Sobre la destrucción mercantil, administrativa y escolar del Juego Libre
1. ¿QUÉ ES EL JUEGO LIBRE? DIFERENCIAS CON EL JUEGO REPRODUCTIVO
1.1. Juego Libre
El lenguaje, ciertamente, «nos habla»… Cuando proferimos la palabra «juego» somos llevados inmediatamente a un ámbito de reflexión y de conversación ya acotado, delimitado de antemano, sin que se nos conceda la posibilidad de cuestionarlo o de idear otro. Y es que aceptamos acríticamente la noción convencional de «juego», sin reparar en los intereses que acompañaron su génesis: ¿Por qué reunir bajo ese concepto actividades y disposiciones tan heterogéneas? ¿Por qué decimos que esto sí entra en la categoría de «juego» y aquello no, aunque desde algún punto de vista se le asemeje? ¿Por qué decimos que esto y aquello son «juegos» a pesar de todo cuanto los separa y distingue? Evidentemente toda selección, lo mismo que toda clasificación, es en cierto sentido «arbitraria», socio-culturalmente determinada y, respondiendo a estrategias tácitas o manifiestas, induce efectos de poder…
Quiero denunciar la calculada «heterogeneidad» de los elementos que nuestra lógica lingüística aglutina en la categoría única e indiscutida de «juego». Ello me obligará a resignificar un concepto, a inventar un recurso terminológico que dibuje una línea de demarcación en el interesado «cajón de sastre» de los juegos: es la noción de «juego antipedagógico y desistematizador» o, desplazando los acentos, «juego libre»…
Obviamente, una cosa es «jugar» al ajedrez contra un rival, en esa apoteosis de la competencia y bajo el mandato de reglas muy estrictas; y otra construir de forma espontánea un castillo de arena a la orilla del mar, cooperando con un amiguito… Una cosa es dramatizar siguiendo papeles dictados, memorizados, bajo la mirada inquisitiva de un «director»; y otra jugar a los personajes, improvisando roles, sin supervisión de nadie… Una cosa es «jugar» con el auto teledirigido comprado por Navidad; y otra «jugar» a inventarse coches con botellas de plástico, palos y tapones a fin de regalarlos… Son tan grandes las diferencias estructurales entre unos llamados «juegos» y otros que cabe sospechar un fallo o un fraude en el proceso de génesis del concepto. Se hubiera podido esperar dos o tres acuñaciones terminológicas distintas, ya que las actividades reunidas se contraponen en aspectos decisivos.
En pocas palabras: se ha querido «diluir» (en el conjunto, en la amalgama) la especificidad de un tipo de juego potencialmente «subversivo», «crítico», «desestabilizador» —lo que llamo «juego libre»… Ubicándolo al lado de los juegos de obediencia, de los juegos reglados, de los juegos competitivos y «adaptativos», de los juegos sujetos a una mirada adulta o a una planificación institucional, se ha logrado que su bella irreverencia pase desapercibida a no pocos analistas; se ha conseguido desviar, de su obstinada disidencia y de su alegre rebeldía, el foco de atención…
Llamo «juego libre» a aquel que acontece sin normativa identificadora, sin «reglas» formales, sin competencia, sin triunfo y sin derrota, sin rédito material o simbólico, preferiblemente sin exigir un «juguete» adquirido en el mercado, desconocedor de todo ámbito institucional, sin dirección o supervisión externa, abierto a la espontaneidad, a la creatividad, a la cooperación entre los participantes… Así enunciado, parece muy exigente; sin embargo, esta clase de juego aflora constantemente, cuando el niño está solo y cuando se reúne con sus amigos. Es el tipo de juego al que el menor se entrega primero, desde su más temprana edad y antes de que los adultos pretendan «redireccionar» su actividad espontánea.
