Archivo de febrero, 2019

MANTENIENDO UN GRADO “SOPORTABLE” DE DESIGUALDAD EN LAS FORTUNAS

Posted in Activismo desesperado, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Proyectos y últimos trabajos, Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , on febrero 17, 2019 by Pedro García Olivo

Antonelle contra Babeuf, y ambos contra el progresismo liberal contemporáneo

Donde hay hombres que sufren, hay opresores;

y hay, por tanto, enemigos de la humanidad”

Fouché de Nantes, terrorista y hombre de Estado (1794)

I)

Si la historia de Occidente se hubiera detenido en el tramo final de la Revolución Francesa, casi nada nos hubiéramos perdido en términos de praxis e ideología política. Como el mayor laboratorio sociológico y politológico de la Modernidad, la Francia de fines del XVIII da cuenta, en lo concerniente a los discursos y las prácticas del poder y contra el poder, de casi todas las opciones, de casi todas las oposiciones, de casi todas las reconciliaciones. Se le escapó, sin duda, el demofascismo de nuestros días y el “pensamiento cero” que lo recubre. Pero poco más…

En el último lustro del siglo, un cruce de cartas entre Babeuf y Antonelle, del que nos ha quedado como un eco en El Tribuno del Pueblo (1), manifiesta de un modo muy bello la ruptura primera en las filas de la contestación menos sobornable: la fractura entre el utopismo revolucionario (Babeuf) y el reformismo radical (Antonelle). Habían sido compañeros, combatiendo en el mismo bando, el bando de los “patriotas”, como decían de sí mismos, de los “amigos del pueblo”, de los revolucionarios…

En ningún momento Babeuf respaldó al poder establecido, que se decantaba en sentido “burgués”, frenando y reprimiendo las aspiraciones populares. Al contrario… Desde El Tribuno del Pueblo denunció sin cesar, con una lucidez desacostumbrada (puro “olfato”, puro “instinto”) el giro conservador del proceso revolucionario, su definición meramente burguesa, la forma de despotismo político que instauraba (germen del “representantivismo” liberal, de la democracia de partidos; y cancelación de la democracia directa, popular, de índole asamblearia) (2) . Y señaló también el error de cuantos empezaban a aceptar las novísimas reglas del juego demo-liberales, pensando en hacerlas servir para un proyecto revolucionario, trampa en la que han caído (y están cayendo hoy) muchas organizaciones políticas nominalmente “anti-capitalistas” (3) …

El horizonte socio-político de Babeuf (que los historiadores tildaron de “utópico”, pero que él estimaba perfectamente alcanzable) se resume en lo que nombró “el estado de comunidad”, un orden plegado sobre la absoluta igualdad económica (que exigía el fin de la propiedad privada, con todos sus acólitos, la herencia entre ellos) y sobre la más depurada “democracia directa” (preeminencia de la Asamblea, de la Reunión de Ciudadanos). Lo primero era condición de lo segundo, y Babeuf lo señala sin descanso (4) . Era su meta: la igualdad en las fortunas

Antonelle, alcalde de Arles, y también “hombre de la Revolución”, se distancia de su amigo, poco a poco, en ese punto. Doscientos años más tarde, casi podemos comprender el “realismo” de Antonelle, hecho de desencanto, de desengaño, casi de desesperación: “Es demasiado tarde; el principio de la propiedad privada se ha encarnado en el individuo empírico, concreto, existente, y ya en modo alguno se desea su erradicación nadie anhela desposeerse o renunciar a la expectativa de posesión”. Aceptado el hombre “real”, de carne y hueso, el individuo “tangible” que asoma todos los días por las calles, solo cabe aspirar, como máximo, al mantenimiento de “un grado soportable de desigualdad en las fortunas”… —concluye el revolucionario desilusionado (5) .

Antonelle apela a la desnudez de lo dado, a la verdad indecorosa, a los hechos crudos; y Babeuf prefiere mirar a otra parte o, mejor, prefiere no mirar. Raya en la crueldad, el veredicto de Antonelle, capaz de herir todavía a las mejores inteligencias y a las más finas sensibilidades del microcosmos disidente: “Aceptando a los hombres tal y como son, tal y como se nos muestran en nuestros días, viéndolos y no soñándolos, no nos queda más meta radical que la de mantener un grado soportable de desigualdad en las fortunas”…

II)

Cabía, desde luego, “no aceptar” a los hombres; soñarlos “enfermos”, “dañados”, “dormidos”, pero aún así “sanables”, “reparables”, susceptibles de “despertar” y de encaminar hacia los paraísos de la Igualdad Extrema y del Estado de Comunidad. Babeuf, en algunos artículos, casi avanza por esta vía, con lo que inauguraría otra patraña, prefigurando un mito fundamental de la Modernidad: el mito de la Falsa Conciencia, de la Alienación (6) .

Quiere ese mito que los hombres no son, en esencia, lo que vemos de ellos; que, cuando los miramos, no percibimos su “ser propio”, sino un elaborado, una formación (mejor: una deformación), un compuesto de engaño y de auto-engaño, de ilusión administrada, de manipulación… En lugar de “aceptar” la apariencia de los hombres, habría que educarlos para que lograran al fin ser ellos mismos, para devolverlos a su identidad soterrada, negada, perseguida. Correspondería a una Minoría Esclarecida, “ilustrada”, llevar a cabo la tarea crítica, des-alienadora, concienciadora de sí… Surgiría entonces un Hombre Nuevo, más verdadero que el coetáneo, identificable con el hombre como tal en la medida en que se le arrancan las máscaras de la Falsa Conciencia y se le borran los estigmas de la Alienación… Una parte de la tradición marxista desarrolló este mito hasta extremos de holocausto.

El estalinismo se construye, en buena medida, sobre ese discurso de la no aceptación del hombre empírico y de la necesidad de su re-elaboración, su des-alienación. Pudo así “decretar”, por ejemplo, sin temblor de manos, la colectivización generalizada de la tierra (el “apego a la posesión” constituía un signo de la Conciencia Mistificada), impulsando, a hierro y sangre, el programa de la abolición de la propiedad privada. Sorteando la censura soviética, Medvedkin denunció este extremo en 1934, en su película La felicidad, obra no suficientemente recordada. Denigrando acaso los métodos, Babeuf hubiera aplaudido el resultado…

Y, cada vez que este magnífico “conspirador”, guillotinado por importunar (7) , se presenta a sí mismo como el Guía del Pueblo, el “instructor” de las masas, el “patriota” que contará a los oprimidos toda la verdad, explicándoles cómo deben luchar para conquistar lo que anhelan desde el fondo de sus corazones; cada vez que Babeuf se ama tanto a sí mismo, y se embriaga de sí mismo, vemos dibujarse, como reflejan las páginas de El Tribuno…, el fantasma del Mesianismo, de un Elitismo por “ilustración” superado desde la izquierda, el espectro del posterior “culto a la personalidad” estalinista:

El deber de este Tribuno es decir siempre a todo el pueblo en dónde está, lo que está hecho, lo que queda por hacer, dónde hay que ir y cómo, y por qué” (en “¿Qué hacer?”, número 36 de El Tribuno del Pueblo).

Solemnemente me he comprometido con el pueblo a mostrarle el camino de la felicidad común, a guiarle hasta el fin, a pesar de todos los esfuerzos del patriciado y del monarquismo…; a hacerle conocer el porqué de la revolución…; a probarle que ésta puede y debe tener por último resultado el bienestar y la felicidad, la satisfacción de las necesidades de todos” (en El Manifiesto de los Plebeyos”, número 25 de El Tribuno…).

¡Patriotas!(…). Os haré ser valientes, a pesar de vosotros, si es necesario. Os forzaré a luchar contra nuestros comunes enemigos” (en El Manifiesto…”).

Si Babeuf inaugura la vía del estalinismo (re-educación del pueblo a manos de las “capas ilustradas”, concienciación y movilización desde arriba, igualdad económica y estado de comunidad a cualquier precio,…), Antonelle marca el camino del reformismo liberal, una aceptación del estado de las cosas que desemboca, en nuestros días, en mitos no menos siniestros: el mito del “Capitalismo de rostro humano”, de la “moralización de la economía”, del “rescate ético de los mercados”, etc.

Hemos llegado un poco tarde, tanto el uno como el otro, si hemos venido al mundo con la misión de desengañar a los hombres sobre el derecho de propiedad. Las raíces de esta institución fatal son demasiado profundas y dominan todo; son ya inextirpables en los grandes y viejos pueblos…

La eventual posibilidad de un retorno a este orden de cosas tan simple y tan bueno (el estado de comunidad) quizá no es más que un sueño…

Todo lo más que se podría esperar, sería un grado soportable de desigualdad en las fortunas…

(Palabras de Antonelle, recogidas en La posibilidad del comunismo”, número 37 de El Tribuno…).

La fisura era insalvable… Babeuf anticipa el utopismo revolucionario sectario lo mismo que Antonelle preconiza, en el límite, el Estado del Bienestar.

III)

Pero hay, en el pensamiento de Babeuf, una veta radicalmente anti-despótica, que sirve también para la crítica del estalinismo; como hay en Antonelle un acento de franca indignación y una intencionalidad crítica que, aproximándolo a Babeuf, lo distancia del contemporáneo cinismo demo-liberal. Replico a Antonelle, pero no somos de ningún modo antagonistas”, anotó, clarividente, el editor de El Tribuno…, poco antes de ser ejecutado (8) .

Babeuf no admite otra fórmula política que la democracia asamblearia, no mediada, de base. Y denuncia el modo en que las burocracias, las oligarquías, los detentadores del poder tienden a desnaturalizar, infeccionar, corromper (“controlar”, a fin de cuentas) el funcionamiento de los comités, de las asambleas populares, de las reuniones de los ciudadanos. Adelanta ahí la crítica del estalinismo como corrupción de la democracia directa. El título que eligió para uno de sus artículos es harto elocuente: Gobierno revolucionario, talismán que oculta todos los abusos” (número 25 de El Tribuno…).

El hombre que ha consentido una vez beber en la copa de la autoridad sin límites, es un tirano y lo será siempre. La libertad está perdida en sus manos, puesto que él se sitúa por encima de las leyes; y en el país en el que se ha hecho una revolución para la libertad, una tal creación, no importa que se le llama gobierno revolucionario, es la contrarrevolución misma” (número 25).

Y Antonelle anuncia un reformismo de estructura no-cínica, “honesto” podríamos decir, un reformismo sincero, a salvo de la hipocresía, un reformismo distinto al que hoy se ejerce en beneficio de la conservación…

[Antonelle], me das la razón en cuanto a los fundamentos del famoso derecho de propiedad. Convienes conmigo en la ilegitimidad de este derecho. Afirmas que es una de las más “deplorables creaciones” del error humano. Reconoces, también, que es de ahí de donde derivan todos nuestros vicios, nuestras pasiones, nuestros crímenes, nuestros males todos…

¡Qué confesión! ¿Lo habéis oído, millón de ricos desalmados, banda de infames expoliadores de los veinticuatro millones de hombres útiles, cuyos brazos actúan para mantener vuestra holgazanería y vuestra barbarie? (Babeuf, glosando a Antonelle, en La posibilidad del comunismo”).

Cuando Antonelle habla del “grado soportable” de desigualdad, está diciendo más bien “grado tolerable”, grado éticamente admisible, un grado deseablemente bajo. Está pensando en la fórmula de Rousseau: “Que todos tengan lo necesario y nadie en demasía”. Sin abominar ya del hecho en sí de la desigualdad, y sin apostar por la proscripción de la propiedad privada, deja abierta, no obstante, la vía de una intervención política para moderar los contrastes, atenuar las distancias. El demofascismo liberal no habla de “grado soportable” en la acepción de Antonelle: está pensando en un grado “socialmente” sostenible, en una contabilidad del sufrimiento y de su aguante, en la magnitud de desigualdad que cabe reproducir sin que acontezca un estallido social… La “soportabilidad” no es ya “ética”, sino socio-estadística, objeto de pesquisa.

Si todavía se puede ensanchar la brecha socio-económica sin que ocurra nada importante, esa brecha debe profundizarse”. Este es el axioma que se está aplicando, con el pretexto de la crisis, en muchas democracias occidentales… Está claro, valga el ejemplo, que, en España, el “grado soportable” de desigualdad es hoy mayor, a pesar de todo, que el “grado efectivamente soportado”, por lo que, calculadamente, se martilleará todavía más a los desfavorecidos. “Ya que los humildes y los pobres de España pueden sobrellevar un grado mayor de desigualdad, los haremos un poco más humildes y bastante más pobres”.

Antonelle clamaría ante esta perspectiva: su “grado soportable” es, casi, una determinación crítico-cultural, una conclusión ético-filosófica; y su deseo es, inequívocamente, el de una atención reparadora a la fractura social, el de un acortamiento progresivo de la distancia material entre ricos y pobres…

IV)

Contra el liberalismo del siglo XXI, Babeuf y Antonelle esgrimen, desde el ayer, “discursos de la verdad”, unívocos, sin doble fondo, sin trastienda… Cabe optar por uno o por otro, pero ese discurso “dice” lo que se piensa y no solo “piensa” lo que se dice.

En la actualidad, el progresismo liberal, de estructura netamente cínica (Sloterdijk), “piensa” efectivamente lo que tiene que decir pues ha de dosificar la mentira, la media verdad, el silencio, la reiteración hipnótica…; pero ya no “dice” lo que piensa. Se calla lo que de hecho piensa, por razones de cálculo electoral, de “política de la realidad”, de preservación de los intereses hegemónicos, de gestión de la opinión pública,… “Saber lo que se hace y seguir adelante”: esta es la fórmula del cinismo contemporáneo. “Conocer la infamia de lo que se hace, el horror que se propende, y perseverar no obstante en lo mismo”.

