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RAZÓN LÚDICA CONTRA EL IMPERATIVO ECONÓMICO-POLÍTICO

Posted in Activismo desesperado, antipedagogía, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Desistematización, Proyectos y últimos trabajos, Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , , , , , , , on abril 13, 2024 by Pedro García Olivo

EN DEFENSA DE LA RAZÓN LÚDICA

Para resignificar el «juego libre»

«No es ya el sueño de la Razón el que engendra monstruos,

sino la Razón misma, insomne y vigilante»

G. Deleuze

1. UNA LUCHA «EN» EL LENGUAJE: RE-SEMANTIZAR PARA DE-SEMANTIZAR

1. El lenguaje es uno de los principales campos actuales de lucha, pues se desveló su solidaridad profunda con la opresión en las sociedades democráticas occidentales. Lleva la mácula de todo aquello que reproducimos: clasismo, sexismo, especismo, belicismo, productivismo… Para fines antagonistas, esto significa que estamos en conflicto con las palabras, que no las usamos ya de un modo automático o pasivo, que hay conceptos que nos hieren, que de algún modo nos vigilamos al hablar… En la modernidad, correspondió a F. Nietzsche afianzar la denuncia: «Me temo que nunca nos desembarazaremos de Dios, pues todavía creemos en la Gramática». En un sentido muy determinado, «somos hablados por el lenguaje». A un nivel epistemológico, «fundacional», pues, queda desvelada la maldad congénita del lenguaje, su absoluta ausencia de inocencia. Y la «mancha» no recaería ya solo en la semántica, donde ciertamente se ha hecho más notoria: toda la sintaxis, la gramática en pleno, el léxico en su conjunto sabrían constitutivamente de los estigmas sobre los que descansa la forma de coerción de nuestra civilización.

2. A un nivel más inmediato, M. Foucault, en un bello opúsculo (El orden del discurso), señaló el modo en que los poderes instituidos, en su concreción histórica, a través de las instancias públicas y privadas, de las entidades y de las prácticas, encabalgándose sobre la malevolencia histórica de las palabras, las inventaban y reinventaban con fines reproductivos, «actualizando», por así decirlo, su infamia y su perversidad: más aún, inscribían esas palabras, el lenguaje de lleno, en una axiomática, una forma de «legalidad», un orden destinado a conjurar los peligros de su materialización. Así se expresó:

«El deseo dice: No querría tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responderían a mi espera, y de la que brotarían las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso. Y la institución responde: No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene».

Mirando menos a la Institución que a los detentadores del poder, F. Nietzsche había concluido algo semejante: que las palabras siempre habían sido inventadas por las clases dirigentes… «En todo tiempo estuvo entre las prerrogativas del Señor la de poner nombre a las cosas». En este sentido, «las palabras no desvelan un significado, imponen una interpretación».

En recapitulación de M. Foucault: «En toda sociedad la producción del discurso esta a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (…). [Porque] el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse».

3. Partiendo de estas denuncias, e insistiendo en el control político (en sentido amplio) del lenguaje, se ha subrayado la apropiación «conservadora» de conceptos críticos, el modo en que las instituciones, los poderes políticos y económicos, incluso también las instancias del saber, re-significan términos y expresiones del universo antagonista o contestatario para llevarlos a los lugares conocidos de la reproducción del sistema. Esta «hemorragia de conceptos críticos» (R. Barthes) habría afectado a nociones como las de «revolución», «clase social», «ideología», «transformación social», «lucha de clases», «proletariado», «plusvalor», «compromiso», «resistencia», etcétera. Expuestos inevitablemente a la erosión del devenir, sujetos a aquella estricta contingencia (temporalidad) de todas las acuñaciones de la crítica, de todos los conceptos y de todas las teorías de la historia y de la sociedad (K. Marx), recayó también, sobre los universos terminológicos disidentes, la nueva asechanza de los «media», intrínsecamente vinculada al mercado y a la gobernabilidad. Y quedó desangrado el corpus discursivo anticapitalista…

4. Pero quedó desangrado en el marco de la misma constelación económica, política y cultural que denegaba: el Capitalismo vampirizó al anti-capitalismo, robándole sus palabras, sus símbolos, sus emblemas. Y «revolucionario», por ejemplo, es hoy también una marca de cerveza y de ropa; y un término que aparece en el nombre de un partido conservador, con un proyecto político «reaccionario» en opinión de muchos, asentado en el gobierno durante años y años (el Partido Revolucionario Institucional, en México). Y podemos comprar camisetas estampadas con el rostro del Che en El Corte Inglés. Y existe un periódico que se llama «Liberación». Y «Emancipados» puede estar en el logotipo de una boutique de lujo. Y no hay político, periodista o profesor que no cante a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad. Y se desconoce organización política pro-capitalista, en el límite «humanizadora» del sistema establecido, bienestarista en tal caso, que no incluya el ecologismo, el feminismo y el pacifismo entre sus credenciales propagandísticas…

El antagonismo se quedó sin palabras en un marco histórico que impide la emergencia absoluta, repentina, de un Nuevo Pensamiento. Si no cambia sustancialmente el mundo, esto es sabido, no puede surgir una Novedad Radical en la reflexión o en la teoría, pues todos los conceptos, todos los frutos de la inteligencia humana (ya sean para la conservación, ya para la transformación), son productos histórico-sociales y la imaginación crítica, incluso subversiva, tiene un límite marcado por la época. Estamos obligados a batallar, pues, de momento, en el territorio lexicológico del enemigo, en el universo conceptual de un capitalismo que nos robó las armas del lenguaje y adulteró las palabras con las que lo denegábamos. ¿Cómo hacerlo?

5. Cabe pagar al Sistema con su misma moneda, «re-significando» conceptos que utilizaba apaciblemente en aras de su propia justificación; cabe «re-semantizar» todos esos términos por los que siempre se sentía halagado, legitimado. Cabe introducir un principio de discordia, de conflicto, de inseguridad y de inquietud en el campo lexicológico del Capitalismo. Podemos «hurtarle» sus palabras para devolvérselas envenenadas, destempladas, enloquecidas… Es lo que pretendo hacer, en los últimos tiempos, con estas tres expresiones: «juego», «territorio» y «recreación». Estas tres nociones, tan queridas por el status quo, tan gastadas por la intelectualidad reclutada, por los funcionarios mohosos y por los agentes culturales del capitalismo, pueden ser «leídas» de otro modo (o, mejor, pueden «darse a leer» bajo otro aspecto); pueden re-vestirse de un nuevo y desafiante sentido, en la línea de la hermenéutica crítica o de la deconstrucción, estrategia epistémica que ya no procura exhumar «significados primeros» o «verdades ocultas», sino que opera rescates selectivos, re-creaciones y actos de producción discursiva disidentes… Hablamos de «deconstrucción» en el sentido de J. Derrida:

«Las relaciones entre deconstrucción y hermenéutica son también complejas. Lo que se llama en general hermenéutica designa una tradición de exégesis religiosa que pasa por Schleiermacher y la teología alemana hasta Gadamer entre otras fuentes, y supone que la interpretación de los textos debe descubrir su querer decir verdadero y oculto. La deconstrucción no tiene que ver con esa tradición; por el contrario, pone en duda la idea de que la lectura debe finalmente descubrir la presencia de un sentido o una verdad oculta en el texto. Pero hay otra manera de pensar la hermenéutica, que se percibe en Nietzsche o en Heidegger, donde la interpretación no consiste en buscar la última instancia de un sentido oculto sino en una lectura activa y productiva: una lectura que transforma el texto poniendo en juego una multiplicidad de significaciones diferentes y conflictuales. Esa acepción nietzscheana de la interpretación es mucho más cercana a la deconstrucción, tal y como es la mención de Heidegger a la «hermeneuin» que no busca descifrar ni revelar el sentido depositado en el texto sino producirlo a través de un acto poético, de una fuerza de lectura-escritura».

Como apunté en otra parte (breve ensayo en el que se situaba a E. Zuleta entre los inspiradores de esta forma distinta de entender la «interpretación»), fue también perfectamente «poético», «lecto-escritural», hermenéutico o deconstructivo, el acercamiento de A. Artaud a la obra/vida de V. Van Gogh…

La dirección de mi «rescate selectivo», de la «lectura productiva» que propongo, es clara: llevo el juego, la recreación y el territorio a la arena de la crítica antipedagógica y desistematizadora…

6. Vinculada a este asunto, corre una cuestión crucial, magistralmente esbozada por R. Barthes en Crítica y Verdad: ¿De qué voy a hablar cuando trate del «territorio», del «juego» y de la «recreación»? ¿Cómo hablaré, en calidad de qué? ¿Desde qué especialidad, disciplina o «prisma» lanzaré mis tesis? Responderé ahora concisamente y recuperaré a continuación las palabras del autor francés… Hablaré de palabras, trataré del lenguaje; y no de un fantasmal «en sí» del juego, del territorio o de la recreación. Hablaré de lo que esas palabras pretenden designar y de lo que están connotando de hecho; y sugeriré lo que aún podrían llegar a referir. Y hablaré como «escritor» sin más; no como historiador, sociólogo, «ludólogo», psicólogo, etnólogo o filósofo. En palabras de R. Barthes:

«Lo que no se tolera es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje. La palabra desdoblada es objeto de una especial vigilancia por parte de las instituciones, que la mantienen por lo común sometida a un estrecho código: en el Estado literario, la crítica debe ser tan disciplinada como una policía; liberar aquella no sería menos peligroso que popularizar a esta —sería poner en tela de juicio el poder del poder, el lenguaje del lenguaje. Hacer una segunda escritura con la primera escritura de la obra es en efecto abrir el camino a márgenes imprevisibles, suscitar el juego infinito de los espejos, y es este desvío lo sospechoso. Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, solo podía ser conformista, es decir conforme a los intereses de los jueces. Sin embargo, la verdadera crítica de las instituciones y de los lenguajes no consiste en juzgarlos, sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos. Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lenguaje, en vez de servirse de él. Lo que hoy se reprocha a la nueva crítica no es tanto el ser nueva: es el ser plenamente una crítica, es el redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar, mediante ello, al orden de los lenguajes (…).

Nada es más esencial para una sociedad que la clasificación de sus lenguajes. Cambiar esa clasificación, desplazar la palabra, es hacer una revolución. Durante dos siglos, el clasicismo francés se ha definido por la separación, la jerarquía y la estabilidad de sus escrituras; y la revolución romántica se ha considerado a sí misma como un desorden de la clasificación. Ahora bien, desde hace cerca de cien años, desde Mallarmé sin duda, está en curso una reforma importante de los lugares de nuestra literatura: lo que se intercambia, se penetra y se unifica es la doble función, poética y crítica, de la escritura. No basta decir que los escritores mismos hacen crítica: su obra, a menudo, enuncia las condiciones de su nacimiento (Proust) o incluso de su ausencia (Blanchot); un mismo lenguaje tiende a circular por doquier en la literatura; el libro es así atacado de flanco y por la retaguardia por el que lo hizo; no hay ya poetas, ni novelistas: no hay más que una escritura».

7. Pudiera considerarse que esta literatura de la lucha «en» y «por» el lenguaje se desentiende del horizonte «real» de la conflictividad, del ámbito material de la reivindicación, con sus «causas», sus «sujetos», sus «motores». Cabría estimar que no constituye más que una huida «culturalista», una «sofisticación» de la teoría crítica, casi una embriaguez del escrúpulo político-ideológico. Pero nada más alejado de la verdad: en el contexto de la crisis definitiva del Relato de la Emancipación, postrados el Sujeto, la Causa y la Revolución, el horizonte de la cultura asume un protagonismo sustitutorio como ámbito del antagonismo objetivo. Más aún: desde el momento en que los instrumentos y los procedimientos de la racionalidad política clásica quedan absorbidos como formas de la desobediencia inducida, del ilegalismo útil o de la conflictividad conservadora, y su esfera ya no es otra que la de la «protesta domesticada», la lucha recupera al individuo, a la cotidianidad y a la propia vida (investidos o revestidos por el lenguaje) como escenarios privilegiados del antagonismo. El propósito de la «auto-construcción ética y estética para la lucha», paralelo a la desistematización de la existencia, se hace perfectamente conciliable con esta vigilancia de las palabra que proferimos, de los lenguajes que utilizamos, de las escrituras que practicamos. Y, a la inversa, en absoluto basta con un «compromiso» que permanezca sin más en el dominio de la comunicación. Se precisa tratar la propia vida del mismo modo que tratamos las palabras: «resignificando», deconstruyendo, reinventando. Erigir nuestros días en objeto de la crítica y de la escritura, «poetizarlos». Como parte de la existencia particular, el lenguaje que usamos se convierte en asunto de la desistematización…

8. Pero, si dejamos a un lado el proyectismo utopista (el ideal aquí, aunque mañana) y nos abrazamos al realismo heterotópico (la belleza hoy, aún hoy, si bien en otra parte), la labor de re-significación tenderá a disolverse en una de-significación terminal. Porque el objetivo último no es alterar los vocablos y devolvérselos indefinidamente al poder: quisiéramos establecer las condiciones, primero subjetivas y luego objetivas, de una «desaparición» de tales términos… Borrar palabras, diluir las separaciones arbitrarias y las cosificaciones interesadas, reventar los conceptos «como pompas de jabón», que decía F. Nietzsche…

Porque ha correspondido a la civilización occidental, desde Platón si damos credibilidad a P. Sloterdijk, estimar que «pensar» consistía en «dividir». Y llegaron los dualismos, las tesis y las antítesis, los opuestos, las contradicciones entre dos términos, las trinidades (santas o no santas), la dialéctica… Pensar era «dividir»; y «pensar bien», subdividir y subdividir. Las ciencias, bajo ese paradigma, se convirtieron en sistemas de clasificación, de ordenamiento, de distinción y de definición, aquejadas de una «taxonomomanía» insuperable. La filosofía se resolvió académicamente como una silogística de los conceptos (conceptos-madre, conceptos filiales, conceptos adyacentes…), configurando mallas o redes discursivas por anudamiento de entidades abstractas separadas, asimismo jerarquizadas, distribuidas lógicamente, obedeciendo a una sintaxis de agregación.

El pensador occidental, se dedicara a la engañifa que se dedicara, actuaba como un leñador enajenado en medio de un río, dando hachazos para dividir el agua fluyente. Y tenemos, al fin, la sociología, la antropología, la etnología, la historia, la psicología…; y tenemos la política, la economía, el derecho, la cultura…; y tenemos la Edad Antigua o el esclavismo, la Edad Media o el feudalismo, la Edad Moderna y Contemporánea o el capitalismo; y tenemos el Arte, la Ciencia, la Filosofía; y tenemos la ética y la estética, la crítica y la poesía; y tenemos…

Pero no todas las culturas han sucumbido a semejante furor segregacionista, divisionista. Considerando que «lo correcto» era lo nuestro, y casi cediendo a la conmiseración, denominamos «holísticas» a las civilizaciones que no escindían… Y coincide hoy que los mayores grados de libertad y de autonomía entre las gentes se dan allí donde menos progresó el virus de la separación. Se diría que, a más «división», más opresión, más envilecimiento, más dolor…

Escolasticismos y neo-escolasticismos, funcionalismos de una u otra índole, estructuralismos diversos, «pensamientos leves» o «complejos», etcétera, no constituyen más que vástagos de la separación y de la división, de la segregación y de la cosificación. He ahí el estigma de los pensadores y científicos occidentales. «Nada ha salido con vida de sus manos», decía el «viejo martillo»: todo lo disecan, todo lo convierten en «momias conceptuales».

Cabe agregar que, al parcelar y re-parcelar, se desarmó y reclutó el pensamiento. Y se esterilizó la filosofía. Y se malbarató la ciencia. Y se emponzoñó la vida toda… Al escapársenos el principio de la totalidad, al desatender la indivisibilidad de lo real, fue también la unicidad de la libertad lo que perdimos; y la historia de la humanidad occidental se convirtió en un navegar amargo de seres fracturados y fracturantes…

Pero no les sucedió lo mismo a todos los pueblos, decía. El «holismo» indígena no distingue etapas en el tiempo, campos en el saber, sectores en la organización de la vida, heterogeneidades sustantivas en los móviles, grados en la satisfacción… «Comunitario», su aliento jamás tendió a establecer fisuras, fronteras, grietas, demarcaciones. Cuando las gentes del poblado se reúnen bajo un techo enorme para resolver un problema o reflexionar colectivamente sobre un asunto, ¿a qué tipo de acto estamos asistiento? ¿A un acto estrictamente «político», en la línea de la denominada «democracia india»? ¿«Religioso», ya que queda envuelto en ritos, ceremoniales y simbolismos, reteniendo el aura de lo sagrado? ¿«Cultural», pues es toda la cosmovisión indígena la que se concita y excita ante cada asunto particular? ¿«Educativo», ya que los niños acuden y escuchan, intervienen y aprenden? ¿«Lúdico», puesto que no faltan las risas, las bromas, las conversaciones animadas, el café y las tortillas, los refrescos…?

Cuando por la mañana, con toda la dignidad del mundo, serias y casi solemnes, esas mismas gentes parten hacia la milpa, los huertos, el cafetal o el bosque, ¿a qué actividad se entregan? ¿A una labor económica, de signo agrario? ¿Espiritual, ya que acontece el reencuentro con la Madre Tierra? ¿De conocimiento y enseñanza, puesto que de esos terrenos brota buena parte del saber tradicional y allí se congregan todos los días los menores? ¿Lúdica, pues en tales escenarios se desata y realiza el principio de placer? Si, al atardecer, se reúnen en una iglesia,o en una casa comunitaria o particular, y conversan con interés y sin prisa, ¿a qué móviles obedecen? ¿Amistosos? ¿De ocio? ¿Comunicativos? ¿Recreativos? ¿Intelectuales? ¿Políticos? ¿Rituales? La modalidad de don recíproco que recibe el nombre de «guelaguetza» en los entornos mayas, y que parte de una atención constante a las necesidades de los demás, ¿que «funcionalidad» asume, si le cabe ese término? ¿Material, económica y redistributiva? ¿Asistencial, cooperativa y solidaria? ¿Ética y hasta religiosa? ¿Estética y gestual? ¿Filosófica? ¿Amorosa?…

El llamado «holismo» de los indígenas, de los nómadas y de los pastores tradicionales choca sin remedio con el «hacha» occidental; y ese conflicto impide que comprendamos de verdad el sentido de unas prácticas ante las que naufragan nuestros conceptos y nuestras herramientas cognoscitivas. Por añadidura, en ese universo unitario se da la libertad de la que nosotros carecemos y por la que tanto creemos haber luchado, una libertad concreta, tangible, efectiva…

9. Regresando a nuestro asunto, «desemantizar» el juego, la recreación y el territorio significa devolver esos tres conceptos a un universo epistémico en el que no existían como tales, pero del cual, en algún sentido, fueron arrancados; un ámbito de conocimiento y de vida en el que la igualdad y la libertad, el sentimiento comunitario y el particularismo trascendente evitaron los estragos de un pensamiento de la separación y la delimitación… «Re-significados», bajo una lectura crítica por libertaria, volvemos esos tres conceptos contra el sistema. «De-semantizados», desde el prisma de una mirada heterotópica, nos permitimos soñar con mundos en los que ya no es necesaria esta «lucha en el lenguaje»…

Cuando los zapotecos de Juquila Vijanos se engalanan para reecontrarse con sus huertos o con la milpa, a menudo en compañía de los niños, no van a «trabajar», a «aprender» o a «jugar». Pero sí hacen algo en lo cual esas tres expresiones están fundidas, en su sentido más noble: una labor que convoca al cuerpo y a lo que no es el cuerpo, un acto de aprendizaje-enseñanza sin cesar reanudado (aprendizaje comunitario y enseñanza destinada a los menores) y un desencadenamiento de la alegría, del contento, del comportamiento placentero. Cuando J. M. Montoya nos cuenta que «el niño gitano aprende jugando en el trabajo», nos sugiere lo mismo. En ese acto «holístico» está sucediendo algo que no es trabajar, jugar o aprender, ni la mera suma de las tres acciones. Es la vida misma la que discurre, sin admitir recortes conceptuales. Por último, si preguntamos a un pastor tradicional, ágrafo y desescolarizado, cómo aprendió lo que sabe y cómo enseñó a sus hijos, nos contará tranquilamente «toda» la vida que hace, el croquis detallado de sus días, la existencia completa de los rural-marginales en su discurrir cotidiano.

Porque, donde se da la igualdad y la libertad, ni existe el trabajo, ni existe la escuela, ni se da el ocio o la recreación. Por contra, donde la coerción y la inequidad son la norma, el pensamiento separa y cosifica, en primer término. Y, en un segundo movimiento, de modo demagógico, cuando no cínico, propone una «recomposición» meramente aditiva de lo parcelado. Primero creamos «ciencias», «disciplinas», «especialidades», «subdisciplinas», etc.; y luego apostamos por estrategias «interdisciplinares» o «transdisciplinarias» para adosar cosméticamente fragmentos del conjunto despiezado. Pero se pierde la totalidad, que hubiera exigido, como advirtió K. Marx, un saber unitario, «una» ciencia (que podríamos denominar «de la sociedad», «del hombre» o «de la historia») abarcadora e indivisible… Siguiendo la misma lógica, Occidente separa el trabajo, el aprendizaje y el juego, estableciendo espacios distintos para cada actividad, formando a menudo técnicos o «profesionales» para el desempeño en los sectores «cercados», creando incluso saberes o disciplinas específicas; y, acto seguido, con la mayor hipocresía, proyecta «adiciones»: llevar, por ejemplo, el juego a la escuela o al puesto de trabajo; introducir el trabajo en la enseñanza; diseñar «juguetes educativos», «mobiliarios educativos» (la Bauhaus); concebir «trabajos lúdicos»; convertir la fábrica asimismo en un «escenario del aprendizaje» (la URSS), etcétera.

He aquí el mapa conceptual de mi intervención: re-significar el territorio, el juego y la recreación para poetizar escenarios de su de-semantización…

2. TURBIEDAD POLÍTICA DE LA NOCIÓN CONVENCIONAL DE «JUEGO»

El lenguaje, ciertamente, «nos habla»… Cuando proferimos la palabra «juego» somos llevados inmediatamente a un ámbito de reflexión y de conversación ya acotado, delimitado de antemano, sin que se nos conceda la posibilidad de cuestionarlo o de idear otro. Y es que aceptamos acríticamente la noción convencional de «juego», sin reparar en los intereses que acompañaron su génesis: ¿Por qué reunir bajo ese concepto actividades y disposiciones tan heterogéneas? ¿Por qué decimos que esto sí entra en la categoría de «juego» y aquello no, aunque desde algún punto de vista se le asemeje? ¿Por qué decimos que esto y aquello son «juegos» a pesar de todo cuanto los separa y distingue? Evidentemente toda selección, lo mismo que toda clasificación, es en cierto sentido «arbitraria», socio-culturalmente determinada y, respondiendo a estrategias tácitas o manifiestas, induce efectos de poder…

Asumiendo de alguna forma la noción común de «juego», J. Huizinga advirtió, no obstante, que cada lengua organizaba a su modo los objetos del espacio lúdico; y había unos idiomas que establecían distinciones lexicológicas desconsideradas por otros, incluyendo estos bajo los alcances del término «juego» realidades que aquellos excluían… Para mí, ese apunte es muy pertinente, pues quiero denunciar la calculada «heterogeneidad» de los elementos que nuestra lógica lingüística aglutina en la categoría única e indiscutida de «juego». Ello me obligará a resignificar un concepto, a inventar un recurso terminológico que dibuje una línea de demarcación en el interesado «cajón de sastre» de los juegos: es la noción de «juego antipedagógico y desistematizador» o, desplazando los acentos, «juego libre»…

Obviamente, una cosa es «jugar» al ajedrez contra un rival, en esa apoteosis de la competencia y bajo el mandato de reglas muy estrictas; y otra construir de forma espontánea un castillo de arena a la orilla del mar, cooperando con un amiguito… Una cosa es dramatizar siguiendo papeles dictados, memorizados, bajo la mirada inquisitiva de un «director»; y otra jugar a los personajes, improvisando roles, sin supervisión de nadie… Una cosa es «jugar» con el auto teledirigido comprado por Navidad; y otra «jugar» a inventarse coches con botellas de plástico, palos y tapones a fin de regalarlos… Son tan grandes las diferencias estructurales entre unos llamados «juegos» y otros que cabe sospechar un fallo o un fraude en el proceso de génesis del concepto. Se hubiera podido esperar dos o tres acuñaciones terminológicas distintas, ya que las actividades reunidas se contraponen en aspectos decisivos. Pero, como todo acabó encerrado en una misma y única vasija conceptual, el motivo de una tan llamativa heterogeneidad fenomenológica deberá buscarse en el campo de la reproducción socio-política. En pocas palabras: se ha querido «diluir» (en el conjunto, en la amalgama) la especificidad de un tipo de juego potencialmente «subversivo», «crítico», «desestabilizador» —lo que llamo «juego libre»… Ubicándolo al lado de los juegos de obediencia, de los juegos reglados, de los juegos competitivos y «adaptativos», de los juegos sujetos a una mirada adulta o a una planificación institucional, se ha logrado que su bella irreverencia pase desapercibida a no pocos analistas; se ha conseguido desviar, de su obstinada disidencia y de su alegre rebeldía, el foco de atención…

Llamo «juego libre» a aquel que acontece sin normativa identificadora, sin «reglas» formales, sin competencia, sin triunfo y sin derrota, sin rédito material o simbólico, preferiblemente sin exigir un «juguete» adquirido en el mercado, desconocedor de todo ámbito institucional, sin dirección o supervisión externa, abierto a la espontaneidad, a la creatividad, a la cooperación entre los participantes… Así enunciado, parece muy exigente; sin embargo, esta clase de juego aflora constantemente, cuando el niño está solo y cuando se reúne con sus amigos. Es el tipo de juego al que el menor se entrega primero, desde su más temprana edad y antes de que los adultos pretendan «redireccionar» su actividad espontánea.

Hasta donde he podido comprobar, los investigadores «científicos» de la actividad lúdica (psicólogos, sociólogos, pedagogos,…) pocas veces han cuestionado, con el necesario punto de radicalismo, aquella interesada y calculada «heterogeneidad» introducida en la categoría de «juego» por las agencias socio-político-culturales; pocas veces han subrayado la «diferencia» que asiste al juego libre y la turbiedad ideológica inherente al gesto de malbaratarlo en cajones de sastre anuladores.

3. RASGOS DEL «JUEGO LIBRE»

Las manifestaciones empíricas del juego libre son infinitas. Y empiezan en los primeros años, cuando los infantes están todavía a salvo de la forma de servidumbre inducida por la lógica del «juguete» y excitada por el conocimiento de los juegos tradicionales, de los juegos ya dados. Entonces, el niño juega con cualquier cosa y juega de cualquier manera. A cubierto del juguete y del juego instituido, históricamente forjado, tampoco puede afectarle la figura del «supervisor» o «conductor» de la actividad lúdica. Ayuno de reglas, de patrones, de instrucciones, sin «asesores» o «ayudantes» que lo distraigan y condicionen, el niño, bajo la mirada complaciente de su propia libertad, no cesa de jugar…

Cuando una persona se entrega al juego libre, no sabemos muy bien qué es lo que está haciendo. Pero sí comprendemos lo que «no» hace, por lo que podemos caracterizar esa actividad en términos negativos: desinteresado en grado extremo, el jugador no persigue una rentabilidad material o simbólica. Deja a un lado, pues, toda la órbita de la racionalidad económica, que tiene que ver con la ganancia, los trabajos, el mercado… Por otra parte, en gran medida aislado de la normatividad y de sus escenarios, al practicante del juego libre no se le exige obediencia o comportamiento aquiescente y aprobador; y tampoco se le suministran incentivos para sojuzgar a nadie, para influir deliberadamente en la conducta de los otros. De este modo, escapa asimismo de la vieja razón política. Ya que su proceder no responde a la racionalidad estratégica, bajo ninguna de sus modalidades, cabría suponerle una índole a-racional o deberíamos elaborar, a propósito, la noción deconstructiva y paradojal de una «racionalidad lúdica». Por último, y también en función de ese carácter no instrumental, dota al protagonista del juego de una coraza anti-pedagógica y de-sistematizadora. Se trata, pues, de un juego que respeta al máximo la iniciativa personal del sujeto y en el que este puede manifestar ampliamente su espontaneidad, su creatividad, su imaginación, su fantasía…

Sobre la disposición «insumisa» del niño, que tiende de un modo natural al juego libre, pronto caerán agentes restrictores, unos vinculados a la ludo-industria, cuyos elaborados mercantiles someterán al menor a sus lógicas de funcionamiento (todo comercio de juguetes es un comercio de cadenas), otros asociados al instinto «pedagogista» de los progenitores, que pronto procurarán reconducir tales iniciativas «caprichosas» hacia el logro de determinados objetivos «educativos» o «formativos», incorporando sin remedio cláusulas de reprehensión y de violencia.

Fuera de los marcos de la infancia, cabe extender la esfera de influencia del juego libre, como estoy sugiriendo, por los escenarios desolados de la vida adulta, implementando ahí, en tales pasadizos y en tales laberintos, su virtualidad impugnadora. Por su carácter a-racional, o por su racionalidad lúdica, por su relación de contigüidad con instancias como la poesía, el absurdo, la locura, lo gratuito, el don recíproco, etcétera, terminaría erigiéndose en una poderosa herramienta para la reinvención combativa de la vida, sumándose al proceso de auto-construcción ética y estética para la lucha. De su mano, cabe reducir los alcances de la sistematización moderna de la existencia…

Ya que el juego libre, en cierto sentido, «no se ve» (vemos, eso sí, personas en una muy concreta interacción), pues carece de «estructura», de «forma», de «regularidad», situándose en las antípodas de los juegos reglados y de las dramatizaciones con guion, casi podríamos concebirlo como la plasmación de una «actitud»: actitud no-productiva, anti-política, creativa, insubordinada… Correspondería también a esa «actitud», circunstancia no menor, abocar a la cooperación, a la «fraternidad», a la ayuda mutua y a la colaboración entre iguales. Se distingue así, diametralmente, de los «juegos deportivos» modernos, cuya crítica pionera fue desarrollada por J. Ellul, entre otros: individualismo competitivo que contempla al «partenaire» como mero rival, máximo sometimiento a reglas, dependencia absoluta de la institución y atención preferente al mercado, asunción de una ética heterónoma y postergación de la creatividad personal…

Identifica también a la «actitud lúdica» su natural festivo, alegre, gozoso; su inclinación hedonista. Este «placer» del juego libre está asociado en ocasiones a lo indeterminado de su curso, a la ausencia de cauces, a la incertidumbre que gravita sobre su desarrollo —un «no saberlo todo» y, no obstante, «tener que decidir los pasos futuros». Es el placer de la iniciativa sin cálculo, aventurera y riesgosa; el goce de enfrentarse a enigmas no fatales. Recuerda, de algún modo, la «felicidad» de los nómadas ante la imposibilidad del proyecto y la emocionante variabilidad de un mañana que preocupa pero no se teme; y evoca también la serenidad jubilosa del campesino antiguo ante las mil pequeñas novedades que debe afrontar cada día en su labor, habituado a navegar accidentes e imprevistos. Bajo esa alegría y esa forma de contento, el jugador puede dar la apariencia de «estar trabajando» (cuando, por ejemplo, imita a un artesano o a un obrero; o reproduce de hecho, y en el plano del juego, su labor física) y también de «estar aprendiendo» (si orienta el juego hacia el conocimiento o la investigación); pero no cabe duda de que de encuentra fuera de la lógica «económica» o «pedagógica», y la confirmación de ello radica precisamente en la atmósfera risueña, animada, dichosa, bajo la que se desenvuelve la actividad…

De la mano de J. Huizinga, historiador que anega el juego libre en el conjunto indistinto de las actividades lúdicas, sin remarcar su singularidad y sus implicaciones, podemos recapitular, en estos términos, sus rasgos más visibles: actividad libre, que puede resolverse a modo de «representación» improvisada (juegos «como si»); que se desarrolla bajo una inapelable «seriedad» (tensión, concentración, apasionamiento), pero también, y al mismo tiempo, en un ambiente festivo, placentero, lleno de motivos para la satisfacción y la alegría; que manifiesta un muy neto «desinterés» y una finalidad intrínseca, centrada sobre sí misma; que expresa una consciencia nítida de constituir una «fuga» o una «huida» de la «vida corriente» y de la «realidad establecida» (un paréntesis, una interrupción en el tedioso discurrir de la cotidianidad organizada); que tiende a crear vínculos y camaraderías entre los participantes, sabedores de que comparten una experiencia imprescindible, «necesaria», de extrema importancia, casi sagrada; y que queda envuelta siempre en una aureola de «misterio», de «enigma», de indeterminación…

Separándome, en este punto, de J. Huzinga, quiero hablar ahora de los aspectos menos visibles del «juego libre», rasgos que, en mi opinión, apuntan a la anti-pedagogía y a la desistematización…

4. ¿ES LA «RAZÓN LÚDICA» LO PRIMERO?

Cabe la posibilidad de que la disposición lúdica sea la actitud inmediata del ser humano, allí donde no se han establecido relaciones de coerción política y de subordinación económica. Las gentes, cuando no están inscritas en órdenes de dominación política o en ámbitos de subalternidad económica, impelidas a dejarse oprimir y explotar para asegurar su subsistencia, en ese ambiente que puede antojársenos «ideal», solo tienen una cosa que hacer, más allá de garantizar la autoconservación: entregarse al «juego libre», en el sentido en el que lo estoy determinando. Es eso lo que hacen los niños aún antes de alcanzar su primer año de edad; es lo que harán después, desde que se despierten en la mañana…

El jugar, entonces, no es una opción, como sí lo es el buscar empleo o el trabajar para otro; el jugar en libertad es el plano subyacente, es el marco, es «lo que hay», es lo real, es lo que ocurre, mientras no se instauren, recortando y recortándose sobre ese telón de fondo, las figuras del trabajo alienado, del empleo, por una parte, y, por otra, de la obediencia, de la servidumbre política. El juego libre es lo que habría de darse siempre, el transfondo de todo.

