juego, la recreación y el territorio significa devolver esos tres conceptos a un universo epistémico en el que no existían como tales, pero del cual, en algún sentido, fueron arrancados; un ámbito de conocimiento y de vida en el que la igualdad y la libertad, el sentimiento comunitario y el particularismo trascendente evitaron los estragos de un pensamiento de la separación y la delimitación… «Re-significados», bajo una lectura crítica por libertaria, volvemos esos tres conceptos contra el sistema. «De-semantizados», desde el prisma de una mirada heterotópica, nos permitimos soñar con mundos en los que ya no es necesaria esta «lucha en el lenguaje»…

Cuando los zapotecos de Juquila Vijanos se engalanan para reecontrarse con sus huertos o con la milpa, a menudo en compañía de los niños, no van a «trabajar», a «aprender» o a «jugar». Pero sí hacen algo en lo cual esas tres expresiones están fundidas, en su sentido más noble: una labor que convoca al cuerpo y a lo que no es el cuerpo, un acto de aprendizaje-enseñanza sin cesar reanudado (aprendizaje comunitario y enseñanza destinada a los menores) y un desencadenamiento de la alegría, del contento, del comportamiento placentero. Cuando J. M. Montoya nos cuenta que «el niño gitano aprende jugando en el trabajo», nos sugiere lo mismo. En ese acto «holístico» está sucediendo algo que no es trabajar, jugar o aprender, ni la mera suma de las tres acciones. Es la vida misma la que discurre, sin admitir recortes conceptuales. Por último, si preguntamos a un pastor tradicional, ágrafo y desescolarizado, cómo aprendió lo que sabe y cómo enseñó a sus hijos, nos contará tranquilamente «toda» la vida que hace, el croquis detallado de sus días, la existencia completa de los rural-marginales en su discurrir cotidiano.

Porque, donde se da la igualdad y la libertad, ni existe el trabajo, ni existe la escuela, ni se da el ocio o la recreación. Por contra, donde la coerción y la inequidad son la norma, el pensamiento separa y cosifica, en primer término. Y, en un segundo movimiento, de modo demagógico, cuando no cínico, propone una «recomposición» meramente aditiva de lo parcelado. Primero creamos «ciencias», «disciplinas», «especialidades», «subdisciplinas», etc.; y luego apostamos por estrategias «interdisciplinares» o «transdisciplinarias» para adosar cosméticamente fragmentos del conjunto despiezado. Pero se pierde la totalidad, que hubiera exigido, como advirtió K. Marx, un saber unitario, «una» ciencia (que podríamos denominar «de la sociedad», «del hombre» o «de la historia») abarcadora e indivisible… Siguiendo la misma lógica, Occidente separa el trabajo, el aprendizaje y el juego, estableciendo espacios distintos para cada actividad, formando a menudo técnicos o «profesionales» para la investigación y el desempeño en los sectores «cercados», creando incluso saberes o disciplinas específicas; y, acto seguido, con la mayor hipocresía, proyecta «adiciones»: llevar, por ejemplo, el juego a la escuela o al puesto de trabajo; introducir el trabajo en la enseñanza; diseñar «juguetes educativos», «mobiliarios educativos» (la Bauhaus), «trabajos lúdicos»; convertir la fábrica asimismo en un «escenario del aprendizaje» (la URSS), etcétera.

He aquí el mapa conceptual de nuestra intervención: re-significar el territorio, el juego y la recreación para poetizar escenarios de su de-semantización…

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Pedro García Olivo

http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Buenos Aires, 10 de enero de 2019

2 respuestas hasta “¿Juego? ¿Territorio? ¿Recreación?”

  1. Miguel Angel Furlán Says:

    que diera lugar a la invención del psicoanálisis y restituyendo a la dimensión subjetiva algo de su lugar. Quizás, hoy, quitar las túnicas brumosas con las que el capitalismo ha cubierto cada una de aquellas teorías que lo develan e interpelan, es también toda una acción política.

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  2. Miguel Angel Furlán Says:

    Excelente. Me hizo acordar a un libro de Michel Fenetoux, o como se escriba (el camino de las luces), donde plantea que antes del surgimiento del sujeto de la ciencia (que reprime toda subjetividad y dimensión más allá de la razón) era impensable que existiera alguien llamado Freud q

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