Los agentes políticos que, por acercar la argumentación, hoy en España están acabando con un engendro conocido como “Estado del Bienestar” (¿bienestar de quién?, ¿qué bienestar?), los actores empeñados en dinamitar a conciencia ese tinglado, aún así engañoso, proclaman justamente estar tomando medidas “impopulares” para salvarlo. Saben lo que hacen (desmantelar una modalidad de gobierno de las poblaciones que ya no les sirve, aunque con ello se ahonde la grieta social), pero no lo dicen. Saben lo que hacen (fingir, engañar, idiotizar, en beneficio de los opulentos), y siguen adelante.

V)

Aquel formidable laboratorio socio-político de la Modernidad que los historiadores nombraron “Revolución Francesa” anticipó ya casi todas las propuestas que habrían de desarrollarse en los siglos siguientes. En aquellos años, despuntaron las formas vigentes del utopismo revolucionario, del reformismo, del terrorismo (sectario y de Estado), del conservadurismo democrático, del populismo, del despotismo de las burocracias,… Solo una opción, la más terrible, puede presumir hoy de no estar “preconcebida” en aquellas turbulencias de fines del XVIII; solo una opción puede presentarse como “radiante novedad”: el demofascismo occidental, síntesis de docilidad en las poblaciones, disolución de la diferencia en inofensiva diversidad, expansionismo exterior, dulcificación de las posiciones subsistentes de autoridad e invisibilización de los mecanismos de poder y de las estructuras de dominación. La forma de subjetividad (única) que le corresponde es el “policía de sí mismo”. Y, al nivel de los discursos y de las prácticas políticas, el rasgo que lo distingue es el de un cinismo insuperable (9) .

Ante lo que ha significado en la contemporaneidad un Obama a escala global (o un Zapatero, en nuestro Estado), vale decir: la personificación del demofascismo, del cinismo liberal, Babeuf y Antonelle, a pesar de sus discrepancias, hubieran vuelto a luchar juntos. Nosotros, estando de acuerdo con uno y otro en tantas cosas, apenas lo hicimos…

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NOTAS

(1) El Tribuno del Pueblo, Ediciones Roca, México, 1975 (compilación de los más importantes escritos de Graco Babeuf, aparecidos en el periódico del mismo nombre en la década de los noventa del siglo XVIII). La polémica con Antonelle se recoge en el número 42 de El Tribuno del Pueblo, en el artículo titulado La posibilidad del comunismo” (págs. 115-142 del libro publicado por Ediciones Roca).

(2) “¿No ven que ya no se guillotina, que no se fusila, que no se nos ahoga como en tiempo de Robespierre, y que se dice y escribe más o menos lo que se quiere? ¿De qué os quejáis? (…) Pero el pueblo no ve en la creación de este rebaño de esclavos más que el medio de que se sirven todos los déspotas para multiplicar las raíces y sostenes de sus dominación. El pueblo no percibe ya las formas populares, democráticas, republicanas; se ve aniquilado, se ve reducido a nada (…). La República se sabe decepcionada, engañada, traicionada; conoce que se halla realmente bajo un gobierno aristocrático” (Gobierno Revolucionario: talismán que oculta todos los abusos”, op. cit., págs. 16-19). Este mismo análisis se retoma en “El Manifiesto de los Plebeyos”: “En vosotros (dirigentes) se nota el gran efecto de la moral del día, cuyas admirables máximas son: paz, concordia, calma, reposo, a pesar de que morimos casi todos de hambre; fijado está definitivamente, tras seis años de esfuerzo para conquistar la libertad y la felicidad, que el pueblo será vencido; resuelto está que todo debe ser sacrificado a la tranquilidad de un pequeño número; la mayoría no está aquí abajo más que para satisfacer sus pequeños placeres” (op. cit., pág. 43).

(3) En El Manifiesto…”, Babeuf adelanta la crítica de las estrategias políticas “entristas”, que confían en transformar el sistema político burgués participando en las instituciones y en el juego electoral. La “actualidad” de su denuncia es sorprendente, y no solo en lo que concierne al Estado español…

Dicen (los ultrapatriotas): Es necesaria la táctica; es necesario que los patriotas sepan ser políticos. Bien sabemos que todos los derechos del pueblo son usurpados o violados; bien sabemos que es avasallado y desgraciado. Pero no podemos salvarlo más que gradualmente. Hagamos como que damos nuestro asentimiento al gobierno usurpador (…), pero conservaremos contra él nuestra segunda intención. Trataremos de aumentar nuestro partido, ganando de nuevo a la opinión pública; y cuando seamos bastante fuertes, nos lanzaremos sobre los fautores de opresión. He aquí una mala imitación de Maquiavelo (…).

Pero los patriotas, con su sistema de silencio y de segundas intenciones, se engañan ellos mismos. Creen, como he dicho, que el gobierno no ve nada de lo que proyectan ni de lo que quieren hacer; sin embargo es él quien ve todo. Los patriotas, además, piensan que el pueblo percibe su secreto, que lo comparte y que se unirá a ellos cuando lo deseen. Pero es precisamente el pueblo, al que no se le comunica nada, al que no se le dice ya nada contra los que dirigen; es precisamente el pueblo el único engañado con el pretendido misterio. No lo comprende (…), se vuelve completamente indiferente y ajeno a los asuntos públicos(…).

El pueblo se aísla de este puñado de patriotas activos, el cual, solo y abandonado, se convierte en la pequeña, muy pequeña, “facción de los prudentes”, objeto de burlas, porque, de tan débil que es, resulta nula e impotente. Es así como la bonita política de los patriotas se vuelve contra ellos mismos.

El gobierno (…) aplaude el sistema del silencio (…). Tenderá también a diseminar a este resto de patriotas (…). Consentirá incluso en colocarlos dentro de la administración (…), para que se transformen en hombres vinculados al gobierno y al orden establecido (…). El pueblo, ya fatigado e indiferente (…), no pensará más que en el pan.

¡Y todo ello será el resultado de nuestra famosa táctica, de nuestra política incomparable!” (en El Manifesto…”, op. cit., págs. 52-54).

(4) “Escuchad a Diderot: (…) Discurrid tanto como os plazca -dice- sobre la mejor forma de gobierno; nada habréis hecho mientras no destruyáis los gérmenes de la codicia y de la ambición (…). En la mejor forma de gobierno es necesario que haya imposibilidad para todos los gobernados de devenir más ricos o más poderosos que cada uno de sus hermanos” (El Manifiesto…”, op. cit., pág. 74).

(5) En “La posibilidad del comunismo”, op. cit., pág. 121.

(6) “Que únicamente la democracia puede asegurarles su felicidad (…). Que se le demuestre esto enseguida, y enseguida el pueblo se despertará, aunque esté profundamente adormecido, y será conquistado para él mismo y para sus verdaderos defensores” (en El Manifiesto…”, op. cit., pág. 58).

(7) El diez de mayo de 1796 la policía del Directorio detiene a 47 “patriotas”, Babeuf entre ellos, precisamente por conspirar, por organizar la llamada “Conjura de los Iguales”. El editor de El Tribuno del Pueblo será condenado a muerte…

(8) En La posibilidad…”, op. cit., pág. 115.

(9) Remitimos a nuestro ensayo El enigma de la docilidad, reeditado por Virus en el otoño de 2009.

Grado soportable de desigualdad en las fortunas PDF

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En forma de libelo, «Grado soportable de desigualdad en las fortunas» ha sido publicado, en Valencia, por Ediciones Marginales: https://edicionesmarginales.wordpress.com/2019/01/10/novedad-antonelle-contra-babeuf/?fbclid=IwAR0rlCcbO-TEQKJ4GnNxpbyRcTnHvGP4crWoTDnatRgYSueqang792y-mxs

Pedro García Olivo
Buenos Aires, 17 de febrero de 2019
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

SI ALGUIEN TE PREGUNTA POR NUESTRA AUSENCIA (NO MÁS GITANOS)

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Aproximación a un etnocidio europeo contemporáneo

1) IDIOSINCRASIA ROMANÍ

Es evidente que el pueblo gitano ha defendido desde tiempo inmemorial unas peculiaridades socio-culturales que lo hicieron reconocible como tal, determinaciones de hondura hoy a un paso del desvanecimiento. Esa alteridad, un modo romaní de “ser otro”, deviene como proceso y producto civilizatorio, como condición psíquico-cultural estabilizada durante siglos, y no debe confundirse con la etnicidad en sentido estricto, física o anatómica.

En los parágrafos siguientes, procuraremos aproximarnos a los rasgos fundamentales de la idiosincrasia histórica (o tradicional) romaní.

A) Nomadismo

Desde nuestra perspectiva, el nomadismo aparece como un rasgo definidor de la idiosincrasia romaní, motivo invariable y recurrente (“ausencia de domicilio conocido”, “vagabundeo”, “vida de bohemios”, “errancia”,…) de las medidas históricas de persecución de este pueblo.

Distingue a esta hechura errante del pueblo gitano, incontrovertible en nuestra opinión (“Soy caló de nacimiento./Yo no quiero ser de Jerez;/ con ser caló estoy contento”, dice un cante antiguo) , una sorprendente doble particularidad:

.- Se trata, por un lado, de un “vagar específico”, que no encaja en el modelo propuesto por los antropólogos y etnólogos para el resto de los pueblos viajeros: no se define como un dispositivo de adaptación a condiciones medioambientales severas, en un ámbito territorial definido, como en el caso de los nómadas de África, Asia o de los círculos polares (J. Caro Baroja), sino que se despliega en todas direcciones, desde su probable origen remoto en la India. Abriéndose en abanico, los itinerarios gitanos dan a menudo la sensación de atender a criterios supra-racionales, a pulsiones de la fantasía, cuando no del capricho, a designios de la imaginación, como si quisieran avalar la metáfora desdoblada de Ch. Baudelaire: “Así como los poetas son los gitanos de la literatura, los gitanos son poetas en el vivir”.

.- Históricamente, por otro lado, convirtió a los romaníes en extraños, en forasteros; pero, asimismo, en extranjeros de un tipo específico, singular, que no cabe en el esquema trazado por sociólogos como Z. Bauman: desestimaron con osadía la integración, vindicando una laxa convivencia; y perseveraron testarudamente en la auto-segregación y en la defensa de su idiosincrasia.

Este nomadismo, por último, salva a la comunidad tanto del poder domesticador de la vivienda (P. Sloterdijk) como de las técnicas de subjetivización desplegadas por las administraciones a fin de configurar lo que P. Bourdieu llamó “espíritus de Estado”.

B) Oralidad

La oralidad no señala una imperfección o una carencia, sino una modalidad particular, en absoluto inferior, de elaboración y transmisión cultural. Los gitanos, en este sentido, no son “á-grafos”, “an-alfabetos” (¿por qué definir la singularidad en términos de una ausencia?): vivencian una cultura de la oralidad, en expresión de A. R. Luria, E. A. Havelock, W. Ong y otros.

Según W. Ong, la oralidad responde a una “psicodinámica” propia, distinta; genera estructuras de pensamiento, de expresión y de la personalidad también privativas; y se manifiesta en un estilo de vida peculiar (“verbomotor”, en expresión de M. Jousse). Marca, así, poderosamente, la idiosincrasia gitana, estableciendo reveladoras similitudes entre el pueblo Rom y otras colectividades humanas sin escritura. Subrayaremos, a continuación, algunos de sus aspectos fundamentales:

A) La condición oral fortalece, antes que nada, los lazos comunitarios (exige al otro, tanto en el acto del pensamiento como en el de la expresión) y cancela la primacía del “individuo”.

La prevalencia (ontológica, epistemológica, axiológica y también sociológica) del “individuo” en las sociedades occidentales deriva de una separación del Sujeto y del Objeto, de la interioridad humana y la exterioridad, del Yo y del Mundo, desencadenada —o, al menos, acelerada—, según E. A. Havelock y el propio W. Ong, por la aparición de la escritura y por la alfabetización sistemática de las poblaciones: “Más que cualquier otra invención particular, la escritura ha transformado la conciencia humana”.

B) La oralidad determina, en segundo lugar, un pensamiento “operacional” y “situacional”, que restringe el uso de clasificaciones, divisiones, categorías, conceptos,… y no se aviene bien con la lógica pura, con los silogismos y las deducciones formales (A. R. Luria, J. Fernández), oponiendo así un dique a la expansión altericida del pensamiento abstracto —del que tanto se enorgullece Occidente. En nombre de una u otra abstracción (Dios, Patria, Revolución, Humanidad, Democracia, Progreso, Estado de Derecho,…) se han perpetrado todo tipo de masacres, genocidios, etnocidios —lo recordaba M. Bakunin.

C) El pensamiento operacional (reacio a los idealismos, ahuyentador de la metafísica) suscita, por último, una atención preferente a “lo más cercano” —a lo tangible, a lo inmediato. De ahí la riqueza y abigarramiento de las formas de ayuda mutua, de colaboración o cooperación, saturadoras de la vida cotidiana romaní y estigmatizadas por los vocablos payos opuestos a un tan intenso particularismo, como denunció M. Fernández Enguita (“partidismo”, “nepotismo”, “amiguismo”,…).

Contra esta cultura de la oralidad, y los innegables valores que sustenta (auto-organización, rechazo del belicismo, apoyo mutuo, anhelo eco-homeostático,…), las sociedades mayoritarias dispusieron con diligencia programas de alfabetización en sí mismos altericidas: suprimen modalidades de expresión, estructuras de pensamiento, conformaciones de la subjetividad, estilos de vida, clases o tipos de hombre —antropodiversidad que, como apuntó W. Ong y lamentó E. M. Cioran, en modo alguno cabe ya restablecer. El hombre oral será eliminado escrupulosamente de la faz de la tierra, borrado para siempre del “paisaje de los homínidos”.