Ni siquiera ante la exigencia de la auto-conservación personal y comunitaria, la disposición lúdica ha permitido fácilmente que otras actitudes ocupen su lugar. La entronización de la razón económica puede verse como el punto de llegada de un largo e irregular proceso civilizatorio, culminado con el ascenso y la consolidación del Capitalismo. El afianzamiento de la propiedad privada y del trabajo en dependencia, ciertamente, le dio alas; pero nosotros suscribimos la tesis de esos investigadores que ubican la irrupción del «hombre económico» en el corazón mismo de la contemporaneidad, en nuestro tiempo. Donde la coerción económica y la fractura social no se conocían, y mientras nada hacía presagiar la generalización de «homo aeconomicus» como forma hegemónica de subjetividad, de mil maneras se evidenció esa disposición lúdica de las personas incluso a la hora de buscarse las fuentes de subsistencia. P. Clastres lo ilustró para el caso de algunas etnias llamadas «primitivas» del subcontinente americano: pasaron del nomadismo y la recolección a la vida sedentaria y a la agricultura, pero, cuando comprobaron que, por cambios decisivos en las circunstancias de la región, podían vivir invirtiendo menos tiempo en la consecución de los alimentos, sorteando los esfuerzos requeridos por la agricultura (es decir, cuando comprendieron que de nuevo les cabía subsistir a la antigua usanza, al modo de sus antepasados), ante esa certeza afortunada y bajo un consenso absoluto, regresaron dichosos a la vida errante y a la actividad recolectora, abandonando las casas y los campos de cultivo. Bajo la recolección y el nomadismo, la disposición lúdica brilla especialmente… También en esa línea se explica el tenaz desinterés de determinadas comunidades indígenas por la acumulación, por el excedente y por el comercio: se contentan con cosechar lo que necesitan para alimentarse. Y es proverbial el gusto de los pueblos nómadas por «la vida al día», sin cálculo, previsión ni atesoramiento. Por último, está en el talante de muchos individuos contemporáneos una suerte de incapacidad caracteriológica para arrinconar la disposición lúdica y, por ejemplo, dejarse sepultar en un empleo, comportándose como meros «hombres económicos» (pensando, entonces, en el salario, el ahorro, el consumo, la inversión, la ganancia…). Estos seres las más de las veces hollarán la sugerente senda del «trabajo mínimo», o buscarán otras vías, sin duda arriesgadas, para escapar del salario y desatar su potencial de existencia lúdica. También yo llevo toda la vida recorriendo ese camino, que me abocó finalmente a la agricultura de subsistencia y, después del final, pues todo final es un nuevo comienzo, a la recolección sistemática y rigurosa: en nombre de la razón lúdica, lo crucial para mí era no dejarme explotar y no tener que obedecer…

En todos estos casos se manifiesta la prevalencia de la disposición lúdica: se buscan los medios de subsistencia de una manera alegre, positiva, optimista… Pero como, a pesar de todo, en esa labor cabe la fatiga, el cansancio, que no siempre es muy «feliz», uno busca la manera de castigarse lo menos posible; y entonces amplía conscientemente, de forma paralela, el tiempo y el margen para el resto de las ocupaciones, tareas que no merecen vincularse a la palabra «ocio» sino que se aprehenden mejor bajo el rango de «actividades plenamente humanas» —en las que el juego, lo lúdico, y aquí quería llegar, acampa por completo de nuevo.

Estamos tan intoxicados por la racionalidad estratégica, que nos dejamos embaucar por la demagogia política más extendida, de raíz decimonónica, y terminamos aceptando una patraña: que la economía y el poder manifiesto, la producción y la gobernabilidad, son los verdaderos pilares de la existencia humana… A lo sumo, para los “huecos”, para los “intersticios” que se abrían entre los tiempos de la servidumbre laboral y de la obediencia política, admitimos el campo (menor, secundario, accesorio) del “juego”. La responsabilidad del marxismo en esta idolatría de la Producción y del Estado es inmensa, como denunciara en su día J. Baudrillard (El espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico). Pero cabe invertir, exactamente, los datos del problema: sobre el suelo de la potencialidad lúdica del ser humano, mediante la violencia y la coacción, se implantó el infierno de la racionalidad productivista y burocrática.

“El niño gitano aprende jugando en el trabajo”, decía J. M. Montoya; y me ha gustado recordarlo cientos de veces. Quería decir que hay en su pueblo, o que había, una forma de jugar que está mezclada con el aprender sin escuela y con el trabajo no alienado, el trabajo autónomo. Lo que quería significar, y esto vale para todas las formaciones socio-culturales que mejor se han resguardado del Capitalismo, es que el juego está en todas partes y que lo lúdico es, en algún sentido, enemigo de aquello que no es el trabajo libre (sino que aparece como trabajo esclavo, en dependencia) y enemigo del aprendizaje que no es el aprendizaje natural, informal, comunitario (porque deviene aprendizaje en la Escuela). Cabría admitir, entonces, que en lo lúdico late una instancia negadora del empleo y de las aulas, un principio de derrocamiento de la majestad del salario y de la soberbia de la educación administrada…

He podido percibir esa secuencia en los entornos rural-marginales que habité y, en la medida en que se me permitió acercarme, en los ámbitos indígenas menos mixtificados por la globalización capitalista. Es la sensación de que, allí donde la autoconservación no supone extracción de la plusvalía y donde la educación no murió en la Escuela, y tanto aquella labor como este aprender pasan naturalmente, por así decirlo, a los pulmones, el juego también se “respira”; y, de un modo completamente espontáneo, no reglado, se disuelve en esas esferas. Y entonces vemos niños que se supone que están trabajando; pero no están trabajando, que están jugando. Que se supone que están jugando y no están solo jugando, porque están aprendiendo.

Esta fusión del juego con áreas que podemos considerar “libres” se pierde en el Occidente capitalista. Y ahora, una vez que la asociación se truncó, en parte porque volvimos a utilizar esa “hacha” epistemológica que segmenta y parcela, que divide para pensar, queremos re-insertarlos, re-fundirlos; y llevamos un juego desnaturalizado y no-libre a las escuelas (donde la educación tampoco se da en libertad), y llevamos el juego servil al cautiverio del empleo, donde la labor nunca es autónoma, para hacerlo más “soportable”, más “tolerables”, más “humano”. Y llevamos un juego risible y tontorrón, romo y adaptativo, a los hospitales, a los psiquiátricos, a las cárceles, a todas partes… Y se recompone así cierta nefasta armonía: juego no-libre, reglado y supervisado, para un trabajo de esclavos y para un aprendizaje de prisioneros a tiempo parcial.

No era la rebeldía, como soñó M. Bakunin, lo que, en cierto modo, habría estado en la supuesta esencia de la especie humana. No, no era la insumisión. Cerca del ser de las gentes, y que se me perdone este “naturalismo” retórico, hubo otra cosa, más difusa, inconcreta, poco complaciente: lo que quizás sí dio la impresión de rondar en algún momento la genericidad de los seres humanos fue el juego libre. Cada vez más maniatado, menos orgulloso, encogido y hasta avergonzado de sí, el juego sigue estando en el quehacer de casi todos los hombres y casi todas las mujeres sobre la Tierra; y continúa instalado en el centro de la cotidianidad de todos los niños. Pero este juego en parte sofocado, en parte reprimido, ¿alcanza a ser tan peligroso como la rebeldía? Respondo que sí. Que más peligroso todavía… Porque la rebeldía no está dada; “debe ser deseada”, como decía M. Stirner. Y el juego libre sí parece estar dado, como confirman nuestros niños todos los días…

Y el juego libre es peligroso porque, de alguna forma, da la espalda a todo aquello que nos mueve a nosotros, los inoperantes, inactivos, desactivados, reproductivos “ciudadanos”, meros artífices carnales del Capitalismo. Da la espalda a la razón económica, en la que nosotros nos desvivimos (“¡Trae dinero a casa para comprar! ¡Trabaja y déjate explotar para traer dinero a casa!”). Saca también la lengua a la razón política, esa que, inversamente, nos desvive (“¡Cree! ¡Vota! ¡Milita! ¡Organízate!”). Porque en el juego libre no entra la economía, ni la política; y porque esa disposición no congenia con la “razón instrumental”, pues se repliega sobre algo distinto y distante, que nos atrevemos a designar “razón lúdica”.

Cabe todavía concebir la vida como la oportunidad para el juego en libertad… Orientar la vida hacia el juego libre quiere decir procurar inventar un devenir biográfico que no obedezca, o que obedezca menos, a la Ratio, a la lógica, a la gramática, al lenguaje; quiere decir aspirar a forjarse un universo propio, con significado, con sentido. Y, desde ese devenir y ese universo, capacitarse para denegar el orden temible, universal, global, de un Capitalismo que se presume definitivo.

Solo que, así como malbaratamos la “economía”, en el sentido, si cabe, “noble” de la palabra (autoconservación personal y comunitaria); y así como degradamos la “política”, igualmente en la acepción “digna” de la expresión, que suena casi a anti-política (gestión comunitaria de los asuntos públicos), y para “auto-gobernarnos” tuvimos que votar y esperar a votar; también del mismo modo hemos corrompido el juego y, para jugar, tenemos cada vez más que comprar, adquirir juguetes, caer en el espacio del ocio, de la recreación, hundirnos en las redes del mercado y del Estado… Economía, política y juego fueron envenenados por el Capitalismo hasta un punto en el que el retorno es difícil. Nada que esperar de la economía, nada que esperar de la política; todavía un poco que anhelar por el lado subversivo de la razón lúdica…

Lado subversivo que linda desde luego con la poesía, pero con la poesía que no se comercializa y dejando a un lado a todos los poetas; que linda con la locura, pero no con esa demencia que se cura en el manicomio o con ingesta de barbitúricos, sino con aquel maravilloso extravío que no se cura nunca y que nos regala una forma superior de vida; que linda con el arte, pero no con el arte de las exposiciones, de los museos, de los artistas, narcisistas y mitificados, sino con el arte combativo de retomar de verdad las riendas de nuestra existencia, decidiendo hacia dónde y de qué manera avanzamos. Todavía un poco que anhelar… Y defensa adolorida de la Razón lúdica.

5. JUEGO Y CAPITALISMO

5.1. La “ofensiva” contra el juego libre: mercado, poder y ciencia

¿Por qué hablo de “defensa” de una Razón lúdica sustancialmente subversiva? Porque hay fuerzas que operan en sentido contrario y quisieran llevar lo lúdico al lugar de la reproducción social, a los enclaves de la perpetuación del Capitalismo. Son el mercado, el poder y la ciencia; y, por debajo de estas tres instancia, la pedagogía: pedagogía de mercado, pedagogía para la adaptación y la inclusión socio-políticas, pedagogía avalada por la ciencia más acomodaticia…

Siendo difícil y acaso innecesario “definir” el juego (“toda definición es una cárcel”, se ha dicho), sí cabe, tras caracterizarlo, denunciar qué es lo que se hace con él. En concreto, denunciar los mencionados tres avances sobre el juego: el mercado arrastró el juego al terreno del “juguete”, y creó una industria alrededor; el poder se acercó al juego para utilizarlo en función de intereses concretos, ya fueran conservadores o transformadores, y generó juegos fascistas, juegos comunistas, juegos democráticos; la ciencia empezó a hablar del juego para instalar también esa actividad, esa afición, ese proceso, en su campo específico —la “investigación”, ideológicamente orientada y bajo regulación política—, auto-glorificándose de paso y legitimando, como acostumbra, el status quo.

El resultado de esta triple acometida ha sido, o está siendo, una reducción progresiva de las ocasiones para el juego libre, que se verá literalmente “arrinconado”; una producción masiva de juegos y juguetes estrictamente “reclutados”, adaptativos, justificadores de los modelos sociales y de las formas políticas establecidas (pensemos, por ejemplo, en la difusión mundial del “Monopoly” o en el éxito incontenible de los actuales videojuegos competitivos o agonales); y una cancelación del protagonismo tradicional del jugador en la dinámica lúdica, pues, de un tiempo a esta parte, el papel determinante recaerá en el ingeniero, en el diseñador, en el político, en el legislador, en el educador, en el animador y, en la base de todo, en el pedagogo.

Especializada en la reforma moral de la infancia y de la juventud, poderoso agente subjetivizador, la pedagogía, sirviendo al mercado, al poder y a la ciencia, encerrará el juego en su esfera propia, que es por un lado el niño y por otro la educación administrada. Tomará la palabra sin descanso, pues sabido es que del juego no hablan nunca los jugadores, no hablan los niños. Sobre el juego hablan, en primer lugar, aquellos “profesionales” que han encontrado ahí un medio de vida, personas que se dedican a “hacer jugar”, a reeditar el juego, a inculcarle valores “educativos”, etcétera. Del juego hablan, ante todo, los pedagogos… Y a nadie escapa la iniquidad de sus fines: adoctrinamiento difuso, diseño de la personalidad de los ciudadanos…

Mención especial merece, en este punto, el llamado “juguete educativo”. En él se mezclan y confunden las dos instancias principales de corrupción del juego libre: el mercado, puesto que este juguete se compra y exige por tanto la venta de la capacidad de trabajo del adquiriente, y el poder, ya que lleva incorporada precisamente la pedagogía como un medio de domesticación social, de inculcación de determinados valores. Y ha habido juguetes que educaban en el cristianismo, otros que formaban para el fascismo, algunos ideados para “conscienciar” al estilo comunista, muchísimos hoy para la propagación de la democracia y el ciudadanismo universal… Recuerdo, a propósito, un “pequeño poema en prosa” de J. Baudelaire, titulado “El juguete del pobre”. Me permito recrearlo… Un niño encuentra una rata, quizás enferma. Se apiada de ella. Le prepara una jaula. Le pone comida, le pone agua y la lleva consigo a todas partes. Juega con ella, la acaricia, la toca, la mueve, la estimula… Se para un día, con su mascota, ante la verja de la casa de un niño rico, que debe tener muchos juguetes de esos que se compran, de esos que se dicen “educativos”. Y el niño rico se queda asombrado ante el juguete del pobre: “¿Qué es eso? ¿Cómo lo conseguiste? ¿Me lo dejas?”. Y el niño pobre sonríe porque sabe que el rico nunca podrá acceder a ese género de juguetes… La rata es aquí “el juguete del pobre”, porque los niños pueden jugar con cualquier cosa, todo puede ser en su imaginación una herramienta para lo lúdico. Pero el “juguete educativo” constituye una perversión lanzada por los adultos sobre el mundo de los menores…

El Capitalismo sorprendió un peligro, una fuente de inquietud, en el juego genuino, indomable; y lo atacó con todas sus fuerzas. Porque persistía el juego libre, se daba un componente lúdico en las maneras en que las gentes se procuraban los medios de subsistencia, ya mediante sus parcelas familiares, ya recurriendo al cultivo cooperativo, ya a través de la recolección… Era lúdica la disposición con que se afrontaba dicha tarea, que no se sentía como molestia ni como oprobio y de la que dependía la reproducción del grupo familiar, del clan, de la tribu. Nada parecido a lo que ocurriría más tarde con la generalización del salario…

El Capitalismo prácticamente universalizó la propiedad privada y el trabajo remunerado; y, desde entonces ya no hay alegría, no hay disfrute, en la forma que tienen los obreros de acercarse a la fábrica o los campesinos de acudir a la finca donde laburan a cambio de un jornal. A partir de ahí, la labor de la sobrevivencia, que incluye todo lo necesario para mantenerse y para conservar la salud, deja de ser placentera, deja de ser lúdica.

Donde aún quedaba una actitud lúdica vinculada a la reproducción social, el Capitalismo la atacó: quiso llevar el juego al mismo terreno que llevó la tierra. Y así como llevó esta al mercado, creando “propiedades privadas”, y también a la política, instituyendo circunscripciones, jurisdicciones, Estados; del mismo modo arrastró el juego al mercado (generando la industria de los juguetes, la industria del ocio, la industria de la recreación) y, paralelamente, a la política, donde, armado de pedagogía, será utilizado para fines de gestión de las poblaciones. La “historia del juguete” ilustra perfectamente este aspecto, registrando una suerte de “pulso” entre los juguetes artesanales y populares, confeccionados muy a menudo por los propios niños, que escapaban admirablemente de las garras del comercio y que acompañaron a la razón lúdica a lo largo de todos los tiempos, y esos otros juguetes más sofisticados, dotados de elementos mecánicos en ocasiones, que circulan por ambientes aristocráticos y no son inmunes a las mordidas del mercado. A partir de la Revolución Industrial, el pulso se decide en el sentido más nefasto, con la invasión de los juguetes industriales, primero de hojalata, luego eléctricos, después de plástico y hoy de índole telemática y digital. Masificados, testimonian también su apresamiento político-pedagógico bajo el Capitalismo con la explosión de los “juguetes educativos”…

Y es que el juego libre, el juego genuino, siempre fue sentido por el Capital como un enemigo: para nada le servía la estampa de un gitano cantando mientras recolecta, o la labor de una campesina que se engalana, se arregla, se pinta, se pone sus mejores ropas para ir al huerto o a la milpa, donde la espera la Madre Tierra… La racionalidad lúdica que asiste a esas dos escenas atenta contra la esencia misma de la formación social capitalista…

5.2. Juego servil y demofascismo bienestarista

El juego, como la educación, “pasa”, “ocurre”, “acontece”. Los niños, pero no solo los niños, juegan y juegan. El juego es ambivalente; puede tender a soldar o a des-soldar, a adaptar o a des-adaptar, a reproducir o a resistir. En este sentido, ahí no veo mayor problema… El problema aparece cuando entran en escena los “profesionales” que hablan y viven del juego. Como “burocracias del bienestar social”, actuarán a modo de publicistas y catequistas del Estado, difundiendo y profundizando ese fundamentalismo de la Administración que tan bien se disfraza de laicismo. Como “agentes bienestaristas”, pasarán el juego por la criba del Estado Social de Derecho y utilizarán la selección resultante para “dulcificar”, en sentido demofascista, la Escuela, el Hospital, la Fábrica, la Cárcel, el Cuartel,…

El interés por “ludificar” esas instituciones es, en efecto, un interés característicamente “demofascista”, tendente a hacer más soportable la dominación, tolerables las estructuras de encierro, admisibles el despotismo y la jerarquía, hegemónica la razón burocrática. La introducción del juego allí donde se registran “estados de dominación” (en los “aparatos del Estado”, que decía L. Althusser, o en las “instituciones de la sociedad civil”, en expresión de A. Gramsci) contribuye a que el ejercicio del poder se torne menos cruento y a que la autoridad se invisibilice; y, por ello, el Estado ha reclutado a estos “técnicos de la recreación”, a fin de que diseminen una cierta adulteración del principio lúdico (afín a lo que denominamos “juego servil”) por todas sus agencias. Simple tecnología de la subrepción, si bien no meramente “cosmética”, la dulcificación-ludificación de las instituciones y de las prácticas socio-políticas optimiza la reproducción del sistema capitalista y coadyuva a la domesticación integral de la protesta.

Pero he escrito “demofascismo bienestarista”… Si, para alcanzar una visión más completa de la teoría del demofascismo, remito a mi ensayo El enigma de la docilidad, para denunciar el aprovechamiento “bienestarista” de los beneficios del juego cabe recuperar las tesis de I. Illich en torno a la gestión política de las “necesidades”. La “necesidad originaria” de jugar, sentida por todos y en especial por los menores, “tratada” por el Estado Social, nos es devuelta como “pseudo-necesidad” de consumir elaborados lúdicos institucionales o mercantiles, siempre serviles, siempre adaptativos y reproductivos (juguetes educativos, ludotecas, animadores socio-culturales, programas recreativos,…); y lo que podría estimarse “derecho al ocio” deviene “restricción de la libertad de jugar”: al mismo tiempo que los niños son “encuadrados” metodológicamente para jugar y “socializarse jugando”, bajo una regulación institucional, se restringen a consciencia las posibilidades del juego libre, espontáneo, auto-motivado —pérdida de la calle, prolongación del encierro escolar, inspección y vigilancia “legal” de los juguetes, reglamentación de las actividades recreativas, etcétera.

Mediante estos dos pasos (de la necesidad a la pseudo-necesidad y del derecho a la restricción de la libertad), lo que se sanciona es el control administrativo de la esfera lúdica, con una persecución-exclusión del “juego libre” y una sobre-producción y sobre-difusión del “juego servil”, del juego reglado, pedagogizado, institucionalizado, mercantilizado. Como en los casos de la educación, de la salud, de la vivienda, del transporte, de la seguridad, del empleo, etc., esta profunda intromisión del Estado en el ámbito de las necesidades humanas genera la cancelación de la comunidad como enclave de autonomía y de auto-organización y la máxima postración del individuo ante los servicios de la Administración, alcanzándose una dependencia y un desvalimiento absolutos, una inhabilitación clamorosa y casi una toxicomanía de la protección gubernamental.

Ineptos para gestionar nuestra salud sin caer en las redes de la medicina envenenadora, para educarnos sin padecer el encierro adoctrinador, para movernos sin avalar sistemas de transporte que aseguran la ruina de nuestros cuerpos, para garantizar la tranquilidad en nuestros barrios sin arrodillarnos antes una policía peligrosa, etcétera, ya casi tampoco somos capaces de jugar sin comprar, sin obedecer, sin dejarnos bombardear por mensajes adaptativos subliminales, sin reforzar nuestra dependencia de las instituciones y nuestros lazos oprobiosos con el Estado.

Herida de muerte, la razón lúdica nada quiere saber de un bienestar cuyo precio se fija en docilidad y en trabajo asalariado. Porque los servicios y la tutela del Estado se pagan con la moneda de la libertad.

6. MÁS ALLÁ DEL “JUEGO REPRODUCTOR”: TOPOLOGÍA DE UNA RAZÓN LÚDICA SUBVERSIVA

6. 1. Juego reproductor

1. Para identificar, con toda precisión, el tipo de juego que cabe caracterizar como “reproductivo”, sobra con ojear la producción científica en torno al asunto. En las obras de los psicólogos, de los sociólogos, de los historiadores, de los investigadores académicos en general, se dibuja una interpretación del juego y de sus “bondades” que subraya su funcionalidad de cara a la adaptación social satisfactoria de los menores. El juego sería como una “herramienta” imprescindible para el desarrollo psicológico, cognoscitivo y socio-cultural de los niños… Propendería, de algún modo, la aceptación del mundo que le sirve de contexto, la asunción del orden social bajo el que se despliega. A este respecto, cabría retomar la crítica de J. Ellul a los planteamientos de M. Montessori: ¿Qué hay de “positivo” en una instancia (la Escuela, lo mismo que la actividad lúdica reproductiva) encaminada a facilitar la “integración” de la población, procurando hacer más dichosas, más felices, a unas gentes que, si atendemos a los rasgos objetivos de la sociedad en que se desenvuelven (injusta, opresiva, destructora), deberían sufrir intensamente, hundiéndose en el desasosiego y en la negatividad?

No solo se asiste a un “avance” de la ciencia contra el “juego libre”, procurando limar sus aristas críticas; también se invita a los adultos, a los terapeutas, a los padres, a los hermanos mayores en ocasiones, a intervenir en la esfera lúdica reglada, siguiendo las pautas de los científicos…

En razón de esta connivencia profunda, y como señalara en su día J. Huizinga, las sucesivas interpretaciones sobre el juego, emanadas desde el campo científico, pueden perfectamente sumarse las unas a las otras, insertándose en una lectura superior abarcadora. Cada autor subraya un aspecto, desarrolla una cuestión, aporta este o aquel matiz, pero siempre en la aceptación del terreno de juego establecido, sin cambiar el tablero y apenas moviendo piezas secundarias, por expresarlo de esta forma.

Esta índole complementaria de las aproximaciones académicas a la dimensión lúdica queda muy bien reflejada en la panorámica que nos ofrece A. Cabrera Angulo. No solo cabe conciliar perfectamente las distintas perspectivas, sino que, en determinados aspectos, llegan a solaparse, a superponerse:

“El foco de atención se ha centrado en cuatro funciones del juego: 1) las intrapersonales (capacitación personal para el desenvolvimiento social, desarrollo cognoscitivo de la propia individualidad, ejercitación de las facultades de exploración y compresión del mundo, adiestramiento en el dominio de conflictos, satisfacción de deseos…); 2) las biológicas (desarrollar habilidades básicas necesarias, liberar energía excesiva, relajarse, estimulación cinestética, ejercitar físicamente el organismo); 3) las interpersonales (desarrollo de las habilidades sociales y separación e individuación ante los grupos); 4) las socioculturales (imitación de papeles sociales, asunción de roles, reproducción de los caracteres sociales dominantes)”.

Y las teorías psicoanalíticas, desde S. Freud, enfatizarán el papel del juego en el desarrollo emocional del niño. Nos hablarán de su “función catártica” (exteriorización de sentimientos negativos, asociados a eventos traumáticos), del modo en que permite al menor asimilar y superar experiencias desagradables, confrontar frustraciones de su vida social, etcétera. El juego aparecerá siempre como un “medio de expresión”, ya de necesidades, ya de instintos, ya de deseos inconscientes, ya de conflictos emocionales. Obedeciendo al “principio del placer”, y desde la asunción por el niño de su “irrealidad” (suspensión de lo real a fin de propiciar una resolución simbólica de los problemas), el juego actuará como una herramienta casi “reparadora” de crisis e inestabilidades psíquicas, al tiempo que suscita una aproximación experimental al orden social vigente.

Esta orientación, con gran predicamento en la década de los ochenta (investigaciones de Neubauer, Moran, Arlow, Cohen, Gavshon, Ostow, Solnit, Laub, etcétera), suele resolverse en un conjunto de “recomendaciones” a los padres, a quienes se asigna un cometido doble: la “mediación” en los juegos y el establecimiento de “límites” —restricciones estimadas imprescindibles para el desarrollo de las capacidades adaptativas de los niños. Y se les instará entonces a incrementar su receptividad y buena disposición ante las actividades lúdicas de sus hijos; a estimular sistemáticamente los juegos en los que se expresan fantasías, facilitando así un desarrollo armónico de las nacientes estructuras psíquicas antes de que se establezca la “barrera de la represión”; a conciliar la exigencia de la “supervisión” con la manifestación de sentimientos de complicidad y de placer en la interacción lúdica, etcétera.

Dentro de esta corriente, R. Eifermam, en 1987, analizó los “juegos con reglas”, sujetos a procesos de transmisión y de recreación análogos a los de los mitos y cuentos de hadas. Para este autor, en tales juegos se “expresan” las fantasías, los impulsos creativos y los conflictos del niño ante los sitemas de pautas. En el caso de los niños mayores, y más allá de ese papel “expresivo” remarcado por toda la tradición psicoanalítica, el juego reglado puede servir también para el ocultamiento de los dilemas, angustias y ansiedades desencadenados por el conjunto de las normas y de las convenciones imperantes.

Desde la teoría de la comunicación, G. Batenson, a mitad de siglo, recalcará la índole “paradójica” del juego: los niños elaboran primero los marcos y contextos del juego, para evidenciar que los participantes ingresan en un mundo “no real”, en el que solo serán admitidas determinadas conductas; a partir de ahí, se esfuerzan por “hacer creer”, por conferir verosimilitud a cuanto acontece, en un acto de comunicación a varios niveles que les permite descubrir y vigilar sus propias identidades, acceder a los caracteres de los otros jugadores, comprender el significado real de los objetos y de los actos involucrados en la ficción lúdica. Desde 1955, y en parte por la influencia de los escritos de Batenson, ha ido creciendo el interés por los aspectos comunicativos y metacomunicativos del juego.

Corresponderá a la perspectiva neoconductista, en el marco de una atención prioritaria a las utilidades del juego para el desarrollo social, apelar directamente al papel de los padres, de los maestros, de los adultos en general, en el estímulo y en la expansión de las tan “benéficas” actividades lúdicas. Como, desde este punto de vista, el juego enseña a los niños habilidades sociales necesarias y les proporciona competencias y conocimientos sociales asimismo imprescindibles; como las actitudes y capacidades requeridas y desarrolladas por el juego —no menos que los roles que en él asumen los participantes— se erigen en “facilitadores” del desarrollo social; toda una hueste de investigadores nos hablará sin descanso de los modos y ventajas de aquella aplicación de los adultos (madres, padres, hermanos mayores, familiares, amigos, maestros) en la esfera lúdica. Esta “intervención”, reclamada y casi normatizada, será entendida como estímulo, “influencia” y, a fin de cuentas, “conducción”… Autores como Radke-Yarrow, Bandura, Skinner, Hoffman, Copple, Siegel y Saunders, etcétera, nos propondrán que, a través de “reforzamientos” (“positivos”, como la atención, la aprobación y el afecto; y “negativos”, tal el castigo), “moldeamientos” (servir de “modelos”, suministrar referencias dignas de imitar) e “instrucciones” (concretadas en métodos diversos, entre los que se halla el “distanciamiento”, que ubica al menor en un horizonte hipotético, separándolo de su realidad concreta, de su “aquí y ahora”, y la “explicación”, adaptada a su nivel de desarrollo social y cognitivo), nos impliquemos, activa y conscientemente, en el universo lúdico de los niños, de lo que se seguiría un bien para los menores y un impulso al desarrollo social.

Muy considerable ha sido la influencia de las teorías cognoscitivas a la hora de interpretar el juego. J. Piaget, por un lado, y L. S. Vygotski, por otro, aparecen como autores de referencia en esta línea de investigación.

Para Piaget, los niños atraviesan diferentes etapas cognoscitivas hasta alcanzar los procesos de pensamiento propios de los adultos. A cada nivel de desarrollo corresponde un tipo de juego, de experiencia lúdica, por lo que tendríamos tres clases de juego asociadas a tres fases evolutivas del pensamiento: el juego como simple ejercicio, el juego simbólico y el juego reglado. En la “etapa senso-motriz” (desde el nacimiento a los dos años) el niño aprende a través de la actividad, la exploración y la manipulación constante. En esta fase, los menores se ven envueltos solo en “juegos de práctica o de ejercicio”, que consisten fundamentalmente en la repetición de movimientos físicos, no pudiendo participar en juegos de simulación o dramatización. En la “etapa pre-operativa” (de los dos a los seis años), el niño representa el mundo a su manera y actúa sobre tales representaciones como si creyera en ellas; es la fase de inicio del “juego simbólico”, en la que el menor se prodiga en imágenes, expresiones y dibujos fantásticos. En la “etapa operativa o concreta” (desde los seis o siete hasta los doce), la comprensión todavía depende de experiencias inmediatas con hechos y objetos y, aunque ya se han asumido ciertos procesos lógicos elementales, no se vincula a ideas abstractas o hipotéticas. A partir de los doce años, se entra en la “etapa del pensamiento operativo formal”, en la que el niño ya es capaz de razonar de manera lógica y gusta de formular y someter a prueba tipos diversos de hipótesis y de abstracciones. En esta fase, el “juego reglado” alcanza su máxima expresión.

Con este esquema evolutivo, J. Piaget inserta el asunto del juego en su teoría general. Para él, los actos biológicos son procesos de adaptación al ambiente físico y a las organizaciones del medio. Como, en su opinión, la mente y el cuerpo no funcionan de forma independiente, la actividad mental estaría sujete a las mismas leyes que rigen, en general, la actividad biológica. Por ello, los actos cognoscitivos pueden contemplarse como actos de organización y adaptación al medio; y es en este contexto en el que cobra importancia el juego. Pero el niño no aprendería nuevas habilidades cuando juega: estaría, más bien, practicando y consolidando las habilidades recién adquiridas. Es decir, en el juego no dominaría el proceso de la “acomodación” (modificación de esquemas como resultado de nuevas experiencias), sino el de la “asimilación” (ubicación de nuevos objetos y experiencias dentro de esquemas pre-existentes). Concibiéndose el desarrollo como una interacción entre la madurez física (organización de los cambios anatómicos y fisiológicos) y la experiencia, la acción y la resolución autodirigida de problemas se hallaría en el centro del aprendizaje y de la evolución; y ahí, como un balance o desequilibrio entre los procesos de “acomodación” y “asimilación”, volcándose sobre los segundos, aparece, con toda su importancia, el juego, imprescindible para la consolidación de las habilidades que se van adquiriendo progresivamente.

Sin romper de un modo rotundo con la teoría general de J. Piaget, la llamada “escuela soviética”, con L. S. Vygotski en primera línea, sí introduce algunas correcciones y matizaciones decisivas. El juego se percibe como un fenómeno de tipo social, cuya comprensión debe rebasar el ámbito de los instintos y de las pulsiones internas e individuales. Al lado de la línea evolutiva biológica (preservación y reproducción de la especie), el ser humano se ve constituido también por una línea evolutiva socio-cultural (organización propia de una cultura y de un grupo social). A través del juego, entonces, el niño no solo actúa sobre su entorno concreto, en un dinámica absorbida por su mero ser individual: al contrario, así como interacciona con otras personas, adquiriendo roles o papeles sociales, lo hace con la cultura en su conjunto.

Desde esta posición, que subraya los aspectos afectivos, motivacionales y circunstanciales del sujeto, cabe reprochar a J. Piaget un cierto “reduccionismo”, un relativo encierro en lo meramente cognitivo… Frente a su “teoría psicogenética”, y admitiendo la ampliación del enfoque propuesta por L. S. Vygotski, un conjunto de autores han cultivado la teoría cognoscitiva desde una visión netamente histórico-cultural. Se centran en aspectos concretos o ponen de relieve circunstancias particulares, sin alterar los marcos de esta variante histórica, social y cultural del “constructivismo” cognoscitivo. Y Bruner destaca que el juego promueve la creatividad y la flexibilidad, ya que en él los niños no se obsesionan con lograr una meta definida. De este modo, se capacitarían para afrontar y resolver problemas imprevistos en la vida real. Y Dansky se interesa especialmente por los juegos de “hacer creer”, capaces de incrementar la creatividad y la divergencia en el pensamiento. Y también Sutton-Smith valora muy positivamente las transformaciones simbólicas vinculadas al “como si” de todos los juegos de “hacer creer”: flexibilizan el pensamiento del niño y lo resguardan de tópicos y asociaciones mentales convencionales. Y Pellegrini y Wolfgang ensalzan todavía más estos juegos, sosteniendo que incrementan la capacidad lingüística, la habilidad lecto-escritora e incluso la comprensión de la historia. Etcétera.