Las manifestaciones empíricas del juego libre son infinitas. Y empiezan en los primeros años, cuando los infantes están todavía a salvo de la forma de servidumbre inducida por la lógica del «juguete» y excitada por el conocimiento de los juegos tradicionales, de los juegos ya dados. Entonces, el niño juega con cualquier cosa y juega de cualquier manera. A cubierto del juguete y del juego instituido, históricamente forjado, tampoco puede afectarle la figura del «supervisor» o «conductor» de la actividad lúdica. Ayuno de reglas, de patrones, de instrucciones, sin «asesores» o «ayudantes» que lo distraigan y condicionen, el niño, bajo la mirada complaciente de su propia libertad, no cesa de jugar…
Cuando una persona se entrega al juego libre, no sabemos muy bien qué es lo que está haciendo. Pero sí comprendemos lo que «no» hace, por lo que podemos caracterizar esa actividad en términos negativos: desinteresado en grado extremo, el jugador no persigue una rentabilidad material o simbólica. Deja a un lado, pues, toda la órbita de la racionalidad económica, que tiene que ver con la ganancia, los trabajos, el mercado… Por otra parte, en gran medida aislado de la normatividad y de sus escenarios, al practicante del juego libre no se le exige obediencia o comportamiento aquiescente y aprobador; y tampoco se le suministran incentivos para sojuzgar a nadie, para influir deliberadamente en la conducta de los otros. De este modo, escapa asimismo de la vieja razón política. Ya que su proceder no responde a la racionalidad estratégica, bajo ninguna de sus modalidades, cabría suponerle una índole a-racional o deberíamos elaborar, a propósito, la noción deconstructiva y paradojal de una «racionalidad lúdica». Por último, y también en función de ese carácter no instrumental, dota al protagonista del juego de una coraza anti-pedagógica y de-sistematizadora. Se trata, pues, de un juego que respeta al máximo la iniciativa personal del sujeto y en el que este puede manifestar ampliamente su espontaneidad, su creatividad, su imaginación, su fantasía…
Ya que el juego libre, en cierto sentido, «no se ve» (vemos, eso sí, personas en una muy concreta interacción), pues carece de «estructura», de «forma», de «regularidad», situándose en las antípodas de los juegos reglados y de las dramatizaciones con guión, casi podríamos concebirlo como la plasmación de una «actitud»: actitud no-productiva, anti-política, creativa, insubordinada… Correspondería también a esa «actitud», circunstancia no menor, abocar a la cooperación, a la «fraternidad», a la ayuda mutua y a la colaboración entre iguales. Se distingue así, diametralmente, de los «juegos deportivos» modernos, cuya crítica pionera fue desarrollada por J. Ellul, entre otros: individualismo competitivo que contempla al «partenaire» como mero rival, máximo sometimiento a reglas, dependencia absoluta de la institución y atención preferente al mercado, asunción de una ética heterónoma y postergación de la creatividad personal…
De la mano de J. Huizinga, historiador que anega el juego libre en el conjunto indistinto de las actividades lúdicas, sin remarcar su singularidad y sus implicaciones, podemos recapitular, en estos términos, sus rasgos más visibles: actividad libre, que puede resolverse a modo de «representación» improvisada (juegos «como si»); que se desarrolla bajo una inapelable «seriedad» (tensión, concentración, apasionamiento), pero también, y al mismo tiempo, en un ambiente festivo, placentero, lleno de motivos para la satisfacción y la alegría; que manifiesta un muy neto «desinterés» y una finalidad intrínseca, centrada sobre sí misma; que expresa una consciencia nítida de constituir una «fuga» o una «huida» de la «vida corriente» y de la «realidad establecida» (un paréntesis, una interrupción en el tedioso discurrir de la cotidianidad organizada); que tiende a crear vínculos y camaraderías entre los participantes, sabedores de que comparten una experiencia imprescindible, «necesaria», de extrema importancia, casi sagrada; y que queda envuelta siempre en una aureola de «misterio», de «enigma», de indeterminación…
Separándome, en este punto, de J. Huzinga, quiero hablar ahora de los aspectos menos visibles del «juego libre», rasgos que, en mi opinión, apuntan a la anti-pedagogía y a la desistematización…
Cabe la posibilidad de que la disposición lúdica sea la actitud inmediata del ser humano, allí donde no se han establecido relaciones de coerción política y de subordinación económica. Las gentes, cuando no están inscritas en órdenes de dominación política o en ámbitos de subalternidad económica, impelidas a dejarse oprimir y explotar para asegurar su subsistencia, en ese ambiente que puede antojársenos «ideal», solo tienen una cosa que hacer, más allá de garantizar la autoconservación: entregarse al «juego libre», en el sentido en el que lo estoy determinando. Es eso lo que hacen los niños aún antes de alcanzar su primer año de edad; es lo que harán después, desde que se despierten en la mañana…