C) Laborofobia

Determinada en parte por el nomadismo, esta fobia se expresa en una muy característica resistencia al trabajo alienado (para un patrón o bajo la normativa de una institución, en dependencia) y en un atrincheramiento en tareas autónomas, a veces colectivas, en cierto sentido libres. “Era un dolosito, mare, / ver los gachés currelá”, decía, a propósito, la letra de un cante antiguo, recogida por Demófilo…

Así se manifiesta en la lista de sus profesiones tradicionales: herreros y forjadores de metales, músicos, acróbatas, chalanes y traficantes de caballos, amaestradores de animales, echadores de la buenaventura,… La artesanía, el pequeño comercio y los espectáculos, en fin, como conjuro contra la peonada agrícola, el jornal fabril o el salario del empleado.

Así como se reprime el nomadismo y se destruye la oralidad, las instancias homogeneizadoras de las administraciones centrales, regionales y locales combaten puntual y celosamente dicha “salariofobia”. Lo atestigua el sociólogo gitano M. Martín Ramírez.

En la medida en que sus estrategias tradicionales de subsistencia se obstruyen jurídicamente (reglamentaciones, permisos, impuestos,…), o se ilegalizan sin más, los gitanos se ven en parte abocados a lo que T. San Román llama “economía marginal”, un espacio nebuloso en el que ni el oficio ni el trabajador existen preceptivamente, como materia de legislación: chatarreros, recogedores de cartones y otros recicladores varios, vendedores de periódicos sociales, menudeadores irregulares o esporádicos, etcétera.

D) Sentimiento comunitario

Inducido por la oralidad y reforzado por el nomadismo, vinculado también a ciertas implicaciones de la autonomía laboral (economía familiar, labor en grupo, cooperación tribual), un férreo sentimiento comunitario se ha asentado para siempre en la idiosincrasia romaní.

El clan étnico, la familia, la organización del parentesco, etc., son temas que obsesionaron a la gitanología de todos los tiempos y sobre los cuales merodea la mirada de la antropología y la etnología modernas. Se ha sugerido, desde esas esferas, una evolución del matriarcado al patriarcado; una deriva difusa que, respetando el papel central del vínculo comunitario, habría preservado, en cierta medida, extemporales relaciones de complementariedad entre los géneros. La imagen dibujada por M. Gimbutas para La Vieja Europa —“una cultura matrifocal y probablemente

matrilineal, igualitaria y pacífica”, en sus palabras—, que otros autores, R. Martínez entre ellos, han considerado perfectamente aplicable a la Civilización del Indus, precisamente en el territorio de origen de las migraciones romaníes, podría proyectarse también sobre un punto remoto de la conformación histórica del pueblo gitano. En este sentido, se ha recalcado la dimensión educativa y moralizadora de la mujer, que en modo alguno decae en el patrigrupo, conservando o asumiendo funciones cardinales de mediación en los conflictos y de asesoramiento directriz.

Derivado de este vigorizador vínculo comunitario, se conserva en la gitaneidad un alto concepto de la ayuda mutua, en sus tres variantes: favor personal, labor colectiva y atención constante a las necesidades de cada miembro del grupo. Cabe sostener que el individuo es un constructo occidental; y que en el mundo gitano, como en el indígena y en el rural-marginal, la primacía ontológica, epistemológica, ética y sociológica recae en la Comunidad. Cada gitano que se ofrece a la vista, más que un “individuo”, sería una fibra de comunidad.

Pero, también al exterior del clan, la ayuda mutua se materializa de forma sorprendente, testimoniando una conciencia étnica general, un sentimiento identitario que trasciende del parentesco. Fue uno de los pocos rasgos gitanos que M. Cervantes no demonizó en sus obras; índole que P. Romero ha subrayado incluso allí donde la huella demográfica de los romaníes es pequeña y la distancia entre los grupos enorme: Colombia.

E) Derecho consuetudinario gitano (la Kriss Romaní)

Análogo al “derecho consuetudinario indígena” (C. Cordero), consiste en una modalidad pacífica, dialogada, demoslógica, de resolución de los conflictos, en la desatención de la ley positiva de los Estados y orientada a la restauración de la armonía en la comunidad —neutralización del Problema, padecido por todos, que se ha manifestado a través del error de un hermano (J. P. Clébert).

Como el indígena, el gitano no cree en los códigos de justicia de la sociedad mayoritaria y no recurre a sus aparatos judiciales. En ambos casos, está mal visto por la colectividad que un miembro apele a las instancias exteriores (comisarios, jueces, tribunales,…), pues el grupo dispone casi desde siempre de su propio sistema jurídico, de su propia forma de derecho.

No se trata de una justicia vengativa, sino reparadora, ya que no busca tanto el castigo del individuo como la elucidación de la clase de mal que acecha a la comunidad y altera su buen vivir. En esta consideración de un problema intersubjetivo y de una responsabilidad de la comunidad toda tanto en su aflorar como en su solución, se sitúa en las antípodas de los códigos de justicia occidentales —con su idea de una “culpa individual” atribuida y redimida por pequeñas corporaciones separadas de expertos.

Como corresponde a un pueblo oral, los procedimientos y las providencias del derecho consuetudinario no obedecen ya a una codificación abstractiva de crímenes y de correctivos paralelos, a una formalización de valores o derechos universales y de sanciones para quienes los quebranten, sino que derivan de las situaciones concretas, de lo singular de cada incidente, aspirando a una reparación particularizada, contextualista en grado sumo, sin otro norte que la regeneración de la Vida Buena —vivir en el bien, “korkoro”. Así se administraba también la justicia, según A. Havelock, en la Grecia presocrática…

El asunto se alumbra y se comenta en los distintos escenarios de la sociabilidad gitana (familias, círculos de compadrazgo, ámbitos de la labor y también de la diversión, momentos de la tertulia,…), provocando “mediaciones” diversas, en las que las mujeres juegan un papel muy importante (“shuvlais” o “shuvanis”: maestras-asesoras-brujas), antes de parar en el tribunal que reúne a los litigantes o encausados y que sancionará la opinión que la comunidad en su conjunto —de un modo informal, no-reglado, pero también cauteloso y prevenido a su manera— se ha forjado de hecho.

La función del presidente de la Kriss, del Consejo de Ancianos, de la líder femenina, así como el papel de las diversas reuniones o asambleas en las que el problema se trata, varían de un colectivo a otro, sin afectar nunca a esta índole esencialmente “demoslógica” de la modalidad gitana de resolución de los conflictos. Hablamos de índole “demoslógica”, en lugar de “democrática”, para subrayar el carácter participativo, “popular”, deliberadamente horizontal, no mediado, de esta manera de hacer las paces.

El protagonismo y, sobre todo, la eficiencia de la comunidad en el restablecimiento de la cohesión

del grupo, en la reposición del concierto y buena correspondencia general, descansa sobre una circunstancia reflejada de mil maneras en las elaboraciones culturales romaníes: cada gitano particular orienta su vida, su sociabilidad toda, a la obtención y preservación de la estima, a ganar, conservar, o recuperar lo antes posible, el aprecio de sus compañeros.

Esta forma consuetudinaria de derecho caracteriza a las llamadas “sociedades sin Estado”, entre las que se incluye la gitana tradicional.

F) Educación clánica gitana

He aquí los rasgos fundamentales de la modalidad romaní de educación comunitaria, estructuralmente contrapuesta a la forma-Escuela:

1) Se trata, en primer lugar, de una educación de, en y por la comunidad: todo el colectivo educa a todo el colectivo a lo largo de toda la vida…

2) Educación en libertad, a través de relaciones espontáneas, desde la informalidad y la no-regulación administrativa. En este contexto, la educación sencillamente se respira…

3) Educación sin auto-problematización, que ni se instituye como esfera separada ni segrega un saber específico. No cabe aislar el aprendizaje de los ámbitos del juego y del trabajo (J. M. Montoya: “el niño gitano aprende jugando en el trabajo”).

4) Educación que excluye toda “policía curricular del discurso”, toda forma de evaluación por individuos (solo la comunidad confiere o retira la estima) y toda dinámica de participación forzada (activismo bajo coacción).

5) Educación reproductora de un Orden Social Igualitario, con prácticas tradicionales de autogobierno demoslógico; sistema afirmado sobre una fórmula económica comunal y expresado en una vida cotidiana no-alienada, en sí misma formativa, surcada por las diversas figuras de la ayuda mutua.

6) Su objetivo sería la Vida Buena —“buen vivir”, “vivir en el bien”—, entendida como armonía eco-social, evitación del problema, libertad gitana (“korkoro”).

G) Anti-productivismo

Toda la cadena conceptual del productivismo capitalista, tal y como se describe en las obras de J. Baudrillard, M. Maffesoli, H. Lefebvre y otros, resulta profundamente antipática, francamente repugnante, al pueblo tradicional gitano. Maximización de la producción, acumulación individual de capital, entronización de la óptica inversión-beneficio, soberanía del mercado también al interior del grupo, consumo incesante; y, en la base, “trabajo” y “necesidades”, por un lado, y “explotación de la naturaleza”, por otro. He aquí una secuencia que los romaníes detestan como paya y que reconocen adversa.

La economía gitana tiene por objeto la mera autoconservación del grupo, la simple provisión de los medios de subsistencia. Como su alimentación (“aleatoria”), respondiendo a las exigencias de la vida nómada, es muy sencilla y se basa en la recolección (bayas, setas, raíces, hierbas, frutos silvestres,…) y en la caza furtiva (de pequeños mamíferos, de reptiles, de aves, usando trampas, cepos y lazos), con un suplemento posterior de cereales y de leguminosas posibilitado por el trueque y por las eventuales retribuciones monetarias, los gitanos pudieron arraigar en aquella “dulce pobreza” cantada por F. Hölderlin, un “humilde bienestar” que los eximía de mayores servidumbres laborales y permitía la salvaguarda de su práctica singular de la libertad.

En este punto, la similitud con el ideal quínico, profesado por la Secta del Perro, con Diógenes y Antístenes al frente, es notable: en ambos casos, la libertad (autonomía personal, soberanía sobre uno mismo), postulada como condición de la felicidad, exige una renuncia al trabajo enajenador, a la dependencia económica, por lo que se expresará en un estilo de vida deliberadamente austero, definitivamente sobrio. Esto los aleja del “hombre económico”, del payo mayoritario, que ya no sabe organizar sus días de espaldas al capital, como denunció bien pronto el cante: “Gachó que no habiya motas [que no tiene dinero] / es un barco sin timón”.

La exclusión del productivismo (y de la razón instrumental, crasamente económica, en que se asienta) viene en parte determinada por la condición nómada, que favorece la actividad recolectora en elusión de la agricultura, la caza alimenticia en detrimento de la industria cárnica, la artesanía elemental contra la complejidad fabril, el pequeño comercio de subsistencia frente al tráfico mercantil masivo y, en la base, la propiedad familiar o clánica en perjuicio de la acumulación individual (J. Bloch). Además, en la medida en que la vida errante ubica a sus actores en una especie de presente ensanchado, en un tiempo ahora insuperable, forzándoles a desenvolverse sin proyecto, sin programa; en esa proporción, la estructura de pensamiento nómada-oral se resguarda eficazmente, por un lado, de los idola fundadores del Productivismo, de sus cláusulas metafísicas (Naturaleza, Necesidad, Trabajo, Progreso,…), y, por otro, de su criterio de racionalidad, puramente estratégico o instrumental (voluntad de empresa, lógica contable, plan teleológico,…). En relación con este último aspecto, podría hablarse de una cierta impermeabilidad tradicional romaní al fenómeno técnico (en la acepción no-restrictiva, no meramente maquinística, de J. Ellul: búsqueda privilegiada de la eficiencia, de la opción racional óptima).

El anti-productivismo gitano, por último, plegado sobre prácticas y estrategias de supervivencia que podríamos llamar eco-biológicas, apenas lesiona el medio ambiente, apenas deja huella destructiva en la biosfera.

Perfectamente asumido por los propios gitanos, este anti-productivismo romaní, con la prioridad que confiere a la dimensión espiritual, pero también a las cosas más concretas y a los seres más cercanos, a lo lúdico, a la felicidad inmediata como valor, a la idea de libertad —expresión, en definitiva, de una terrenidad no-materialista—, ha seducido asimismo a no pocos payos ilustrados. Pensemos, p. ej., en “Kismet”, el bello poema de R. M. Rilke.

H) Aversión al Estado y a sus lógicas políticas

La idiosincrasia gitana ha sido siempre violentada por el poder del Estado, de un tipo u otro: ha padecido bajo el liberalismo, el fascismo y el comunismo. Desde la consolidación del Estado moderno, las administraciones locales, regionales y centrales advirtieron en el temple romaní un surtidor de contestación, un emanadero de disconformidad, y se dispusieron a cegarlo por todos los medios. En la base de esa operación, tendente al exterminio de la diferencia gitana, F. Grande situó “el rencor ante una manera de vivir que contiene la insumisión”.

El fascismo exhibió ante los gitanos su índole manifiestamente “racista” (perseguir la destrucción del otro, y no su reforma o conversión, en términos de C. Castoriadis); y cerca de 400.000 romaníes fueron eliminados en los campos de exterminio, casi la cuarta parte de la población gitana estimada para la época.

Bajo el comunismo, los gitanos fueron sedentarizados manu militari y como si se les hiciera un enorme favor. El ataque a su diferencia fue frontal: fin del nomadismo y de la oralidad, cancelación de su autonomía laboral, erosión de los vínculos familiares, escolarización destructora de la educación clánica, inculcación metódica de la lógica productivista,…

Liberté, película de T. Gatlif, arroja luz sobre el modo en que el liberalismo, incluso en sus formulaciones progresistas o izquierdistas (“sobre todo en ellas”, deberíamos decir), atenta contra aspectos esenciales de la idiosincrasia romaní. Alfabetizar, escolarizar, sedentarizar y regularizar la actividad económica no constituye solo una declaración de guerra a la tenacidad de la otredad gitana: garantiza, de facto, su erradicación. El Estado de Derecho, clave del fundamentalismo liberal, con su exigencia de igualdad ante la ley y con la hipocresía de su discurso multiculturalista, diluye la idiosincrasia romaní en la delicuescencia del folclor, del pintoresquismo, de la mera variación.