Alrededor de estas cuatro grandes corrientes interpretativas del juego (psicoanalítica, comunicativa, neoconductista y cognoscitiva), que, como hemos visto, se complementan en muchos aspectos y resultan hasta cierto punto conciliables, encontramos un sinfín de teorías mixtas y algunos planteamientos en cierto sentido “singulares”, cuya revisión acentúa aquella sensación de un gran consenso de fondo, de un gran acuerdo en la dirección de un concepto “reproductivo” de la actividad lúdica. De una forma un tanto desordenada, saltando en el tiempo hacia adelante y hacia atrás, podemos cerrar esta reseña de la aproximación “cientificista” al juego recordando algunos nombres…

Siguiendo los postulados de Darwin, Karl Groos (1902) atendió al juego como preparación para la vida adulta y la supervivencia. Su “tesis de la anticipación funcional” ve en el juego un “pre-ejercicio” de funciones necesarias para etapas posteriores de la vida. De ese “pre-ejercicio” nace el símbolo, muy importante para el desarrollo de la capacidad de abstracción del menor. En 1855, Spencer relaciona el juego con el “exceso de energía”: como las necesidades de los niños son satisfechas por otros, estos requieren de un medio para liberar y dar rienda suelta a la energía acumulada. En 1904, Hall propuso una curiosa teoría “evolucionista”: el niño, desde que nace, va realizando a través de sus juegos una suerte de “recapitulación” de la historia natural de la especie humana (un animal, al principio; luego, un salvaje; un civilizado, finalmente). En 1935, Buytendijk contradice a Groos y se representa el juego como una plasmación de características propias y distintivas de la infancia, muy diferentes de las que se manifiestan en la edad adulta —entre estos rasgos específicos de la niñez se hallaría el deseo de autonomía. Un año antes, Claparede remite la diversidad del juego a la forma de interactuar de cada persona concreta, tal una actitud de cada organismo dado ante la realidad. Por las mismas fechas, Bühler sitúa en el placer la esencia del juego. En 1980, Elkonin, representante de la “escuela soviética”, remarca que en la acción lúdica el niño pretende resolver deseos insatisfechos mediante la creación de una situación fingida. En el juego, actividad fundamentalmente social, el niño se conoce a sí mismo y a los demás. Un año después, Smith y Robert presentan la “teoría de la enculturación”: los valores de la cultura se expresan en los juegos de los niños y mediante ellos se internalizan. Bronfenbrenner, con su “teoría ecológica”, describe los diferentes niveles ambientales o sistemas que condicionan el juego. Winnicott nos habla de la “seriedad” de los niños al jugar, de los “objetos transicionales” vinculados al juego que permiten reconciliar la realidad con el mundo interno, de cómo mediante la actividad lúdica el niño se va separando de la madre y adquiriendo conciencia de su propia capacidad de creación autónoma y de control de la realidad. G. Mead analiza el juego como una de las condiciones sociales en las que emerge el “Sé” y empieza asimismo a definirse el concepto del “Otro”. Etcétera.

2. Un caso paradigmático de la neutralización teórico-política del juego lo constituye “Homo ludens”, de J. Huizinga. Este reclutamiento “reproductor” de la actividad lúdica no es incompatible con la circunstancia de conferirle un protagonismo inmenso en la esfera de la cultura y hasta la más soberbia de las centralidades en una postulada “esencia” de lo humano. La definición de “juego” propuesta por este autor, que pretende incluir todas las modalidades de lo lúdico, se halla interesadamente volcada sobre el juego reglado, el menos libre de los juegos; y puede por ello privilegiar la “competencia” como uno de sus rasgos fundamentales. En Huizinga, el juego es a-lógico, a-económico y a-político, en cierto sentido; pero, a pesar de ello, ya no conserva ningún aspecto inquietante, denegador, subversivo: antes al contrario, estando en la base de la cultura, se halla también vinculado, por ejemplo, al derecho, a la guerra, a la ciencia, a lo sacro, al arte… En su proceder analítico hay una suerte de “trampa” determinante: una definición “estratégica” de juego, con rasgos elegidos arbitrariamente (carácter reglado, encierro espacial y temporal, competencia entre los participantes, etc.) que parten del “acto de jugar” y que asimismo se dan en las restantes esferas de la cultura o de la actividad humana. Cuando alguno de los rasgos del juego, así entendido, se presenta también en otro ámbito o dimensión (“tensión”, “regla”, “misterio”, “como si”…), se considera que, más allá de la mera coincidencia o analogía, es el juego mismo el que, de algún modo, está incidiendo o está actuando, dejando su impronta, en la correspondiente esfera. De ahí que se magnifique e hiperbolice lo lúdico casi como motor o sustancia de la humanidad toda…

Para esto, fue necesario que Huizinga prácticamente desconsiderara el tipo de juego que a mí más me interesa: el juego sin reglas, cooperativo, en el que varias personas disfrutan juntas, “creando” y no siguiendo instrucciones, “inventando” y no obedeciendo, colaborando y no compitiendo…

He aquí los rasgos que el historiador y filósofo atribuye al juego, decisivos para su “hipervaloración reproductiva” de la actividad lúdica: libertad, “como si”, seriedad, desinterés, carácter “imprescindible”, índole “sagrada”, limitación o encierro espacial y temporal, repetición, orden, “tensión”, regla, asociación, misterio, faceta representativa o agonal (lucha), aspecto no-instintivo, “cósmico”, festivo,… De estos rasgos, yo acepto, pensando en el juego no-servil, la libertad, un circunstancial “como si”, el carácter eventualmente representativo, la seriedad, el desinterés, la tensión y la proyección cósmica. Y desestimo con fuerza su índole necesariamente “reglada”, “ordenada y ordenadora”, “limitada espacial y temporalmente”, “agonal”, “competitiva”…

El propio Huizinga, en el trance de resumir su caracterización del juego, para proponer una definición escueta, recapituladora, realiza una suerte de “selección” de los rasgos que, a lo largo de las páginas de Homo ludens, ha ido anotando. Requiere esa “selección” para avanzar en el sentido contrario al mío: el juego ya no va “contra” la sociedad y “contra” la cultura, sino que está en su esencia, en su fundamento, en su base —en el lenguaje, en el derecho, en la ciencia, en al arte, en la poesía, en la guerra… Como un “pantocrátor”, se halla en todas partes… He aquí su “definición”: “El juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la consciencia de ser “de otro modo” que la vida corriente”. Pero si el juego, como yo lo percibo, es más una “actitud” que un mero “acto”, esos límites espaciales y temporales no existen, como tampoco las reglas; y solo así se entiende la posibilidad de una “disolución” del acto de jugar en una esfera más amplia e indefinida que contemple también el acto de trabajar y el acto de aprender…

En otro pasaje, Huizinga apunta: “El juego, en su aspecto, formal, es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga de ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterios o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual”. ¡Para nada el juego genuino, no avasallado por el poder o el capital, se desarrolla en un “orden sometido a reglas”, para nada se halla “limitado” o crea “asociaciones misteriosas propensas al disfraz!

3. Más allá del caso de J. Huizinga, hay una dificultad, estimo que insalvable, en todas las teorizaciones psicológicas, sociológicas, biológico-cognitivas, en torno al juego. Ya que proceden de ciencias experimentales, orgullosas de sus basamentos empíricos y de sus ortodoxias metodológicas, cabe preguntarse si su “campo de observación” ha sido suficientemente amplio, lo bastante “completo”; si las “muestras” a partir de las cuales alcanza sus conclusiones validan afirmaciones tan “genéricas”, con presunción de “universalidad”. Por ejemplo: J. Piaget, para alumbrar su psicología evolutiva del niño, con tantas fases y etapas, con tantos procesos de transición y de discontinuidad, etcétera, ¿incluyó en su “mesa de pruebas”, en su “banco de datos”, en su “territorio de análisis”, los comportamientos y las actitudes de los niños de los grupos sociales subalternos; de los menores de los colectivos “marginales”, que no se dejan interrogar ni mucho menos “estudiar”; de los infantes de los grupos nómadas, perfectamente ágrafos; de los niños de las otras culturas (orientales, islámica, del África Negra, de los pueblos originarios latinoamericanos…)? Me temo que no; me hallo persuadido de que esos estudios se han centrado mayoritariamente en el niño blanco occidental, e incluso en el niño de clase media occidental, por lo que no pueden “proyectar” o “extrapolar” sus conclusiones.

A esta primera dificultad se añade una segunda, complementaria. Imaginemos que J. Piaget, o L. S. Vigotsky, o cualquier otro, hubiera partido de una “muestra” de menores bien completa, extensa y rigurosa, con exponentes de todos los grupos sociales y de todas las culturas. Imaginemos que, a partir de ahí, obtiene sus tablas, sus periodizaciones, sus tesis… Imaginemos que tales conclusiones llegan a parecer “irrebatibles”, coincidentes con las sensaciones de la mayor parte de las personas, que su “efecto de verdad” es poderosísimo… En ese hipotético (y raro) caso, ¿las tesis sobre las etapas y la evolución psíquica del niño, en relación con el tema del juego, tienen que derivar irremisiblemente de un “en sí” de la infancia, de una suerte de genericidad o esencia, de una determinación establecida biológicamente, genéticamente, de un sustrato inscrito por necesidad en el “ser” de los menores, de todos los menores, al margen de las formaciones socio-culturales en las que se desenvuelven y de su distinto devenir en el tiempo? Porque, aunque admitiéramos que tales procesos son ciertos, incuestionables, siempre cabría suponer que no responden a cuestiones físico-biológico-psíquicas, constituyentes de una especie de “naturaleza” de los niños, sino que son fruto de las condiciones sociales, culturales, históricas que están afectando, en el marco de la globalización civilizatoria occidental, a casi todo infante sobre la Tierra.

Expuestos a una biopolítica global, que incluye una escolarización global, a unas tipologías de familia globales, a una interacción reglada global, a una ética global, a unos peligros globales y a unos engaños globales, los niños de todas las culturas se parecen cada día más y tienen unos desarrollos bio-psíquicos, unas estructuras caracteriológicas y unas mutaciones de la personalidad crecientemente convergentes, de alguna forma “dictados” por esas instancias socio-políticas comunes que se ciernen sobre sus vidas. No habría nada de “natural”, de “genético”, de “psico-inmanente” en los procesos de juego de los niños; y sí un resultado de las estrategias socializadoras del capitalismo mundializado. Las teorías tipo-Piaget podrían considerarse, entonces, etnocéntricas, “innatistas”, naturalistas…

4. “El saber es poder”, se dice sin cesar… Y, desde su refundación moderna, la Ciencia se ha plegado a los objetivos de la política. Hasta tal punto es así, que hoy nos hallamos literalmente saturados por una sobreproducción científico-política tendente a optimizar el rendimiento psicológico e ideológico del “juego reproductor”. Toda una publicística entusiástica se está dedicando a “cantar” las excelencias del juego (reglado, competitivo, servil, en la mayoría de los casos) y sus magníficos aportes a la “seguridad democrática”, a la “convivencia nacional”, a la “salud de las sociedades”, al “proyecto revolucionario”, etcétera. Aunque esta apologética burda del juego esclavo y esclavizante puede orientar su afán legitimador en muy diversas direcciones (desde el fascismo hasta el comunismo, pasando por todas las variantes cosméticas del liberalismo), se percibe hoy cierta hegemonía de las tendencias de filiación socialdemócrata, “reformistas” o “progresistas”, en la línea del Estado Social de Derecho. Como botón de muestra, podemos citar “Dimensión política del deporte y la recreación”, artículo de A. Córdoba Obando. Para este autor, “el deporte y la recreación son dispositivos que contribuyen a la consolidación de la seguridad democrática”. Elaborado desde la perspectiva de la gestión pública municipal (es decir, desde la Administración), el texto constituye casi una compilación de los “conceptos-fetiche”, de los eslóganes, de los eufemismos enmascaradores y de los tecnicismos ideológicos sobre los que se levanta la mitificación “social-reformista” del juego no-libre: “seguridad democrática”, “participación ciudadana”, “convivencia”, “progreso”, “diálogo interdisciplinar”, “DDHH”, “gasto público social”, “responsabilidad del Estado”, “equidad”, “inclusión social”, “desarrollo humano integral”, “poblaciones en condiciones de vulnerabilidad”, “universalidad de los derechos”, “incorporación de la población”, “soberanía popular”, “cumplimiento de una función pública”, “ejercicio de ciudadanía emancipada”, “recuperación y resignificación del espacio público”, “identificación y análisis de los actores sociales”, “diseño de estrategias comunitarias y pedagógicas”, “formación de ciudadanía”, “comunicación pública”, “corresponsabilidad”, “transparencia”, “control social”, “cultura democrática”, “empoderamiento ciudadano”, “fortalecimiento del tejido social”, “gobernabilidad democrática”, “formación ética del profesional para la gestión”, “la Universidad como productora de conocimiento y como formadora de agentes transformadores sociales”, “valores humanos”, “sociedad compleja y en crisis”, “interinstitucionalidad”, “intersectorialidad”,… Articulando todos esos engendros terminológicos, al modo estándar del ciudadanismo bienestarista, el autor alcanza la conclusión más tópica: el deporte y la recreación representan “una inmensa riqueza para la salud de las sociedades, para la sobrevivencia de la especie humana, para la sostenibilidad, para la equidad y para la paz mundial”. Particularmente, se insiste en que contribuirían a “disminuir los niveles de inequidad y exclusión social en nuestra sociedad”. El juego, pues, al servicio de la democracia liberal…

Pero no es muy distinto el estilo de las racionalizaciones socialistas del juego servil. A la lumbre del proyecto bolivariano, autores como A. Reyes debaten para convertir la recreación, valorada en tanto “patrimonio cultural universal e intangible”, en herramienta para la concienciación política, la profundización de la democracia y la transformación social. Admiten que el juego ha sido mercantilizado, objeto de planificación y programación política represiva, pero solo quieren ver ahí “la huella de la neocolonialidad”. Y surge así una esfera lúdica tentativamente al servicio de una modalidad latinoamericana del “Estado del Bienestar”… Véase, por ejemplo, “Cultura de la Recreación, Democracia y Consciencia Política”, del mencionado autor.

En la misma línea, hallamos en Brasil, Colombia o Argentina exponentes de esta parasitación científico-política del juego, puesto inmediatamente al servicio de propuestas o programas de pretendida “transformación” social. En Argentina, tales estudios se prodigaron al abrigo del kirchnerismo, con títulos así de reveladores: “El juego recreativo y el deporte social como política de derecho. Su relación con la infancia en condiciones de vulnerabilidad” (de I. Tuñón, F. Laiño y H. Castro). Y, de algún modo bajo la estela del Relato de la Emancipación, pero tocando de todos modos a las puertas del Estado Social de Derecho, hallamos trabajos con rótulos tan “utopistas” como el siguiente: “Fundamentos conceptuales del ocio crítico desde una perspectiva latinoamericana” (H. C. Duque Buitrago, S. A. Franco Betancur y A. Escobar Chavarriaga).

5. Como una barricada contra la intromisión de los investigadores y de los especialistas en el ámbito de lo lúdico, el juego antipedagógico y desistematizador (vale decir, el juego libre) esgrime una negatividad específica: desautoriza a toda esa capa de tecnócratas, de profesionales, de empleados, que caen sobre los niños, de un modo particular pero no exclusivo, intentando de alguna forma “hacerles jugar”, “llevarlos al juego”, “educarlos a través del juego”, “re-crearlos”, administrar sus tiempos de ocio, etcétera. Porque este tipo de juego se da en la “exclusión de un tercero”: hay dos o más de dos, pero no hay un agregado externo. Están los que juegan y no puede haber nadie por encima de ellos, ni siquiera al lado de ellos. No cabe un espectador, un vigía; no cabe un “director”, un “tercero”. El juego espontáneo, no-servil, excluye por completo la posibilidad de un “profesional del juego”, del ocio o de la recreación —de un burócrata del bienestar social.

6. 2. A propósito del “juego combativo”

1. Había una dualidad en la definición griega de “juego”, en la percepción antigua de “lo lúdico”, del ludos. Por un lado, señalaba una evidencia, reconocida hoy por todo el mundo: que el juego es algo placentero, agradable, tal una fuente de satisfacción. “Positivo” y enriquecedor, inseparable de la vida humana, merecería todos los aplausos y todas las congratulaciones. Pero, por otra parte, daba cabida a un aspecto que en ocasiones tiende a olvidarse: que es también una actividad en cierto sentido “negativa” de la vida social o que, por lo menos, no respeta necesariamente las reglas de la cultura. El juego tendría la capacidad (no la obligación, pero sí la capacidad) de “salirse” de lo social y culturalmente establecido…

De modo que podría haber, al lado de aquel aspecto benéfico, saludable, del juego, una dimensión del mismo que no nos satisface, que no sabe “satisfacer”, que no solo desatiende los requerimientos del mercado, del poder, de la pedagogía o de la ciencia, sino que también iría en contra de nuestros principios más arraigados; dimensión que pondría encima de la mesa aspectos inquietantes, que nos cuestionan.

Hay una inmensa literatura, una “factoría” cultural indetenible, que no cesa de redundar (insistir, profundizar) en aquellos avances del comercio, la política y el saber organizado sobre el juego. Cada día se publican artículos, ensayos, libros que hablan de la “dimensión educativa” del juego; que pontifican sobre el juego y la escuela, sobre el juego y la política transformadora, sobre los juguetes adecuados a cada fase del desarrollo del niño, sobre cómo incentivar los aspectos lúdicos del trabajo, etcétera. Sin embargo, también se han dado históricamente reflexiones sobre el juego que apuntaban en sentido contrario y que todavía cabe recuperar. Y este puede ser, y no mucho más, el sentido de mi aporte: retomar algunas tradiciones que pensaron lo lúdico de otra manera, muchas veces desde ámbitos del discurso sobre los que se colgaron etiquetas como “irracionalista”, “existencialista”, “literario”, “poético”. Y ver entonces qué dijeron del juego voces que no estaban interesadas en ponerlo al servicio ni de la democracia, ni de la escuela, ni del trabajo, ni de un proyecto político determinado; y que merodearon aquel lado “inefable” del juego, aquel lado perturbador, asociándolo a “lo demoníaco” (en la acepción de Goethe), a la fantasía, a lo no-racional, a lo no-consciente, a veces a lo destructivo —pensemos en los defensores del ludismo…

Avanzaríamos así hacia un concepto desistematizador de “juego”: el sistema capitalista se basa en una doble forma de racionalidad, económica y burocrática, contra la que el juego retiene la virtualidad de atentar. De espaldas al productivismo y al estatalismo, es decir a la racionalidad estratégica, el juego presta al “individuo” que somos la posibilidad, el vislumbre, de una praxis para la denegación de lo existente y para la reinvención personal, en la fuga o suspensión provisoria del Sistema que nos oprime y nos constituye. Sin atender a los requerimientos del cálculo económico o a los dictados de la organización, el juego que observamos en los niños mientras no se da la intromisión de los adultos, el juego puro y espontáneo, no reglado y no dirigido, no sometido a las “instrucciones de uso” del juguete industrial, los preserva de las fuerzas que pretenden “socializarlos”, alistarlos para la mera reproducción de lo dado. Deviene instancia de “resistencia”, de “protección”, de “deconstrucción” y de “desistematización”. En su naturaleza anti-económica y anti-política, este juego “libre” aspira a establecer vínculos entre las personas, incluso a restablecer tentativamente formas perdidas de comunidad.

Históricamente, el “juego subversivo” ha tenido apariciones sociales de gran envergadura. Y ya no eran necesariamente los niños los que se entregaban a la actividad lúdica trastocadora: también los adultos, como si sacaran la lengua a la muy honorable lógica económico-política, mezclaron el juego con otras prácticas y, de su mano, se resistieron a procesos objetivos de dominación o de explotación. Probablemente, el caso más espectacular lo constituya el ludismo…

Más arriba hablé del pasaje de una disposición lúdica a la hora de afrontar las tareas de la conservación personal y familiar (actitud que todavía se conserva en determinados espacios indígenas, rural-marginales, lumpen-urbanos o nómadas) a una disposición sumisa, estoica, resignada, en ocasiones incluso adolorida, que es la que se consolida con el mundo del trabajo en dependencia, del empleo. Esa transición no fue fácil, y solo pudo darse con lentitud, de un modo gradual. Y siempre los “peores” trabajadores fueron conscientes de lo que estaban perdiendo, de lo que se habría de perder irremisiblemente. De ahí su reacción virulenta, destructiva, contra las máquinas; de ahí el ludismo. En el ludismo hay un componente lúdico y también uno de conocimiento: “romper máquinas” era, desde luego, un acto “festivo”, desbordante de alegría encorajinada, una forma diabólica de “juego”; pero respondía también a un alcance de la sabiduría popular (la máquina era la enemiga de la capacidad que conservaba la persona de buscarse los medios de subsistencia sin depender de un artefacto tecnológico complejo y, a su través, de otra persona, de un patrón, de un empresario). Todo el andamiaje político del capitalismo, que no solo contempla el circo de las elecciones, de los partidos, de los gobiernos, sino que incluye también, como mano izquierda (pero mano izquierda de la represión), los sindicatos y las organizaciones supuestamente “revolucionarias”, todo ese aparato político, en el que tienen cabida las agrupaciones que se proclaman “transformadoras”, empieza enseguida a combatir el componente lúdico de la protesta obrera. Por eso, como anotó L. Maffesoli, se “satanizó” el ludismo, sobre el que cayeron las más diversas etiquetas descalificadoras (“infantilismo”, “irracionalismo”, “lucha instintiva pre-consciente”, etcétera); y todo lo que respondía a un “principio del placer” en la revuelta de los trabajadores fue “condenado”, “denigrado”, “dialectizado” por esa conjunción siniestra que se estableció entre el movimiento obrero organizado y la teoría marxista. En ese punto, el marxismo, en la medida en que no se previno contra las marejadas dogmáticas de sus propios conceptos (“vanguardia”, “disciplina consciente”, “consciencia de clase”, “formación política de los trabajadores”, “partido obrero”, “Hombre Nuevo”…), se constituyó en un enemigo de la actitud lúdica, un adversario de la disposición para el juego…

Se dijo del ludismo “que no conducía a ninguna parte”, que no era más que una “manifestación de enojo”, una “reacción visceral irreflexiva”, una “señal de descontento carente de significado político y de coherencia teórica”. J. Baudrillard, en El espejo de la producción, nos ha recordado a qué parte condujeron, a dónde nos llevaron, las luchas obreras organizadas, sujetas a la crítica y a la teoría marxista: a la coerción estalinista, la impostura socialdemócrata y el empirismo reformista más vulgar… En el contexto de la sujeción demofascista, un reverdecer de las prácticas ludistas, desatadas en todos los campos y ya no solo en los gulags de las fábricas, asociadas al principio de placer y a la voluntad de juego combativo, mantendría vivo el anhelo de libertad.

En los últimos años se ha venido llamando la atención sobre determinadas circunstancias y determinados movimientos, relacionados también con lo lúdico, que concurrieron en la llamada “Edad Media”. Esa pretendida “Edad Oscura”, dialectizada también y esquematizada por el materialismo histórico hasta extremos de burda caricatura, albergó secuencias psico-ideológicas, epistémicas y existenciales que atentaban contra la línea central de constitución y desarrollo de la civilización occidental. Para definirse tal y como lo conocemos hoy, Occidente tuvo que desplegar una sistemática persecución de todo aquello que, en su propia área territorial, se distanciaba de su racionalismo constituyente y hasta lo confrontaba. Contra la Ratio, surgieron o subsistieron aquellos islotes de libertad que, entusiasmado, describió P. Kropotkin en su opúsculo El Estado. Contra el frío racionalismo enquistado en la centralidad de la cultura occidental, se prodigaron propuestas y prácticas de muy distinto signo, que compartieron no obstante, casi como “leit motiv”, un acoger y un estimular la dimensión lúdica de la actividad humana. El juego libre, subversivo, late en el quehacer cotidiano de las denominadas “brujas”, de los frailes sectarios, de los asistentes a los aquelarres, de los libertinos y herejes de todo pelaje, de los campesinos cuando se saben a salvo de la mirada del Señor, de los vagabundos y de los nómadas, etcétera. En el ámbito de la lengua castellana, esta cuestión ha sido esclarecida por autores como J. C. Carrión Castro, interesados por la índole festiva, insolente, cuestionadora y desaforadamente “lúdica” a la vez, de movimientos tal el de los goliardos. Y sabemos que estas tradiciones divergentes, que de ninguna manera apuntaban al telos de la razón moderna, debordan hacia atrás y hacia adelante los marcos temporales del Medioevo.

Y, muy cerca del punto de arranque de Occidente, hallamos lo que hubiera podido constituir también el principal punto de fuga: los quínicos antiguos, con la Secta del Perro al frente. No se trató del único movimiento cultural enfrentado a la especie de “doxa” que se estaba afirmando en las escuelas de filosofía más reputadas y en la labor de los pensadores canónicos, de Platón a Sócrates; pero hay en su contestación aspectos que lindan con lo lúdico y hasta lo excitan (el papel de la oralidad, la importancia concedida a lo escenográfico, la búsqueda incesante de la transgresión y de la provocación, la vindicación del desacato y de la desobediencia, aquella bella exigencia de vivir el pensamiento, el apetito de huida y de margen, una placentera admisión de todos los recursos y todas las implicaciones del humor, etcétera). A juego, a subversión lúdica, saben, en efecto, todas y cada una de las intervenciones, de las “performances”, de las teatralizaciones protagonizadas por Diógenes de Sínope y los demás quínicos, que nos han llegado a modo de “anécdotas”, gracias a la labor compiladora de Diógenes Laercio, y que parecen partir del lado sensitivo del humor para desembocar en su lado intelectual. La crítica irreverente, la parodia anti-metafísica, el pensamiento negativo y el juego como corrosión tramaban, en tales actuaciones, un verdadero contubernio contra la pretensión de seriedad y de rigor que animaba por entonces a la razón clásica. Los estudios de C. García Gual, P. Sloterdijk y M. Onfray nos han dejado jugosas páginas a propósito.

En mi opinión, la razón lúdica subsiste en la contemporaneidad, siempre cerca de los márgenes; y se halla más cómoda en los suburbios que en los centros de las ciudades o en los barrios residenciales, más a gusto entre las personalidades irregulares que entre las gentes sensatas, más amiga de los supuestos “perdedores” que de los “triunfadores” en la vida, más fecunda cuanto menor es la incidencia de la cultura occidental, con sus universidades y sus escuelas, sus propiedades privadas y sus empleos, sus autoridades y su democracia… En el plano intelectual, la razón lúdica ha bailado y sigue bailando del brazo de los románticos, de los “malditos”, de los anarquistas no-doctrinarios, de los “nihilistas”, de los “irracionalistas”, de los “heterodoxos”, de los “inclasificables”, etcétera. Pero es en la destrucción de máquinas, en los escaparates rotos y en las escuelas quemadas donde esta racionalidad juguetona, dulcemente cruel, se enamora demoníacamente de sí misma.

2. Si hubiera que establecer una topografía de la razón lúdica subversiva, dos serían los puntos mayores del mapa: el territorio, entendido de un modo divergente, y la recreación, también bajo un concepto desplazado…

Cabe la tentación de pensar el “territorio” como algo necesariamente relacionado con el Estado, con la Nación, con un espacio “administrado” que tiene fronteras, subdivisiones y particularidades jurídicas distintivas. Pero esa no es la noción de “territorio” que me interesa. También cabe la tentación de pensarlo en relación con la “propiedad privada”, con una posesión, una mercancía, un “medio de producción” a fin de cuentas. Y decimos que se compran y se venden tierras, terrenos, territorios… Es esa una acepción que, de hecho, me interesa aún menos… Rompiendo relaciones terminológicas con el Estado y la propiedad privada, con el gobierno y el acaparamiento individual de un recurso estratégico, gentes que querían constituir discursos “críticos” volvieron la vista a la llamada “Naturaleza”, denunciando su explotación y como bajo el anhelo de “protegerla”. La idea de territorio tenía que ver, de algún modo, con una “naturaleza” poblacionalmente sectorializada, con distintos “medios ambientes” delimitados por grupos homogéneos de personas que habitaban en ellos. Esta tercera opción provoca, a mi parecer, un desplazamiento insuficiente. Y es que, desde esa perspectiva, el territorio devendría como exterioridad que se nos impone y que casi nos ignora, que desatiende nuestra muy móvil y asociativa corporeidad real.

El territorio que esgrimo solo puede darse, más bien, en la desconsideración del Estado y de la propiedad privada. Como no me gusta “dividir” para pensar, como no llevo siempre un hacha en el cerebro, el territorio que poetizo no se contempla fuera del propio cuerpo. Más aún: no se contempla “fuera”. Todavía un poco más: no se “contempla”. Somos territorio y somos el territorio que pisamos mientras, al caminar, nos caminamos el plural es aquí muy importante. La sabiduría de los pueblos originarios lo sintió siempre así; y por eso jamás admitió la idea de Estado, apropiación privada de la tierra y “Naturaleza” —en tanto objeto “exterior”, imaginable “al otro lado” de un sujeto y de un pensamiento recortados, de una cultura recortada, casi como externalidad magnífica que habría que explotar sin destruir.

El concepto de “territorio” se ha mantenido históricamente en una muy interesante ambigüedad. Es nebuloso y casi excesivo. Se superpone, pero excediéndolos, a otros conceptos que parecían próximos o conexos; les añade un “plus”, un “algo más”, que los traspasa y hasta transgrede. Se superpone y excede a “paisaje”, “región”, “comarca”, “localidad”, “espacio geográfico”, “lugar”…

Así como el “factor humano” contribuyó a librar a la Geografía, en su conjunto, del hieratismo y la cosificación a la que parecía abocarla la llamada “geografía física”, ha sido el “factor comunitario”, e incluso el “factor contestatario”, el que ha dinamizado la reflexión en torno a lo que sea el territorio. Y entonces este concepto se desvinculó de aquella materia “determinista”, “objetivista”, que casi parecía más próxima a las “ciencias naturales” que a las “ciencias sociales” (la geografía física, con sus elementos del relieve, sus climas, sus topografías…); y pasó, por así decirlo, a la geografía humana o social, a la sociología, a la historia, a la antropología, a la filosofía, entendiéndose de un modo más complejo y también menos nítido. De manera casi hegemónica, el territorio se categorizó como “producto social”…

Entendido como “producto social”, la discusión podía estabilizarse, estancarse en la arena académica otra vez: el territorio sería “una construcción humana a partir de distintos agentes que operan en diversas escalas y que de distintas maneras ejercen o intentan ejercer poder sobre un espacio concreto” (J. E. Serrano Besil). En esta línea podemos citar también a Montañez y Delgado: “La actividad espacial de los actores es diferencial; y, por lo tanto, su capacidad real y potencial de crear, recrear y apropiar territorio es desigual”. Y cabe entonces “analizar”, con los métodos consagrados de las disciplinas académicas, esos “distintos agentes”, esas “diversas escalas” y esas “diferentes maneras”…

En tanto “producto social”, el territorio se seguía concibiendo, no obstante, como algo “externo” a la persona concreta, casi como una “materia separada”, un campo de incidencia de lo social-humano: era “producido” por la gente, desde sus relaciones sociales, pero “sobre” un espacio que estaba de algún modo “ahí” y “sobre” el que se quiere ejercer poder, “sobre” el que los agentes despliegan su actividad. Distinto es el concepto que propongo, tomado de los pueblos originarios de América Latina; un concepto que no separa, no escinde, no “objetiviza”…

Porque toda aquella problematización del territorio deriva, por así decirlo, del materialismo histórico; y centra su atención en lo “social”, en la mediación y producción social, incorporando reflexiones posteriores en torno al poder, en la línea por ejemplo de M. Foucault. Frente a ella, poco a poco, se va levantando otro discurso, que incide en lo comunitario y hasta en lo antagónico, capaz de vincularse con el orden de cuestiones que engloba la razón lúdica. Sería la “comunidad” la clave del territorio, en el sentido de un localismo trascendente. Y la “defensa del territorio” sería “defensa de la comunidad” (que integra también a todo lo que no es humano). El antagonismo aparecería como una reacción frente a los poderes bio-etnocidas que la acosan: si se ha de perder la comunidad, se perderá el territorio… Allí donde, maltrecha, subsiste la comunidad, o es muy fuerte el deseo de restablecerla, se abre un campo para la lucha “heterotópica”: forjar territorio allí donde prácticamente ya no hay comunidad es un modo de “correr al margen”, de deconstruirse y de auto-construirse. Cuando, en ese empeño, se echan por la borda el cálculo económico y los dictados de la administración, ingresamos plenamente en el dominio del juego libre y de la racionalidad no-estratégica, subversiva.