Donde la coerción económica y la fractura social no se conocían, y mientras nada hacía presagiar la generalización de «homo aeconomicus» como forma hegemónica de subjetividad, de mil maneras se evidenció esa disposición lúdica de las personas incluso a la hora de buscarse las fuentes de subsistencia. P. Clastres lo ilustró para el caso de algunas etnias llamadas «primitivas» del subcontinente americano: pasaron del nomadismo y la recolección a la vida sedentaria y a la agricultura, pero, cuando comprobaron que, por cambios decisivos en las circunstancias de la región, podían vivir invirtiendo menos tiempo en la consecución de los alimentos, sorteando los esfuerzos requeridos por la agricultura (es decir, cuando comprendieron que de nuevo les cabía subsistir a la antigua usanza, al modo de sus antepasados), ante esa certeza afortunada y bajo un consenso absoluto, regresaron dichosos a la vida errante y a la actividad recolectora, abandonando las casas y los campos de cultivo. Bajo la recolección y el nomadismo, la disposición lúdica brilla especialmente… También en esa línea se explica el tenaz desinterés de determinadas comunidades indígenas por la acumulación, por el excedente y por el comercio: se contentan con cosechar lo que necesitan para alimentarse. Y es proverbial el gusto de los pueblos nómadas por «la vida al día», sin cálculo, previsión ni atesoramiento. Por último, está en el talante de muchos individuos contemporáneos una suerte de incapacidad caracteriológica para arrinconar la disposición lúdica y, por ejemplo, dejarse sepultar en un empleo, comportándose como meros «hombres económicos» (pensando, entonces, en el salario, el ahorro, el consumo, la inversión, la ganancia…). Estos seres las más de las veces hollarán la sugerente senda del «trabajo mínimo», o buscarán otras vías, sin duda arriesgadas, para escapar del salario y desatar su potencial de existencia lúdica.
Estamos tan intoxicados por la racionalidad estratégica, que nos dejamos embaucar por la demagogia política más extendida, de raíz decimonónica, y terminamos aceptando una patraña: que la economía y el poder manifiesto, la producción y la gobernabilidad, son los verdaderos pilares de la existencia humana… A lo sumo, para los “huecos”, para los “intersticios” que se abrían entre los tiempos de la servidumbre laboral y de la obediencia política, admitimos el campo (menor, secundario, accesorio) del “juego”. La responsabilidad del marxismo en esta idolatría de la Producción y del Estado es inmensa, como denunciara en su día J. Baudrillard (El espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico). Pero cabe invertir, exactamente, los datos del problema: sobre el suelo de la potencialidad lúdica del ser humano, mediante la violencia y la coacción, se implantó el infierno de la racionalidad productivista y burocrática.
“El niño gitano aprende jugando en el trabajo”, decía J. M. Montoya; y me ha gustado recordarlo cientos de veces. Quería decir que hay en su pueblo, o que había, una forma de jugar que está mezclada con el aprender sin escuela y con el trabajo no alienado, el trabajo autónomo. Lo que quería significar, y esto vale para todas las formaciones socio-culturales que mejor se han resguardado del Capitalismo, es que el juego está en todas partes y que lo lúdico es, en algún sentido, enemigo de aquello que no es el trabajo libre (sino que aparece como trabajo esclavo, en dependencia) y enemigo del aprendizaje que no es el aprendizaje natural, informal, comunitario (porque deviene aprendizaje en la Escuela). Cabría admitir, entonces, que en lo lúdico late una instancia negadora del empleo y de las aulas, un principio de derrocamiento de la majestad del salario y de la soberbia de la educación administrada… He podido percibir esa secuencia en los entornos rural-marginales que habité y, en la medida en que se me permitió acercarme, en los ámbitos indígenas menos mixtificados por la globalización capitalista. Es la sensación de que, allí donde la autoconservación no supone extracción de la plusvalía y donde la educación no murió en la Escuela, y tanto aquella labor como este aprender pasan naturalmente, por así decirlo, a los pulmones, el juego también se “respira”; y, de un modo completamente espontáneo, no reglado, se disuelve en esas esferas. Y entonces vemos niños que se supone que están trabajando; pero no están trabajando, que están jugando. Que se supone que están jugando y no están solo jugando, porque también están aprendiendo…
[Primeras páginas del pequeño ensayo concebido para el próximo encuentro virtual de ALE]