Que la Política (liberal, con referente estatal) es un asunto no-gitano apenas puede discutirse, pues la organización socio-política romaní, como apunta J. Salinas, miembro de Enseñantes con Gitanos, “consiste en la ausencia de estructuras de poder permanentes, transversales a los grupos de parientes”. La toma de decisiones colectivas, en ese contexto, adopta un carácter demoslógico, como hemos descrito al abordar la Kriss. De manera fluida e informal, los asuntos se comentan en los distintos ámbitos de la sociabilidad romaní, de reunión en reunión, en medio de un desorden aparente, hasta que termina fluyendo el criterio unitario de la comunidad, el parecer acorde del grupo. Cuando se debe tomar una resolución con urgencia, pesa particularmente la recomendación de los Ancianos, hombres y mujeres de respeto. Como los “líderes sin autoridad” de P. Clastres, el jefe del clan se encarga de llevar a la práctica el veredicto unánime, de traducir en hechos la opinión forjada por el grupo.

Comunidad desestatalizada, el pueblo Rom padece hoy la muy interesada invitación paya a que sus miembros ingresen en los partidos democráticos y en el conjunto de las instituciones públicas, como ha ilustrado J. Ramírez-Heredia, diputado gitano.

2) PERSECUCIÓN DE LA DIFERENCIA GITANA

A) Dos tecnologías para el altericidio: del Pogrom al Programa

La persecución de la otredad romaní ha transitado desde el Pogrom —en acepción ampliada del término— hasta el Programa, con diferencias de ritmo según los países.

Denominamos “Pogrom” a la tecnología primaria (virulenta, impregnada de violencia física) de erradicación de la diferencia, que se concreta en la sedentarización forzada, en la expulsión, en el apresamiento general, en la esclavización, en la masacre y en el genocidio. El “Programa” sobreviene cuando se reconoce al gitano la entidad de persona, sujeto de derecho, ciudadano, referente de garantías constitucionales en una sociedad de iguales ante la ley. Es entonces cuando se le erige en el objeto de un sinfín de proyectos, iniciativas, disposiciones, estrategias (“programas”), tendentes a facilitar su inserción en la sociedad mayoritaria. Acontece al fin lo que B. Leblon nombró “la aniquilación de los gitanos por la vía pacífica de la integración”; un exterminio de la idiosincrasia gitana por absorción de la fracción mayor “diversa” y expulsión del residuo inasimilable.

B) El paradigma español

Según B. Leblon, en España, desde los Reyes Católicos hasta fines del siglo XVIII, se aplicó una política de sedentarización casi única en Europa —lo normal era la expulsión—, que propendía la extinción de los gitanos por la vía discreta de la integración. “La sedentarización —sostiene— no era más que la primera etapa de un genocidio suave (…), un proyecto de exterminio del pueblo gitano”. Estaríamos ante un altericidio absoluto, si bien por vías no racistas: se aspira a reconvertir al otro, a suprimir su alteridad para hacerlo afín a lo nuestro.

A los gitanos se les persigue en la Península por su inobediencia. Y son indóciles por defender su idiosincrasia ante los poderes que pretenden disolverla. Todas las disposiciones padecidas por los gitanos se orientan contra ellos en la medida en que representan una opción vital y una disposición de la afectividad y del pensamiento que el lenguaje periodístico de nuestros días nombraría “anti-sistema”.

He aquí algunos hitos de esa persecución, en los tiempos del Pogrom:

Pragmática de 1499. En palabras de A. Gómez Alfaro: “A partir de la pragmática firmada en Madrid por los Reyes Católicos en el año 1499, la reducción de la «vida gitana» pasaría por la fijación domiciliaria y la dedicación a «oficios conocidos» (…). Se trataba de una peculiar «ley de extranjería» que concedía un plazo para la normalización, confiando en que abandonarían el Reino voluntariamente quienes rechazasen la permanencia tal y como les era ofrecida, y disponiendo a tales efectos una progresiva punición: azotes, cárcel, expulsión forzosa, corte de orejas para identificar a los reincidentes…”.

Ley de 1695. Se prohíbe a los gitanos salir de sus casas por otro motivo que no sea el cultivo de los campos. Pena de muerte si van armados.

Ley de 1717. Designa 41 pueblos como residencia exclusiva de los gitanos, donde vivirían estrechamente vigilados. ¿Gueto diseminado?

Ley de 1746. Añade 34 ciudades a la lista anterior, con la siguiente distribución: una familia por cada cien habitantes, sin permitir nunca más de una por calle o por barrio y con la obligación de mantenerse separadas.

Gran Redada de 1749. “Prisión simultánea, el día 30 de julio, en toda España, de 12.000 personas, hombres, mujeres, ancianos y niños” (A. Gómez Alfaro). Fueron ubicados en depósitos y arsenales, para su explotación como mano de obra, en régimen de trabajos forzados. “Apenas llegaron al centenar y medio los supervivientes de la redada cuando, dieciséis años más tarde, se decidiera su liberación, no tanto por motivos humanitarios, como por la falta de rentabilidad de aquella población, ya prematuramente envejecida, ya enferma y necesitada de una creciente asistencia sanitaria” (A. Gómez Alfaro). Con esta Prisión General de los Gitanos, el Pogrom alcanza su momento álgido, en una suerte de “solución final”…

Pragmática sanción de 1783. Concede libertad de oficios y domicilios a los “antes mal llamados gitanos”, pero conmina al abandono del nomadismo y de las ocupaciones irregulares, por lo que, según A. Gómez Alfaro, “respetando los propósitos de disolución social de toda la legislación anterior, recuperaba los principios de 1499”. Bajo el reinado de Carlos III se asiste, pues, a una modificación en la estrategia, ya que la pragmática se presenta como no-discriminatoria, en un aldabonazo de lo que hemos llamado “Pogrom difuso”.

El Programa empieza a respirar con la Carta Magna de 1931, que proclama la igualdad ante la ley de todos los españoles, si bien se perciben sus latidos en las disposiciones que derogaron la Pragmática sanción de Carlos III, en 1848. Secuestrado por el Franquismo (Reglamento de la Guardia Civil hasta 1978, Ley de Vagos y Maleantes, Ley de Peligrosidad Social,…), la Constitución de 1978 le presta alas definitivamente: cese de discriminaciones legales, igualdad de derechos… Puesto que la discriminación “a-legal” y la desigualdad “de hecho” no admiten embozo, el Programa podrá continuar con la empresa histórica de supresión de la gitaneidad justificando sus realizaciones (planes, agencias, proyectos,…) como paliativos.

Un escritor romaní manifiesta su amargura ante el devenir de la condición gitana en los tiempos que se proclaman respetuosos de la diferencia:

Ojalá no sea cierto lo que digo; pero, por este camino, los gitanos tendremos que disfrazarnos para defendernos de los que nos quieren salvar a toda costa (…). Ser gitano es cada día más difícil y problemático, y parece que no tenemos más solución que acomodarnos en la marginación y en la pobreza o, al fin y al cabo, adherirnos a otras pautas, a otras normas, a la otra cultura, dejando de ser gitanos a nuestro propios ojos y a los ojos de los demás” (A. Carmona Fernández).

No obstante, la mayor parte de los romaníes “cultos”, filtrados por el aparato educativo payo, (diplomados, licenciados, doctores…), han sido reclutados para el integracionismo y colaboran en la deslavadura programada de la idiosincrasia gitana. Bajo el concepto de “integracionismo” englobamos las diversas líneas de reflexión y de praxis política reformista que, escudándose en la necesidad de promover, para todos los ciudadanos, una efectiva igualdad ante la ley (combatiendo discriminaciones reales, posiciones de partida desventajosas, estereotipos que cunden en la opinión pública e incluso en los aledaños de la Administración, enfoques ideológicos o prejuiciados, etc.), alientan en realidad la adaptación de la alteridad psicológica y cultural a las pautas hegemónicas en la sociedad mayoritaria; es decir, la cancelación de la diferencia en el carácter y en el pensamiento, la supresión de la subjetividad y de la filosofía de vida otras, en beneficio de la mera incorporación a los valores y a las estructuras socio-políticas de las formaciones democráticas occidentales —consideradas, de modo tácito o explícito, ora superiores, ora preferibles. Desmoraliza que esa perspectiva integradora, justificadora del statu quo, avalada para nuestro caso por T. San Román, tenga también eco en la producción académica calé y colonice sectores de aquel círculo payo que se soñaba “amigo del gitano”.

C) Alteración del modelo en el resto de Europa

Aunque en todo el continente se materializa el tránsito desde la virulencia primaria del Pogrom a la modernidad social-cínica del Programa, se acusan determinadas alteraciones regionales que cabe destacar. El Programa sanciona hoy su hegemonía en Occidente; pero esa primacía extendida, indiferente a la orientación neoliberal o socialdemócrata de los distintos gobiernos, se ha alcanzado siguiendo vías localmente particularizadas.

Con deslizamiento en las fechas, Francia reproduce el modelo de España, pero persiguiendo desde el principio la expulsión y no la sedentarización forzada y pesquisada: la primera reprensión oficial se da en 1539, con una orden de expulsión proclamada por el Parlamento de París; en 1660, Luis XIV ordena “a todos aquellos que se llaman bohemios o egipcios, u otros por el estilo, que abandonen el reino en el plazo de un mes, bajo pena de galeras u otro castigo corporal” (J. P. Clébert). Y, por fin, en 1682, también con Luis XIV, se alcanza el extremo del Pogrom, con una suerte de Gran Redada que apresa a todos los hombres y los condena a penas de galeras a perpetuidad (las mujeres serían rapadas si perseveraban en la “vida de bohemios”, y azotadas y expulsadas si reincidían tras el corte del cabello; los niños no aptos para las galeras serán recluidos en hospitales). El pasaje al Pogrom difuso, que prepara el advenimiento del Programa, en Francia se adelanta unas décadas: por el edicto de 1740, los gitanos ya no están obligados a abandonar el reino, sino a buscar trabajo —“coger empleos, ponerse en condiciones de hacerlo bien, o de ir a trabajar las tierras u otros menesteres y oficios de los cuales puedan ser capaces” (J. P. Clébert).

Por último, el tránsito francés al Programa, para el que la legislación revolucionaria de fines del XVIII había allanado las vías, se ve relentizado paradójicamente por la ley de 1912. Esta ley considera a todo gitano errante como “gente del viaje” y le obliga a presentar, ante cualquier requerimiento de la autoridad y en todas las localidades en que pernocta, un “carné antropométrico” sumamente complicado y en sí mismo humillante, visado por los agentes municipales (el jefe del clan debe aportar, además, otra cédula, esta colectiva, en la que se describe a todos los miembros del grupo). Plenamente vigente hasta mediados de 2015, este carné de nómada salva temporalmente al gitano vagante del sistema educativo estatal. En Bélgica, un carné de identidad de apátrida, renovado cada tres meses, permitía también la vigilancia minuciosa del nomadismo, con el efecto colateral de librar a los niños de las garras de la Escuela.

En Alemania, el Pogrom se manifiesta con toda su crudeza, bajo las coordenadas de un racismo desnudo que alcanza la cota decisiva de la eliminación física. Decretos de expulsión en los siglos XV, XVI y XVII; y ordenanzas de detención y ejecución inmediatas desde el siglo XVIII, en una prefiguración casi exacta de la “solución final” nazi. M. Block nos ha transcrito la ordenanza promulgada en Aquisgrán, en 1728:

Hemos decidido que si se divisa en el territorio de Aquisgrán a estos gitanos, bandidos armados y agrupados, y a otras bandas sin ley, se nos informe inmediatamente con el fin de mandar contra ellos la milicia necesaria; y la persecución se llevará a cabo con celo, al son de las campanas. En caso de ser alcanzados, lo mismo si los gitanos resisten como si no, serán ejecutados inmediatamente. De todas formas, a aquellos a quienes sorprendieran y no pasaran a la contraofensiva, se les concederá como máximo media hora para arrodillarse e implorar, si así lo desean, del Todopoderoso, el perdón de sus pecados y prepararse para la muerte…” (citado por J. P. Clébert).

La sombra de este Pogrom visceral se proyectará en Alemania hasta el final de la II Guerra Mundial. La cámara de gas fue el destino, en 1945, de los 400.000 gitanos recluidos en campos de concentración. Terminada la guerra, el Gobierno Federal inaugura la fase del Programa.

En el Este de Europa, el modelo se ve alterado por una circunstancia relevante: la esclavitud romaní, que no puede darse por definitivamente cancelada hasta mediados del siglo XIX. Los gitanos pertenecían en cuerpo y alma a los soberanos y a los señores, jefes guerreros y terratenientes. Se vendían por familias enteras, adultos y niños, casi como ganado, en mercados terribles… En toda esta zona, el Programa se afirma bajo el período comunista, cuando los romaníes son considerados ciudadanos como los demás, en ausencia de toda discriminación. Tras el fracaso del socialismo real, se reactivará la pasión nómada de los romaníes, que empezarán a dispersarse por el área, recalando en distintos países —en todos ellos, con la Escuela como avanzadilla, les aguardará la versión capitalista del Programa…

En el Norte de Europa, los gitanos padecen en muy menor medida los horrores del Pogrom, pudiéndose desenvolver con considerable libertad, conservando mejor su idiosincrasia, confundiéndose y hasta mezclándose con otros grupos nómadas. Menos afectados por el Pogrom, caerán no obstante por completo en las redes del Programa, intensificado allí donde arraigan las administraciones “bienestaristas”.