Cabe tentar esa experiencia en el campo o en la ciudad. Se trataría de evitar la “cosificación” del espacio, la “separación” de la naturaleza, mediante un ensayo de re-fusión que, admitiendo siempre sus límites y su radical insuficiencia, puede resultar satisfactorio y disidente: volver a vivir la tierra, el poblado, el grupo, el paisaje como “parte de uno mismo”, sintiendo que “uno mismo” también está en las otras partes y en el todo. Este es el sentido de lo “comunitario-antagónico”, adherido a una razón que se predica lúdica por su aversión a lo instrumental. Se ha dado entre los originarios y los nómadas, por ejemplo…

Con este desplazamiento teórico, me aproximo a percepciones del territorio que enfatizan la determinación del aspecto comunal-social y de la vivencia local, como la propuesta por la llamada “geosemántica social”. El territorio, desde esta perspectiva, se da “en la intersección entre lugar y sentido”. Y la producción del sentido es comunitaria, vivencial, local, de manera que el territorio sería validado como tal por una masa de personas, que lo sienten y lo viven y lo crean y lo recrean. En cierto sentido, el “territorio”, así concebido, aparece como el lugar natural del juego libre…

Me distancio, no obstante, de posicionamientos como los de D. Cerda Seguel (“Más allá del sentido del lugar. Geosemántica social, ciencia del territorio”), que sobredimensionan el papel de los medios digitales, de las tecnologías informáticas, de las redes virtuales y de los programas y aplicaciones telemáticos para sugerir la idea de un territorio en constante reformulación, creado cotidianamente por la interrelación e interacción de comunidades de usuarios, internautas, gentes “conectadas” que usan también aplicaciones de índole geográfica o local, etcétera. De tan vago y fluctuante, el territorio pierde entonces su materialidad, se “digitaliza”, se va “a las nubes”…

El asunto de la razón lúdica lleva al tema del territorio de forma lógica, porque “el juego se emplaza”. La actividad del juego, la actitud lúdica, tiene siempre un marco (físico, pero no solo físico; geográfico, pero no meramente geográfico), un escenario, un “territorio”. Pero este territorio no es nada parecido a una “propiedad” que pertenece al que juega, o una circunscripción política que dé reglas a los jugadores. Era el territorio, por ejemplo, de las comunidades; era el territorio de los que no tenían tierras, sino solo caminos; era el territorio de las pequeñas aldeas… Era el territorio que respondía a un localismo o particularismo trascendente, filosófico, de manera que las gentes se hallaban intrínsecamente vinculadas, cabría decir soldadas, a ese ambiente y no lo explotaban sino que vivían “con él”.

Este “territorio” (muy bien caracterizado en las páginas de G. Lapierre o de A. Paoli) es el escenario del juego genuino, del juego indomable, no domesticado… Sobre el territorio operan las dos fuerzas de siempre, el Capital y el Estado. Y resulta entonces la propiedad privada, que en mi acepción no es ya territorio; y tenemos así el municipio, la provincia, el departamento, que tampoco constituyen territorio, pues son, estos como aquella, estrictamente, “tierras mercantilizadas y politizadas”. Al mismo tiempo, la ofensiva se centró en el juego… Y deviene el juego que responde a la “industria del ocio”, juego reglado, juego que se compra, juego que se vende, que ya no es “juego libre”; y hallamos el juego que se lleva a las escuelas, a las cárceles, a los hospitales, por recomendaciones administrativas, juego “pedagógico”, juego “político”, juego “demagógico”, que tampoco es juego genuino.

Para el indígena, para el pastor, para el campesino antiguo, para el nómada, para el habitante de la villa suburbial, el “territorio” no era algo que se debía “explotar” o que podía acapararse, no era una “fuente de recursos”, no era el objeto de un negocio, no era un espacio regulado bajo normas por satisfacer o por cumplir. El territorio era, en un sentido muy concreto, el ambiente de la pulsión lúdica: estas gentes jugaban con el territorio, hallaban en él su “partenaire”, su compañero. Esto quiere decir que desplegaban disposiciones para la relación desinteresada, para la cooperación, para la coexistencia alegre. Estaban las gentes y estaban las cosas, las personas y los árboles, los vecinos y el río, estaban los caminos y estaban las casas; y ahí, unos y otros, unos al lado de otros e incluso unos “en” otros, jugaban: jugaban a crear, a inventar los instantes, a envolverse en el día de forma placentera. No “uno” teniendo que utilizar al “otro”, debiendo servirse de él, sino los dos, los tres, todos juntos, fundidos, demorándose en un presente eterno.

El territorio es para el niño, para la mujer y para el hombre el mejor de sus compañeros de juego. En este sentido, la relación que establece la gente “libre” con el territorio “libre” es una relación lúdica: no se juega “con” el territorio en el sentido de jugar “sobre” un espacio o de erigir el territorio en una suerte de juguete, sino que el territorio y las personas, en una especie de conversación o de cooperación, forjan decursos lúdico-existenciales y lúdico-históricos. Es como si el juego englobara lo humano y lo no-humano; absorbiera el territorio que hacemos, el territorio que nos hace y el territorio que somos.

Como apunté más arriba, probablemente la actitud lúdica sea la actitud natural del hombre allí donde no se han establecido relaciones de opresión política y de explotación económica. En ese marco, el jugar ya no es una opción: es el telón de fondo, lo que se da siempre, lo concreto y lo real; y la razón o es lúdica o desaparece afortunada y gozosamente…

Juego, territorio y recreación configuran un trípode conceptual que cabe disponer contra la pretensión de eternidad del Capitalismo. En torno al juego y al territorio, se abrieron vastos campos de discusión y de matización. Menos polémicas y menos disquisiciones político-terminológicas ha suscitado, hasta ahora, la expresión “recreación”. Se asocia, casi sin más, a la “diversión”, al “entretenimiento”, a la “relajación”, a la “distracción” y hasta a la “terapia”. Se relaciona con el “uso del tiempo libre”, con el “ejercicio del cuerpo y de la mente”… Sería algo bonancible, diáfano, positivo. En este estudio, se propone una re-semantización nada complaciente…

Partiendo de la definición de la Real Academia Española de la Lengua (“diversión para alivio del trabajo”) y del concepto de “recreo” escolar, vinculamos la “recreación” al dolor empírico del sujeto, al sufrimiento ostensible del individuo, necesitado de una suerte de “tregua” para seguir soportando un orden infernal desahogo, calmante, compensación… Por otro lado, llevamos la expresión a la teoría del margen: “re-creación” como posibilidad de re-hacernos, re-fundarnos, re-inventarnos…

Como decía al principio, nos han robado muchas palabras. Transformación, Revolución, Emancipación, Crisis… Muchos términos nos hurtaron, y no solo para fines de reproducción social o integración. En este contexto, yo me permito asimismo ese gesto, que decía Illich, de la “criminalidad lingüística”, para sustraerle palabras al opresor. Y entonces hablo de “re-creación”. Y puedo decir que, así como creo en el “territorio” (bajo otra noción) y en el “juego libre” (re-significado), también creo en la “recreación” (entendida de otra manera). Y aquí recurro a su doble sentido: “re-crear”, “recrear”.

Por un lado, el término sugiere la idea escolar de “recreo”, que es hermosa: trance en el que los niños por fin abandonan las aulas y se van al patio a jugar. Es un “descanso”, un “alivio”, una “tregua”. La palabra “recreo” quiere recordarnos que estamos siendo castigados, y que necesitamos un tiempo para sobreponernos a tal calamidad… Nos alivia, por ejemplo, del trabajo, tortura indecible. En su segunda acepción, deriva de “crear”: “re-crear”, volver a crear, rehacer, reinventar. Y cabe entonces utilizarlo en el sentido de una “construcción” de la propia vida bajo la razón lúdica, en este caso.

“Recrear” quiere decir, pues, “darse una tregua”, escapar del horror económico y político bajo el que vivimos, “respirar”; y, en segundo lugar, en ese marco, en ese escenario de “interrupción”, hallar los modos para una reinvención personal, para una re-creación de nuestra existencia. En este sentido, hablo de “recreación” en tanto ventana que lo lúdico nos abre para la deconstrucción personal y la re-construcción como sujetos de la lucha. Ya no se trataría de un mero “pasar el rato”, un “descanso” irrelevante, una suerte de “intermedio”. Se abraza al territorio en reinvención y al juego dislocador; y termina siendo una suerte rara de placer en el drama, en la tragedia, en el ocaso. La recreación es un acaso en el ocaso: funda la posibilidad de la auto-construcción en el seno de la decadencia social y civilizatoria, y lo hace para resistir.

[Este ensayo hace parte de «La Peste Pedagógica», obra publicada en Chile y susceptible de descarga libre y gratuita desde este blog, en la entrada «Protocolo»]

Pedro García Olivo

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Aldea Sesga de Ademuz

INFAMIA DE LA DOCENCIA

Posted in Activismo desesperado, antipedagogía, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Desistematización, Proyectos y últimos trabajos, Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , , , , , , , on febrero 10, 2024 by Pedro García Olivo

INFAMIA DE LA DOCENCIA. PRESENTACIÓN DE LA ANTIPEDAGOGÍA

“Oximora”, revista científica internacional de ética y política, de la Universidad de Barcelona, ha publicado este artículo, en el que condenso casi toda una vida de investigación y de experiencia en torno a la educación.

Facilito aquí la descarga del ensayo breve (26 páginas) y sus primeros desarrollos.

Resumen:

Para superar el reduccionismo didáctico y pedagógico desde el que se aborda a menudo la cuestión escolar, es preciso situar la educación en su marco histórico-sociológico, cultural, epistemológico y filosófico general. Cabe entonces denunciar la doble función destructiva de la Escuela: hacia el interior de nuestra civilización deviene instancia implacable de domesticación social y control psíquico; hacia el exterior se ha manifestado como el mayor poder etnocida de Occidente.

https://revistes.ub.edu/index.php/oximora/article/view/45171

Para descargar “Infamia de la docencia” en PDF:

https://revistes.ub.edu/…/oximora/article/view/45171/41130

INFAMIA DE LA DOCENCIA

I) LA ESCUELA. PRESENTACIÓN DE LA ANTIPEDAGOGÍA

“¡Qué terrible aventura es sentarse junto a un hombre

que se ha pasado toda su vida queriendo educar a los demás!

¡Qué espantosa es esa ignorancia! (…)

¡Qué limitado parece el espíritu de semejante ser!

¡Cómo nos cansa y cómo debe cansarse a sí mismo

con sus interminables repeticiones y sus insípidas reiteraciones!

¡Cómo carece de todo elemento de progreso intelectual!

¡En qué círculo vicioso se mueve sin cesar!

Pero el tipo del cual el maestro de escuela

deviene como un mero representante (y de ínfima importancia),

paréceme que domina realmente nuestras vidas;

y así como el filántropo es el azote de la esfera ética,

el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la educación de los demás”

Oscar Wilde, “El crítico artista”

1) GENEALOGÍA DE LA ESCUELA

La Escuela (general, obligatoria) surge en Europa, en el siglo XIX, para resolver un problema de gestión del espacio social. Responde a una suerte de complot político-empresarial, tendente a una reforma moral de la juventud —forja del “buen obrero” y del “ciudadano ejemplar”.

En Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, A. Querrien, aplicando la perspectiva genealógica sugerida por M. Foucault, desvela el nacimiento de la Escuela (moderna, regulada, estatal) en el Occidente decimonónico. En el contexto de una sociedad industrial capitalista enfrentada a dificultades de orden público y de inadecuación del material humano para las exigencias de la fábrica y de la democracia liberal, va tomando cuerpo el plan de un enclaustramiento masivo de la infancia y de la juventud, alimentado por el cruce de correspondencia entre patronos, políticos y filósofos, entre empresarios, gobernantes e intelectuales. Se requería una transformación de las costumbres y de los caracteres; y se eligió el modelo de un encierro sistemático —adoctrinador y moralizador— en espacios que imitaron la estructura y la lógica de las cárceles, de los cuarteles y de las factorías (A. Querrien, 1979).

Se constituye entonces el “trípode” de la educación administrada occidental, cuyos soportes serán el Aula, el Profesor y la Pedagogía; y sobre el cual descansa una suerte de ametralladora simbólica, a la que incumbirá acabar con la imaginación, con la fantasía, con la creatividad, con la crítica profunda, con el pensamiento libre…

A) El Aula

Supone una ruptura absoluta, un hiato insondable, en la historia de los procedimientos de transmisión cultural: en pocas décadas, se generaliza la reclusión “educativa” de toda una franja de edad (niños, jóvenes). A este respecto, I. Illich ha hablado de la invención de la niñez:

“Olvidamos que nuestro actual concepto de «niñez» solo se desarrolló recientemente en Europa occidental (…). La niñez pertenece a la burguesía. El hijo del obrero, el del campesino y el del noble vestían todos como lo hacían sus padres, jugaban como estos, y eran ahorcados igual que ellos (…). Solo con el advenimiento de la sociedad industrial la producción en masa de la «niñez» comenzó a ser factible (…). Si no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una edad determinada, la «niñez» dejaría de fabricarse (…). Solo a «niños» se les puede enseñar en la escuela. Solo segregando a los seres humanos en la categoría de la niñez podremos someterlos alguna vez a la autoridad de un maestro de escuela” (1985, p. 17-8).

Desde entonces, el estudiante se define como un “prisionero a tiempo parcial”. Forzada a clausura intermitente, la subjetividad de los jóvenes empieza a reproducir los rasgos de todos los seres aherrojados, sujetos a custodia institucional. Son sorprendentes las analogías que cabe establecer entre los comportamientos de nuestros menores en las escuelas y las actitudes de los compañeros presos de F. Dostoievski, descritas en su obra El sepulcro de los vivos (1974). Entre los factores que explican tal paralelismo, el escritor ruso señala una circunstancia que a menudo pasa desapercibida a los críticos de las estructuras de confinamiento: “la privación de soledad”.

Pero para educar no es preciso encerrar: la educación “sucede”, “ocurre”, “acontece”, en todos los momentos y en todos los espacios de la sociabilidad humana. Ni siquiera es susceptible de deconstrucción. Así como podemos deconstruir el Derecho, pero no la justicia, cabe someter a deconstrucción la Escuela, aunque no la educación. “Solo se deconstruye lo que está dado institucionalmente”, nos decía J. Derrida en “Una filosofía deconstructiva” (1997, p. 7).

En realidad, se encierra para:

1) Asegurar a la Escuela una ventaja decisiva frente a las restantes instancias de socialización, menos controlables. Como ha comprobado A. Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar) los inquietantes procesos populares de auto-educación —en las familias, en las tabernas, en las plazas,…—, los patronos y los gobernantes de los albores del Capitalismo tramaron el Gran Plan de un internamiento formativo de la juventud (1979, cap. 1).

2) Proporcionar, a la intervención pedagógica sobre la conciencia, la duración y la intensidad requeridas a fin de solidificar habitus y conformar las “estructuras de la personalidad” necesarias para la reproducción del sistema económico y político (P. Bourdieu y J. C. Passeron, 1977).

3) Sancionar la primacía absoluta del Estado, que rapta todos los días a los menores y obliga a los padres, bajo amenaza de sanción administrativa, a cooperar en tal secuestro, como nos recuerda J. Donzelot en La policía de las familias (1979). El autor se refiere en dicho estudio, no a la familia como un poder policial, sino, contrariamente, al modo en que se vigila y se modela la institución del hogar. Entre los dispositivos encargados de ese “gobierno de la familia”, de ese control de la intimidad doméstica, se halla la Escuela, con sus apósitos socio-psico-terapéuticos (psicólogos escolares, servicios sociales, mediadores comunitarios, etc.).

B) El Profesor

Se trata, en efecto, de un educador; pero de un educador entre otros (educadores “naturales”, como los padres; educadores elegidos para asuntos concretos, o “maestros”; educadores fortuitos, tal esas personas que se cruzan inesperadamente en nuestras vidas y, por un lance del destino, nos marcan en profundidad; actores de la “educación comunitaria”; todos y cada uno de nosotros, en tanto auto-educadores; etcétera). Lo que define al Profesor, recortándolo de ese abigarrado cuadro, es su índole “mercenaria”.

Mercenario en lo económico, pues aparece como el único educador que proclama consagrarse a la más noble de las tareas y, acto seguido, pasa factura, cobra. “Si el Maestro es esencialmente un portador y comunicador de verdades que mejoran la vida, un ser inspirado por una visión y una vocación que no son en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que presente una factura”? (Steiner, 2011, p. 10-1). Mercenario en lo político, porque se halla forzosamente inserto en la cadena de la autoridad; opera, siempre y en todo lugar, como un eslabón en el engranaje de la servidumbre. Su lema sería: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar” (J. Cortázar, 1993).

Desde la antipedagogía se execra particularmente su auto-asignada función demiúrgica (“demiurgo”: hacedor de hombres, principio activo del mundo, divinidad forjadora), solidaria de una “ética de la doma y de la cría” (F. Nietzsche). Asistido de un verdadero poder pastoral (M. Foucault), ejerciendo a la vez de Custodio, Predicador y Terapeuta (I. Illich), el Profesor despliega una operación pedagógica sobre la conciencia de los jóvenes, labor de escrutinio y de corrección del carácter tendente a un cierto “diseño industrial de la personalidad”. Tal una aristocracia del saber, tal una élite moral domesticadora, los profesores se aplicarían al muy turbio Proyecto Eugenésico Occidental, siempre en pos de un Hombre Nuevo —programa trazado de alguna manera por Platón en El Político, aderezado por el cristianismo y reelaborado metódicamente por la Ilustración. Bajo esa determinación histórico-filosófica, el Profesor trata al joven como a un bonsái: le corta las raíces, le poda las ramas y le hace crecer siguiendo un canon de mutilación. “Por su propio bien”, alega la ideología profesional de los docentes… (A. Miller).

C) La Pedagogía

Disciplina que suministra al docente la dosis de autoengaño, o “mentira vital” (F. Nietzsche), imprescindible para atenuar su mala conciencia de agresor. Narcotizado por un saber justificativo, podrá violentar todos los días a los niños, arbitrario en su poder, sufriendo menos… Los oficios viles esconden la infamia de su origen y de su función con una “ideología laboral” que sirve de disfraz y de anestésico a los profesionales: “Estos disfraces no son supuestos. Crecen en las gentes a medida que viven, así como crece la piel, y sobre la piel el vello. Hay máscaras para los comerciantes así como para los profesores” (Nietzsche, 1984, p. 133).

Como “artificio para domar” (Ferrer Guardia, 1976, p. 180), la pedagogía se encarga también de readaptar el dispositivo escolar a las sucesivas necesidades de la máquina económica y política, en las distintas fases de su conformación histórica. Podrá así perseverar en su objetivo explícito (“una reforma planetaria de las mentalidades”, en palabras de E. Morin, suscritas y difundidas sin escatimar medios por la UNESCO), modelando la subjetividad de la población según las exigencias temporales del aparato productivo y de la organización estatal.

A grandes rasgos, ha generado tres modalidades de intervención sobre la psicología de los jóvenes: la pedagogía negra, inmediatamente autoritaria, al gusto de los despotismos arcaicos, que instrumentaliza el castigo y se desenvuelve bajo el miedo de los escolares, hoy casi enterrada; la pedagogía gris, preferida del progresismo liberal, en la que el profesorado demócrata, jugando la carta de la simpatía y del alumnismo, persuade al estudiante-amigo de la necesidad de aceptar una subalternidad pasajera, una subordinación transitoria, para el logro de sus propios objetivos sociolaborales; y la pedagogía blanca, en la vanguardia del Reformismo Pedagógico contemporáneo, invisibilizadora de la coerción docente, que confiere el mayor protagonismo a los estudiantes, incluso cuotas engañosas de poder, simulando espacios educativos “libres”.

En El enigma de la docilidad, valoramos desabridamente el ascenso irreversible de las pedagogías blancas (2005, p. 21):

“Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se está alterando en la Escuela bajo la Democracia: aquel dualismo nítido profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo progresivamente el aspecto de una asociación o de un enmarañamiento.

Se produce, fundamentalmente, una «delegación» en el alumno de determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto de la práctica pedagógica… Habiendo intervenido, de un modo u otro, en la rectificación del temario, ahora habrá de padecerlo.

Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se co-responsabilizará del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el factor rutina erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que lleva a un mal puerto?

En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Democracia confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica interna de la Institución.

Cada día un poco más, la Escuela de la Democracia es, como diría Cortázar, una «Escuela de noche». La parte visible de su funcionamiento coactivo aminora y aminora. Sostenía Arnheim que, en pintura como en música, «la buena obra no se nota» –apenas hiere nuestros sentidos. Me temo que este es también el caso de la buena represión: no se ve, no se nota. Hay algo que está muriendo de paz en nuestras escuelas; algo que sabía de la resistencia, de la crítica. El estudiante ejemplar de nuestro tiempo es una figura del horror: se le ha implantado el corazón de un profesor y se da a sí mismo escuela todos los días. Horror dentro del horror, el de un autoritarismo intensificado que a duras penas sabremos percibir. Horror de un cotidiano trabajo de poda sobre la conciencia. «¡Dios mío, qué están haciendo con las cabezas de nuestros hijos!», pudo todavía exclamar una madre alemana en las vísperas de Auschwitz.

Yo llevo todas las mañanas a mi crío al colegio para que su cerebro sea maltratado y confundido por un hatajo de educadores, y ya casi no exclamo nada. ¿Qué puede el discurso contra la Escuela? ¿Qué pueden estas páginas contra la Democracia? ¿Y para qué escribir tanto, si todo lo que he querido decir a propósito de la Escuela de la Democracia cabe en un verso, en un solo verso, de Rimbaud:

«Tiene una mano que es invisible, y que mata»”.

Frente a la tradición del Reformismo Pedagógico (movimiento de las Escuelas Nuevas, vinculado a las ideas de J. Dewey en EEUU, M. Montessori en Italia, J. H. Pestalozzi en Suiza, O. Decroly en Bélgica, A. Ferrière en Francia, etc.; irrupción de las Escuelas Activas, asociadas a las propuestas de C. Freinet, J. Piaget, P. Freire,…; tentativa de las Escuelas Modernas, con F. Ferrer Guardia al frente; eclosión de las Escuelas Libres y otros proyectos antiautoritarios, como Summerhill en Reino Unido, Paideia en España, la “pedagogía institucional” de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez en América Latina o los centros educativos inspirados en la psicoterapia de C. R. Rogers en Norteamérica; y la articulación de la Escuela Socialista, desde A. Makarenko hasta B. Suchodolski, bajo el comunismo), no existe, en rigor, una tradición contrapuesta, de índole antipedagógica.

La antipedagogía no aparece como una corriente homogénea, discernible, con autores que remiten unos a otros, que parten unos de otros. Deviene, más bien, como “intertexto”, en un sentido próximo al que este término conoce en los trabajos de J. Kristeva: conjunto heterogéneo de discursos, que avanzan en direcciones diversas y derivan de premisas también variadas, respondiendo a intereses intelectuales de muy distinto rango (literarios, filosóficos, cinematográficos, técnicos,…), pero que comparten un mismo “modo torvo” de contemplar la Escuela, una antipatía radical ante el engendro del praesidium formativo, sus agentes profesionales y sus sustentadores teóricos. Ubicamos aquí miríadas de autores que nos han dejado sus impresiones negativas, sus críticas, a veces sus denuncias, sin sentir necesariamente por ello la obligación de dedicar, al aparato escolar o al asunto de la educación, un corpus teórico riguroso o una gran obra. Al lado de unos pocos estudios estructurados, de algunas vastas realizaciones artísticas, encontramos, así, un sinfín de artículos, poemas, cuentos, escenas, imágenes, parágrafos o incluso simples frases, apuntando siempre, por vías disímiles, a la denegación de la Escuela, del Profesor y de la Pedagogía.

En este intertexto antipedagógico cabe situar, de una parte, poetas románticos y no románticos, escritores más o menos “malditos” y, por lo común, creadores poco “sistematizados”, como el Conde de Lautréamont (que llamó a la Escuela “Mansión del Embrutecimiento”), F. Hölderlin (“Ojalá no hubiera pisado nunca ese centro”), O. Wilde (“El azote de la esfera intelectual es el hombre empeñado en educar siempre a los demás”), Ch. Baudelaire (“Es sin duda el Diablo quien inspira la pluma y el verbo de los pedagogos”), A. Artaud (“Ese magma purulento de los educadores”), J. Cortázar (La escuela de noche), J. M. Arguedas (Los escoleros), Th. Bernhard (Maestros antiguos), J. Vigo (Cero en conducta), etc., etc., etc. De otra parte, podemos enmarcar ahí a unos cuantos teóricos, filósofos y pensadores ocasionales de la educación, como M. Bakunin, F. Nietzsche, P. Blonskij (desarrollando la perspectiva de K. Marx), F. Ferrer Guardia en su vertiente “negativa”, I. Illich y E. Reimer, M. Foucault, A. Miller, P. Sloterdijk, J. T. Gatto, J. Larrosa con intermitencias, J. C. Carrión Castro,…

En nuestros días, la antipedagogía más concreta, perfectamente identificable, se expresa en los padres que retiran a sus hijos del sistema de enseñanza oficial, pública o privada; en las experiencias educativas comunitarias que asumen la desescolarización como meta (Olea en Castellón, Bizi Toki en Iparralde,…); en las organizaciones defensivas y propaladoras antiescolares (Asociación para la Libre Educación, por ejemplo) y en el activismo cultural que manifiesta su disidencia teórico-práctica en redes sociales y mediante blogs (Caso Omiso, Crecer en Libertad,…).

2) MODALIDADES EDUCATIVAS REFRACTARIAS A LA OPCIÓN SOCIALIZADORA OCCIDENTAL

La Escuela es solo una “opción cultural” (P. Liégeois), el hábito educativo reciente de apenas un puñado de hombres sobre la tierra. Se mundializará, no obstante, pues acompaña al Capitalismo en su proceso etnocida de globalización…

En un doloroso mientras tanto, otras modalidades educativas, que excluyen el mencionado trípode escolar, pugnan hoy por subsistir, padeciendo el acoso altericida de los aparatos culturales estatales y para-estatales: educación tradicional de los entornos rural-marginales (objeto de nuestro ensayo libre Desesperar), educación comunitaria indígena (que analizamos en La bala y la escuela), educación clánica de los pueblos nómadas (donde se incluye la educación gitana), educación alternativa no-institucional (labor de innumerables centros sociales, ateneos, bibliotecas populares, etc.), auto-educación…

Enunciar la otredad educativa es la manera antipedagógica de confrontar ese discurso mixtificador que, cosificando la Escuela (desgajándola de la historia, para presentarla como un fenómeno natural, universal), la fetichiza a conciencia (es decir, la contempla deliberadamente al margen de las relaciones sociales, de signo capitalista, en cuyo seno nace y que tiene por objeto reproducir) y, finalmente, la mitifica (erigiéndola, por ende, en un ídolo sin crepúsculo, “vaca sagrada” en expresión de I. Illich).

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Alto Juliana de Aldea Sesga, Rincón de Ademuz

RESEÑA DE «EL ESPÍRITU DE LA FUGA»

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Reseña de «El Espíritu de la Fuga»
BLAS / PEDRO GARCÍA OLIVO*

POR BLASVALENTINMORENO@GMAIL.COM · PUBLICADA 03/06/2023 · ACTUALIZADO 03/06/2023

(Blas Valentín es profesor de literatura, un gran escritor y mejor amigo)

“Repelencia de escribir una novela, lo mismo que de obedecer. La escritura es obediencia. Qué bien entiendo ahora a Artaud, incapaz de escribir; y a Bataille, incapaz de razonar. Qué bien me entiendo, incapaz de obedecer”. Pedro García Olivo, autor de El Espíritu de la Fuga.

Pedro García Olivo, “Desesperar”

Así en su novela como en su refugio
Adentrarme en la lectura de esta novela ha sido como visitar en su día su refugio en Sesga: que nadie espere una casa con jardín, con recibidor, como esas novelas ya estudias del mercado que hacen la vida más llevadera y fácil; no, al lado de este refugio de Pedro, cuya imagen aparece en la portada de su libro, hay un acantilado, un terraplén, un abismo donde en un descuido puedes dejar la vida, y en las páginas de Pedro se habla de suicidio…

No es un novelista al uso, como bien critica a Víctor Araya el implacable Figueroa, sino la obra de un filósofo poeta, con el espíritu huraño y contradictorio de un Artaud.

Nada de casa con dos plantas, nada de arquitectos; su novela es una desvencijada y destripada casa de una sola planta y con espacio reducidísimo, apenas una covacha, en lo alto de Alto Juliana, allá donde se equivoca el camino y el abismo se hace real.

Para acceder a esta novela hay que subir por enormes montañas, por las mismas que ascendí con Pedro García Olivo cuando me invitó a conocer su refugio: una vez llegas a la lectura de su novela está tan llena de telarañas como el techo de su casa: una maraña inmisericorde y negra donde las arañas no permiten que las moscas y otros insectos molestos perturben su paz. Cualquier lector moriría en sus palabras aristócratas y elevadas, en su densa e intrincada sintaxis, como lo haría cualquier insectillo en la espesa telaraña de su refugio.

Pero en su refugio, el real y no literario, habitáculo pequeño y solitario de una limpieza y sencillez abrumadoras, había una discreta biblioteca y un perro enorme y negro junto a ella que creí verlo orinar sobre los libros, alzando la pata e irrigando toda la cultura.

2. Espíritu de la fuga: espíritu libre

El espíritu de la fuga es una novela de un espíritu libre, que no busca complacer ni gustar a nadie, ni siquiera a sí mismo, blanco inmisericorde de las críticas más acerbas que se dedica a través de Figueroa. Pero es a través de su alter ego, Víctor Aranda, muy parecido al Pedro García Olivo de la vida real, que se exalta indirectamente con el espíritu romántico de los grandes ególatras.

Porque hay egos menesterosos, que buscan la aprobación, el aplauso del vulgo, el reconocimiento público con el que paliar su yo famélico y ruin; por eso Pedro, ego extraño, inquietante, que ha puesto patas arriba el manual de instrucciones de la vida, tiene derecho a crearse su propia estatua; una estatua, por cierto, continuamente bombardeada por sí mismo con disparos de mortero. ¿Qué daño podría hacerle la desaprobación ajena cuando nadie podría superar una autocrítica tan bestial?

Insisto: en su literatura palpita el espíritu romántico de los grandes ególatras, y también un barroquismo no conceptista sino directamente gongorino: tiene palabras tan sumamente doctas y difíciles que hasta él mismo Góngora podría quedar atrapado en la telaraña de su léxico. Yo mismo, que me jactaba de conocer todo el léxico castellano, tuve que echar mano del diccionario en varias ocasiones, anonadado por su ilustre vocabulario. Así palabras como feral, latescente, apriscar, arrecha, abarcia, serondo, torpor y hético, entre muchas otras palabras, ya forman parte de mi acervo gracias a esta inasible, oscurantista, autista, cerril y aristócrata obra.

Por si fuera poco, su sintaxis es copiosa en frases largas y pleonasmos, que mueven a confusión y reducen el seguidismo de la trama.

Góngora, el inmortal e intrincado Góngora, insisto, queda sencillito a su lado, queda parvulario. Con razón podemos decir: «Tras leer a Pedro García Olivo, Góngora no es para tanto. Es más, es poca cosa».

Pedro García Olivo no escribe para nadie, porque a nadie busca gustar, porque sus palabras no salvan de nada, ni ayudan a nada, ni contribuyen a una existencia más afín y esperanzada. Todo lo contrario: te hacen comprender que esta vida es mísera y lo mejor es huir, o luchar, o huir luchando, o luchar huyendo, pero nunca aceptar la realidad. Romanticismo al cuadrado. Creación de una vida al margen de las normas. Cuestionamiento de lo hasta ahora incuestionable, ya no en la forma, sino en el fondo.

No solo no escribe para nadie, sino que publica esta novela y no se hace la menor publicidad.

3. El espíritu de la fuga: un escupitajo en el ojo a la vida autómata con instrucciones de uso

Da igual por qué página abras El espíritu de la fuga: cada página es un escupitajo bacteriano en el ojo a nuestra vida de autómatas o un internamiento en sórdidos internados, hospedajes, estancias en países decadentes con personajes turbios y antihéroes de toda condición o luchas desarraigadas e inútiles. No hay lugar para la esperanza, sí para el suicidio.

Encuentro concomitancias con las vanguardias o con las postvanguardias, y sobre todo con el espíritu de Antoni Artaud, al que con razón menta en sus páginas. Es un Artaud ibérico, desesperado, desesperanzado y al tiempo esperanzado de desesperanza, caleidoscopio de desorden pero siempre guiado por la luz de su sensibilidad poética y un desprecio profundo a lo dado.

Fuera de su refugio había una jaula, regalada por su padre para que cazara conejos y no se muriera de hambre, y junto a la jaula un cuchillo de grandes dimensiones y rastros de pelo y sangre coagulada, auténticos cuajarones. No quise preguntar más… El cuchillo era tan enorme como espantoso. Daban ganas de salir corriendo.

Según nos cuenta Ernesto Figueroa en sus páginas a través de sus notas, Víctor Araya le remitió la obra “El espíritu de la fuga”, y con ella no buscaba persuadir a nadie ni granjearse simpatías. Resulta verosímil, es una escritura tan densa, tan desesperanzada, tan real y pesimista, que dan ganas de cerrar el libro y salir huyendo hacia libros bestseller de desarrollo personal y autoayuda que hagan la existencia más cómoda.

Víctor, así Pedro García Olivo, renuncia a su condición de funcionario y abandona su plaza de profesor. Sorprendente. ¿Quién renunciaría a ser funcionario? Es inmensa la cantidad de personas que cada año intentan conseguir una plaza fija. Y de pronto alguien es capaz de transgredir el mandamiento número 1 de la practicidad.

Víctor Araya, así Pedro García Olivo, se hace pastor de cabras, se sale del rebaño, de las instrucciones de uso, y huye de falsos refugios.

Avalle-Arce afirmó que el Quijotismo es la forma del heroísmo hispano: Del “yo soy yo y mis circunstancias” al “Yo soy yo a pesar de mis circunstancias”. El Quijote se va a morir sin haber vivido, arruinado, sin hijos, sin haber salido del pueblo, y decide inventarse una vida para poder vivir antes de morir sin haber vivido. Pedro García Olivo hace tiempo que se inventó una vida, y la vive literariamente.