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[Presento una síntesis de «La gitaneidad borrada», ensayo que aborda uno de los más invisibilizados etnocidios europeos contemporáneos. Fue compuesta por solicitud de la revista vasca Ekintza Zucena, donde apareció bajo el título «Si alguien te pregunta por nuestra ausencia» y con «No más gitanos» como segunda denominación. El estudio se puede descargar íntegro desde mi blog: https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2014/02/la-gitaneidad-borrada-si-alguien-te-pregunta-por-nuestra-ausencia.pdf%5D

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 16 de febrero de 2019

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

LA EXISTENCIA COMO LASTRE Y EL CONTRATIEMPO DE LA CRÍTICA

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Bajo la modernidad occidental, la existencia de las gentes queda definitivamente aherrojada bajo una forma doble de racionalidad estratégica; y nos desvivimos entre una lógica material depravada que nos lleva a comportarnos como meros «seres económicos» y una lógica insensata de la obediencia política que nos erige en lamentables «ciudadanos».

Pero no ha sido necesariamente así en todo lugar y en todo tiempo; y no siempre han actuado de esa manera casi todos los hombres y casi todas las mujeres.

Porque, contra la razón instrumental, se ha levantado en cualquier parte y en cualquier época, aunque ciertamente ayer más que hoy y allá más que aquí, una disposición negadora y festiva, dichosa e imprudente, aficionada a practicar la crítica como el último contratiempo y a combatir sin descanso esa vida ordenada que se padece como un lastre; una disposición, antiautoritaria por antipedagógica y libertaria por desistematizadora, que nombramos «lúdica» y sobre la que es casi imposible escribir sin una sonrisa entre los labios.

De ella saben los niños, las gentes que no se nos parecen, tantos locos hermosos, los marginales voluntarios, los perdedores esforzados y deliberados, los extraviados a consciencia…

Presento «En defensa de la razón lúdica», ensayo que forma parte de mi último libro («Antipedagogía. La vida como lastre y el contratiempo de la crítica»), obra en fase de revisión formal.

https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2019/02/en-defensa-1.pdf

Pedro García Olivo
Buenos Aires, 13 de febrero de 2019
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

TOPOGRAFÍA DE UNA RAZÓN LÚDICA SUBVERSIVA

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1. Juego reproductor
1. Para identificar, con toda precisión, el tipo de juego que cabe caracterizar como “reproductivo”, sobra con hojear la producción científica en torno al asunto. En las obras de los psicólogos, de los sociólogos, de los historiadores, de los investigadores académicos en general, se dibuja una interpretación del juego y de sus “bondades” que subraya su funcionalidad de cara a la adaptación social satisfactoria de los menores. El juego sería como una “herramienta” imprescindible para el desarrollo psicológico, cognoscitivo y socio-cultural de los niños… Propendería, de algún modo, la aceptación del mundo que le sirve de contexto, la asunción del orden social bajo el que se despliega. A este respecto, cabría retomar la crítica de J. Ellul a los planteamientos de M. Montessori: ¿Qué hay de “positivo” en una instancia (la Escuela o el juego) encaminada a facilitar la “integración” de la población, procurando hacer más dichosas, más felices, a unas gentes que, si atendemos a los rasgos objetivos de la sociedad en que se desenvuelven (injusta, opresiva, destructora…), deberían sufrir intensamente, hundiéndose en el desasosiego y en la desaprobación?
No solo se asiste a un “avance” de la ciencia contra el “juego libre”, procurando limar sus aristas críticas; también se invita a los adultos, a los terapéutas, a los padres, a los hermanos mayores en ocasiones, a intervenir en la esfera lúdica “reproductiva”, siguiendo las pautas de los científicos…
En razón de esta connivencia profunda, y como señalara en su día J. Huizinga, las sucesivas interpretaciones sobre el juego, emanadas desde el campo científico, pueden perfectamente sumarse las unas a las otras, insertándose en una lectura superior abarcadora. Cada autor subraya un aspecto, desarrolla una cuestión, aporta este o aquel matiz, pero siempre en la aceptación del terreno de juego establecido, sin cambiar el tablero y apenas moviendo piezas secundarias, por expresarlo de esta forma.
Esta índole complementaria de las aproximaciones académicas a la dimensión lúdica queda muy bien reflejada en la panorámica que nos ofrece A. Cabrera Angulo. No solo cabe conciliar perfectamente las distintas perspectivas, sino que, en determinados aspectos, llegan a solaparse, a superponerse:

“El foco de atención se ha centrado en cuatro funciones del juego: 1) las intrapersonales (capacitación personal para el desenvolvimiento social, desarrollo cognoscitivo de la propia individualidad, ejercitación de las facultades de exploración y compresión del mundo, adiestramiento en el dominio de conflictos, satisfacción de deseos…); 2) las biológicas (desarrollar habilidades básicas necesarias, liberar energía excesiva, relajarse, estimulación cinestética, ejercitar físicamente el organismo); 3) las interpersonales (desarrollo de las habilidades sociales y separación e individuación ante los grupos); 4) las socioculturales (imitación de papeles sociales, asunción de roles, reproducción de los caracteres sociales dominantes).

Y las teorías psicoanalíticas, desde S. Freud, enfatizarán el papel del juego en el desarrollo emocional del niño. Nos hablarán de su “función catártica” (exteriorización de sentimientos negativos, asociados a eventos traumáticos), del modo en que permite al menor asimilar y superar experiencias desagradables, confrontar frustraciones de su vida social, etcétera. El juego aparecerá siempre como un “medio de expresión”, ya de necesidades, ya de instintos, ya de deseos inconscientes, ya de conflictos emocionales. Obedeciendo al “principio del placer”, y desde la asunción por el niño de su “irrealidad”, de la suspesión de lo real para propiaciar un manejo simbólico de los problemas, el juego acturá como una herramienta casi “reparadora” de crisis e inestabilidades interiores, al tiempo que suscita una aproximación experimental al principio de realidad social.
Esta orientación, con gran predicamento en la década de los ochenta (investigaciones de Neubauer, Moran, Arlow, Cohen, Gavshon, Ostow, Solnit, Laub, etcétera), suele resolverse en un conjunto de “recomendaciones” a los padres, a quienes se asigna un papel de “mediadores” en los juegos y de “proveedores de límites” (estimados imprescindibles para el desarrollo de las capacidades adaptativas de los niños): que incrementen su receptividad y estimulen sistemáticamente los juegos en los que se expresan fantasías, de modo que faciliten un desarrollo armónico de las nacientes estructuras psíquicas antes de que se establezca la “barrera de la represión”; que concilien un papel de “supervisión” con la expresión de sentimientos de placer y de diversión en la interacción lúdica, etcétera.
Dentro de esta corriente, R. Eifermam, en 1987, analizó los “juegos con reglas”, sujetos a procesos de transmisión y de recreación análogos a los de los mitos y cuentos de hadas. Para este autor, en tales juegos se “expresan” las fantasías, los impulsos creativos y los conflictos del niño ante los sitemas de pautas. En el caso de los niños mayores, y más allá de ese papel “expresivo” remarcado por toda la tradición psicoanalítica, el juego reglado puede servir también para el ocultamiento de los problemas, angustias y ansiedades desencadenados por los conjuntos normativos.
Desde la teoría de la comunicación, G. Batenson, a mitad de siglo, recalcará la índole “paradójica” del juego: los niños elaboran primero los marcos y contextos del juego, para evidenciar que los participantes ingresan en un mundo “no real”, en el que solo serán admitidas determinadas conductas; a partir de ahí, se esfuerzan por “hacer creer”, por conferir verosimilitud a cuanto acontece, en un acto de comunicación a varios niveles que les permite descubrir y vigilar sus propias identidades, acceder a los caracteres de los otros jugadores, comprender el significado en la vida real de los objetos y de los actos involucrados en la ficción lúdica. Desde 1955, y en parte por la influencia de los escritos de Batenson, ha ido creciendo el interés por los aspectos comunicativos y metacomunicativos del juego.
Corresponderá a la perspectiva neoconductista, en el marco de una atención a las utilidades del juego para el desarrollo social, apelar directamente al papel de los padres, de los maestros, de los adultos en general, en el estímulo y en la expansión de las, tan benéficas, actividades lúdicas. Como, desde este punto de vista, el juego enseña a los niños habilidades sociales necesarias y les proporciona competencias y conocimientos sociales asimismo imprescindibles, como las actitudes y capacidades requeridas y desarrolladas por el juego, no menos que los roles que en él asumen los participantes, se erigen en “facilitadores” del desarrollo social, toda una hueste de investigadores nos hablará de los modos y beneficios de aquella aplicacion de los adultos (madres, padres, hermanos mayores, familiares, amigos, maestros) en la esfera lúdica. Esta “intervención”, reclamada y casi normatizada, será entendida como estímulo, “influencia” y, a fin de cuentas, “conducción”… Autores como Radke-Yarrow, Bandura, Skinner, Hoffman, Copple, Siegel y Saunders…, nos propondrán que, a través de “reforzamientos” (“positivos”, como la atención, la aprobación y el afecto, y “negativos”, tal el castigo), “moldeamientos” (servir de “modelos”, suministrar referencias dignas de imitar) e “instrucciones” (concretadas en métodos como el “distanciamiento”, que ubica al menor en un horizonte hipotético, separándolo de su realidad concreta, de su “aquí y ahora” o tal la “explicación”, adaptada a su nivel de desarrollo social y cognitivo), nos impliquemos, activa y conscientemente, en el universo lúdico de los niños, de lo que se seguiría un bien para los menores y un impulso al desarrollo social.
Muy considerable ha sido la influencia de las teorías cognoscitivas a la hora de interpretar el juego. J. Piaget, por un lado, y L. S. Vygotski, por otro, aparecen como autores de referencia en esta línea de investigación.
Para Piaget, el niño atraviesa diferentes etapas cognoscitivas hasta alcanzar procesos de pensamiento propios de un adulto. A cada nivel de desarrollo corresponde un tipo de juego, de experiencia lúdica, por lo que tendríamos tres clases de juego asociadas a tres fases evolutivas del pensamiento: el juego como simple ejercicio, el juego simbólico y el juego reglado. En la “etapa senso-motriz” (desde el nacimiento a los dos años) el niño aprende a través de la actividad, la exploración y la manipulación constante. En esta fase, los menores se ven envueltos solo en “juegos de práctica o de ejercicio”, que consisten fundamentalmente en la repetición de movimientos físicos, no pudiendo participar en juegos de simulación o dramatización. En la “etapa pre-operativa” (de los dos a los seis años), el niño representa el mundo a su manera y actúa sobre tales representaciones como si creyera en ellas; es la fase de inicio del “juego simbólico”, en la que el menor se prodiga en imágenes, expresiones y dibujos fantásticos. En la “etapa operativa o concreta” (desde los seis o siete hasta los doce), la comprensión todavía depende de experiencias inmediatas con hechos y objetos y, aunque ya se han asumido ciertos procesos lógicos, no se vincula a ideas abstractas o hipotéticas. A partir de los doce años, se entra en la “etapa del pensamiento operativo formal”, en la que el niño ya razona de manera lógica y formula y somete a prueba hipótesis y abstracciones. En esta fase, el “juego reglado” alcanza su máxima expresión.
Con este esquema evolutivo, Piaget inserta el asunto del juego en su teoría general. Para él, los actos biológicos son actos de adaptación al ambiente físico y a las organizaciones del medio. Como, en su opinión, la mente y el cuerpo no funcionan de forma independiente, la actividad mental estaría sujete a las mismas leyes que rigen, en general, la actividad biológica. Por ello, los actos cognoscitivos pueden contemplarse como actos de organización y adaptación al medio; y es en este contexto en el que cobra importancia el juego. Pero el niño no aprendería nuevas habilidades cuando juega: estaría, más bien, practicando y consolidando las habilidades recién adquiridas. Es decir, en el juego no dominaría el proceso de la “acomodación” (modificación de esquemas existentes como resultado de nuevas experiencias), sino el de la “asimilación” (incorporación de nuevos objetos y experiencias dentro de esquemas existentes). Concibiéndose el desarrollo como una interacción entre la madurez física (organización de los cambios anatómicos y fisiológicos) y la experiencia, la acción y la resolución autodirigida de problemas se hallaría en el centro del aprendizaje y de la evolución; y ahí, como un balance o desequilibrio entre los procesos de “acomodación” y “asimilación”, volcándose sobre los segundos, aparece, con toda su importancia, el juego, imprescindible para la consolidación de las habilidades que se van adquiriendo progresivamente.
Sin romper de un modo rotundo con la teoría general de Piaget, la llamada “escuela soviética”, con Vygotski en primera línea, sí introduce algunas correcciones y matizaciones importantes. El juego se percibe como un fenómeno de tipo social, cuya comprensión debe rebasar el ámbito de los instintos y de las pulsiones internas e individuales. Al lado de la línea evolutiva biológica (preservación y reproducción de la especie), el ser humano se ve constituido también por una línea evolutiva socio-cultural (organización propia de una cultura y de un grupo social). A través del juego, entonces, el niño no solo actúa sobre su entorno concreto, en un dinámica absorbida por su mero ser individual: al contrario, así como interacciona con otras personas, adquiriendo roles o papeles sociales, lo hace con la cultura en su conjunto. Desde esta posición, que subraya los aspectos afectivos, motivacionales y circunstanciales del sujeto, cabe reprochar a Piaget un cierto “reduccionismo”, un relativo encierro en lo meramente cognitivo… Frente a su “teoría psicogenética”, admitida la ampliación del enfoque propuesta por Vygotski, un conjunto de autores han ido cultivando la teoría cognoscitiva bajo una visión histórico-cultural. Se centran en aspectos concretos o poner de relieve circuntancias particulares, sin alterar los marcos de esta variante histórica, social y cultural del “constructivismo” cognoscitivo.
Y Bruner destaca que el juego promueve la creatividad y la flexibilidad, ya que en él los niños no se obsesionan con lograr una meta definida. De este modo, se capacitarían para afrontar y resolver problemas imprevistos en la vida real. Y Dansky se interesa especialmente por los juegos de “hacer creer”, capaces de incrementar la creatividad y la divergencia en el pensamiento. Y también Sutton-Smith valora muy positicamente las transformaciones simbólicas vinculadas al “como si” de todos los juegos de “hacer creer”: flexibilizan el pensamiento del niño y lo resguardan de tópicos y asociaciones mentales convencionales. Y Pellegrini y Wolfgang ensalzan todavía más estos juegos, sosteniendo que incrementan la capacidad lingüística, la habilidad lecto-escritora e incluso la comprensión de la historia. Etcétera.