Esto me remite a la novela de Leon Tolstoi La muerte de Iván Ilich. En su lecho de muerte Iván Ilich intenta analizar su pasado minuciosamente, tras lo cual le entra la duda de si el estilo de vida acomodado y superficial ha sido el correcto. Trata de justificarse ante su conciencia pero a medida que se acerca su muerte deja de justificarse y asume que, a excepción de su infancia, no ha vivido plenamente. ¿Somos libres o seguimos unas pautas ya marcadas?

4. Contradicciones El espíritu de la fuga

Pero en la contradicción de Pedro, encontramos una conciencia ernestofigueriana y punitiva, que así la expresa: por creer en la Fuga abandonó todo aquello que había conquistado. ¡De cuánto se desposeyó a sí mismo!, ¡de cuánto se privó!

Otra contradicción más: podría uno pensar que nuestro protagonista, Víctor Araya, se desentiende del mundo, es un eremita apartado del mundo, que ha construido un refugio en las montañas y habita los espíritus, la castidad, el desprendimiento de todo lo mundano, en la línea de un San Francisco de Asís o de las tres vías místicas de San Juan de la Cruz. Nada de eso, igual que desde su refugio, de una digna y sencilla pulcritud, se conectaba con el mundo a través de unas placas solares que le daban acceso al Internet, en su novela hay frecuentes alusiones eróticas y pornográficas, pero enunciadas con un lenguaje elevado. Víctor Araya, y su representante en la Tierra, Pedro, han tenido distintas mujeres: húngaras, españolas, hispanoamericanas… Si cada persona es un mundo, ellos han conocido bastantes.

Entre las páginas 93 a 102 hay unas disquisiciones filosóficas acerca del amor, de la posesión y de la fidelidad a través de unos personajes en ocasiones tan cuerdamente locos o tan inquietamente lúcidos como Pedro, que podrían compendiarse en estas frases: Trevor no creía en un amor libre de culpa, un amor puro, empíreo, sin mancha, ajeno a todo juego de dominación y a toda forma opresiva. (…) Como mi esclavitud ama a tu esclavitud, yo también te quiero por tus grilletes y te quiero en tus mazmorras.

Hay algunas contradicciones más, pero me limitaré a comentar el supermito de la desesperación: desmitifica para mitificar o desmitifica desde el supermito. Araya termina por sucumbir a la pasión mitificadora y construye un universo irreal, sublimado: el de los hombres-solo-hombres, seres a salvo de la patraña ideológica, “superhombres nietzscheanos”, por su apego a la tierra y que viven a espaldas de la mentira.

Tales hombres, a la manera de Diógenes el perro o los cínicos antiguos, no buscan ser mito de nada, viven desesperados, y la sublimación de Basilio es en sí una contradicción. Los protagonistas son conscientes…

5. Suicidios El espíritu de la fuga

Cerca del refugio de Pedro hay un abismo. Si uno mide mal sus pasos puede acabar reventándose en el vacío. Hay un terraplén inmisericorde a escasos metros de su chabola. Ese terraplén es, como las constantes alusiones del autor al suicidio, un erizo en el cerebro, un puñal en el fondo del despeñadero. Se contempla el vacío como lo haría una marioneta de hilos rotos y con los ojos abrumadoramente abiertos de espanto, o como diría el mismo Víctor Araya: «Como los ojos de un niño, desesperadamente abiertos ante el horror».

¿De dónde viene esa obsesión del protagonista por el suicidio? El suicidio ocupa una posición de privilegio en sus inquietudes. Cuando a lo largo de sus años de docencia atravesaba aquellas ondas negras, pensaba siempre en quitarse la vida.

Incluso sus personajes arrastran una vida frustrante, irregular, en una esperanza cifrada en un futuro que nunca llega, a través de sórdidos hospedajes, de vergüenzas y sinsabores.

6. La literatura en El espíritu de la fuga

Todo lo que he hecho a lo largo de mi vida ha sido perfectamente inútil; no espero otra cosa de mi escritura, afirma Araya en Desesperar. La mirada de Ernesto Figueroa califica su literatura de desierto y vacaciones de la inteligencia y la imaginación. Su novela la califica solo apta para consumo de minorías ilustradas decadentes, para una minoría autista o de lunáticos. Nadie normal puede acercarse a esta obra y leerla.

Porque Araya detesta tanto la arquitectura de los pomposos chalés tanto como el armazón de la novela clásica, se construyó una chabola en el monte de Sesga y escribió una novela sin esqueleto, hecha a retazos de desesperación.

7. El trabajo en El espíritu de la fuga

Como Albert Camus, a través de Sísifo y la metáfora del trabajo estéril, el trabajo es para Víctor Araya una villanía. Se degrada sin remedio la nobleza de un fugitivo en la villanía del Trabajo.

Igual que opina Camus, el trabajo es un humillante mimetismo de todos los días, una embrutecedora rotación semanal de las tareas y afanes.

Por mi condición de docente, presto especial atención a su nota número 13: EL ANTIPROFESOR, y una nota que merece ser reproducida por su extraordinaria lucidez: La Policía de la enseñanza no ha sido diseñada para manejar el hacha, sino para “administrar los sobornos”. No tiene por objeto aniquilar la sedición tanto como someterla a reglas segundas y convertir la desobediencia interna en factor de reproducción del Orden de la Escuela”.

“A los que dicen que huir no es valeroso, responde:

¿Quién no es fuga?

El valor radica, más bien, en aceptar el huir antes que vivir

quieta e hipócritamente en falsos refugios.

Es posible que yo huya,

pero a lo largo de toda mi huida

busco un arma».

Gilles Deleuze

{Blas Valentín Moreno} © . Todos los derechos reservados. Contacto: casteblas@gmail.com

Funciona con – Diseñado con el Tema Hueman

DOCILIDAD

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Para escuchar en «Discursos Peligrosos»:

Presento el texto base del podcast:

LOS CIUDADANOS “DÓCILES”: ASPIRANTES TAIMADOS A LA DIGNIDAD DE MONSTRUOS

1)

Dado el conflicto, el disturbio, la insurgencia, los historiadores (y el resto de los científicos sociales) inmediatamente se disponen a investigar las “causas”, a polemizar sobre los motivos, a buscar explicaciones, a interpretar lo que se percibe como una alteración en el pulso regular de la Normalidad. Causas de los ‘furores’ campesinos medievales (Mousnier), causas de las ‘revoluciones burguesas’ del siglo XIX (Hobsbawn), causas de las ‘revoluciones de terciopelo’ de 1989 en el Este socialista,… Sin embargo, la ausencia de conflictos en condiciones particularmente lacerantes, que hubieran debido movilizar a la población; los extraños períodos de paz social en medio de la penuria o de la opresión; la misteriosa docilidad de una ciudadanía habitualmente explotada y sojuzgada, etc.; no provocan de igual modo el ‘entusiasmo’ de los analistas, la ‘fiebre’ de los estudios, la proliferación de los debates académicos en torno a sus causas, sus razones…

Se diría que la docilidad de la población en contextos histórico-sociales objetivamente explosivos, bajo parámetros de sufrimiento, injusticia y arbitrariedad a todas luces ‘insoportables’, es un fenómeno recurrente a lo largo de la historia de la humanidad y, en su paradoja, uno de los rasgos más llamativos de las sociedades democráticas contemporáneas. Aparece, a la vez, como un objeto de análisis tercamente excluido por nuestras disciplinas científicas, una empresa de investigación que nuestros doctores parecen tener ‘contraindicada’. ¿Por qué?

2)

Wilhem Reich, en Psicología de masas del fascismo, llamó la atención sobre este hecho: lo extraño, lo misterioso, lo enigmático, no es que los individuos se subleven cuando hay razones para ello (una situación de explotación material que se torna insufrible en la coyuntura de una crisis económica, de la intensificación de la opresión política y de la brutalidad represiva, del germinar de nuevas ideas contestatarias,…), sino que no se rebelen cuando tienen todos los motivos del mundo para hacerlo. Esta era la “pregunta inversa” de Wilhem Reich: ¿Por qué las gentes se hunden en el conformismo, en el asentimiento, en la docilidad, cuando tantos indicadores económicos, sociales, políticos, ideológicos, etc., invitan a la movilización y a la lucha?

Trasplantando su pregunta a nuestro tiempo, grávido de peligros y amenazas de todo tipo (ecológicas, socio-económicas, demográficas, político-militares, etc.), con tantos hombres y mujeres viviendo en situaciones límite -no solo “sin futuro”, sino también “sin presente”- y con un reconocimiento generalizado de la base de injusticia, arbitrariedad, servidumbre y coacción sobre la que descansa nuestra sociedad, podríamos plantearnos lo siguiente: ¿Cómo se nos ha convertido en personas tan increíblemente dóciles? ¿Qué nos ha conducido hasta esta enigmática docilidad, una docilidad casi absoluta, incomprensible, solo comparable -en su iniquidad- a la de algunos animales domésticos y, lo que es peor, a la de los “funcionarios”?

3)

Isaac Babel, corresponsal de guerra soviético, cronista de la campaña polaca desplegada por el Ejército Rojo en torno a 1920, contempla atónito las matanzas gratuitas llevadas a cabo en nombre de la Revolución. Cuarenta soldados polacos han sido detenidos. Los reclutas cosacos preguntan a Apanassenko, su general, qué hacen con los prisioneros, si pueden disparar contra ellos de una vez. Apanassenko, educado en el internacionalismo proletario y en la universalización de la Revolución, responde: “No malgastéis los cartuchos, matad con arma blanca; degollad a la enfermera, degollad a los polacos”. Babel se estremece y mira hacia otro lado. Esa noche escribirá en su diario algo que no será ajeno a su posterior encarcelación y a su fusilamiento acusado de actividades antisoviéticas: “La forma en que llevamos la libertad es horrible”.

Días después se repite la escena, pero ya sin necesidad de que los soldados cosacos pierdan el tiempo preguntando qué deben hacer a su general: degüellan a una veintena de polacos, mujeres y niños entre ellos, y les roban sus escasas pertenencias. A cierta distancia, Apanassenko, que se ha ahorrado la orden, los premia con un gesto de aprobación y de reconocimiento. Babel mira a los cosacos, sonrientes después de la matanza; los mira como se mira algo extraño, indescifrable, algo misterioso en su horror, algo terrible y, sobre todo, enigmático: “¿Qué hay detrás de sus rostros; qué enigma de la banalidad, de la insignificancia, de la docilidad?”, anota, al caer la tarde, en su Diario de 1920.

Yo me pregunto lo mismo, me interrogo por este “enigma de la docilidad” que nos aboca, todos los días, a la infamia de una obediencia insensata y culpable. He mirado a mis ex-compañeros de trabajo, profesores, cosacos de la educación, como se mira algo extraño, indescifrable, algo misterioso en su horror (horror, por ejemplo, de haber suspendido al noventa por ciento de la clase; de haber firmado un acta de evaluación, con todo lo que eso significa: ¿cómo se puede firmar un acta de evaluación, aunque nos lo pida el Apanassenko de turno –“matad con arma blanca”?). Ante las pequeñas ‘unidades’ de profesores, avezadas en ese degüelle simbólico del “examen”, me he preguntado siempre lo mismo: “¿Qué hay detrás de sus rostros; qué enigma de la banalidad, de la insignificancia, de la docilidad?”. Docilidad también del resto de los funcionarios, de tantísimos estudiantes, de los trabajadores, de los pobres…

4)

Recientemente, Daniel J. Goldhagen, en Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto, ha subrayado, de un modo intempestivo, la culpabilidad de la sociedad alemana en su conjunto ante la persecución y el exterminio de los judíos; ha remarcado la participación de los alemanes ‘corrientes’, afables padres de familia y buenos vecinos por lo demás, gentes completamente normales (como reza el título de un libro de Christopher R. Browning), en todo lo que desbrozó el camino a Auschwitz.

Estos alemanes corrientes, lo mismo que los cosacos de Apanassenko, torturaron y mataron a sangre fría, sin que nadie los obligara a ello, sin necesitar ya el empujoncito de una orden, deliberadamente, en un gesto supremo, y horroroso, de docilidad -seguían, sin más, la moda de los tiempos, se dejaban llevar por las opiniones dominantes, calcaban los comportamientos en boga, se apegaban blandamente a lo establecido… No es ya, como solía decirse para disculpar su aquiescencia, que ‘cerraran los ojos’ o ‘miraran hacia otra parte’ -eso lo hizo, mientras pudo, Babel-: abrían los ojos de par en par, miraban fijamente a los judíos que tenían delante, y los asesinaban. Es un hecho ya demostrado, por Goldhagen, Browning y otros, que estos homicidas no simpatizaban necesariamente con la ideología nazi, no eran siempre funcionarios del Estado (policías, militares,…), no cumplían órdenes, no alegaban ‘obediencia debida’: eran alemanes corrientes, de todos los oficios, todas las edades y todas las categorías sociales, hombres de lo más normal, tan corrientes y normales como nosotros; gentes, eso sí, que tenían un rasgo en común, un rasgo que muchos de nosotros compartimos con ellos, que nos hermana a ellos en el consentimiento del horror e incluso en la cooperación con el horror: eran personas dóciles, misteriosa y espantosamente dóciles. Toda docilidad es potencialmente homicida…

Aquellos jóvenes que, en un movimiento incauto de su obediencia, se dejaron reclutar y no se negaron a realizar el Servicio Militar, cuando la “objeción” estaba a su alcance, sabían, ya que no cabe presuponerles un idiotismo absoluto, que, al dar ese paso, al erigirse en “soldados”, en razón de su docilidad, podían verse en situación de disparar a matar (en cualquier ‘misión de paz’, por ejemplo), podían matar de hecho, convertirse en asesinos, qué importa si con la aprobación y el aplauso de un Estado. La docilidad mata con la conciencia tranquila y el beneplácito de las Instituciones. Goldhagen lo ha atestiguado para el caso del genocidio… En general, puede concluirse, parafraseando a Cioran, que la docilidad hace de los ciudadanos unos “aspirantes taimados a la dignidad de monstruos”.

5)

Sostengo que este enigmático género de docilidad es un atributo muy extendido entre los hombres de las sociedades democráticas contemporáneas -nuestras sociedades. En la forja, y reproducción, de esa docilidad interviene, por supuesto, la Escuela, al lado de las restantes instituciones de la sociedad civil, de todos los aparatos del Estado. Me parece, además, que esa docilidad potencialmente asesina y capaz de convertirnos en monstruos, se ha extendido ya por casi todas las capas sociales, de arriba a abajo, y caracteriza tanto a los opresores como a los oprimidos, tanto a los poseedores como a los desposeídos. No resultando inaudita entre los primeros (empleados del Estado, propietarios, hombres de las empresas,…; gentes -como es sabido- con madera de monstruos), se me antoja inexplicable, sobrecogedora, entre los segundos: docilidad de los trabajadores, docilidad de los estudiantes, docilidad de los pobres,…

Trabajadores, estudiantes y pobres que se identifican, excepciones aparte, con la misma figura, apuntada por Nietzsche: la figura de la víctima culpable. “Víctimas” por la posición subalterna que ocupan en el orden social -posición dominada, a expensas de una u otra modalidad del poder, siempre en la explotación o en la dependencia económica. Pero también “culpables”: culpables por actuar como actúan, justamente en virtud de su docilidad, de su aquiescencia, de su conformidad con lo dado, de su escasa resistencia. Culpables por las consecuencias objetivas de su docilidad…

Docilidad de nuestros trabajadores, encuadrados en sindicatos que reflejan y refuerzan su sometimiento. Desde los extramuros del Empleo, las voces de esos hombres que huyen del salario han expresado, polémicamente, la imposibilidad de simpatizar con el obrero-tipo de nuestro tiempo: “Es más digno ‘pedir’ que ‘trabajar’; pero es más edificante ‘robar’ que ‘pedir’”, anotó un célebre ex-delincuente…

Docilidad de nuestros estudiantes, cada vez más dispuestos a dejarse atrapar en el modelo del “autoprofesor”, del alumno participativo, activo, que lleva las riendas de la clase, que interviene en la confección de los temarios y en la gestión ‘democrática’ de los Centros, que tienta incluso la autocalificación; joven sumiso ante la nueva lógica de la Educación reformada, tendente a arrinconar la figura anacrónica del profesor autoritario clásico y a erigir al alumnado en sujeto-objeto de la práctica pedagógica. Estudiantes capaces de reclamar, como corroboran algunas encuestas, un robustecimiento de la disciplina escolar, una fortificación del Orden en las aulas…

Docilidad de unos pobres que se limitan hoy a solicitar la compasión de los privilegiadoscomo privilegio de la compasión, y en cuyo comportamiento social no habita ya el menor peligro. Indigentes que nos ofrecen el lastimoso espectáculo de una agonía amable, sin cuestionamiento del orden social general; y que se mueren poco a poco -o no tan poco a poco-, delante de nuestros ojos, sin acusarnos ni agredirnos, aferrados a la raquítica esperanza de que alguien les dulcifique sus próximos cuartos de hora…

6)

De todos modos, se diría que no es sangre lo que corre por las venas de la docilidad del hombre contemporáneo. Se trata, en efecto, de una docilidad enclenque, enfermiza, que no supone afirmación de la bondad de lo dado, que no se nutre de un vigoroso convencimiento, de un asentimiento consciente, de una creencia abigarrada en las virtudes del Sistema; una docilidad que no implica defensa decidida del estado de las cosas.

Nos hallamos, más bien, ante una aceptación desapasionada, casi una entrega, una suspensión del juicio, una obediencia mecánica olvidada de las razones para obedecer. El hombre dócil de nuestra época es prácticamente incapaz de “afirmar” o de “negar” (Dante lo ubicaría en la antesala del Infierno, al lado de aquellos que, no pudiendo ser fieles a Dios, tampoco quisieron ser sus enemigos; aquellos que no tuvieron la dicha de ‘creer’ de corazón ni el coraje de ‘descreer’ valerosamente, tan ineptos para la Plegaria como para la Blasfemia); acata la Norma sin hacerse preguntas sobre su origen o finalidad, y ni ensalza ni denigra la Democracia. Es un ser inerte, al que casi no ha sido necesario “adoctrinar” -su sometimiento es de orden animal, sin conciencia, sin ideas, sin militancia en el frente de la Conservación.

Los cosacos dóciles de Babel no ejecutaban a los polacos movidos por una determinación ideológica, una convicción política, un sistema de creencias (jamás hablaban del “comunismo”; era notorio que nunca pensaban en él, que en absoluto influía sobre su comportamiento); sino solo porque en alguna ocasión se lo habían mandado, por un espeluznante instinto de obediencia, por el encasquillamiento de un acto consentido y hasta aplaudido por la Autoridad. Goldhagen ha demostrado que muchos alemanes ‘corrientes’ participaron en el genocidio (destruyeron, torturaron, mataron) sin compartir el credo nacional-socialista, sin creer en las fábulas hitlerianas; simplemente, se sumergían en una línea de conducta lo mismo que nosotros nos sumergimos en la moda…

7)

Ningún colectivo como el de los funcionarios para ejemplificar esta suerte de docilidad sin convencimiento, docilidad exánime, animal, diría que meramente alimenticia: escudándose en su sentido del deber, en la obediencia debida o en la ética profesional, estos hombres, a lo largo de la historia reciente, han mentido, secuestrado, torturado, asesinado,… Se ha hablado, a este respecto, de una funcionarización de la violencia, de una funcionarización de la ignominia

Significativamente, estos profesionales que no retroceden ante la abyección, capaces de todo crimen, rara vez aparecen como fanáticos de una determinada ideología oficial, creyentes irretractables en la filantropía de su oficio o adoradores encendidos del Estado… Son, solo, hombres que obedecen… Yo he podido comprobarlo en el dominio de la Educación: se siguen las normas “porque sí”; se acepta la Institución sin pensarla (sin leer, valga el ejemplo, las críticas que ha merecido casi desde su nacimiento); se abraza el profesor al “sentido común docente” sin desconfiar de sus apriorismos, de sus callados presupuestos ideológicos; y, en general, se actúa del mismo modo que el resto de los ‘compañeros’, evitando desmarques y desencuentros.

Esta “docilidad de los funcionarios” se asemeja llamativamente a la de nuestros perros: el Estado los mantiene ‘bien’ (comida, bebida, tiempo de suelta,…) y ellos, en pago, obedecen. Igual que nuestro perro condiciona su fidelidad al trato que recibe y probablemente no nos considera el mejor amo del mundo, el funcionario no necesita creer que su Institución, el Estado y el Sistema participan de una incolumidad destellante: mientras se le dé buena vida, obedecerá ladino… Y encontramos, por doquier, funcionarios escépticos, antiautoritarios, críticos del Estado, anticapitalistas, anarquistas,…, obedeciendo todos los días a su Enemigo solo porque este les proporciona rancho y techo, limpia su rincón, los saca a pasear… Me parece que la docilidad de nuestros días, en general, y ya no solo la docilidad funcionaria, acusa esta índole perruna

8)

Desde el campo de la sicología -sicología social, sicología de la paz, sicología clínica,…- se han aportado algunos conceptos, elusivos y tambaleantes, con la intención de esclarecer este “enigma de la docilidad”, abordado como enigma de la parálisis (no-reacción, ausencia de respuesta, ante el peligro, la amenaza o incluso la agresión).

Partiendo de las tesis de Norbert Elias, que interpreta la civilización de los individuos como formación y desarrollo gradual de un aparato de auto-coerción (un aparato de auto-represión que lleva a los sujetos a no exteriorizar sus emociones, a no desatar sus instintos, a no manifestar su singularidad, a sacrificar su espontaneidad y casi a desistir de expresarse), Hans Peter Dreitzel ha defendido la idea de que “en los países industriales los individuos se encuentran doblemente ‘paralizados’ como consecuencia de la fuerza del aparato de auto-coerción y de la extremada complejidad de las cadenas de acción”. El “hombre civilizado”, vale decir el “hombre de Occidente”, es, desde esta perspectiva, un ser que se auto-reprime incesantemente, de modo que en él, y por ese hábito de la autoconstricción, de la autovigilancia, “la energía para huir o para oponerse está paralizada”(P. Goodman). Esta “parálisis”, esta “falta de energía para huir o para oponerse”, se resuelve al fin en aquella docilidad estulta y casi suicida de los hombres de las sociedades democráticas contemporáneas. En Retrato del hombre civilizado, Emil M. Cioran abundó, por cierto, en esa visión de la Civilización como degeneración, como retroceso, como alejamiento de la base natural, biológica, del ser humano -olvido de nuestra espontaneidad y de nuestra animalidad.

Para Dreitzel, como para Goodman o para Cioran, habría algo terrífico en el “proceso de civilización”; algo siniestro y no-dicho que acudiría justamente por el lado de aquel aparato de autocoerción, por el lado de la parálisis que origina y de la docilidad a que aboca; algo que nos erigiría, como he anotado, en aprendices desapercibidos de monstruos; algo, en fin, que echó a andar en Auschwitz y que aún no se ha detenido -un horror que nos persigue desde el futuro. En palabras de Dreitzel: “Hasta ahora solo se han tomado en consideración las, aún así dudosas, ganancias humanitarias del proceso de civilización; y no sus pavorosos ‘costes humanos’ (…). En este país, Alemania, la cuestión se plantea con toda brutalidad: ¿Es Auschwitz un retroceso momentáneo en el proceso de civilización, o no será más bien la cara oscura del nivel de civilización ya alcanzado? ¿Cuánta coerción internalizada debe haber acumulado un hombre para poder soportar la idea, y no digamos ya la praxis, de Auschwitz?”. La interrogación es perfectamente retórica: Auschwitz solo fue posible -y así lo considera Dreitzel- en el seno de una sociedad altamente civilizada; devino como un fruto necesario de la Civilización Occidental, un hijo predilecto de nuestra Cultura; se desprendió por su propio peso de este árbol de la auto-represión y de la docilidad que llamamos “Capitalismo Liberal”. Auschwitz es la verdad de nuestras democracias, el resumen y el destino de las mismas…

Goldhagen ha hablado de la “responsabilidad individual” de todos y cada uno de los alemanes de ayer en el genocidio (por participación o por pasividad). Karl Otto Apel ha añadido la idea de una “responsabilidad heredada”, como alemán, en todo lo que su pueblo ha podido hacer (“Soy hijo de este pueblo y pertenezco a la tradición socio-cultural e histórica de este pueblo… No puedo negar que soy corresponsable de lo que este pueblo haya podido hacer”). Dando un paso más, y acaso también para no satanizar en exceso a los alemanes (el Diablo no tiene patria: ya se ha globalizado), yo me permito apuntar la corresponsabilidad de todos nosotros, en tanto hombres dóciles, en el Auschwitz que ya conocemos y en los que tendremos ocasión de conocer. En la medida en que consintamos que la docilidad acampe a sus anchas en nuestro corazón y en nuestro cerebro, seremos los padres morales y los artífices difusos de todos los Holocaustos venideros…

9)

Otros psicólogos, como Harry Stuck Sullivan o el americano Ralph K.White, han intentado concretar un poco más los mecanismos psíquicos que acompañan y casi definen la mencionada parálisis del hombre contemporáneo. Y han aludido, por ejemplo, a la autoanestesia psíquica y a la desatención selectiva.

La autoanestesia psíquica permite al ‘hombre civilizado’, que ya ha interiorizado unos umbrales estremecedores de contención, hacerse insensible al dolor derivado de la percepción del peligro, de la constatación de la amenaza -dolor de una comprensión de la iniquidad de lo real-, y al padecimiento complementario de la conciencia de su esclerosis (reconocimiento de aquella “falta de energía” para huir o para oponerse). Autoanestesiado, todo lo acepta: la insidia de lo de ‘afuera’ y la vergüenza de lo de ‘adentro’; las miserias de lo social y su propia miseria de ser casi vegetal, casi mineral, monstruosamente dócil. Todo se admite, a todo se insensibiliza uno, como mucho con una “ligera mezcla de resignación, miedo, impotencia y fastidio” (Lifton).

Por su parte, la desatención selectiva, un mirar a otro lado, desconectar interesada y oportunamente, pretensión de no-ver, no-sentir y no-percibir a pesar de todo lo que se sabe, quisiera “lavar las manos” de la parálisis y de la docilidad cuando el sujeto se enfrenta por fin a las consecuencias de su no-movilización: la atención se concentra en otro objeto, cambiamos de canal perceptivo, hacemos ‘zapping’ con nuestra conciencia. Desatención selectiva por no querer “asumir” a dónde lleva la docilidad… White señala que la desatención selectiva se estabiliza en algunos individuos, ampliando su campo, haciéndose casi general, a través de una sobreatención compensatoria (una atención focalizada obsesivamente sobre un único objeto, o sobre unos pocos objetos), sobreatención de índole histérico-paranoide.

En el caso de los profesores, hombres normalmente dóciles, paralizados, extremadamente civilizados (es decir, auto-reprimidos), cabe observar, en efecto, cómo la desatención selectiva que les lleva a ‘desconectar’, a no querer saber, de su propio oficio (“el tema de la enseñanza no me interesa nada”, me han dicho a menudo), se complementa con una sobreatención histérico-paranoide, un centramiento desaforado y enfermizo, devorador, en algo no-escolar, extraescolar, algo que de ningún modo remite o recuerda a la Escuela: sobreatención a algún ‘hobby’, a algún proyecto (construcción de una casa, preparación de un viaje, estudio de una operación económica,…), a algún interés (afectivo, o sexual, o intelectual, o…), a alguna cuestión de imagen (la línea, el cuerpo, el vestir, los signos de ostentación,…), etc. Como la autoanestesia psíquica no es muy efectiva en el caso de la docencia -el sujeto se expone casi a diario, y durante varias horas, a la fuente de su dolor-, la desatención selectiva (desinterés por la problemática escolar, en sus dimensiones sociológicas, políticas, genealógicas, ideológicas, filosóficas,…) y la sobreatención histérico-paranoide paralela quedan como los únicos recursos para procurar ‘sobrellevar’ la mentira de una tarea envilecedora y la conciencia de que nada se le opone, nada se trama contra ella.

10)

Desde un campo muy distinto, y con unos intereses divergentes, Marcel Gauchet, analista y comentarista de ese otro enigma, ese otro absoluto desconocido (está entre nosotros, pero no sabemos con qué intenciones), que llamamos Democracia Liberal -ya he adelantado que, en mi opinión, los regímenes liberales conducen a una modalidad nueva, inédita, original, de “fascismo”-, ha pretendido asimismo arrojar alguna luz sobre este desasosegante misterio de la docilidad contemporánea.

Gauchet parte precisamente de lo que podemos conceptuar como docilidad de la ciudadanía ante la forma política de la democracia liberal -una docilidad que no significa respaldo firme y convencido, sino mera tolerancia, aceptación desapasionada y descreída. Detecta, incluso, “un movimiento de deserción cívica de la democracia que la abstención electoral y el rechazo hacia el personal político en ejercicio está lejos de medir suficientemente”. En el momento en que el régimen demo-liberal se queda sin antagonistas de peso (por la cancelación del experimento socialista en la Europa del Este), parece también que no convence a la población y que simplemente se ‘soporta’. Gauchet habla de una “formidable pérdida de sustancia de la democracia, entendida como poder de la colectividad sobre sí misma, que explica la atonía, o la depresión, que esta sufre en medio de la victoria”. El aliento que mantiene viva la democracia no es otro que el aliento de la docilidad: como fórmula vigente, consolidada, que de todos modos “está ahí”, se admite por docilidad; pero ya no despierta ilusiones, ya no genera entusiasmo, no suscita verdaderas adhesiones, resueltas militancias. “Si está ahí, y parece que no tiene recambio, que siga estando; pero que no espere mucho de nosotros”: esto le dice el hombre dócil, todos los días, al sistema democrático… Curiosamente, la hegemonía de la cultura democrática se ha acompañado de una despolitización sin precedentes de la población.

Incapaz de amar o de odiar el sistema político imperante, inepta para afirmar o negar una fórmula de la que deserta sin acritud -o que acepta sin convicción-, la ciudadanía de las sociedades democráticas se hunde hoy en una apatía difícil de explicar. Marcel Gauchet busca esa explicación en un terreno equidistante entre lo social y lo psicológico. Consumido en inextinguibles conflictos interiores, corroído por innumerables dilemas íntimos, atravesado por flagrantes contradicciones, el hombre de las democracias -sugiere Gauchet- ya no puede cuestionar nada sin cuestionarse, no puede combatir nada sin combatirse, no puede negar sin negarse. “Lo que combato, yo también lo soy (o lo seré, o lo he sido)”. De mil maneras diversas el hombre contemporáneo se ha involucrado en la reproducción del Sistema; y obstaculizar o torpedear esa reproducción equivale a obstaculizar o torpedear su propia subsistencia. Gauchet menciona el atascamiento, la inmovilización, que se sigue de esos imposibles arbitrajes internos, de esas perplejidades desorientadoras, de esos torturantes dilemas de cada sujeto consigo mismo.

Entre estas contradicciones paralizantes encontramos, por ejemplo, la de aquellos críticos del Estado y del autoritarismo que se ganan la vida como funcionarios o insertos en un aparato o en una institución de estructura autoritaria; la de los enemigos del Mercado y del Consumo que se aficionan a los “mercados alternativos” y a un consumo de élites, de privilegiados (artículos ‘bio’, o ‘eco’, o ‘artesanales’, o de ‘comercio justo’, o…); la de los padres de familia ‘antifamiliaristas’; la de los defensores de la libertad de las mujeres enfermos de celos cuando sus mujeres quieren hacer uso de esa libertad ‘con otros’; la de los antirracistas que no terminan de ‘fiarse’ de los gitanos; etc., etc., etc. La lista es interminable, y ninguno de nosotros deja de aparecer entre los afectados…

Solo se puede luchar de verdad desde una cierta coherencia, desde una relativa pureza; si se consigue que nos instalemos en la inconsecuencia y en la culpabilidad, se nos habrá desarmado como luchadores, se nos habrá desacreditado ante los demás y ante nosotros mismos, se habrá dejado caer sobre nuestra praxis el anatema de la impostura, de la doblez, de la falsía. Por otro lado, “asumidas” dos o tres contradicciones, se pueden asumir todas; cerrados los ojos a dos o tres pequeñas miserias íntimas, se pueden cerrar a la miseria total que nos constituye. La docilidad del hombre contemporáneo se alimenta, sin duda, de este juego paralizador de las contradicciones personales, de este astillamiento del ser a golpes de complicidad y culpabilidad. El individuo que se sabe culpable, cómplice, apoyo y resorte de la iniquidad o de la opresión, dócil por no poder rebelarse contra nada sin rebelarse contra sí mismo, no encuentra para sus conflictos interiores otra salida que la seudo-solución del “cinismo” (percibir la incoherencia y seguir adelante) o la huida hacia ninguna parte de la “negativa a pensar”, del vitalismo ciego, amargo, del sensualismo desesperado… No sé si con estas observaciones de Gauchet, sumadas a las de Dreitzel y otros, el “enigma de la docilidad” se hace un poco menos opaco, un poco menos abstruso. Desde luego, no son suficientes…

11)

Algunos autores asumen esta docilidad de la ciudadanía contemporánea como un hecho incontestable, un factor siempre operante; una realidad casi material que han de incorporar a sus análisis, pero sin ser analizada en sí misma; evidencia que ayuda a explicar muchas cosas, aunque permaneciendo de algún modo inexplicada (¿inexplicable?); cifra de no pocos procesos actuales, que no se sabe muy bien de dónde procede o a qué responde. Calvo Ortega, abordando cuestiones de educación, subraya, en esa línea, el “enorme automatismo del comportamiento social”; y M. Ilardi ha apuntado el “fin de lo social” como cancelación de toda forma de apertura insubordinada al Sistema…

Yo, que tampoco hallo muchas explicaciones a esta faceta dócil del hombre de las democracias, y que me resisto a esquivar el problema mediante la apelación a “conceptos-fetiche” (el concepto de alienación, por ejemplo), quiero remarcar no obstante la responsabilidad de la Escuela en la forja y reproducción de esa rara aquiescencia. Estimo que se está diseñando una “nueva” Escuela para reasegurar la mencionada docilidad, hacerla compatible con un exterminio global de la Diferencia y sentar las bases de una forma política inédita que convertirá a cada hombre en un policía de sí mismo (“neofascismo” o “posdemocracia”). Junto a la docilidad de las gentes, la disolución de la “diferencia” en irrelevante “diversidad” prepara el camino de ese Sistema. Y la Escuela está ya allanando las vías…

*** *** *** *** *** ***

Compuse este texto en 2005, e hizo parte de “El enigma de la docilidad”, obra publicada por Virus en España, Abecedario en Colombia, No ediciones en Chile y Nautilus en Italia, entre otras editoriales.

Tras la pandemia, sometí esas ideas a cierta corrección, señalando el tránsito del Policía de Sí Mismo posdemocrático al Ciudadano Robot contemporáneo, característico del Capitalismo vírico y bélico, necrófilo y necrófago.

El podcast que comparto danza entre esas dos figuras, enlazando las problemáticas abordadas en “El enigma…” con los asuntos de que me ocupé en “La Forja del Ciudadano Robot”, ensayo breve en vías de publicación, en el que se incluye el siguiente fragmento:

Demofascismo optimizado, bajo la rentabilización socio-política de la pandemia

Uno controla a todos (dictadura clásica): desde la cúpula del Gobierno se nos da la orden del confinamiento y la obedecemos.

Todos controlan a uno (vigilancia de la colectividad sobre el individuo): surge la llamada «policía de los balcones» y, de entre los sumisos, muchos denuncian a quienes transgreden la norma.

Uno se controla a sí mismo (auto-coerción, auto-dominación, fin del anhelo de libertad): y cada cual sale de casa sujeto a franjas horarias, a medidas, a plazos, a reglamentos; sale como un robot, algo más que un policía de sí mismo.

Durante mucho tiempo me equivoqué y consideré que estos tres modelos de dominio y opresión eran sucesivos, como por fases, y ahora estábamos en la última, en la del auto-policía.

Hablé del «modelo del autobús» que leí en Calvo Ortega y López Petit: en los autobuses antiguos un empleado picaba el billete de todos los pasajeros (uno los controlaba a todos, dictadura directa); pasó el tiempo y se colocó una máquina para que cada usuario picara el billete por sí mismo, pero bajo la mirada de todos los presentes, por quienes era observado y podía ser denunciado (todos controlaban a uno, coerción comunitaria); por último, se alcanzó el momento en que uno subía a un autobús vacío y, sin presión externa, sin testigos, picaba «libremente» su billete (uno se controla a sí mismo, sujeción demofascista).

Pero hoy se está dando la suma de las tres fases, como si ya no fueran «etapas» sino superposiciones: el Estado que decreta, la ciudadanía que obedece y señala a los disidentes, los individuos que se auto-reprimen y consienten su robotización integral.

Se pudo sacar a los perros; y mucha gente se prodigó en ese paseo fiscalizado, en el que se manifestaba una suerte de ambigüedad civilizatoria: ¿cómo explicar la relación entre un animal doméstico, el ser humano, y otro, el ser canino?, ¿qué puede brotar de la relación entre estas dos servidumbres?

Se pudo sacar a los niños como si fueran perros, y surge una pregunta derivada: ¿qué puede surgir de un paseo conjunto del domesticador y del domesticable?

Ahora, cada persona puede sacarse a pasear a sí misma, en el cumplimiento forzoso de normas, de franjas (¿deberíamos decir «fajas», porque oprimen, molestan y ocultan supuestas fealdades?), de limitaciones sociales y geográficas; y la interrogante es clamorosa: ¿cabe esperar algo de esta suerte de robot, absolutamente programado, aparte de que, ojalá, desaparezca junto al virus del Capital y del Estado?

Durante más de un mes, las gentes de muchas pequeñas localidades se privaron de salir, de pasear, de ir a los campos para recoger sus alimentos (podían, eso sí, ir a la tienda, porque lo primero y lo último sigue siendo el mercado). Y a las autoridades políticas, confiscadoras de libertades, les daba igual que en esas zonas no hubiera contagiados, no hubiera enfermos. A día de hoy, les dicen que ya pueden salir, y entonce salen.

Esto me recuerda una imagen desalentadora, que me asaltó en la ciudad de Alta, en pleno círculo polar noruego… Unas cuantas personas tenían que cruzar una carretera, pero el semáforo para los peatones estaba en rojo. Yo miro a la derecha y a la izquierda, y la vista casi se me desvanece en una llanura tan inmensa: no hay ningún vehículo por ningún lado y es verdad que, en toda la mañana, apenas habían aparecido por allí dos o tres autos. Me dispongo a cruzar, pues, tan tranquilo; y las gentes me chillan, me recriminan, se enfadan conmigo. Regreso entonces al puesto de espera y cruzo con ellas, tras disculparme, cuando el semáforo de los peatones se pone en verde. «Obediencia mecánica olvidada de las razones para obedecer», escribí entonces. Y es lo que está pasando ahora: se nos insta a la obediencia no tanto para superar una crisis sanitaria como para sancionar el auto-aniquilamiento de nuestra autonomía y de nuestra libertad.

Optimización del demofascismo.

Cuando desaparezca el virus, quedará algo peor que toda enfermedad: el Ciudadano Robot.

Pedro García Olivo

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

ESCOLEROS, PERIFERIAS Y AUSENCIA DEL LIBRO

Posted in Activismo desesperado, antipedagogía, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Desistematización, Proyectos y últimos trabajos, Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , , , , , on diciembre 17, 2022 by Pedro García Olivo


(Prólogo, en tres pasos, para «Cartas al Docente», obra de Santiago Jurado)

ESCOLEROS

Un “escolero” no es un “escolar”, sino algo peor: es una persona que cree en la Escuela de un modo casi fundamentalista, incapaz de pensar la educación sin remitir una y otra vez al Aula, al Profesor y a la Pedagogía; un ser cuyo estilo de reflexión, modo de concebir el mundo y manera de vivir sus días responden, en términos de I. Illich, a una “mentalidad escolarizada”.

No pocos “escoleros” sentirán irritación ante este escrito de Santiago Jurado… Pero hubiera sido muy bien entendido por los “comuneros”, esas gentes que ya no quedan o están a un paso de la extinción, “hombres y mujeres libres en suelo libre”, como anhelaba Fausto en la obra de J. W. Goethe. Entre los “comuneros”, felices de desconocer la Escuela, la educación se respiraba, inseparable del trabajo y del juego, de la relación igualitaria y del amor. José María Arguedas reflejó de un modo soberbio este cisma entre los “escoleros” y los “comuneros”, este abismo que desgarró a los pueblos originarios de América Latina. Pero “comuneros” eran también muchísimas comunidades indígenas de todos los continentes, los nómadas verdaderos, los rural-marginales y hasta no pocos colectivos del mundo citadino-suburbial.

En todas partes, los “comuneros” fueron aplastados por los “escoleros”, vale decir por las fuerzas escolarizadas y escolarizantes del Capitalismo moderno. Y el tipo de Educación Administrada que estos pueblos y estas personas padecieron bajo las garras del colonialismo clásico y del neo-imperialismo posterior, que siguen sufriendo hoy por la globalización de la “sociedad mercantil” (K. Polanyi), coincide en lo sustancial con esa forma de Escuela que Santiago detesta y denuncia en sus Cartas.

Cierro este “primer paso” con tres escenas: un pasaje de Liberté, la película de T. Gatlif en torno los gitanos antiguos; un pensamiento que me regaló mi vecino Basilio, pastor analfabeto, el filósofo más profundo que se me ha dado conocer y una canción indígena del Perú, recogida por Arguedas, quizás el mejor relatador de esa existencia y esa cosmovisión “precolombinas” que cundieron entre los cerros y los ríos de los Andes.

1) Si alguien te pregunta por nuestra ausencia

Liberté, película de T. Gatlif, arroja luz sobre el modo en que el liberalismo, armado de escuelas incluso en sus formulaciones progresistas o izquierdistas (“sobre todo en ellas”, deberíamos decir), atenta contra aspectos esenciales de la idiosincrasia romaní.

Particularmente interesante nos parece la escena en la que la maestra habla con un menor gitano, intentando convencerle -no deja de ser una emisaria del Estado capitalista- de que acuda a la escuela.

La mujer se acerca y, con la arrogancia proverbial de Occidente, da órdenes: “¡Acércate!, ¡acércate!”. El muchacho suspira, en señal de desagrado; resignado y en guardia, le presta atención. “¿Cómo te llamas?”, inquiere la maestra. “¿Por qué?”, replica el chico, manifestando un rasgo de las culturas de la oralidad (respuesta consistente en una interrogación sobre el contexto, sobre el conjunto de las circunstancias en juego). “¿Sabes leer y escribir?”, insiste la educadora, manifestando su ignorancia acerca de la dimensión altericida de la alfabetización. “Eso no es para nosotros”: alegación irrefutable…

“Ha venido a robar a nuestros hombres”, exclama una gitana; y es muy significativo que no diga “niños” (la niñez es un “invento” de la sociedad burguesa). “Los niños [la maestra no ve “hombres”] deben ir a la escuela; tienen que aprender a leer y a escribir” —prueba añadida del etnocentrismo avasallador de esta educadora tan sensible. Y llega, por fin, la resolución comunitaria gitana, con un toque de ultra-realismo, y casi de insolencia, típicamente quínico: “¿Cuánto nos pagará por ello? (…). Si no nos da nada a cambio, los niños no irán. Se quedarán con nosotros. Siempre están con nosotros (…). Tienen cosas mejores que hacer”.

Los gitanos, pues, están dispuestos a cerrar un trato con la mujer paya bonachona que necesita “hacer el bien” al otro-inferior para colgarse la medalla de la conciencia humanitaria y progresista: “Si nos pagas, permitiremos que te ayudes a ti misma a ganarte el cielo de la filantropía de izquierdas” —así puede leerse el desenlace del encuentro.
(Extraído de La gitaneidad borrada)

2) Cargar De Cultura El Arma De Nuestra Vanidad

Basilio no cree en la Enseñanza. En su opinión, solo hay una maestra que no miente: la vida misma, la tierra, los trabajos, lo que se oye decir a los demás…

Conoció a un profesor desocupado que tenía mucho más que aprender que todo lo que él pudiera enseñar. “No sabía ni hacerse un guiso, confundía el nombre de los árboles, de las aves, de las labores… Era como si no tuviera manos, como si no le hubieran enseñado a hacer cosas con ellas, a trabajar, a nada importante”. Un vecino suyo estudió, luego se metió en guerras y al final murió en la cárcel. “Quería decirnos lo que teníamos que hacer. Menos mal que no le seguimos la corriente: estaríamos muertos”.

Ha oído que tampoco los estudiantes encuentran más tarde empleo, y por eso se pregunta: “¿Para qué los tendrán entonces tantas horas encerrados, para qué tanto corral?”. Responde, a su manera, con otra pregunta: “¿No será para atarlos mejor, para hacerlos tan inútiles como el maestro que conocí y tan infelices como el vecino que murió preso por estudiar demasiado y atenerse a lo que los libros decían? ¿No será para acostumbrarlos a levantar el carro de una manera y no de otra, como interese a quienes mandan en las escuelas?”.

Yo le doy la razón: en efecto, a la juventud se la obliga a estudia para controlarla mejor; para sujetarla; para hundirla un poco más en este pozo de estupidez, desdicha y servidumbre que es el mundo de los mayores, la vida adulta.

Y la juventud cae en la trampa ciega de esperanza: esperanza de conseguir un trabajo cómodo, disputándoselo, cuchillo entre los dientes, a todos los demás; esperanza de dominar un área de conocimiento y, a su través, dominar a un círculo de personas; esperanza, para los más ambiciosos, de cargar de cultura el arma de su vanidad y capacitarse así para persuadir al común de las gentes, arrastrando tras alguna interesada quimera, si hay fortuna, a un atajillo de crédulos.

“Leer no solo corrompe el escribir, también degrada el pensar”, anotó F. Nietzsche. El estudiante, máquina de leer y de repetir, adiestrado en la obediencia, desaprende en la escuela a pensar. Sobre la pizarra borrada de su carácter, escriben los funcionarios del consenso discursos de sumisión y adaptación. A través de su cerebro, el poder pensará, el capital hará negocios, la Razón matará.

Se estudia tal se deja uno explotar, como se funda una familia, igual que se acepta el engaño político…, solo por esperanza.
Esperanza de cosas turbias, sucia esperanza. Desesperados, Basilio y yo detestamos la educación. El pastor no fue a la escuela, y yo intimé lo justo con el monstruo para escupirle por sorpresa en la frente y echar a correr hacia ninguna parte.
(De Desesperar)

3) Esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán

Y J. M. Arguedas, ese gran escritor y antropólogo peruano que, habiendo decidido suicidarse, eligió a consciencia el día de su desaparición, para perjudicar lo menos posible a sus alumnos, teniendo en cuenta el desarrollo de las clases y la eventualidad de que quisieran asistir al sepelio, recogió, en su relato Escoleros, una hermosa canción tradicional indígena que cabe leer en clave antipedagógica.

No quieras, hija mía, a hombres de paso,
a esos viajeros que llegan de pueblos extraños.

Cuando tu corazón esté lleno de ternura,
cuando en tu pecho haya crecido el amor,
esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán.

Más bien ama al árbol del camino,
a la piedra que estira su sombra sobre la tierra.

Cuando el sol arda sobre tu cabeza,
cuando la lluvia bañe tu espalda,
el árbol te ha de dar su sombra dulce,
la piedra un lugar seco para tu cuerpo.

Sueño que los “hombres de paso”, los “viajeros procedentes de pueblos extraños”, hacen parte de la hueste pedagógica; y que, frente a ese inmenso artificio del Aula y del Profesor, no hay antídoto más efectivo que la naturaleza misma -el árbol, la piedra, el sol, la lluvia- y la comunidad de iguales, esas “maestras que nunca mienten”.
(Canción incluida en Cuentos escogidos)

PERIFERIAS

Todos conocemos el “centro” del Sistema, lugar de la administración, de los negocios, de la educación oficial, de los “profesionales” encumbrados (desde la judicatura hasta la medicina, pasando por los altos cargos del ejército, por las policías, por los gestores de los medios de comunicación mayoritarios…). Fuera del Centro quedan las periferias y los márgenes.

Las periferias son descontentadizas, “revoltosas”, esgrimen filos de criticismo amortiguado, dialogante; saben, por así expresarlo, a “progresismo”, a voluntad transformadora, a mejoramiento; y se asientan en una suerte de “corrección política” del antagonismo. Podría decirse que, lejos del Centro, miran hacia él y sienten su atracción. Danzan entre la Reforma y la Revolución, más atentas a la primera que a la segunda, pues consideran todo proyecto de Gran Ruptura como algo ya anacrónico o impracticable. Las periferias son líquidas…

Los márgenes se nos aparecen como lejanías sólidas, que dan definitivamente la espalda al “centro”, ubicándose más allá de las periferias, en aquellos lugares donde el Sistema, sin desaparecer, se nota menos y circunstancialmente casi desfallece.

Las periferias “pactan” con el Estado y el Mercado, dos instancias con las que más bien no simpatizan y menos bajo su forma actual. Preferirían siempre un Estado plenamente democrático, transparente, voz y brazo real de la ciudadanía, y un Mercado menos eco-destructor, rediseñado para no seguir agrandando las desigualdades sociales y territoriales -ambos, este y aquel, decididamente “sociales”. Dibujan, desde luego, ámbitos de protesta; pero, en mi opinión, de “protesta domesticada”.

Los márgenes reniegan del Estado y del Mercado “hasta el extremo de lo posible”, en términos de G. Bataille. Desobedecen: se esfuerzan en no acatar las leyes y en evitar las transacciones comerciales. Las gentes de los márgenes llevan, por ello, una existencia precaria, a menudo dramática, si no trágica. El margen es mi único hogar…

El texto de Santiago Jurado, a mi parecer, oscila entre la periferia y el margen. Y eso le confiere un gran interés. Ese baile entre la revuelta aceptable y la denuncia temeraria señala un escrito que aparece, en cierto sentido, como un organismo, como un ser vivo, tal una bullente manifestación de la “ausencia del Libro”. Desde mi marginalidad, departo -en este prólogo- con las bellas periferias de Cartas al docente.

Porque, cuando el Margen desiste de conversar con la Periferia, se convierte en una suerte de “autista” enmudecido y enmudecedor, un “trozo de hueco”, un “segmento de vacío”. Su desesperación, como la del desierto o la de los glaciales, no ayuda a la vida.

Y, cuando la Periferia evita relacionarse con el Margen, pareciera que ya no puede resistir la mencionada atracción del Centro, que avanza insidiosamente hacia él y que en él habrá de disolverse o extinguirse.

El diálogo de la Periferia (líquida) con el Margen (sólido) no es fácil ni acontece sin dolor: aquella se siente golpeada por una instancia endurecida, indestructible, casi como una piedra; y este padece el malestar de sentirse rodeado por una sustancia viscosa, igualmente invencible, que quisiera diluirlo, casi como el agua.

LA AUSENCIA DEL LIBRO

No estoy prologando un Libro, por fortuna. Amo las escrituras fragmentarias, discontinuas, irregulares, “interrumpidas”, como se dijo de algunos textos de W. Benjamin. Me desagrada esa idea teologal del Libro como discernible “unidad de sentido”, sólido en su estructura, lógico en su desarrollo, transparente en su “querer decir”. Contra el Libro, así entendido, se batieron, de modo implícito o manifiesto, poetas y escritores muy diversos, como Baudelaire, Mallarmé, Nietzsche, Blanchot, Barthes, Derrida, etcétera.

La obra de Santiago Jurado se evade de esa esfera sacralizada del Libro y vindica a su manera los valores de lo fragmentario. Sigue una técnica “impresionista”, en la que las pinceladas, sueltas pero coordinadas, los toques de expresión, las dejaciones y las redundancias, los saltos temáticos, las fugas y los reflujos, constituyen la materia del texto y se agolpan, tal orfebres, en el taller del significado. Y, como anoté, danza entre la Periferia y el Margen, sin renegar de las virtudes de la ambigüedad y de la contradicción. De ahí su fertilidad…

Decía E. Zuleta que “solo hay pensamiento donde hay contradicción”. Y es evidente: si no concurre la contradicción estamos simplemente ante un árido sistema de deducciones lógicas, un entorno más próximo al silogismo o incluso a la matemática que a la creatividad. Recuerdo también una observación de G. Bataille, en La experiencia interior: “El aparente relajamiento del rigor puede no expresar más que un rigor mayor, al que se debería responder en primer lugar”. Y, por último, para saldar esta cuestión de un modo expeditivo, remito a una observación crudelísima de X. Rubert de Ventós: “La búsqueda de contradicciones es la obsesión de las mentes tontas”.

Soy feliz, por todo ello, de las contradicciones contenidas en este pequeño preámbulo y en la obra que prologa…

Donde no se da el Libro, se da el texto. El escrito de Santiago aparece así, ya lo apunté, como una especie de “ser vivo”, un organismo palpitante capaz de suscitar muchas ideas, de abrir y de cerrar muchas puertas, de entablar tantos debates como concilios, de facilitar escuchas y de hacer también oídos sordos a no pocas chácharas oficiales.

En cierto sentido, lo que este autor piensa “verdaderamente” de la Escuela y de la docencia, el alcance “exacto” de su crítica y la definición “precisa” de su posicionamiento político-ideológico, son cuestiones que carecen relativamente de interés: “El texto lo hace el lector”, se ha reiterado; y Cartas al docente, este tan inspirador ramillete de palabras (palabras como dardos y también palabras como abrazos), ya pertenece a sus receptores.

Pedro García Olivo
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La Habana – Alto Juliana de Sesga

NO A LA ESCUELA

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Haz clic para acceder a wp-1670940994445.pdf



Significativamente, décadas y décadas de crítica antipedagógica han coincidido con una fiebre neo-escolarizadora sin precedentes, estrictamente terrorífica. Y el país se llenó de «escuelitas» y de proyectos educativos «alternativos» como de cadáveres un cebadero de buitres. El demofascismo occidental se abraza a estas tecnologías «dulces» de enseñanza, como es sabido.

Es como si la crítica radical de la educación administrada hubiera hablado en vano. Pero también en su acepción más amplia, que afecta a todas las burocracias del bienestar social y a todas las castas de los especialistas (médicos y enfermeros, jueces y abogados, reporteros y periodistas, asistentes sociales y policías, etc.), la antipedagía pareciera haber clamado en el desierto. La consolidación definitiva del Fundamentalismo Médico, a partir del aprovechamiento político-sanitario del Covid, lo atestigua.

Ediciones Fantasma reedita «No a la Escuela», transcripción de una charla que desplegué en Almería en 2007. Si por aquel entonces el tono y el contenido de la intervención se antojaban «destemplados», hoy, transcurridos quince años de furor escolarizante y plus-pedagógico, «No a la Escuela» deriva ya nítidamente hacia lo intempestivo.

https://www.instagram.com/edicionesfantasma/

Para leer el texto:

Haz clic para acceder a wp-1670940994445.pdf

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La Habana – Alto Juliana de Sesga

La docencia monstruosa

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GENTES CON MADERA DE MONSTRUOS
(Sobre la indignidad del profesorado y los seres de paja, de aire, de nube, de ensueño)

“Hacer el mal a sabiendas”: este es el lema secreto de los policías, los militares, los carceleros, los políticos, los jueces, los médicos, los asistentes sociales… También de los profesores, en quienes el cinismo se rebasa a sí mismo y los corona como indignidades insuperables.

Al lado del ascenso paulatino de la neo-escolarización (“proyectos escolares alternativos”, “escuelitas”, “centros educativos democráticos”, “docencias libertarias”, etc.), hallamos el avance de la racionalidad económica y burocrática, que robotiza progresivamente a la sociedad.

Las gentes con madera de monstruos son la norma en nuestra formación sociocultural. Luego hay seres de paja, de aire, de nube, de ensueño, endebles y resistentes como esas plantas que “se doblan, pero no se quiebran” a las que cantaba Camarón.

De esto trata el siguiente video, un conversatorio en el seno del “II Congreso de Docencias Anarquistas”. Se emitió en directo por YouTube, con fallos inevitables y dificultades técnicas que, al editarlo, en lo que concierne a mi intervención, he procurado subsanar.

Este es el enlace de la versión comprimida (en unos días añadiré la grabación en AVI, más nítida):

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Alto Juliana

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NADA TAN FALSARIO COMO LAS LLAMADAS «PEDAGOGÍAS LIBERTARIAS»

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¿»Docencias Anarquistas»?

Participación en el Congreso «Docencias Anarquistas» para denegar el concepto y la praxis de las denominadas Pedagogías Libertarias.

Para mí, lo libertario pasa por rechazar toda forma de Escuela y desatender el cinismo insuperable de los discursos pedagógicos.

Enlace para contemplar el conversatorio, que se transmitió en directo por YouTube:

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Alto Juliana

ESCUELA Y «HOMO DIGITALIS»

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De la alfabetización de la mentalidad a la psique cibernética

La Escuela ha tenido que ver con tres espacios mentales y vitales: el de la oralidad, el de la escritura y el cibernético. La oralidad fue su presa y su víctima, y procuró acabar con ella en todos los lugares. Ahí se evidenció su dimensión “mortífera”, que se encarnizaba con los hombres orales, a los que denigró como “analfabetos”, “ágrafos”, “ignorantes”, etcétera. Soldada a la escritura y a la lectura, la Escuela se erigió en el mayor poder altericida y etnocida que hemos conocido. Hacia el interior, se reveló asimismo como la más eficaz instancia de domesticación social e individual.

Enemiga de la oralidad, cónyuge de la escritura, la Escuela afronta ahora un cambio de episteme, de espacio mental: la metáfora dominante ya no es la Voz y tampoco el Libro, el concepto regulador de nuestras psicologías y de nuestras vidas es ahora la Computadora…

Ya somos “homo digitalis”, seres telemáticos, mentes cibernéticas. ¿En qué lugar queda entonces la Escuela, ya libre de la oralidad? Esta es la pregunta que suscitaré con mi charla.

Sabemos que se está dejando inundar por las nuevas tecnologías, que las incorpora al arsenal del Reformismo Pedagógico, que se entrega progresivamente a lo digital; y así, ciertamente, conecta mejor con los estudiantes, personas ya definitivamente cibernéticas.

Pero se observa también que, desde lo telemático, desde lo virtual, se están dando modalidades de resistencia a la Escuela, a veces vinculadas a la Educación en Casa, a la Desescolarización, a las instancias comunitarias de aprendizaje, a la informalidad cultural… Fuera del ámbito educativo, las nuevas tecnologías están siendo utilizadas intensamente por movimientos sociales contestatarios, indígenas, rurales, suburbiales, etcétera.

¿Cabe, entonces, en torno a la Educación, pero también por fuera de la misma, una “ciber-resistencia”?

Analizaré, a propósito, tres posturas, con predicamento en nuestros días: la perspectiva “nostálgica” de I. Illich, quien, reconociendo los crímenes de la Escuela y el modo en que aplastó las culturas orales, sigue apostando de alguna manera por el mundo de la escritura y de la lectura; la demonización del “homo digitalis” en Byung-Chul Han, para quien la hegemonía de la cibernética supone prácticamente “el fin de todo” (del secreto, del misterio, del pensamiento, de la política, de lo cualitativo, de la teoría, del eros, del amor, de la narración, de la persona, del libre albedrío, de la comunicación, del tiemplo pleno, de la resistencia…), posicionamiento “teológico” que rinde enormemente a nivel comercial; y el análisis de la revolución electrónico-computacional ofrecido por McLuhan, que sugiere ambivalencias y reversibilidades y, en efecto, no descarta la posibilidad de la “ciber-resistencia”.

Procuraré esbozar mi percepción de esta cuestión, llevándola a los terrenos que me son propios: la antipedagogía, la desistematización y la teoría de los márgenes.

[Camping y Granja Escuela “La Loma”, en Alicante, el día 16 de este mes, a las 16 horas, en el encuentro de la Asociación para la Libre Educación]

Pedro García Olivo

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Vídeos relacionados:

Alto Juliana, 11 de abril de 2022

REINVENCIONES PERVERSAS DE LA ESCUELA

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Reformismo Pedagógico progresista y robotización gradual de la sociedad

Bajo el capitalismo necrófilo contemporáneo (vírico, guerrero), basado en autodevastaciones controladas y en eugenesias económico-sociales, la figura del Policía de Sí Mismo queda “superada” (absorbida y rectificada, sin anularse) en la del Ciudadano-Robot. Estos son sus rasgos particulares:

. – La “instantaneidad” de su obediencia:

El Policía de Sí se caracterizaba por su docilidad de fondo, permanente, sustancial, psíquica; por organizar su existencia a partir del “modo de empleo de la vida” (G. Perec), de esas “instrucciones de uso” de sus días que le fueron suministrando desde el nacimiento y que eran “fijas”, constantes, invariables (“sé un buen hijo o una buena hija, una buena o un buen estudiante, un buen trabajador o una buena trabajadora, un buen esposo o una buena esposa, un buen padre o una buena madre, un buen propietario o una buena propietaria, un buen o una buena turista si puedes, una buena o un buen jubilado y un buen cadáver en tu segundo sepulcro -que tuviste en vida tu primer enterramiento-).

Sobre esa base, el Ciudadano-Robot añade una aquiescencia del momento, un asentimiento mecánico a directrices cambiantes, oscilatorias, a veces pendulares: ahora mascarilla sí y ahora no, ahora aquí sí y allá no; ahora quedas suelto hasta las diez, ahora hasta las doce, ahora hasta las dos de la madrugada, ahora todo el tiempo, ahora ya no quedas suelto; ahora puedes reunirte con tus “convivientes”, ahora con un número determinado y modificable de conocidos, ahora con quien quieras, ahora de nuevo con casi nadie… Esta “obediencia instantánea” es el rasgo más llamativo del Ciudadano-Robot, superación del Auto-Policía.

. – En la índole del Ciudadano-Robot se “recuperan” formas arcaicas de dominación, cuyo peso era subsidiario, decreciente, en el Policía de Sí:

En primer lugar, el “despotismo directo”, la sujeción “negra”, antigua, ejercida por el Gobierno, por el Poder Ejecutivo-Judicial -nuevas normas, reglas, leyes, imperativos que serán satisfechos-.

En segundo, la “coacción comunitaria”, “gris”, moderna, ejercida por el grupo, por conjuntos sociales, por la ciudadanía misma (“policía de los balcones”, p. ej.) y expresada en denuncias, acosos públicos, insultos, presiones para no disentir, no diferir, no negar.

Por último, un “auto-control”, una “auto-vigilancia” y una “auto-represión” con variable “mala consciencia”, con cierto “complejo de culpa”, con percepción íntima de la claudicación, de la bajeza, de la cobardía, como si estuviéramos dando una serie de pasos en la “dirección obligatoria” con un pañuelo en la nariz y ante el mal olor de nosotros mismos…

—   —   —

En mayo del año pasado, en el seno del Festival de las Artes Comunitarias de Cataluña, organizado por las gentes de Basket Beat, di una charla, titulada “Reinvenciones perversas de la Escuela. Reformismo pedagógico progresista y robotización gradual de la sociedad”. El texto que comparto hacía parte del guion de esa conferencia.

El conversatorio íntegro puede verse aquí:

Pedro García Olivo

Alto Juliana

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LA HERRAMIENTA O EL MAPA

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La herramienta o el mapa

NÚCLEOS Y ADYACENCIAS DE LA ANTIPEDAGOGÍA Y DE LA DESISTEMATIZACIÓN

(Sugerencias, documentos y propuestas para ahondar en la crítica radical)

Presento una “caja de herramientas” para la deconstrucción o, cambiando de metáfora, una cartografía de territorios acaso inhóspitos, aunque también saludables, con localización de fuentes y de refugios. Facilito el acceso libre a las obras, de diversos géneros, sobre las que descansa la crítica de la pedagogía y, en general, de las sociedades capitalistas occidentales.

Esta recopilación de creaciones y de referencias ha sido motivada por el conjunto de charlas-coloquio que desarrollaré desde fines de marzo en el contexto del proyecto “Educación para la vida”. Serán ocho sesiones de dos horas, virtuales, centradas en los siguientes asuntos:

1) La Industria de la Educación Alternativa. Reformismo pedagógico, cosméticas de lo alternativo e intertexto antipedagógico

2) La educación demofascista. Sobre la alterno-represión institucional

3) La Escuela y su Otro. Modalidades educativas refractarias al dispositivo socializador occidental

4) Los límites de la innovación pedagógica. Retrato-robot de las Escuelas Alternativas

5) Iván Illich: tránsitos y paradojas de un desescolarizador intempestivo

6) Legitimaciones ideológicas de las tecnologías educativas “alternativas”: interculturalismo cínico, integracionismo alterófobo y ciudadanismo universalista etnocida

7) De la alfabetización de la mentalidad a la psique cibernética. Escuela y “homo digitalis”

8) Hacia un nuevo Orden Educativo Mundial (Conclusión)

A disposición de las personas inclinadas a participar en estos encuentros telemáticos, o simplemente interesadas por los asuntos que involucran, queda, a modo de mesa servida con manjares y con venenos, o de repertorio de mapas para no perderse o extraviarse sin remedio, la presente colección de ensayos, narrativas y producciones cinematográficas. Fiel a mi estilo, preparo la página y su contenido para descarga abierta, libre y gratuita.

Todas las obras pueden descargarse también desde esta página, que habilité en mi blog:

Adorno, Th. W., (2007) Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Akal

Agamben, G., (2000) Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pretextos

Agamben, G., (1996) Política del exilio, Barcelona, Revista Archipiélago, núm. 26-27

Alain-Fournier, (1913) novela El gran Meulnes

Angelopoulos, N., (1995) filme La mirada de Ulises

Arendt, H., (2012) Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen

Arguedas, J. M., (2006) novela Los escoleros

Artaud, A., (1978) El teatro y su doble, Barcelona, Edhasa

Artaud, A., (2007) Heliogábalo o el anarquista coronado, Buenos Aires, Argonauta

Bakunin, M., (2008) Dios y el Estado, La Plata (Argentina), Utopía Libertaria, Terramar

Bakunin, M., (2010) Federalismo, Socialismo y Antiteologismo, en SOV Madrid, CNT Textos

Bataille, G., (1987) “La noción de gasto”, en La parte maldita, Barcelona, Icaria

Baudrillard, J., (1978) Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós

Bauman, Z., (2012) «Entrevista de Glenda Vieites a Zygmunt Bauman», en http://www.slideshare.net

Bauman, Z., (2008) “Los extranjeros”, en Pensando sociológicamente, Buenos Aires, Nueva Visión

Bauman, Z (2003) “Prólogo” de La Modernidad Líquida, Madrid, F.C.E.