Alrededor de estas cuatro grandes corrientes interpretativas del juego (psicoanalítica, comunicativa, neoconductista y cognoscitiva), que, como hemos visto, se complementan en muchos aspectos y resultan hasta cierto punto conciliables, encontramos un sinfín de teorías mixtas y algunos planteamientos en cierto sentido “singulares”, cuya revisión acentúa aquella sensación de un gran consenso de fondo, de un gran acuerdo en la dirección de un concepto “reproductivo” de la actividad lúdica. De una forma un tanto desordenada, saltando en el tiempo hacia adelante y hacia atrás, podemos cerrar esta revisión de la aproximación “cientificista” al juego, recordando algunos nombres…
Siguiendo los postulados de Darwin, Karl Groos (1902) atendió al juego como preparación para la vida adulta y la supervivencia. Su “tesis de la anticipación funcional” ve en el juego un “pre-ejercicio” de funciones necesarias para etapas posteriores de la vida. De ese “pre-ejercicio” nace el símbolo, muy importante para el desarrollo de la capacidad de abstracción del menor. En 1855, Spencer relaciona el juego con el “exceso de energía”: como las necesidades de los niños son satisfechas por otros, estos requieren de un medio para liberar y dar rienda suelta a la energía acumulada. En 1904, Hall propuso una curiosa teoría “evolucionista”: el niño, desde que nace, va realizando a través de sus juegos una suerte de “recapitulación” de la historia natural de la especie humana (un animal, al principio; luego, un salvaje; un civilizado, finalmente). En 1935, Buytendijk contradice a Groos y se representa el juego como una plasmación de características propias y distintivas de la infancia, como el deseo de autonomía, muy diferentes de las que se manifiestan en la edad adulta. Un año antes, Claparede remite la diversidad del juego a la forma de interactuar de cada persona concreta, tal una actitud de cada organismo dado ante la realidad. Por las mismas fechas, Bühler sitúa en el placer la esencia del juego. En 1980, Elkonin, representante de la “escuela soviética”, remarca que en la acción lúdica el niño pretende resolver deseos insatisfechos mediante la creación de una situación fingida. En el juego, actividad fundamentalmente social, el niño se conoce a sí mismo y a los demás. Un año después, Smith y Robert presentan la “teoría de la enculturación”: los valores de la cultura se expresan en los juegos de los niños y mediante ellos se internalizan. Bronfenbrenner, con su “teoría ecológica”, describe los diferentes niveles ambientales o sistemas que condicionan el juego. Winnicott nos habla de la “seriedad” de los niños al jugar, de los “objetos transicionales” vinculados al juego y que nos permiten conciliar la realidad con el mundo interno, de cómo mediante la actividad lúdica el niño se va separando de la madre y adquiriendo consciencia de su propia capacidad de creación autónoma y para el control de la realidad. G. Mead analiza el juego como una de las condiciones sociales en las que emerge el “Sé” y también empieza a definirse el concepto del “Otro”. Etcétera.

2. Un caso paradigmático de la neutralización teórico-política del juego lo constituye “Homo ludens”, de J. Huizinga. Este reclutamiento “reproductor” de la actividad lúdica no es incompatible con la circunstancia de conferirle un protagonismo inmenso en la esfera de la cultura y hasta una soberbia centralidad en un postulado “en sí” de lo humano. La definición de “juego” propuesta por este autor, que pretende incluir todas las modalidades de lo lúdico, se halla interesadamente volcada sobre el juego reglado, el menos libre de los juegos, y puede por ello privilegiar la “competencia” como uno de sus rasgos fundamentales. En Huizinga, el juego es a-lógico, a-económico y a-político, en cierto sentido, pero ya no conserva ningún aspecto inquietante, denegador, subversivo: antes al contrario, estando en la base de la cultura, se haya también vinculado, por ejemplo, al derecho, a la guerra, a la ciencia, a lo sacro, al arte… En su proceder analítico hay una suerte de “trampa” determinante: una definición “estratégica” de juego, con rasgos elegidos arbitrariamente (carácter reglado, encierro espacial y temporal, competencia entre los participantes, etc.) que parten del “acto de jugar” y que también se dan en las restantes esferas de la cultura o de la actividad humana. Cuando alguno de los rasgos del juego, así entendido, se presenta también en otro ámbito o dimensión (“tensión”, “regla”, “misterio”, “como si”…), se considera que, más allá de la mera coincidencia o analogía, es el juego mismo el que, de algún modo, está incidiendo o está actuando, dejando su impronta, en la correspondiente esfera. De ahí que se magnifique e hiperbolice lo lúdico casi como motor o sustancia de la humanidad toda…
Para todo esto, es necesario que Huizinga prácticamente desconsidere el tipo de juego que a nosotros más nos interesa: el juego sin reglas, cooperativo, en el que varias personas disfrutan juntas, “creando” y no siguiendo reglas, “inventando” y no obedeciendo, colaborando y no compitiendo…
He aquí los rasgos que el historiador y filósofo atribuye al juego, decisivos para su “hipervaloración reproductiva” de la actividad lúdica: libertad, “como si”, seriedad, desinterés, carácter “imprescindible”, índole “sagrada”, limitación o encierro espacial y temporal, repetición, orden, “tensión”, regla, asociación, misterio, faceta representativa o agonal (lucha), aspecto no-instintivo, “cósmico”, festivo,… De estos rasgos, nosotros aceptamos, pensando en el juego no-servil, la libertad, un circunstancial “como si”, el carácter eventualmente representativo, la seriedad, el desinterés, la tensión y la proyección cósmica. Y desestimamos con fuerza su índole necesariamente “reglada”, “ordenada y ordenadora”, “limitada espacial y temporalmente”, “agonal”, “competitiva”…
El propio Huizinga, en el trance de resumir su caracterización del juego, para proponer una definición escueta, realiza una suerte de “selección” de los rasgos que, a lo largo de las páginas de “Homo ludens”, ha ido anotando. Requiere esa “selección” para avanzar en el sentido contrario al nuestro: el juego ya no va “contra” la sociedad y “contra” la cultura, sino que está en su esencia, en su fundamento, en su base ‭—‬en el lenguaje, en el derecho, en la ciencia, en al arte, en la poesía, en la guerra… Como un “pantocrátor”, está en todas partes… He aquí su “definición”: “El juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la consciencia de ser “de otro modo” que la vida corriente”. Pero si el juego, como nosotros lo percibimos, es más una “actitud” que un mero “acto”, esos límites espaciales y temporales no existen, como tampoco las reglas; y solo así se entiende la posibilidad de una “disolución” del acto de jugar en una esfera más amplia e indefinida que contemple también el acto de trabajar y el acto de aprender…
En otro pasaje, Huizinga apunta: “El juego, en su aspecto, formal, es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga de ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterios o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual”. ¡Para nada el juego genuino, no avasallado por el poder o el capital, se desarrolla en un “orden sometido a reglas”, para nada se halla “limitado” o crea “asociaciones misteriosas propensas al disfraz!

3.Más allá del caso de Huizinga, hay una dificultad, estimo que insalvable, en todas las teorizaciones psicológicas, sociológicas, biológicas, en torno al juego. Ya que proceden de ciencias experimentales, orgullosas de sus basamentos empíricos y de sus ortodoxias metodológicas, cabe preguntarse si su “campo de observación” ha sido suficientemente amplio, lo bastante “completo”; si las “muestras” a partir de las cuales alcanza sus conclusiones validan afirmaciones tan “genéricas”, con presunción de “universalidad”. Por ejemplo: Piaget, para alumbrar su psicología evolutiva del niño, con tantas fases y etapas, con tantos procesos de transición y de discontinuidad, etcétera, ¿incluyó en su “mesa de pruebas”, en su “banco de datos”, en su “territorio de análisis”, los comportamientos y las actitudes de los niños de los grupos sociales subalternos, de los menores de los colectivos “marginales”, que no se dejan interrogar, ni mucho menos “estudiar”, de los infantes de los grupos nómadas, perfectamente ágrafos, de los niños de las otras culturas (islámica, del África Negra, de los pueblos originarios latinoamericanos…)? Me temo que no; me hallo persuadido de que esos estudios se han centrado mayoritariamente en el niño blanco occidental, e incluso en el niño de clase media occidental, por lo que no pueden “proyectar” o “extrapolar” sus conclusiones.
A esta primera dificultad se añade una segunda, complementaria. Imaginemos que Piaget, o Vigotsky, o cualquier otro, hubiera partido de una “muestra” de menores bien completa, extensa, rigurosa y compleja, con exponentes de todos los grupos sociales y de todas las culturas. Imaginemos que, a partir de ahí, obtienen sus tablas, sus periodizaciones, sus tesis… Imaginemos que tales conclusiones llegan a parecer “irrebatibles”, coincidentes con las sensaciones de la mayor parte de las personas, que su “efecto de verdad” es poderosísimo… En ese hipotético (y raro) caso, ¿las tesis sobre las etapas y la evolución psíquica del niño, en relación con el tema del juego, tienen que derivar irremisiblemente de un “en sí” de la infancia, de una suerte de genericidad o esencia, de una determinación establecida biológicamente, genéticamente, de un sustrato inscrito por necesidad en el “ser”de los menores, de todos los menores, al margen de las formaciones socio-culturales en las que se desenvuelven y de su distinto devenir en el tiempo?
Porque, aunque admitiéramos que tales procesos son ciertos, incuestionables, siempre cabría suponer que no responden a cuestiones físico-biológico-psíquicas, constituyentes de una especie de “naturaleza” de los niños, sino que son fruto de las condiciones sociales, culturales, históricas que están afectando, en el marco de la globalización civilizatoria occidental, a casi todo infante sobre la Tierra. Expuestos a una biopolítica global, que incluye una escolarización global, a unas tipologías de familia globales, a una interacción reglada global, a una ética global, a unos peligros globales y a unos engaños globales, los niños de todas las culturas se parecen cada día más y tienen unos desarrollos bio-psíquicos, unas estructuras caracteriológicas y unas mutaciones de la personalidad crecientemente convergentes, de alguna forma “dictados” por esas instancias socio-políticas comunes que se ciernen sobre sus vidas. No habría nada de “natural”, de “genético”, de “psico-inmanente” en los procesos de juego de los niños; y sí un resultado de las estrategias socializadoras del capitalismo mundializado. Las teorías tipo-Piaget pueden considerarse etnocéntricas, “innatistas”, naturalistas.

4. “El saber es poder”, se dice sin cesar… Y, desde su refundación moderna, la Ciencia se ha plegado a los objetivos de la política. Hasta tal punto es así, que hoy nos hallamos literalmente saturados por una sobreproducción científico-política tendente a optimizar el rendimiento psicológico e ideológico del “juego reproductor”. Toda una publicística entusiástica se está dedicando a “cantar” las excelencias del juego (reglado, competitivo, servil, en la mayoría de los casos) y sus magníficos aportes a la “seguridad democrática”, a la “convivencia nacional”, a la “salud de las sociedades”, al “proyecto revolucionario”, etcétera. Aunque esta apologética burda del juego esclavo y esclavizante puede orientar su afán legitimador en muy diversas direcciones (desde el fascismo hasta el comunismo, pasando por todas las variantes cosméticas del liberalismo), se percibe cierta hegemonía de las tendencias de filiación socialdemócrata, “reformistas” o “progresistas”, en la línea del Estado Social de Derecho. Como botón de muestra, podemos citar “Dimensión política del deporte y la recreación”, artículo de Álvaro Córdoba Obando. Para este autor, “el deporte y la recreación son dispositivos que contribuyen a la consolidación de la seguridad democrática”. Elaborado desde la perspectiva de la gestión pública municipal (es decir, desde la Administración), el texto constituye casi una compilación de los “conceptos-fetiche”, de los eslóganes, de los eufemismos enmascaradores y de los tecnicismos ideológicos sobre los que se levanta la mitificación “social-reformista” del juego no-libre: “seguridad democrática”, “participación ciudadana”, “convivencia”, “progreso”, “diálogo interdisciplinar”, “DDHH”, “gasto público social”, “responsabilidad del Estado”, “equidad”, “inclusión social”, “desarrollo humano integral”, “poblaciones en condiciones de vulnerabilidad”, “universalidad de los derechos”, “incorporación de la población”, “soberanía popular”, “cumplimiento de una función pública”, “ejercicio de ciudadanía emancipada”, “recuperación y resignificación del espacio público”, “identificación y análisis de los actores sociales”, “diseño de estrategias comunitarias y pedagógicas”, “formación de ciudadanía”, “comunicación pública”, “corresponsabilidad”, “trasparencia”, “control social”, “cultura democrática”, “empoderamiento ciudadano”, “fortalecimiento del tejido social”, “gobernabilidad democrática”, “formación ética del profesional para la gestión”, “la Universidad como productora de conocimiento y como formadora de agentes transformadores sociales”, “valores humanos”, “sociedad compleja y en crisis”, “interinstitucionalidad”, “intersectorialidad”,… Articulando todos esos engendros terminológicos, al modo estándar del ciudadanismo bienestarista, el autor alcanza la conclusión más tópica: el deporte y la recreación representan “una inmensa riqueza para la salud de las sociedades, para la sobrevivencia de la especie humana, para la sostenibilidad, para la equidad y para la paz mundial”. Particularmente, se insiste en que contribuirían a “disminuir los niveles de inequidad y exclusión social en nuestra sociedad”. El juego, pues, al servicio de la democracia liberal…
Pero no es muy distinto el estilo de las racionalizaciones socialistas del juego servil. A la lumbre del proyecto bolivariano, autores como Alixón Reyes debaten para convertir la recreación, valorada en tanto “patrimonio cultural universal e intangible”, en herramienta para la conscienciación política, la profundización de la democracia y la transformación social. Admiten que el juego ha sido mercantilizado, objeto de planificación y programación política represiva, pero solo quieren ver ahí “la huella de la neocolonialidad”. Y surge así una esfera lúdica tentativamente al servicio de una modalidad latinoamericana del “Estado del Bienestar”… Véase, por ejemplo, “Cultura de la Recreación, Democracia y Consciencia Política”, del mencionado autor.
En la misma línea, hallamos en Brasil, Colombia o Argentina exponentes de esta parasitación científico-política del juego, puesto inmediatamente al servicio de propuestas o programas de pretendida “transformación” social. En Argentina, tales estudios se prodigaron al abrigo del kirchnerismo, con títulos tan reveladores como este: “El juego recreativo y el deporte social como política de derecho. Su relación con la infancia en condiciones de vulnerabilidad” (de I. Tuñón, F. Laiño y H. Castro). Y, de algún modo bajo la estela del Relato de la Emancipación, pero tocando de todos modos a las puertas del Estado de Derecho y de Administración Social, hallamos trabajos con títulos tan “utopistas” como el siguiente: “Fundamentos conceptuales del ocio crítico desde una perspectiva latinoamericana” (H. C. Duque Buitrago, S. A. Franco Betancur y A. Escobar Chavarriaga).