Benedek Fliegauf, (2012) filme Solo el viento

Benjamin, W., (1975) “Tesis de Filosofía de la Historia”, en Discursos Interrumpidos I, Madrid, Taurus

Bernhard, Th., (2008) novela Maestros antiguos

Bourdieu, P., (2002) Espíritus de Estado, Lima (Perú), Instituto de Estudios Peruanos

Brontë, A., (1847) novela Agnes Grey

Buñuel, L., (1961) filme Viridiana

Buñuel, L., (1933) filme Tierra sin pan

Camus, A., (2012) El mito de Sísifo, Madrid, Alianza

Canguilhem, G., (1998) “¿Qué es la Psicología?”, Bogotá, Revista Colombiana de Psicología, núm. 7

Cantet, L., (2008) filme La clase

Carrión Castro, J. C., (2005) Pedagogía y regulación social. Vigencia de Auschwitz, Ibagué (Colombia), El Poira Editores

Caviglia, S. E., (2011) La educación en el Chubut 1810-1916, Chubut (Argentina), Ministerio de Educación de la Provincia de Chubut

Chaplin, Ch., (1916) filme El vagabundo

Cingolani, P., (2012) Nación Culebra. Una mística de la Amazonía, La Paz (Bolivia), FOBOMADE

Cioran, E. M., (1986) “Retrato del hombre civilizado”, en La caída en el tiempo, Barcelona, Planeta-De Agostini

Cioran, E. M., (1986) “Los peligros de la sensatez”, en La caída en el tiempo, Barcelona, Planeta-De Agostini

http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/11/emil-m-cioran-los-peligros-de-la.html

Clastres, P., (1978) La sociedad contra el Estado, Caracas, Monte Ávila Editores

Clavell, J., (1967) filme Rebelión en las aulas

Clébert, J. P., (1965) Los gitanos, Barcelona, Aymá

Cordero, C., (2001) El derecho consuetudinario indígena en Oaxaca, Oaxaca, Instituto Electoral Estatal

Cuerda, J. M., (1999) filme La lengua de las mariposas

Derrida, J., (1997) «Una filosofía deconstructiva», en Zona Erógena, Buenos Aires, núm. 35

Doin, G., (2012) filme La educación prohibida

Dussel, E., (1992) 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, Madrid, Nueva Utopía

Elias, N., (1987) El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Fondo de Cultura Económica, México

Ellul, J., (2003) La Edad de la Técnica, Barcelona, Editorial Octaedro

Ende, M., (1973) novela Momo

Esteva, G., (2009) “Más allá del desarrollo: la buena vida”, México, Revista “América Latina en Movimiento”, núm. 445

Ferrer Guardia, F., (1976) La Escuela Moderna, Barcelona, Tusquets Editor

Ferrière, A., (1998) “Adolfo Ferrière y la Escuela activa”, artículo de Carmen Labrador, Bogotá, Revista “PyM”, núm. 242

Freinet, C., (2005) Técnicas Freinet de la Escuela Moderna, México, F.C.E.

Freire, P., (1975) Pedagogía del oprimido, Madrid, S. XXI

Foucault, M., (1992) El orden del discurso, Buenos Aires, Tusquets Editores

Foucault, M., (1979) «Los intelectuales y el poder. Entrevista de Gilles Deleuze a Michel Foucault», en Microfísica del Poder, Madrid, La Piqueta

Foucault, M., (1980) «Nietzsche, la genealogía, la historia», en Microfísica del Poder, Madrid, La Piqueta

Foucault, M., (2013) «Nacimiento de la biopolítica», Traducción del francés de Fernando Álvarez-Uría, París, Anuario del Colegio de Francia

Foucault, M., (1980) «Por qué hay que estudiar el poder», en Materiales de Sociología Crítica, Madrid, La Piqueta.

Foucault, M., (1976) Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano… Un caso de parricidio del siglo XIX presentado por Michel Foucault, Barcelona, Tusquets

García Olivo, P., (2013) Cadáver a la intemperie. Para una crítica radical de las sociedades democráticas occidentales, Girona, Logofobia.

García Olivo, P., (2003) Desesperar, San Sebastián, Iralka Editorial

García Olivo, P., (2005) El enigma de la docilidad. Sobre la implicación de la Escuela en el exterminio global de la disensión y de la diferencia, Barcelona, Virus Editorial

García Olivo, P., (2009) La bala y la escuela. Holocausto indígena, Barcelona, Virus Editorial

García Olivo, P., (2000) El Irresponsable, Sevilla, Las Siete Entidades

García Olivo, P., (2007) filme Cuaderno chiapaneco 1. Solidaridad de crepúsculo, Valencia, Los Discursos Peligrosos Editorial [Disponible en YouTube, en siete capítulos]

García Olivo, P., (2009) El educador mercenario, Madrid, Brulot

García Olivo, P., (2014) Dulce Leviatán. Críticos, víctimas y antagonistas del Estado del Bienestar, Barcelona, Bardo Ediciones

García Olivo, P., (2019) La Peste Pedagógica. Escuela, Protesta, Estado y Razón lúdica, Antofagasta (Chile), Mar y Tierra Ediciones

García Olivo, P., (2018) Me enseñó a ser árbol. Composiciones intempestivas desde la antipedagogía y la desistematización,Antofagasta (Chile), Mar y Tierra Ediciones

García Olivo, P., (2018) Mundo rural-marginal. Diferencia amenazada que nos cuestiona, Valencia, Ediciones Marginales

García Olivo, P., (2016) La gitaneidad borrada. Si alguien te pregunta por nuestra ausencia, Valencia, Ediciones Marginales

Gide, A., (1962) El regreso del hijo pródigo, Buenos Aires – París, Tirso S.R.L.

Gimbutas, M., (2014) Diosas y dioses de la Vieja Europa (7000-3500 a. C.), Madrid, Siruela

Gary, R., (1975) novela La vida ante sí

Gatlif, T., (1989) filme El extranjero loco

Gatlif, T., (2010) filme Liberté

Godard, J. L., (1967) filme La Chinoise

Golding, W., (1954) novela El señor de las moscas

Grande, F., (2005) “El flamenco y los gitanos españoles”, en Memoria de Papel 1, Valencia, Asociación de Enseñantes con Gitanos

Grosfoguel, R., (2007) “Descolonizando los universalismos occidentales: el pluri-versalismo transmoderno decolonial desde Aimé Césaire hasta los zapatistas”, en Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R. [ed.], El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Bogotá, Siglo del Hombre Editores

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Illich, I., (2012) La sociedad desescolarizada, Madrid, Brulot

Illich, I., (2012) La convivencialidad, Barcelona, Virus Editorial

Illich, I., (2016) Energía y equidad, Valencia, Los Discursos Peligrosos Editorial (LDPE)

Illich, I, (2017) Al diablo con las buenas intenciones (¡No nos vengan a ayudar!), Valencia, Los Discursos Peligrosos Editorial (LDPE)

Illich, I., (2016) Desempleo creador. La decadencia de la sociedad profesional, Valencia, Los Discursos Peligrosos Editorial (LDPE)

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Montessori Escuelas., (2022) Manual del método Montessori, Valencia, LDPE

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Parker, A., (1982) filme El muro

Pérez Galdós, B., (1895) novela Nazarín

Pestalozzi, J. H., (2022) Cartas sobre educación infantil, Valencia, LDPE

Philibert, N., (2002) filme Ser y Tener

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Polanyi, K., (1989) La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Madrid, La Piqueta

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Salinger, J. D., (1951) novela El guardián entre el centeno

Sitios web:

– “Asociación por la Libre Educación” (http://aleenred.blogspot.com.es/)

– “Baval”, de Francia (http://balval.pagesperso-orange.fr/)

– “Bizitoki. Espacio para vivir” (http://www.bizitoki.org/)

– “Casa Taller Los Moya” (https://www.facebook.com/casatallerlasmoya/)

– “Caso Omiso” (http://caso.omiso.org/)

– “Collage. Espacio Social y Cultural” (https://www.facebook.com/Agenda-Cultural-Collage-455144097993552/)

– “Crecer en Libertad” (http://www.crecerenlibertad.org/)

– “En la Fila de Atrás” (http://enlafiladeatras.wordpress.com/)

– “Fundación Secretariado Gitano” (http://www.gitanos.org/)

– “Loco Matrifoco” (https://locomatrifoco.blogspot.com/)

– “Olea” (https://asociacionolea.blogspot.com/)

– “O Vurdón”, de Italia (http://www.provincia.torino.gov.it/xatlante/mediaecomunita/rom_sinti.htm)

– “Patrin”, en inglés (http://www.reocities.com/~patrin/), — “Unión Romaní” (http://www.unionromani.org/)

– “Red colombiana de Educación en Familia” (https://www.enfamilia.co/)

Sloterdijk, P., (2014) Reglas para el Parque Humano. Una respuesta a la “Carta sobre el Humanismo”, Valencia, Los Discursos Peligrosos Editorial (LDPE)

Sloterdijk, P., (2000) “La utopía ha perdido su inocencia. Entrevista con Fabrice Zimmer” (traducción de Ramón Alcoberro), París, Magazine Littéraire

http://www.alcoberro.info/V1/sloterdijk.htm#slo1

Smith, J. N., (1995) filme Mentes peligrosas

Steinbeck, J., (1947) novela La perla

Steiner, G., (2011) Lecciones de los maestros, Madrid, Siruela

Sternberg, J. V., (1930) filme El Ángel azul

Stirner, M., (2003) El Único y su propiedad, edición cibernética a cargo de Chantal López y Omar Cortés

Stirner, M., (2022) “El falso principio de nuestra educación” (Prólogo de Christian Ferrer), Valencia, LDPE

Tavernier, B., (1999) filme Hoy empieza todo

Truffaut, F., (1959) filme Los cuatrocientos golpes

Valle-Inclán, R., (1924) obra de teatro Luces de Bohemia

Varda, A., (1985) filme Sin techo ni ley

Varda, A., (2000) filme Los espigadores y la espigadora

Vigo, J., (1933) filme Cero en conducta. Pequeños diablos en la escuela

Wajda, A., (1983) filme Danton

Weber, M., (2000) ¿Qué es la burocracia?, elaleph.com

Wilde, O., (2022) El crítico artista, Valencia, LDPE a partir de Librodot.com

Williams, J., (1965) novela Stoner

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Pedro García Olivo

Alto Juliana, Aldea Sesga, Rincón de Ademuz, Valencia, 22 de febrero de 2022

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Video de la charla «Escuela Mortífera»

Posted in Activismo desesperado, antipedagogía, Archivos de video y de audio de las charlas, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Desistematización, Indigenismo, Proyectos y últimos trabajos, Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , , , , on noviembre 4, 2021 by Pedro García Olivo

ESCUELA MORTÍFERA
(Participación en el Encuentro Mundial «Educación para la vida»)

No me salió muy bien, desde el punto de vista técnico y expositivo, pues estaba nervioso ante la pequeña pantalla de este móvil anticuado, casi a oscuras (la placa solar no me da luz suficiente en la noche) y aterido de frío. Y me quedé a la mitad de los contenidos que quería compartir…
Pero esto fue lo que alcancé a expresar.

https://fb.watch/93gDZ9YMPP/

ESCUELA MORTÍFERA

Posted in Uncategorized with tags , , , , , , , , on octubre 31, 2021 by Pedro García Olivo



Participo en el Encuentro Mundial «Educación para la Vida» con la videoconferencia titulada «Escuela Mortífera».

Porque siempre creí que no se educa para la vida (y, en todo caso, ¿para qué vida se pretende educar, la vida bajo el liberalismo, bajo el socialismo, bajo el fascismo?), sino que es la vida la que educa. Quienes se apegan, desde hace años, a este rótulo, lo usan como un eufemismo: quieren decir «escolarizar» (da igual que de un modo «alternativo») para la vida sistematizada, la vida definida por los Estados y los capitales. Y, aún así, están engañando desde el título, acaso de manera cínica, porque en realidad se escolariza, se educa (administrativamente), creo que lo saben, para la muerte.

De eso hablaré el martes día 2 a las 6 de la tarde, hora de España: de la contigüidad entre la Escuela y la Muerte. Muerte física y muerte simbólica, muerte biológica y muerte cultural.
Cuando son tan grandes las dimensiones del etnocidio propagado por la Escuela desde el siglo XIX, denunciado e ilustrado de forma admirable por R. Jaulin, entre muchos otros, uno casi siente la tentación de suscribir la acuñación provocativa de G. Bataille: “La muerte biológica es, en cierto sentido, una impostura”…

“¿Es posible la Educación después de Auschwitz?” se preguntaba, de un modo un tanto ingenuo, T. W. Adorno. ¡Por supuesto que sí, muchacho, que el principio de Auschwitz ha sido un fruto escogido de la educación occidental! ¡Que los campos de concentración y de exterminio se dieron precisamente en el país de Europa que presumía de más elevada cultura, de más refinada educación y de mejores escuelas! “Estimado Adorno, estamos reinventando las Escuelas, cambiándoles la planta y los métodos, para sustentar con eficacia el Demofascismo occidental, esa “cárcel al aire libre” que tú decías”.

La Escuela sigue matando en nuestros días, sigue combatiendo los reductos de la oralidad, la idiosincrasia indígena, los valores del nomadismo, los modos de vida rural-marginales y citadinos-suburbiales, las expresiones de esas culturas “no euro-norteamericanas” que plantan cara al expansionismo necrófago occidental, el derecho a la realidad de todas las subjetividades irregulares del planeta…

Desde un punto de vista teórico-filosófico, pero también didáctico-pragmático y empírico, quiero abordar la dimensión optimizadamente mortífera de nuestros centros educativos, reales o «posibles».

Relacionaré este asunto con los temas que estoy trabajando en los últimos tiempos: la dulcificación-ludificación de todas las instituciones, acompañada de la erradicación del Juego Libre; la forja contemporánea del Ciudadano-Robot, culminada bajo el reciente aprovechamiento político-ideológico de una crisis sanitaria; y la posibilidad ambivalente de la ciber-resistencia.

Para asistir a la charla es preciso una inscripción; pero procuraré grabar el encuentro para ponerlo a disposición de los interesados.

Esta es la seña telemática del evento, por si se desea conocer mejor o participar:
http://www.educarparalavida.co

Cuando contemplé la programación, quise salir de ahí corriendo. Y les mandé este mensaje a los organizadores:

“Me retiro. He visto la programación y la he sufrido. Puro Fundamentalismo del Reformismo Pedagógico. No quiero tener nada que ver con estos tinglados político-educativos.

Me equivoqué una vez más y creí que en este proyecto se abrían camino para la reflexión independiente. Pero lo que va a acontecer es otra cosa: la misma Homilía Pedagógica de siempre, para beneficio de privilegiados y de ratones que explotan el cuento-negocio del Otro Mundo Que Es Posible con Otra Escuela.

Cuando se acabará este cinismo insuperable?
Adiós!”.

Luego pensé que, de seguir así, iba a terminar condenándome a una suerte de autismo intelectual, encerrado en el gueto de mí mismo y de mis pocos compañeros, por lo que rectifiqué y confirmé mi participación. Lo bueno de clamar en el desierto es saber que uno ya no está tan solo: el desierto también existe. Y está lleno de vida.

En “La mirada de Ulises”, film de mi estimado Angelopoulos, un taxista borracho sale del auto en el que lleva al protagonista y exclama ante una imnensa y amenazante montaña cubierta de nieve que le cierra el paso: “¡Naturaleza!, ¿estás desesperada? ¡Yo también lo estoy!”.

http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

CONTRA LOS INVENTORES DE LA FELICIDAD

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¿MUDAR EL ALMA?

En medio de la noche (yo siempre pienso, escribo y soy en la madrugada), me pregunté si mi empeño era absurdo, inútil, destartalado: “Pedro, ya sé que, en tu opinión, estás avanzando hacia una deserción completa y que te quieres borrar del mundo en tanto funcionario y profesor, pero ¿estás seguro de que se puede mudar tan fácilmente el alma?”.


“Mudar la piel es sencillo: lo hacen todas las serpientes y todas las personas que tienen alma de serpiente. Pero, ¿tú te crees de verdad que cabe “cambiar de alma”, dejar de ser lo que se fue siempre y se es todavía; te parece, a día de hoy, que está en tus manos “hacerte otro”, reinventar en lo profundo tu vida?


Estas preguntas me las está haciendo mi “demonio de la medianoche”, que me altera el sueño y, a veces, me destroza toda la jornada. Aún así lo escucho y hasta lo estimo…


No tengo respuestas aún. Dejo aquí un escrito en el que se explicita todo lo que detesto del funcionariado y, por tanto, también de mí mismo. Y un audio en el que me abro a la posibilidad de que la deserción sea un ensueño.


Pero no sé… No sé, que ya es mucho.



CONTRA LOS INVENTORES DE LA FELICIDAD
El Funcionario ha sido inventado para extraviar aún más el sentido de la tierra,
para evitar que el Libertino consiga por fin “hacerse un cuerpo” –
nada menos que un cuerpo: ajusticiamiento del Más Allá,
descodificación de los flujos del deseo



“¡No vuestro pecado –vuestra moderación es lo que clama al cielo,
vuestra mezquindad hasta en vuestro pecado es lo que clama al cielo!
¿Dónde está el rayo que os despierte con su furia?
¿Dónde la demencia que habría que inocularos?”.
F. Nietzsche



“Me han enseñado a odiar al Gran Burgués y, sin embargo, no le temo –apenas me preocupa. No veo en él más que a un esclavo: explotar al obrero, Esa es su forma de servir a la maquinaria capitalista, esa su manera de perseguir el bienestar y no encontrar más que la desdicha. Como también me educaron en el amor al Proletario, dediqué cierto tiempo a describir su dolor, relatar sus luchas, celebrar sus triunfos y lamentar sus derrotas; intuía que de aquella escritura, supuestamente explosiva, dependía incluso el Valor de mi vida. Pese a ello, nada que tenga que ver con sus miserias, con su opresión evidente, ha logrado hasta el momento desencadenar toda la irritación de que me creo capaz. Odio, temo, al Funcionario”. He aquí la confesión del Libertino, el secreto de su extraña disidencia.
Para el Libertino, el Funcionario no es tanto el sujeto de una profesión, de una actividad laboral concreta, como la encarnación de cierto perfil psicológico moderno –síntesis burguesa de la moralidad cristiana. Define al Funcionario por su percepción de la tierra, por su relación con el propio cuerpo. Sorprende en él una forma peculiar de codificar los flujos del deseo y apaciguarlos sobre imágenes siempre fijas, idénticas e inmutables: imágenes de la seguridad, de la obligación incondicional y, por tanto, tecnologías del sojuzgamiento del cuerpo, de su mutilación por una figura de la policía social anónima que se hace cargo de las riendas de la subjetividad y organiza los ámbitos complementarios de lo permitido y lo prohibido.
Y, en este sentido, como estructura psicológica y determinación moral, el Funcionario tiende a neutralizar tanto la voluntad de resistencia de los colectivos oprimidos como la capacidad de placer de las fracciones de clase hegemónicas. Perpetuará así la desigualdad social al homogeneizar la circulación del deseo (moralización despótica de las costumbres); y, con el objeto de convertir no menos a los dominantes que a los dominados en siervos profundos de la axiomática capitalista, procurará siempre -y en todos los casos- un mismo olvido de la tierra.
“¡Permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores y calumniadores de la vida, lo sepan o no. Son moribundos y están ellos también envenenados. La tierra se halla harta de ellos”: esta es la recomendación nietzscheana violada en toda regla por el Funcionario. A nadie escapa ya la iniquidad de sus fines: desplazar la Moral –preservar la Moral mediante su simple desplazamiento. Con esta movilización de la moral, y como el último hombre de Zaratustra, el Funcionario ha abandonado las comarcas donde era duro vivir, ha cultivado la discusión superficial como premisa de la reconciliación de fondo y ha organizado su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche. En pocas palabras: ha inventado la felicidad. Sí, el Funcionario ha inventado la felicidad y, con ello, ha prestado al Orden del Capital el mayor de los servicios –por fin reparada la atadura interior, de nuevo codificado el deseo, una vez más la mutilación del cuerpo.
De espaldas a la Virtud, con la Razón en la cuneta, los defensores de la tierra vienen denunciando ásperamente la felicidad del Funcionario como lamentable bienestar, sucio disfrute, atrincheramiento en posiciones políticas de complicidad. Vienen preparando, casi desde la emergencia antitética del Libertino, la hora del gran desprecio: “La hora en que incluso vuestra felicidad se os convierta en náusea, y eso mismo ocurra con vuestra razón y con vuestra virtud”. Mientras el Funcionario anhela un poco de veneno de vez en cuando -eso produce sueños reconfortantes- y mucho veneno al final, asegurando un morir agradable, el Libertino arriesga la salud y prescinde del narcótico para entregarse, como un niño, al peligro de la existencia sin ídolos. Vivir sin ídolos: “Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso correr, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.” Vivir sin ídolos: simplemente, atreverse a Vivir, recuperar el Cuerpo.
Aquí Artaud: “Para VIVIR hay que tener un cuerpo”. Y ya lo hemos perdido por dos veces. Lo sacrificamos ante el Alma cuando aún vivía Dios; y lo sustituimos por un Organismo, un Código, un Engranaje…, tras su muerte, cuando la Razón y la Virtud modernas volvieron a enturbiar la percepción de la tierra. El Funcionario nos hurtó el cuerpo antes de que aprendiésemos a usarlo (“el hombre común ignora hasta qué punto puede llegar el vicio de tener un cuerpo y servirse de ese cuerpo”), y demostró a la maquinaria capitalista que todavía era preferible una moralidad sin Dios –una moralidad atea, la más funesta de las moralidades, el último escondrijo de la Metafísica y la mejor garantía de la dominación burguesa.
Al enterrar el Cuerpo Sacrificado (cuerpo de la moral antigua: “En aquel tiempo, el alma miraba al cuerpo con desprecio; y ese desprecio era entonces lo más alto –el alma quería un cuerpo flaco, feo, famélico”), el Funcionario suspendía la exigencia, inaceptable para la sensibilidad ilustrada, de un Dios cruel, punitivo, torturante, y desplegaba en su lugar el nuevo Orden del Simulacro. Como impostura del cuerpo, el Organismo liberará así los flujos del deseo y los protegerá de la vigilancia residual del alma –impotente. Pero solo para someterlos a la tiranía de la nueva axiomática capitalista (“jamás el cuerpo es un organismo, los organismos son los enemigos del cuerpo”). Sancionaba con ello la transición del deseo detenido al deseo dirigido: “Al cuerpo humano se le ha obligado a comer, se le ha obligado a beber, para evitar que baile; se le ha obligado a fornicar con lo oculto, para dispensarle de exprimir y ajusticiar la vida oculta”. Contra la reconducción del deseo surgió entonces la rebeldía de los inmoralistas, la búsqueda difícil de la auténtica vida sensual –D. H. Lawrence: “Existe una enorme diferencia entre el ser sensual, auténtico, y la desvergüenza escandalosa de la mente liberada que tanto nos seduce”.
En el tiempo del Cuerpo Sustituido, apenas puede vislumbrarse el destino político del deseo descodificado. Pero hemos aprendido ya a intuir su peligrosidad inherente:

“¿Quién soy?
¿De dónde vengo?
Soy Antonin Artaud y si lo digo
como sé decirlo
inmediatamente veréis mi cuerpo actual
saltar en pedazos
y constituirse bajo diez mil aspectos
un cuerpo nuevo
por el que no podréis
olvidarme jamás”.

No imaginemos la liberación del deseo como instalación en la Era de la Fidelidad a la Tierra. Que nada en nuestro discurso recuerde el teleologismo del Gran Desenlace. Pensemos más bien la recuperación del cuerpo como proceso interminable de descodificación política del deseo, negación indefinida de los modelos coactivos de la moral burguesa y articulación fragmentaria de un nuevo tipo de subjetividad histórica. Valoremos asimismo la trasgresión de la Moral por el Libertino, su desaprobación radical de la felicidad del Funcionario, como declaración de guerra al pensamiento de la Repetición y a la sicología de la Repetición. Para los Defensores de la Tierra, “hacerse un cuerpo” (“el cuerpo se lo hace cada uno, o de lo contrario ni sirve ni se aguanta”) significará, pues, ensayar la diferencia existencial, anticipar la novedad subjetiva, promover la transformación social.
Ensayar la Diferencia, anticipar la Novedad, promover la Transformación… Quizás por eso, el Libertino busca la compañía de aquellos que, desde la periferia de la Razón y en medio de la noche de la Virtud, abandonan los caminos de los demás para enfrentarse a lo imposible de la Creación –un tránsito y un ocaso. De alguna forma, el Libertino contiene al Creador, encierra la condición de la Obra –la voluntad de hacerse un cuerpo. Nadie como Nietzsche ha sabido precisar la naturaleza de su “práctica social”, evitando cualquier confusión con las desahuciadas figuras del Predicador, el Profeta, el Caudillo o el Dirigente:

“¡Ved los buenos y los justos!
¿A quién es al que más odian?
Al que rompe sus tablas de valores, al quebrantador,
al infractor –pero ése es el creador.
¡Ved los creyentes de todas las creencias!
¿A quién es al que más odian?
Al que rompe sus tablas de valores, al quebrantador,
al infractor –pero ése es el creador.
Compañeros para su camino busca el creador,
y no cadáveres, ni tampoco rebaños de creyentes.
Compañeros en la creación busca el creador,
que escriban nuevos valores en tablas nuevas.
Compañeros busca el creador, que sepan afilar sus hoces.
Aniquiladores se les llamará,
y despreciadores del bien y del mal.
Pero son los cosechadores y los que celebran fiestas.
Compañeros en la creación busca Zaratustra,
compañeros en la recolección y en las fiestas busca Zaratustra:
¡qué tiene él que ver con rebaños y pastores y cadáveres!”.

El Funcionario se reproduce a lo largo de toda la cadena de Instituciones Sociales configuradas por el Capitalismo. Encuentra, sin embargo, en la Escuela un lugar privilegiado de emergencia y consolidación. La Escuela: producción del Funcionario a cargo del Funcionario por excelencia. O también: constitución del Funcionario por medio del funcionario mejor centrado sobre la impostura del Organismo.
“Una sola boca que habla y muchísimos oídos, con un número menor de manos que escriben: tal es el aparato académico exterior, tal es la máquina cultural puesta en funcionamiento. Por lo demás, aquel a quien pertenece esa boca está separado y es independiente de aquellos a quienes pertenecen los numerosos oídos; y esa doble autonomía se elogia entusiásticamente como libertad académica. Por otro lado, el profesor -para aumentar todavía más esa libertad- puede decir prácticamente lo que quiera, y el estudiante puede escuchar prácticamente lo que quiera: solo que, a respetuosa distancia, y con cierta actitud avisada de espectador, está el Estado, para recordar de vez en cuando que él es el objetivo, el fin y la suma de ese extraño procedimiento consistente en hablar y en escuchar”. El Estado como objetivo: la aceptación generalizada de la coacción estatal como propósito y la interiorización progresiva del principio de autoridad en que se funda como premisa… He aquí la finalidad más notoria del aparato educativo.
Y, al otro lado, el Estudiante, “un bárbaro que se cree libre”, algo menos que una víctima: “de hecho, tal como es, es inocente, tal como lo conocemos es una acusación callada pero terrible contra los culpables. Deberíamos entender el lenguaje secreto con que ese inocente vuelto culpable habla a sí mismo. Ninguno de los jóvenes mejor dotados de nuestro tiempo ha permanecido ajeno a esa necesidad incesante, debilitante, turbadora y enervante, de cultura. En la época en que es aparentemente la única persona libre en un mundo de empleados y servidores, paga esa grandiosa ilusión de la libertad con tormentos y dudas que se renuevan continuamente. Siente que no puede guiarse a sí mismo, que no puede ayudarse a sí mismo: se asoma entonces sin esperanzas al mundo cotidiano y al trabajo cotidiano. Lo rodea el ajetreo más trivial, y sus miembros se aflojan desmayadamente”. El Estudiante, una acusación callada pero terrible contra los culpables, atravesado por el deseo de saber, por la enervante necesidad de cultura, y arrojado por la máquina escolar -finalmente- al ajetreo más trivial, al mundo cotidiano (la familia) y al trabajo cotidiano (la producción)… Así resumía Nietzsche, en 1872, la operación policial sobre el deseo desplegada por la Escuela con el objeto de “formar lo antes posible empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional.” Operación que cabría definir también en estos términos: transformar el deseo de saber, de aprender, en necesidad de trabajar, en necesidad de desear trabajar; convertir el deseo de huir de la familia en necesidad de fundar una familia, y el deseo de independencia, de autonomía, de libertad, en necesidad de aceptar una autoridad, una regla, una disciplina.
Autoridad, Familia, Trabajo…: una vez más, la felicidad del Funcionario, el lamentable bienestar del autómata al que se garantiza un empleo bien retribuido para que perpetúe el infierno del hogar y reproduzca, de la mejor manera, el principio de obediencia y auto-constricción. Todo ello, por supuesto, en nombre de la Razón…
Y no pensemos que la influencia de la Escuela se agota en esa codificación extrema del deseo del estudiante. Al contrario, arranca de ahí para alcanzar, por la mediación de los saberes disciplinarios, el dominio de la familia, modelándolo según las expectativas de la nueva moralidad.

“Ustedes vienen para saber si los mediocres resultados de su hijo
son debidos a una tara hereditaria o si lo hace a propósito.
Pues bien, no es ni lo uno ni lo otro;
y si se confirma que los tests muestran un desnivel
entre sus capacidades y su rendimiento escolar,
precisamente por eso será necesario que me cuenten
cómo se comporta en la escuela y en casa,
cómo se lleva con sus hermanos y hermanas, con ustedes,
si tienen problemas familiares, cuáles son sus actitudes educativas…
Háblenme de su matrimonio, de sus discusiones, de sus infancias,
de sus relaciones con sus padres…
Díganme si les satisface su empleo, si saben qué hacer con su tiempo libre,
si disfrutan de una equilibrada vida social,
si son capaces de mantener la armonía en la familia…”.

De igual modo que el joven se ve dirigido hacia la figura represiva del Buen Estudiante, la familia padecerá la intromisión de los nuevos especialistas (pedagogos, sicólogos,…) en demanda de un clima ideal de convivencia: a saber, unos padres trabajadores, la proscripción de todos los vicios (“vicios son, nadie lo ignora, lo que se quiere”), una cotidianidad amable en la que la norma social apenas se discuta, la remisión permanente a la sexualidad domada y a la virtud laica del “hombre maduro”…
Para contrarrestar la efectividad coercitiva de esa reconducción del deseo (formación de la libido del buen alumno, formación de la libido trabajadora y familiarista), el Libertino huye de todos los púlpitos y evita la claudicación estúpida de todos los discípulos. Busca compañeros de viaje y emprende la Fuga –desguace de la Máquina. Para ello, persevera en el inmoralismo y cultiva la irresponsabilidad beligerante del saboteador sin escrúpulos. Desmontar la Máquina -familiar, escolar, laboral…- para descodificar el deseo y restablecer el sentido de la tierra; paralizar el Engranaje para que, de la ruina del Organismo, surja la posibilidad de una oscura recuperación del cuerpo: ese es el viaje al que nos invitan los Inmoralistas de nuestro tiempo, ese es el viaje que más teme el Funcionario –porque adivina en él la demencia que habría que inocularle. “Inocencia y olvido, un nuevo comienzo, una rueda que se mueve por sí misma, un primer paso, un inquietante decir Sí”.

[Texto extraído, con pequeños retoques, de “El irresponsable”, La linterna sorda, Madrid, 2016]

El audio mencionado, en torno al ensueño de la deserción:
https://anchor.fm/pedro-garcia-olivo/episodes/El-ensueo-de-la-Desercin–Necesidad-de-la-palabra-para-poder-callar-e17ni8u

Pedro García Olivo
Alto Juliana, Aldea Sesga, Ademuz, Valencia, 22 de setiembre de 2021

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CUOTA DE «LIBERTAD» EN EL OCIO PARA REFORZAR LA JAULA ESCOLAR Y LABORAL

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TE CONCEDEMOS UNA CUOTA DE «LIBERTAD» EN EL OCIO PARA DEJARTE LUEGO, DESAHOGADO, EN LA REFORZADA JAULA ESCOLAR Y LABORAL

El «policía de sí mismo» característico de las sociedades democrático-fascistas está dejando paso al Ciudadano-Robot. El policía de sí se reprimía sin cesar desde la base se su consciencia, que era fabricada de una forma biopolítica ya antigua.

El Robot contemporáneo obedece a una biopolítica actualizada: sigue a su consciencia, pero esta salta constantemente de un término a otro. Ahora las mascarillas aún no, ahora sí y siempre, ahora estos cierres y ahora estas aperturas, ahora así tienes que vivir en tu localidad y esto es lo que pudes hacer, después de ahora tienes que vivir de otro modo en tu
pueblo y son otras las cosas que se te permiten…

El Policía de Sí Mismo tenía una constancia en su obediencia, y eso lo hacía menos temible. Porque el Robot carece ya de esa regularidad: se codifica, se descodifica y se recodifica; se programa, se desprograma y se reprograma. No tiene un ancla en su ser, aunque aparece como una apoteosis de la aquiescencia.

El Capitalismo Vírico está propiciando este tránsito desde el Plicía de Sí Mismo al Ciudadano-Robot. Por miedo a un virus al que se le abrieron las puertas, útil para el Capitalismo Necrófago en la medida en que lo libraba de estorbosos ancianos, indigentes, inmigrantes precarios, etc., las poblaciones terminaron aceptando su robotización metódica.

Y la Escuela se ha sumado con entusiasmo a este programa socio-eutanásico y robotizador. Siempre exhibió una gran capacidad para reproducir el Sistema Capitalista en cada una de sus fases de desarrollo… Ahora coadyuva a la forja del Ciudadano-Robot mediante su transfiguración telemática, virtual, digital.

De esto quiero hablar el día 15 de mayo, en Barcelona, en el seno del Festival organizado por Basket Beat: «Reinvenciones perversas de la Escuela. Reformismo pedagógico progresista y paulatina robotización de la sociedad».