5. Como una barricada contra la intromisión de los investigadores y de los especialistas en el ámbito de lo lúdico, el juego antipedagógico y desistematizador (vale decir, el juego libre) esgrime una negatividad específica: desautoriza a toda esa capa de tecnocratas, de profesionales, de empleados, que caen sobre los niños, particularmente, intentando de alguna forma “hacerles jugar”, “llevarlos al juego”, “educarlos” a través del juego, “re-crearlos”, administrarles ocios, etcétera. Porque este tipo de juego se da en la “exclusión de un tercero”: hay dos o más de dos, pero no hay un agregado externo. Están los que juegan y no puede haber nadie por encima de ellos, ni siquiera al lado de ellos. No cabe un espectador, un vigía; no cabe un “director”, un “tercero”. El juego espontáneo, no-servil, excluye por completo la posibilidad de un “profesional del juego”, del ocio, de la recreación ‭—‬de un burócrata del bienestar social.

2. A propósito del “juego combativo”
Había una dualidad en la definición griega de “juego”, en la percepción antigua de “lo lúdico”, del “ludos”. Por un lado, señalaba una evidencia, reconocida hoy por todo el mundo: que el juego es algo placentero, agradable, tal una fuente de satisfacción. “Positivo” y enriquecedor, inseparable de la vida humana, merecería todos los aplausos y todas las congratulaciones. Pero, por otra parte, daba cabida a un aspecto que en ocasiones tiende a olvidarse: que es también una actividad en cierto sentido “negativa” de la vida social o que, por lo menos, no respeta necesariamente las reglas de la cultura. El juego tendría la capacidad (no la obligación, pero sí la capacidad) de “salirse” de lo social y culturalmente establecido…
De modo que podría haber, al lado de aquel aspecto benéfico, saludable, del juego, una dimensión del mismo que no nos satisface, que no sabe “satisfacer”, que no solo desatiende los requerimientos del mercado, del poder, de la pedagogía o de la ciencia, sino que también iría en contra de nuestros principios más arraigados; dimensión que pondría encima de la mesa aspectos inquietantes, que nos cuestionan.
Hay una inmensa literatura, una “factoría” cultural indetenible que no cesa de insistir (redundar, profundizar) en aquellos avances del comercio, la política y el saber organizado sobre el juego. Cada día se publican artículos, ensayos, libros que hablan de la “dimensión educativa” del juego; que pontifican sobre el juego y la escuela, sobre el juego y la política transformadora, sobre los juguetes adecuados a cada fase del desarrollo del niño, sobre cómo incentivar los aspectos lúdicos del trabajo, etcétera. Sin embargo, también se han dado históricamente reflexiones sobre el juego que apuntaban en sentido contrario y que todavía cabe procurar recuperar. Y este puede ser, y no mucho más, el sentido de mi aporte: retomar algunas tradiciones que pensaron lo lúdico de otra manera, muchas veces desde ámbitos del discurso sobre los que se colgaron etiquetas como “irracionalista”, “existencialista”, “literario”, “poético”. Y ver entonces qué dijeron del juego voces que no estaban interesadas en ponerlo al servicio ni de la democracia, ni de la escuela, ni del trabajo, ni de un proyecto político determinado; y que merodearon aquel lado “inefable” del juego, aquel lado perturbador, asociándolo a “lo demoníaco” (en la acepción de Goethe), a la fantasía, a lo no-racional, a lo no-consciente, a veces a lo destructivo ‭—‬pensemos en los defensores del ludismo…
Avanzaríamos así hacia un concepto desistematizador de “juego”: el sistema capitalista se basa en una doble forma de racionalidad, económica y burocrática, contra la que el juego retiene la virtualidad de atentar. De espaldas al productivismo y al estatalismo, es decir a la racionalidad estratégica, el juego presta al “individuo” que somos la posibilidad, el vislumbre, de una praxis para la denegación de lo existente y para la reinvención personal, en la fuga o suspensión temporal del Sistema que nos oprime y nos constituye. Sin atender a los requerimientos del cálculo económico o a los dictados de la organización, el juego que observamos en los niños mientras no se da la intromisión de los adultos, el juego puro y espontáneo, no reglado y no dirigido, no sometido a las “instrucciones de uso” del juguete industrial, los preserva de las fuerzas que pretenden “socializarlos”, alistarlos para la mera reproducción de lo dado. Deviene instancia de “resistencia”, de “protección”, de “deconstrucción” y de “desistematización”. En su naturaleza anti-económica y anti-política, este juego “libre” aspira a establecer vínculos entre las personas, incluso a recuperar tentativamente formas perdidas de comunidad.
Históricamente, el “juego subversivo” ha tenido apariciones sociales de gran envergadura. Y ya no eran necesariamente los niños los que se entregaban a la actividad lúdica trastocadora: también los adultos, como si sacaran la lengua a la muy honorable lógica económico-política, mezclaron el juego con otras prácticas y, de su mano, se resistieron a procesos objetivos de dominación o de explotación. Probablemente, el caso más espectacular lo constituya el ludismo…
Más arriba hablamos del pasaje de una disposición lúdica a la hora de afrontar las tareas de la conservación personal y familiar, actitud que todavía se conserva en determinados espacios rural-marginales, indígenas o nómadas, a una disposición sumisa, estoica, resignada, en ocasiones incluso adolorida, que es la que se consolida con el mundo del trabajo en dependencia, del empleo. Esa transición no fue fácil, y solo pudo darse con lentitud, de un modo gradual. Y siempre los “peores” trabajadores fueron conscientes de lo que estaban perdiendo, de lo que se habría de perder irremisiblemente. De ahí su reacción virulenta, destructiva, contra las máquinas; de ahí el ludismo. En el ludismo hay un componente lúdico y también uno de conocimiento: “romper máquinas” era, desde luego, un acto “festivo”, desbordante de alegría encorajinada, una forma diabólica de “juego”; pero respondía también a un alcance de la sabiduría popular (la máquina era la enemiga de la capacidad que conservaba el hombre de buscarse los medios de subsistencia sin depender de un artefacto tecnológico y, a su través, de otro hombre, de un patrón, de un empresario). Todo el andamiaje político del capitalismo, que no solo contempla el circo de las elecciones, de los partidos, de los gobiernos, sino que incluye también, como mano izquierda (pero mano izquierda de la represión), los sindicatos y las organizaciones supuestamente “revolucionarias”, todo ese aparato político, en el que tienen cabida las agrupaciones que se proclaman “transformadoras”, empieza enseguida a combatir el componente lúdico de la protesta obrera. Por eso, como anotó L. Maffesoli, se “satanizó” el ludismo, sobre el que cayeron las más diversas etiquetas descalificadoras (“infantilismo”, “irracionalismo”, “lucha instintiva pre-consciente”, etcétera); y todo lo que respondía a un “principio del placer” en la revuelta de los trabajadores fue “condenado”, “denigrado”, “dialectizado” por esa conjunción siniestra que se estableció entre el movimiento obrero organizado y la teoría marxista. En ese punto, el marxismo, en la medida en que no se previno contra las marejadas dogmáticas de sus propios conceptos (“vanguardia”, “disciplina consciente”, “consciencia de clase”, “formación política de los trabajadores”, “partido obrero”, “Hombre Nuevo”…), se constituyó en un enemigo de la actitud lúdica, un adversario de la disposición para el juego…
Se dijo del ludismo “que no conducía a ninguna parte”, que no era más que una “manifestación de enojo”, una “reacción visceral irreflexiva”, una “señal de descontento carente de significado político y de coherencia teórica”. J. Baudrillard, en “El espejo de la producción”, nos ha recordado a qué parte condujeron, a dónde nos llevaron, las luchas obreras organizadas, sujetas a la crítica y a la teoría marxista: a la coerción estalinista, la impostura socialdemócrata y el empirismo reformista más vulgar… En el contexto de la sujeción demofascista, un reverdecer de las prácticas ludistas, desatadas en todos los campos y ya no solo en los gulags de las fábricas, asociadas al principio de placer y a la voluntad de juego combativo, mantendría vivo el anhelo de libertad.
En los últimos años se ha venido llamando la atención sobre determinadas circunstancias y determinados movimientos, relacionados también con lo lúdico, que concurrieron en la llamada “Edad Media”. Esa pretendida “Edad Oscura”, dialectizada también y esquematizada por el materialismo histórico hasta extremos de caricatura negativa, albergó secuencias psico-ideológicas, epistémicas y existenciales que atentaban contra la línea central de constitución y desarrollo de la civilización occidental. Para definirse tal y como lo conocemos hoy, Occidente tuvo que desplegar una sistemática persecución de todo aquello que, en su propia área territorial, se distanciaba de su racionalismo constituyente y hasta lo confrontaba. Contra la Ratio, surgieron o subsistieron aquellos islotes de libertad que, entusiasmado, describió P. Kropotkin en su opúsculo “El Estado”. Contra el frío racionalismo enquistado en la centralidad de la cultura occidental, se prodigaron propuestas y prácticas de muy distinto signo, que compartieron no obstante, casi como “leit motiv”, un acoger y un estimular la dimensión lúdica de la actividad humana. El juego libre, subversivo, late en el quehacer cotidiano de las denominadas “brujas”, de los frailes sectarios, de los asistentes a los aquelarres, de los libertinos y herejes de todo pelaje, de los campesinos cuando se saben a salvo de la mirada del Señor, de los vagabundos y de los nómadas, etcétera. En el ámbito de la lengua castellana, esta cuestión ha sido esclarecida por autores como J. C. Carrión Castro, interesados por la índole festiva, insolente, cuestionadora y desaforadamente “lúdica” a la vez, de movimientos tal el de los goliardos. Y sabemos que estas tradiciones divergentes, que de ninguna manera apuntaban al telos de la razón moderna, debordan hacia atrás y hacia adelante los marcos temporales del Medioevo.
Y, muy cerca del punto de arranque de Occidente, hallamos lo que hubiera podido constituir también el principal punto de fuga: los quínicos antiguos, con la Secta del Perro al frente. No se trató del único movimiento cultural enfrentado a la especie de “doxa” que se estaba afirmando en las escuelas de filosofía más reputadas y en la labor de los pensadores canónicos, de Platón a Sócrates; pero hay en su contestación aspectos que lindan con lo lúdico y hasta lo excitan (el papel de la oralidad, la importancia concedida a lo escenográfico, la búsqueda incesante de la transgresión y de la provocación, la vindicación del desacato y de la desobediencia, aquella bella exigencia de vivir el pensamiento, el apetito de huida y de margen, una placentera admisión de todos los recursos y todas las implicaciones del humor, etcétera). A juego, a subversión lúdica, saben, en efecto, todas y cada una de las intervenciones, de las “performances”, de las teatralizaciones protagonizadas por Diógenes de Sínope y los demás quínicos, que nos han llegado a modo de “anecdotas”, gracias a la labor compiladora de Diógenes Laercio, y que parecen partir del lado sensitivo del humor para desembocar en su lado intelectual. La crítica irreverente, la parodia anti-metafísica, el pensamiento negativo y el juego como corrosión tramaban, en tales actuaciones, un verdadero contubernio contra la pretensión de seriedad y de rigor que animaba por entonces a la razón clásica. Los estudios de C. García Gual, P. Sloterdijk y M. Onfray nos han dejado jugosas páginas a propósito.
En mi opinión, la razón lúdica subsiste en la contemporaneidad, siempre cerca de los márgenes; y se halla más cómoda en los suburbios que en los centros de las ciudades o en los barrios residenciales, más a gusto entre las personalidades irregulares que entre las gentes sensatas, más amiga de los supuestos “perdedores” que de los “triunfadores” en la vida, más fecunda cuanto menor es la incidencia de la cultura occidental, con sus universidades y sus escuelas, sus propiedades privadas y sus empleos, sus autoridades y su democracia… En el plano intelectual, la razón lúdica ha bailado y sigue bailando del brazo de los románticos, de los “malditos”, de los “nihilistas”, de los “irracionalistas”, de los “heterodoxos”, de los “inclasificables”, etcétera.
Si hubiera que establecer una topografía de la razón lúdica subversiva, dos serían los puntos mayores del mapa: el territorio, entendido de un modo divergente, y la recreación, también bajo un concepto desplazado…
Cabe la tentación de pensar el “territorio” como algo necesariamente relacionado con el Estado, con la Nación, con un espacio “administrado” que tiene fronteras, subdivisiones y particularidades jurídicas distintivas. Pero esa no es la noción de “territorio” que me interesa. También cabe la tentación de pensarlo en relación con la “propiedad privada”, con una posesión, una mercancía, un “medio de producción” a fin de cuentas. Y decimos que se compran y se venden tierras, terrenos, territorios… Es esa una acepción que, de hecho, me interesa aún menos… Rompiendo relaciones terminológicas con el Estado y la propiedad privada, con la administración o el gobierno y la propiedad privada de un medio de producción, gentes que querían constituir discursos “críticos” volvieron la vista a la llamada “Naturaleza”, denunciando su explotación y como bajo el anhelo de “protegerla”. La idea de territorio tenía que ver, de algún modo, con una “naturaleza” poblacionalmente sectorializada, con distintos “medios ambientes” delimitados por grupos homogéneos de personas que habitaban en ellos. Esta tercera opción provoca, a mi parecer, un desplazamiento insuficiente. Y es que, desde esa perspectiva, el territorio devendría como exterioridad que se nos impone y que casi nos ignora, que ignora nuestra muy móvil y asociativa corporeidad real.
El territorio que esgrimo solo puede darse en la ausencia del Estado y de la propiedad privada, decía. Como no me gusta “dividir” para pensar, como no llevo siempre un hacha en el cerebro, el territorio que poetizo no se contempla fuera del propio cuerpo. Más aún: no se contempla “fuera”. Todavía un poco más: no se “contempla”. Somos territorio y somos el territorio que pisamos mientras, al caminar, nos caminamos ‭—‬el plural es aquí muy importante. La sabiduría de los pueblos originarios lo sintió siempre así; y por eso jamás entendió la idea de Estado, apropiación privada de la tierra y “Naturaleza” ‭—‬en tanto objeto “exterior”, “al otro lado” de un sujeto y un pensamiento recortados, de una cultura recortada, externalidad magnífica que habría que explotar sin destruir.
El concepto de “territorio” se ha mantenido históricamente en una muy interesante ambigüedad. Es nebuloso y casi excesivo. Se superpone, pero excediéndolos, a otros conceptos que parecían próximos o conexos; les añade un “plus”, un “algo más”, que los traspasa y hasta transgrede. Se superpone y excede a “paisaje”, “región”, “comarca”, “localidad”, “espacio geográfico”, “lugar”…
Así como el “factor humano” contribuyó a librar a la Geografía, en su conjunto, del hieratismo y la cosificación a la que parecía abocarla la llamada “geografía física”, ha sido el “factor comunitario”, e incluso el “factor contestatario”, el que ha dinamizado la reflexión en torno a lo que sea el territorio. Y entonces este concepto se desvinculó de aquella materia “determinista”, “objetivista”, que casi parecía más próxima a las “ciencias naturales” que a las “ciencias sociales” (la geografía física, con sus elementos del relieve, sus climas, sus topografías…); y pasó, por así decirlo, a la geografía humana o social, a la sociología, a la historía, a la antropología, a la filosofía, entendiéndose de un modo más complejo y también menos nítido. De manera casi hegemónica, el territorio se categorizó como “producto social”…
Entendido como “producto social”, la discusión podía estabilizarse, estancarse en la arena académica otra vez: el territorio sería “una construcción humana a partir de distintos agentes que operan en diversas escalas y que de distintas maneras ejercen o intentan ejercer poder sobre un espacio concreto” (Javier Eduardo Serrano Besil). En esta línea podemos citar también a Montañez y Delgado: “La actividad espacial de los actores es diferencial; y, por lo tanto, su capacidad real y potencial de crear, recrear y apropiar territorio es desigual”. Y cabe entonces “analizar”, con los métodos consagrados de las disciplinas académicas, esos “distintos agentes”, esas “diversas escalas” y esas “diferentes maneras”…
En tanto “producto social”, el territorio se seguía concibiendo, no obstante, como algo “externo” a la persona concreta, casi como una “materia separada”, un campo de incidencia de lo social-humano: era “producido” por la gente, desde sus relaciones sociales, pero “sobre” un espacio que estaba de algún modo “ahí” y “sobre” el que se quiere ejercer poder, “sobre” el que los agentes despliegan su actividad. Distinto es el concepto que propongo, tomado de los pueblos originarios de América Latina; un concepto que no separa, no escinde, no “objetiviza”…
Porque toda aquella problematización del territorio deriva, por así decirlo, del materialismo histórico; y centra su atención en lo “social”, en la mediación social (“producto social”), incorporando reflexiones posteriores en torno al poder, en la línea por ejemplo de Foucault. Frente a ella, poco a poco, se va levantando otro discurso, que incide en lo comunitario y hasta en lo antagónico, capaz de vincularse con el orden de cuestiones que engloba la razón lúdica. Sería la “comunidad” la clave del territorio, en el sentido de un localismo trascendente. Y la “defensa del territorio” sería “defensa de la comunidad” (que integra también a todo lo que no es humano). El antagonismo aparecería como una reacción frente a los poderes bio-etnocidas que la acosan: si se ha de perder la comunidad, se perderá el territorio… Allí donde, maltrecha, subsiste la comunidad, o es muy fuerte el deseo de restablecerla, se abre un campo para la lucha “heterotópica”: forjar territorio allí donde prácticamente ya no hay territorio que defender es un modo de “correr al margen”, de deconstruirse y de auto-construirse. Cuando, en ese empeño, se echan por la borda el cálculo económico y los dictados de la administración, ingresamos plenamente en el dominio del juego libre y de la racionalidad no-estratégica, subversiva.
Cabe tentar esa experiencia en el campo o en la ciudad. Se trataría de evitar la “cosificación” del espacio, la “separación” de la naturaleza, mediante un ensayo de re-fusión que, admitiendo siempre sus límites y su radical insuficiencia, puede resultar satisfactorio y disidente: volver a vivir la tierra, el poblado, el grupo, el paisaje como “parte de uno mismo”, sintiendo que “uno mismo” también está en las otras partes y en el todo. Este es el sentido de lo “comunitario-antagónico”, adherido a una razón que se predica lúdica por su aversión a lo instrumental. Se ha dado entre los originarios y los nómadas…
Con este desplazamiento teórico, nos aproximamos a percepciones del territorio que enfatizan la determinación del aspecto comunal-social y de la vivencia local, como la propuesta por la llamada “geosemántica social”. El territorio, desde esta perspectiva, se da “en la intersección entre lugar y sentido”. Y la producción del sentido es comunitaria, vivencial, local, de manera que el territorio sería validado como tal por una masa de personas, que lo sienten y lo viven y lo crean y lo recrean. En cierto sentido, el “territorio”, así concebido, aparece como el lugar natural del juego libre…
Nos distanciamos, no obstante, de posicionamientos como los de Diego Cerda Seguel (“Más allá del sentido del lugar. Geosemántica social, ciencia del territorio”), que sobredimensionan el papel de los medios digitales, de las tecnologías informáticas, de las redes virtuales y de los programas y aplicaciones telemáticos para sugerir la idea de un territorio en constante reformulación, creado cotidianamente por la interrelación e interacción de comunidades de usuarios, internautas, gentes “conectadas” que usan aplicaciones de índole geográfica o local, etcétera. De tan vago y fluctuante, el territorio pierde su materialidad, se “digitaliza”, se va “a las nubes”…
El asunto de la razón lúdica lleva al tema del territorio de forma lógica, porque “el juego se emplaza”. La actividad del juego, la actitud lúdica, tiene siempre un marco (físico, pero no solo físico; geográfico, pero no meramente geográfico), un escenario, un “territorio”. Pero este territorio no es nada parecido a una “propiedad” que pertenece al que juega, o una circunscripción política que dé reglas a los jugadores. Era el territorio, por ejemplo, de las comunidades; era el territorio de los que no tenían tierras, sino solo caminos; era el territorio de las pequeñas aldeas… Era el territorio que respondía a un localismo o particularismo trascendente, filosófico, de manera que las gentes estaban soldadas, intrínsecamente vinculadas, a ese ambiente y no lo explotaban ‭—‬sino que vivían “con él”.
Este “territorio” (muy bien caracterizado en las páginas de Lapierre o de Paoli) es el escenario del juego genuino, del juego indomable, no domesticado… Sobre el territorio operan las dos fuerzas de siempre, el Capital y el Estado. Y resulta entonces la propiedad privada, que ‭—‬en nuestra acepción‭—‬ no es ya territorio; y tenemos así el municipio, la provincia, el departamento, que tampoco constituyen territorio, pues son, estos como aquella, estrictamente, “tierras mercantilizadas y politizadas”. Al mismo tiempo, la ofensiva se centró en el juego… Y deviene el juego que responde a la “industria del ocio”, juego reglado, juego que se compra, juego que se vende, que ya no es “juego libre”; y hallamos el juego que se lleva a las escuelas, a las cárceles, a los hospitales, por recomendaciones administrativas, juego “pedagógico”, juego “político”, juego “demagógico”, que tampoco es juego genuino.
Para el indígena, para el pastor, para el campesino antiguo, para el nómada, para el habitante de la villa suburbial, el “territorio” no era algo que se debía “explotar”, no era una “fuente de recursos”, no era el objeto de un negocio, no era algo que había que acaparar, no era un espacio regulado bajo normas que se debían satisfacer o cumplir. El territorio era, en un sentido muy concreto, el ambiente de la pulsión lúdica: estas gentes jugaban con el territorio, hallaban en él su “partenaire”, su compañero. Esto quiere decir que desplegaban disposiciones para la relación desinteresada, para la cooperación, para la coexistencia alegre. Estaban las gentes y estaban las cosas, las personas y los árboles, los vecinos y el río, estaban los caminos y estaban las casas; y ahí, unos y otros, unos al lado de otros e incluso unos “en” otros, jugaban: jugaban a crear, a inventar los instantes, a envolverse en el día de forma placentera. No “uno” teniendo que utilizar al “otro”, debiendo servirse de él, sino los dos, los tres, todos juntos, fundidos, demorándose en un presente eterno.
El territorio es para el niño, para la mujer y para el hombre el mejor de sus compañeros de juego. En este sentido, la relación que establece la gente “libre” con el territorio “libre” es una relación lúdica: no se juega “con” el territorio en el sentido de jugar “sobre” un espacio o de erigir el territorio en una suerte de juguete, sino que el territorio y las personas, en una especie de conversación o de cooperación, forjan decursos lúdico-existenciales y lúdico-históricos. Es como si el juego englobara lo humano y lo no-humano, el territorio que hacemos, el territorio que nos hace y el territorio que somos.
Como apunté más arriba, probablemente la actitud lúdica sea la actitud natural del hombre allí donde no se han establecido relaciones de opresión política y de explotación económica. En ese marco, el jugar ya no es una opción: es el telón de fondo, lo que se da siempre, lo concreto y lo real; y la razón o es lúdica o desaparece afortunada y gozosamente…
Juego, territorio y recreación configuran un trípode conceptual que cabe disponer contra la pretensión de eternidad del Capitalismo. En torno al juego y al territorio, se abrieron vastos campos de discusión y de matización. Menos polémicas y menos disquisiciones político-terminológicas ha suscitado, hasta ahora, la expresión “recreación”. Se asocia, casi sin más, a la “diversión”, al “entretenimiento”, a la “relajación”, a la “distracción” y hasta a la “terapia”. Se relaciona con el “uso del tiempo libre”, con el “ejercicio del cuerpo y de la mente”… Sería algo bonancible, diáfano, positivo. En este estudio, se propone una re-semantización nada complaciente…
Partiendo de la definición de la Real Academia Española de la Lengua (“diversión para alivio del trabajo”) y del concepto de “recreo” escolar, vinculamos la “recreación” al dolor empírico del sujeto, al sufrimiento ostensible del individuo, necesitado de una suerte de “tregua” para seguir soportando un orden infernal ‭—‬alivio, desahogo, compensación… Por otro lado, llevamos la expresión a la teoría del margen: “re-creación” como posibilidad de re-hacernos, re-fundarnos, re-inventarnos…
Como decía al principio, nos han robado muchas palabras. Transformación, Revolución, Emancipación, Crisis… Muchos términos nos hurtaron, y no solo para fines de reproducción social o integración. En este contexto, yo me permito asimismo ese gesto, que decía Illich, de la “criminalidad lingüística”, para sustraerle palabras al opresor. Y entonces hablo de “re-creación”. Y puedo decir que, así como creo en el “territorio” (bajo otra noción) y en el “juego libre” (re-significado), también creo en la “recreación” (entendida de otra manera). Y aquí recurro a su doble sentido: “re-crear”, “recrear”.
Por un lado, el término sugiere la idea escolar de “recreo”, que es hermosa: trance en el que los niños por fin abandonan las aulas y se van al patio a jugar. Es un “descanso”, un “alivio”, una “tregua”. La palabra “recreo” sugiere que estamos siendo castigados, y que necesitamos un tiempo para sobreponernos a tal calamidad… Nos alivia, por ejemplo, del trabajo, tortura indecible. En su segunda acepción, deriva de “crear”: “re-crear”, volver a crear, rehacer, reinventar. Y cabe entonces utilizarlo en el sentido de una “construcción” de la propia vida ‭—‬bajo la razón lúdica, en nuestro caso.
“Recrear” quiere decir, pues, “darse una tregua”, escapar del horror económico y político bajo el que vivimos, “respirar”; y, en segundo lugar, en ese marco, en ese escenario de “interrupción”, hallar los modos para una reinvención personal, para una re-creación de nuestra existencia. En este sentido, hablo de “recreación” en tanto ventana que lo lúdico nos abre para la deconstrucción personal y la re-construcción como sujetos de la lucha. Ya no se trataría de un mero “pasar el rato”, un “descanso” irrelevante, una suerte de “intermedio”. Se abraza al territorio en reinvención y al juego dislocador; y termina siendo una suerte rara de placer en el drama, en la tragedia, en el ocaso. La recreación es un acaso en el ocaso: funda la posibilidad de la auto-construcción en el seno de la decadencia social y civilizatoria, y lo hace para resistir.

Pedro García Olivo
Buenos Aires, 8 de febrero de 2019
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

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