Se ha iniciado una ofensiva para robar a los disidentes la palabra «libertad». Ahora resulta que son libres aquellos a los que un amo astuto les alarga la cuerda del ocio. Y disfrutan y disfrutan, un poco antes de retornar a sus jaulas escolares y laborales, que quedaron reforzadas. «No porque se le dé más cuerda al perro, deja este de estar atado», dice un refrán popular aragonés. Fuera de las meditadas intoxicaciones léxicas y de los reclutamientos demo-despóticos del lenguaje, «libertad», en mi opinión, quiere decir «estar a salvo del trabajo en dependencia y de todas las liturgias del voto». Los pocos «libres» que en el mundo son ni trabajan para otro ni votan. Esa bella insubordinación contra el principio de realidad de la sociedad mercantil-estatal se da aún en los márgenes.

https://t.co/EjT7QQ26bS https://t.co/RQNct4yvpm
(https://twitter.com/fabraicoats_fic/status/1384478766643044354?s=03)

Alto Juliana, Aldea Sesga, donde los árboles, las plantas y la fauna

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EL JUEGO RECLUTADO. «¡Jugad, jugad, reclusos!» en vídeo y PDF

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¡JUGAD, JUGAD, RECLUSOS! en vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=Hji14pBAbMA

En PDF: https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2021/04/jugad-jugad-reclusos.pdf

Sobre la destrucción mercantil, administrativa y escolar del Juego Libre

Por Pedro García Olivo

1. ¿QUÉ ES EL JUEGO LIBRE? DIFERENCIAS CON EL JUEGO REPRODUCTIVO

1.1. Juego Libre

El lenguaje, ciertamente, «nos habla»… Cuando proferimos la palabra «juego» somos llevados inmediatamente a un ámbito de reflexión y de conversación ya acotado, delimitado de antemano, sin que se nos conceda la posibilidad de cuestionarlo o de idear otro. Y es que aceptamos acríticamente la noción convencional de «juego», sin reparar en los intereses que acompañaron su génesis: ¿Por qué reunir bajo ese concepto actividades y disposiciones tan heterogéneas? ¿Por qué decimos que esto sí entra en la categoría de «juego» y aquello no, aunque desde algún punto de vista se le asemeje? ¿Por qué decimos que esto y aquello son «juegos» a pesar de todo cuanto los separa y distingue? Evidentemente toda selección, lo mismo que toda clasificación, es en cierto sentido «arbitraria», socio-culturalmente determinada y, respondiendo a estrategias tácitas o manifiestas, induce efectos de poder…

Quiero denunciar la calculada «heterogeneidad» de los elementos que nuestra lógica lingüística aglutina en la categoría única e indiscutida de «juego». Ello me obligará a resignificar un concepto, a inventar un recurso terminológico que dibuje una línea de demarcación en el interesado «cajón de sastre» de los juegos: es la noción de «juego antipedagógico y desistematizador» o, desplazando los acentos, «juego libre»…

Obviamente, una cosa es «jugar» al ajedrez contra un rival, en esa apoteosis de la competencia y bajo el mandato de reglas muy estrictas; y otra construir de forma espontánea un castillo de arena a la orilla del mar, cooperando con un amiguito… Una cosa es dramatizar siguiendo papeles dictados, memorizados, bajo la mirada inquisitiva de un «director»; y otra jugar a los personajes, improvisando roles, sin supervisión de nadie… Una cosa es «jugar» con el auto teledirigido comprado por Navidad; y otra «jugar» a inventarse coches con botellas de plástico, palos y tapones a fin de regalarlos… Son tan grandes las diferencias estructurales entre unos llamados «juegos» y otros que cabe sospechar un fallo o un fraude en el proceso de génesis del concepto. Se hubiera podido esperar dos o tres acuñaciones terminológicas distintas, ya que las actividades reunidas se contraponen en aspectos decisivos.

En pocas palabras: se ha querido «diluir» (en el conjunto, en la amalgama) la especificidad de un tipo de juego potencialmente «subversivo», «crítico», «desestabilizador» —lo que llamo «juego libre»… Ubicándolo al lado de los juegos de obediencia, de los juegos reglados, de los juegos competitivos y «adaptativos», de los juegos sujetos a una mirada adulta o a una planificación institucional, se ha logrado que su bella irreverencia pase desapercibida a no pocos analistas; se ha conseguido desviar, de su obstinada disidencia y de su alegre rebeldía, el foco de atención…

Llamo «juego libre» a aquel que acontece sin normativa identificadora, sin «reglas» formales, sin competencia, sin triunfo y sin derrota, sin rédito material o simbólico, preferiblemente sin exigir un «juguete» adquirido en el mercado, desconocedor de todo ámbito institucional, sin dirección o supervisión externa, abierto a la espontaneidad, a la creatividad, a la cooperación entre los participantes… Así enunciado, parece muy exigente; sin embargo, esta clase de juego aflora constantemente, cuando el niño está solo y cuando se reúne con sus amigos. Es el tipo de juego al que el menor se entrega primero, desde su más temprana edad y antes de que los adultos pretendan «redireccionar» su actividad espontánea.

Las manifestaciones empíricas del juego libre son infinitas. Y empiezan en los primeros años, cuando los infantes están todavía a salvo de la forma de servidumbre inducida por la lógica del «juguete» y excitada por el conocimiento de los juegos tradicionales, de los juegos ya dados. Entonces, el niño juega con cualquier cosa y juega de cualquier manera. A cubierto del juguete y del juego instituido, históricamente forjado, tampoco puede afectarle la figura del «supervisor» o «conductor» de la actividad lúdica. Ayuno de reglas, de patrones, de instrucciones, sin «asesores» o «ayudantes» que lo distraigan y condicionen, el niño, bajo la mirada complaciente de su propia libertad, no cesa de jugar…

Cuando una persona se entrega al juego libre, no sabemos muy bien qué es lo que está haciendo. Pero sí comprendemos lo que «no» hace, por lo que podemos caracterizar esa actividad en términos negativos: desinteresado en grado extremo, el jugador no persigue una rentabilidad material o simbólica. Deja a un lado, pues, toda la órbita de la racionalidad económica, que tiene que ver con la ganancia, los trabajos, el mercado… Por otra parte, en gran medida aislado de la normatividad y de sus escenarios, al practicante del juego libre no se le exige obediencia o comportamiento aquiescente y aprobador; y tampoco se le suministran incentivos para sojuzgar a nadie, para influir deliberadamente en la conducta de los otros. De este modo, escapa asimismo de la vieja razón política. Ya que su proceder no responde a la racionalidad estratégica, bajo ninguna de sus modalidades, cabría suponerle una índole a-racional o deberíamos elaborar, a propósito, la noción deconstructiva y paradojal de una «racionalidad lúdica». Por último, y también en función de ese carácter no instrumental, dota al protagonista del juego de una coraza anti-pedagógica y de-sistematizadora. Se trata, pues, de un juego que respeta al máximo la iniciativa personal del sujeto y en el que este puede manifestar ampliamente su espontaneidad, su creatividad, su imaginación, su fantasía…

Ya que el juego libre, en cierto sentido, «no se ve» (vemos, eso sí, personas en una muy concreta interacción), pues carece de «estructura», de «forma», de «regularidad», situándose en las antípodas de los juegos reglados y de las dramatizaciones con guión, casi podríamos concebirlo como la plasmación de una «actitud»: actitud no-productiva, anti-política, creativa, insubordinada… Correspondería también a esa «actitud», circunstancia no menor, abocar a la cooperación, a la «fraternidad», a la ayuda mutua y a la colaboración entre iguales. Se distingue así, diametralmente, de los «juegos deportivos» modernos, cuya crítica pionera fue desarrollada por J. Ellul, entre otros: individualismo competitivo que contempla al «partenaire» como mero rival, máximo sometimiento a reglas, dependencia absoluta de la institución y atención preferente al mercado, asunción de una ética heterónoma y postergación de la creatividad personal…

De la mano de J. Huizinga, historiador que anega el juego libre en el conjunto indistinto de las actividades lúdicas, sin remarcar su singularidad y sus implicaciones, podemos recapitular, en estos términos, sus rasgos más visibles: actividad libre, que puede resolverse a modo de «representación» improvisada (juegos «como si»); que se desarrolla bajo una inapelable «seriedad» (tensión, concentración, apasionamiento), pero también, y al mismo tiempo, en un ambiente festivo, placentero, lleno de motivos para la satisfacción y la alegría; que manifiesta un muy neto «desinterés» y una finalidad intrínseca, centrada sobre sí misma; que expresa una consciencia nítida de constituir una «fuga» o una «huida» de la «vida corriente» y de la «realidad establecida» (un paréntesis, una interrupción en el tedioso discurrir de la cotidianidad organizada); que tiende a crear vínculos y camaraderías entre los participantes, sabedores de que comparten una experiencia imprescindible, «necesaria», de extrema importancia, casi sagrada; y que queda envuelta siempre en una aureola de «misterio», de «enigma», de indeterminación…

Separándome, en este punto, de J. Huzinga, quiero hablar ahora de los aspectos menos visibles del «juego libre», rasgos que, en mi opinión, apuntan a la anti-pedagogía y a la desistematización…

Cabe la posibilidad de que la disposición lúdica sea la actitud inmediata del ser humano, allí donde no se han establecido relaciones de coerción política y de subordinación económica. Las gentes, cuando no están inscritas en órdenes de dominación política o en ámbitos de subalternidad económica, impelidas a dejarse oprimir y explotar para asegurar su subsistencia, en ese ambiente que puede antojársenos «ideal», solo tienen una cosa que hacer, más allá de garantizar la autoconservación: entregarse al «juego libre», en el sentido en el que lo estoy determinando. Es eso lo que hacen los niños aún antes de alcanzar su primer año de edad; es lo que harán después, desde que se despierten en la mañana…

Donde la coerción económica y la fractura social no se conocían, y mientras nada hacía presagiar la generalización de «homo aeconomicus» como forma hegemónica de subjetividad, de mil maneras se evidenció esa disposición lúdica de las personas incluso a la hora de buscarse las fuentes de subsistencia. P. Clastres lo ilustró para el caso de algunas etnias llamadas «primitivas» del subcontinente americano: pasaron del nomadismo y la recolección a la vida sedentaria y a la agricultura, pero, cuando comprobaron que, por cambios decisivos en las circunstancias de la región, podían vivir invirtiendo menos tiempo en la consecución de los alimentos, sorteando los esfuerzos requeridos por la agricultura (es decir, cuando comprendieron que de nuevo les cabía subsistir a la antigua usanza, al modo de sus antepasados), ante esa certeza afortunada y bajo un consenso absoluto, regresaron dichosos a la vida errante y a la actividad recolectora, abandonando las casas y los campos de cultivo. Bajo la recolección y el nomadismo, la disposición lúdica brilla especialmente… También en esa línea se explica el tenaz desinterés de determinadas comunidades indígenas por la acumulación, por el excedente y por el comercio: se contentan con cosechar lo que necesitan para alimentarse. Y es proverbial el gusto de los pueblos nómadas por «la vida al día», sin cálculo, previsión ni atesoramiento. Por último, está en el talante de muchos individuos contemporáneos una suerte de incapacidad caracteriológica para arrinconar la disposición lúdica y, por ejemplo, dejarse sepultar en un empleo, comportándose como meros «hombres económicos» (pensando, entonces, en el salario, el ahorro, el consumo, la inversión, la ganancia…). Estos seres las más de las veces hollarán la sugerente senda del «trabajo mínimo», o buscarán otras vías, sin duda arriesgadas, para escapar del salario y desatar su potencial de existencia lúdica.

Estamos tan intoxicados por la racionalidad estratégica, que nos dejamos embaucar por la demagogia política más extendida, de raíz decimonónica, y terminamos aceptando una patraña: que la economía y el poder manifiesto, la producción y la gobernabilidad, son los verdaderos pilares de la existencia humana… A lo sumo, para los “huecos”, para los “intersticios” que se abrían entre los tiempos de la servidumbre laboral y de la obediencia política, admitimos el campo (menor, secundario, accesorio) del “juego”. La responsabilidad del marxismo en esta idolatría de la Producción y del Estado es inmensa, como denunciara en su día J. Baudrillard (El espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico). Pero cabe invertir, exactamente, los datos del problema: sobre el suelo de la potencialidad lúdica del ser humano, mediante la violencia y la coacción, se implantó el infierno de la racionalidad productivista y burocrática.

“El niño gitano aprende jugando en el trabajo”, decía J. M. Montoya; y me ha gustado recordarlo cientos de veces. Quería decir que hay en su pueblo, o que había, una forma de jugar que está mezclada con el aprender sin escuela y con el trabajo no alienado, el trabajo autónomo. Lo que quería significar, y esto vale para todas las formaciones socio-culturales que mejor se han resguardado del Capitalismo, es que el juego está en todas partes y que lo lúdico es, en algún sentido, enemigo de aquello que no es el trabajo libre (sino que aparece como trabajo esclavo, en dependencia) y enemigo del aprendizaje que no es el aprendizaje natural, informal, comunitario (porque deviene aprendizaje en la Escuela). Cabría admitir, entonces, que en lo lúdico late una instancia negadora del empleo y de las aulas, un principio de derrocamiento de la majestad del salario y de la soberbia de la educación administrada… He podido percibir esa secuencia en los entornos rural-marginales que habité y, en la medida en que se me permitió acercarme, en los ámbitos indígenas menos mixtificados por la globalización capitalista. Es la sensación de que, allí donde la autoconservación no supone extracción de la plusvalía y donde la educación no murió en la Escuela, y tanto aquella labor como este aprender pasan naturalmente, por así decirlo, a los pulmones, el juego también se “respira”; y, de un modo completamente espontáneo, no reglado, se disuelve en esas esferas. Y entonces vemos niños que se supone que están trabajando; pero no están trabajando, que están jugando. Que se supone que están jugando y no están solo jugando, porque también están aprendiendo.

1.2. Juego Reproductivo

Para identificar, con toda precisión, el tipo de juego que cabe caracterizar como “reproductivo”, sobra con ojear la producción científica en torno al asunto. En las obras de los psicólogos, de los sociólogos, de los historiadores, de los investigadores académicos en general, se dibuja una interpretación del juego y de sus “bondades” que subraya su funcionalidad de cara a la adaptación social satisfactoria de los menores. El juego sería como una “herramienta” imprescindible para el desarrollo psicológico, cognoscitivo y socio-cultural de los niños… Propendería, de algún modo, la aceptación del mundo que le sirve de contexto, la asunción del orden social bajo el que se despliega. A este respecto, cabría retomar la crítica de J. Ellul a los planteamientos de M. Montessori: ¿Qué hay de “positivo” en una instancia (la Escuela, lo mismo que la actividad lúdica reproductiva) encaminada a facilitar la “integración” de la población, procurando hacer más dichosas, más felices, a unas gentes que, si atendemos a los rasgos objetivos de la sociedad en que se desenvuelven (injusta, opresiva, destructora), deberían sufrir intensamente, hundiéndose en el desasosiego y en la negatividad? No solo se asiste a un “avance” de la ciencia contra el “juego libre”, procurando limar sus aristas críticas; también se invita a los adultos, a los terapéutas, a los padres, a los hermanos mayores en ocasiones, a intervenir en la esfera lúdica reglada, siguiendo las pautas de los científicos…

En razón de esta connivencia profunda, y como señalara en su día J. Huizinga, las sucesivas interpretaciones sobre el juego, emanadas desde el campo científico, pueden perfectamente sumarse las unas a las otras, insertándose en una lectura superior abarcadora. Esta índole complementaria de las aproximaciones académicas a la dimensión lúdica queda muy bien reflejada en la panorámica que nos ofrece A. Cabrera Angulo. No solo cabe conciliar perfectamente las distintas perspectivas, sino que, en determinados aspectos, llegan a solaparse, a superponerse:

“El foco de atención se ha centrado en cuatro funciones del juego: 1) las intrapersonales (capacitación personal para el desenvolvimiento social, desarrollo cognoscitivo de la propia individualidad, ejercitación de las facultades de exploración y comprensión del mundo, adiestramiento en el dominio de conflictos, satisfacción de deseos…); 2) las biológicas (desarrollar habilidades básicas necesarias, liberar energía excesiva, relajarse, estimulación cinestética, ejercitar físicamente el organismo); 3) las interpersonales (desarrollo de las habilidades sociales y separación e individuación ante los grupos); 4) las socioculturales (imitación de papeles sociales, asunción de roles, reproducción de los caracteres sociales dominantes)”.

Y las teorías psicoanalíticas, desde S. Freud, enfatizarán el papel del juego en el desarrollo emocional del niño. El juego aparecerá siempre como un “medio de expresión”, ya de necesidades, ya de instintos, ya de deseos inconscientes, ya de conflictos emocionales; actuará como una herramienta casi “reparadora” de crisis e inestabilidades psíquicas (función catártica), al tiempo que suscitaría una aproximación experimental al orden social vigente. Esta orientación, con gran predicamento en la década de los ochenta (investigaciones de Neubauer, Moran, Arlow, Cohen, Gavshon, Ostow, Solnit, Laub, etcétera), suele resolverse en un conjunto de “recomendaciones” a los padres, a quienes se asigna un cometido doble: la “mediación” en los juegos y el establecimiento de “límites” —restricciones estimadas imprescindibles para el desarrollo de las capacidades adaptativas de los niños.

Desde la teoría de la comunicación, G. Batenson, a mitad de siglo, recalcará la índole “paradójica” del juego: los niños elaboran primero los marcos y contextos del juego, para evidenciar que los participantes ingresan en un mundo “no real”, en el que solo serán admitidas determinadas conductas; a partir de ahí, se esfuerzan por “hacer creer”, por conferir verosimilitud a cuanto acontece, en un acto de comunicación a varios niveles que les permite descubrir y vigilar sus propias identidades, acceder a los caracteres de los otros jugadores, comprender el significado real de los objetos y de los actos involucrados en la ficción lúdica. Desde 1955, y en parte por la influencia de los escritos de Batenson, ha ido creciendo el interés por los aspectos comunicativos y metacomunicativos del juego.

Corresponderá a la perspectiva neoconductista, en el marco de una atención prioritaria a las utilidades del juego para el desarrollo social, apelar directamente al papel de los padres, de los maestros, de los adultos en general, en el estímulo y en la expansión de las tan “benéficas” actividades lúdicas. Como, desde este punto de vista, el juego enseña a los niños habilidades sociales necesarias y les proporciona competencias y conocimientos sociales asimismo imprescindibles; como las actitudes y capacidades requeridas y desarrolladas por el juego —no menos que los roles que en él asumen los participantes— se erigen en “facilitadores” del desarrollo social; toda una hueste de investigadores nos hablará sin descanso de los modos y ventajas de aquella aplicación de los adultos (madres, padres, hermanos mayores, familiares, amigos, maestros) en la esfera lúdica. Será el caso de autores como Radke-Yarrow, Bandura, Skinner, Hoffman, Copple, Siegel y Saunders, etcétera.

Muy considerable ha sido la influencia de las teorías cognoscitivas a la hora de interpretar el juego. J. Piaget, por un lado, y L. S. Vygotski, por otro, aparecen como autores de referencia en esta línea de investigación. Para Piaget, los niños atraviesan diferentes etapas cognoscitivas hasta alcanzar los procesos de pensamiento propios de los adultos. A cada nivel de desarrollo corresponde un tipo de juego, de experiencia lúdica. Con este esquema evolutivo, J. Piaget inserta el asunto del juego en su teoría general. Para él, los actos biológicos son procesos de adaptación al ambiente físico y a las organizaciones del medio. Como, en su opinión, la mente y el cuerpo no funcionan de forma independiente, la actividad mental estaría sujeta a las mismas leyes que rigen, en general, la actividad biológica. Por ello, los actos cognoscitivos pueden contemplarse como actos de organización y adaptación al medio; y es en este contexto en el que cobra importancia el juego. Sin romper de un modo rotundo con la teoría general de J. Piaget, la llamada “escuela soviética”, con L. S. Vygotski en primera línea, sí introduce algunas correcciones y matizaciones decisivas. El juego se percibe como un fenómeno de tipo social, cuya comprensión debe rebasar el ámbito de los instintos y de las pulsiones internas e individuales. A través del juego, entonces, el niño, así como interacciona con otras personas, adquiriendo roles o papeles sociales, lo hace con la cultura en su conjunto.

Alrededor de estas cuatro grandes corrientes interpretativas del juego (psicoanalítica, comunicativa, neoconductista y cognoscitiva), que, como hemos visto, se complementan en muchos aspectos y resultan hasta cierto punto conciliables, encontramos un sinfín de teorías mixtas y algunos planteamientos en cierto sentido “singulares”, cuya revisión acentúa aquella sensación de un gran consenso de fondo, de un gran acuerdo en la dirección de un concepto “reproductivo” de la actividad lúdica.

Siguiendo los postulados de Darwin, Karl Groos (1902) atendió al juego como preparación para la vida adulta y la supervivencia (“tesis de la anticipación funcional”). En 1855, Spencer relaciona el juego con el “exceso de energía”. En 1904, Hall propuso una curiosa teoría “evolucionista”: el niño, desde que nace, va realizando a través de sus juegos una suerte de “recapitulación” de la historia natural de la especie humana (un animal, al principio; luego, un salvaje; un civilizado, finalmente). En 1935, Buytendijk contradice a Groos y se representa el juego como una plasmación de características propias y distintivas de la infancia, muy diferentes de las que se manifiestan en la edad adulta. Por las mismas fechas, Bühler sitúa en el placer la esencia del juego. En 1980, Elkonin, representante de la “escuela soviética”, remarca que en la acción lúdica el niño pretende resolver deseos insatisfechos mediante la creación de una situación fingida. En el juego, actividad fundamentalmente social, el niño se conoce a sí mismo y a los demás. Un año después, Smith y Robert presentan la “teoría de la enculturación”. Bronfenbrenner, con su “teoría ecológica”, describe los diferentes niveles ambientales o sistemas que condicionan el juego. Winnicott nos habla de la “seriedad” de los niños al jugar, de los “objetos transicionales”, de cómo mediante la actividad lúdica el niño se va separando de la madre y adquiriendo conciencia de su propia capacidad de creación autónoma y de control de la realidad. G. Mead analiza el juego como una de las condiciones sociales en las que emerge el “Sé” y empieza asimismo a definirse el concepto del “Otro”. Etcétera.

Un caso paradigmático de la neutralización teórico-política del juego lo constituye “Homo ludens”, de J. Huizinga. Este reclutamiento “reproductor” de la actividad lúdica no es incompatible con la circunstancia de conferirle un protagonismo inmenso en la esfera de la cultura y hasta la más soberbia de las centralidades en una postulada “esencia” de lo humano. La definición de “juego” propuesta por este autor, que pretende incluir todas las modalidades de lo lúdico, se halla interesadamente volcada sobre el juego reglado, el menos libre de los juegos; y puede por ello privilegiar la “competencia” como uno de sus rasgos fundamentales. En Huizinga, el juego es a-lógico, a-económico y a-político, en cierto sentido; pero, a pesar de ello, ya no conserva ningún aspecto inquietante, denegador, subversivo: antes al contrario, estando en la base de la cultura, se halla también vinculado, por ejemplo, al derecho, a la guerra, a la ciencia, a lo sacro, al arte…

2. EL COMBATE CONTRA EL JUEGO LIBRE. LA «AVANZADA» DE LA ECONOMÍA, LA POLÍTICA Y LA CIENCIA SOBRE LA ESFERA LÚDICA

2.1. La triple ofensiva

¿Por qué hablo de “defensa” de una Razón lúdica sustancialmente subversiva? Porque hay fuerzas que operan en sentido contrario y quisieran llevar lo lúdico al lugar de la reproducción social, a los enclaves de la perpetuación del Capitalismo. Son el mercado, el poder y la ciencia; y, por debajo de estas tres instancia, la pedagogía: pedagogía de mercado, pedagogía para la adaptación y la inclusión socio-políticas, pedagogía avalada por la ciencia más acomodaticia…

Siendo difícil y acaso innecesario “definir” el juego (“toda definición es una cárcel”, se ha dicho), sí cabe, tras caracterizarlo, denunciar qué es lo que se hace con él. En concreto, denunciar los mencionados tres avances sobre el juego: el mercado arrastró el juego al terreno del “juguete”, y creó una industria alrededor; el poder se acercó al juego para utilizarlo en función de intereses concretos, ya fueran conservadores o transformadores, y generó juegos fascistas, juegos comunistas, juegos democráticos; la ciencia empezó a hablar del juego para instalar también esa actividad, esa afición, ese proceso, en su campo específico —la “investigación”, ideológicamente orientada y bajo regulación política—, auto-glorificándose de paso y legitimando, como acostumbra, el status quo.

El resultado de esta triple acometida ha sido, o está siendo, una reducción progresiva de las ocasiones para el juego libre, que se verá literalmente “arrinconado”; una producción masiva de juegos y juguetes estrictamente “reclutados”, adaptativos, justificadores de los modelos sociales y de las formas políticas establecidas (pensemos, por ejemplo, en la difusión mundial del “Monopoly” o en el éxito incontenible de los actuales videojuegos competitivos o agonales); y una cancelación del protagonismo tradicional del jugador en la dinámica lúdica, pues, de un tiempo a esta parte, el papel determinante recaerá en el ingeniero, en el diseñador, en el político, en el legislador, en el educador, en el animador y, en la base de todo, en el pedagogo.

2.2. Acometida del mercado y del poder político, armada de pedagogía

Especializada en la reforma moral de la infancia y de la juventud, poderoso agente subjetivizador, la pedagogía, sirviendo al mercado, al poder y a la ciencia, encerrará el juego en su esfera propia, que es por un lado el niño y por otro la educación administrada. Tomará la palabra sin descanso, pues sabido es que del juego no hablan nunca los jugadores, no hablan los niños. Sobre el juego hablan, en primer lugar, aquellos “profesionales” que han encontrado ahí un medio de vida, personas que se dedican a “hacer jugar”, a reeditar el juego, a inculcarle valores “educativos”, etcétera. Del juego hablan, ante todo, los pedagogos… Y a nadie escapa la iniquidad de sus fines: adoctrinamiento difuso, diseño de la personalidad de los ciudadanos…

Donde aún quedaba una actitud lúdica vinculada a la reproducción social, el Capitalismo la atacó: quiso llevar el juego al mismo terreno que llevó la tierra. Y así como llevó esta al mercado, creando “propiedades privadas”, y también a la política, instituyendo circunscripciones, jurisdicciones, Estados; del mismo modo arrastró el juego al mercado (generando la industria de los juguetes, la industria del ocio, la industria de la recreación) y, paralelamente, a la política, donde, armado de pedagogía, será utilizado para fines de gestión de las poblaciones. La “historia del juguete” ilustra perfectamente este aspecto, registrando una suerte de “pulso” entre los juguetes artesanales y populares, confeccionados muy a menudo por los propios niños, que escapaban admirablemente de las garras del comercio y que acompañaron a la razón lúdica a lo largo de todos los tiempos, y esos otros juguetes más sofisticados, dotados de elementos mecánicos en ocasiones, que circulan por ambientes aristocráticos y no son inmunes a las mordidas del mercado. A partir de la Revolución Industrial, el pulso se decide en el sentido más nefasto, con la invasión de los juguetes industriales, primero de hojalata, luego eléctricos, después de plástico y hoy de índole telemática y digital. Masificados, testimonian también su apresamiento político-pedagógico bajo el Capitalismo con la explosión de los “juguetes educativos”…

Mención especial merece, en efecto, el llamado “juguete educativo”. En él se mezclan y confunden las dos instancias principales de corrupción del juego libre: el mercado, puesto que este juguete se compra y exige por tanto la venta de la capacidad de trabajo del adquiriente, y el poder, ya que lleva incorporada precisamente la pedagogía como un medio de domesticación social, de inculcación de determinados valores. Y ha habido juguetes que educaban en el cristianismo, otros que formaban para el fascismo, algunos ideados para “conscienciar” al estilo comunista, muchísimos hoy para la propagación de la democracia y el ciudadanismo universal… Recuerdo, a propósito, un “pequeño poema en prosa” de J. Baudelaire, titulado “El juguete del pobre”. Me permito recrearlo… Un niño encuentra una rata, quizás enferma. Se apiada de ella. Le prepara una jaula. Le pone comida, le pone agua y la lleva consigo a todas partes. Juega con ella, la acaricia, la toca, la mueve, la estimula… Se para un día, con su mascota, ante la verja de la casa de un niño rico, que debe tener muchos juguetes de esos que se compran, de esos que se dicen “educativos”. Y el niño rico se queda asombrado ante el juguete del pobre: “¿Qué es eso? ¿Cómo lo conseguiste? ¿Me lo dejas?”. Y el niño pobre sonríe porque sabe que el rico nunca podrá acceder a ese género de juguetes… La rata es aquí “el juguete del pobre”, porque los niños pueden jugar con cualquier cosa, todo puede ser en su imaginación una herramienta para lo lúdico. Pero el “juguete educativo” constituye una perversión lanzada por los adultos sobre el mundo de los menores…

El Capitalismo sorprendió un peligro, una fuente de inquietud, en el juego genuino, indomable; y lo atacó con todas sus fuerzas. Porque persistía el juego libre, se daba un componente lúdico en las maneras en que las gentes se procuraban los medios de subsistencia, ya mediante sus parcelas familiares, ya recurriendo al cultivo cooperativo, ya a través de la recolección… Era lúdica la disposición con que se afrontaba dicha tarea, que no se sentía como molestia ni como oprobio y de la que dependía la reproducción del grupo familiar, del clan, de la tribu. Nada parecido a lo que ocurriría más tarde con la generalización del salario… El Capitalismo prácticamente universalizó la propiedad privada y el trabajo remunerado; y, desde entonces ya no hay alegría, no hay disfrute, en la forma que tienen los obreros de acercarse a la fábrica o los campesinos de acudir a la finca donde laburan a cambio de un jornal. A partir de ahí, la labor de la sobrevivencia, que incluye todo lo necesario para mantenerse y para conservar la salud, deja de ser placentera, deja de ser lúdica. Y es que el juego libre, el juego genuino, siempre fue sentido por el Capital como un enemigo: para nada le servía la estampa de un gitano cantando mientras recolecta, o la labor de una campesina que se engalana, se arregla, se pinta, se pone sus mejores ropas para ir al huerto o a la milpa, donde la espera la Madre Tierra… La racionalidad lúdica que asiste a esas dos escenas atenta contra la esencia misma de la formación social capitalista…

2.3. La avanzada de la Ciencia

El saber es poder”, se dice sin cesar… Y, desde su refundación moderna, la Ciencia se ha plegado a los objetivos de la política. Hasta tal punto es así, que hoy nos hallamos literalmente saturados por una sobreproducción científico-política tendente a optimizar el rendimiento psicológico e ideológico del “juego reproductor”. Toda una publicística entusiástica se está dedicando a “cantar” las excelencias del juego (reglado, competitivo, servil, en la mayoría de los casos) y sus magníficos aportes a la “seguridad democrática”, a la “convivencia nacional”, a la “salud de las sociedades”, al “proyecto revolucionario”, etcétera. Aunque esta apologética burda del juego esclavo y esclavizante puede orientar su afán legitimador en muy diversas direcciones (desde el fascismo hasta el comunismo, pasando por todas las variantes cosméticas del liberalismo), se percibe hoy cierta hegemonía de las tendencias de filiación socialdemócrata, “reformistas” o “progresistas”, en la línea del Estado Social de Derecho. Como botón de muestra, podemos citar “Dimensión política del deporte y la recreación”, artículo de A. Córdoba Obando. Para este autor, “el deporte y la recreación son dispositivos que contribuyen a la consolidación de la seguridad democrática”. Elaborado desde la perspectiva de la gestión pública municipal (es decir, desde la Administración), el texto constituye casi una compilación de los “conceptos-fetiche”, de los eslóganes, de los eufemismos enmascaradores y de los tecnicismos ideológicos sobre los que se levanta la mitificación “social-reformista” del juego no-libre: “seguridad democrática”, “participación ciudadana”, “convivencia”, “progreso”, “diálogo interdisciplinar”, “DDHH”, “gasto público social”, “responsabilidad del Estado”, “equidad”, “inclusión social”, “desarrollo humano integral”, “poblaciones en condiciones de vulnerabilidad”, “universalidad de los derechos”, “incorporación de la población”, “soberanía popular”, “cumplimiento de una función pública”, “ejercicio de ciudadanía emancipada”, “recuperación y resignificación del espacio público”, “identificación y análisis de los actores sociales”, “diseño de estrategias comunitarias y pedagógicas”, “formación de ciudadanía”, “comunicación pública”, “corresponsabilidad”, “trasparencia”, “control social”, “cultura democrática”, “empoderamiento ciudadano”, “fortalecimiento del tejido social”, “gobernabilidad democrática”, “formación ética del profesional para la gestión”, “la Universidad como productora de conocimiento y como formadora de agentes transformadores sociales”, “valores humanos”, “sociedad compleja y en crisis”, “interinstitucionalidad”, “intersectorialidad”,… Articulando todos esos engendros terminológicos, al modo estándar del ciudadanismo bienestarista, el autor alcanza la conclusión más tópica: el deporte y la recreación representan “una inmensa riqueza para la salud de las sociedades, para la sobrevivencia de la especie humana, para la sostenibilidad, para la equidad y para la paz mundial”. Particularmente, se insiste en que contribuirían a “disminuir los niveles de inequidad y exclusión social en nuestra sociedad”. El juego, pues, al servicio de la democracia liberal…

Pero no es muy distinto el estilo de las racionalizaciones socialistas del juego servil. A la lumbre del proyecto bolivariano, autores como A. Reyes debaten para convertir la recreación, valorada en tanto “patrimonio cultural universal e intangible”, en herramienta para la conscienciación política, la profundización de la democracia y la transformación social. Admiten que el juego ha sido mercantilizado, objeto de planificación y programación política represiva, pero solo quieren ver ahí “la huella de la neocolonialidad”. Y surge así una esfera lúdica tentativamente al servicio de una modalidad latinoamericana del “Estado del Bienestar”… Véase, por ejemplo, “Cultura de la Recreación, Democracia y Consciencia Política”, del mencionado autor. En la misma línea, hallamos en Brasil, Colombia o Argentina exponentes de esta parasitación científico-política del juego, puesto inmediatamente al servicio de propuestas o programas de pretendida “transformación” social. En Argentina, tales estudios se prodigaron al abrigo del kirchnerismo, con títulos así de reveladores: “El juego recreativo y el deporte social como política de derecho. Su relación con la infancia en condiciones de vulnerabilidad” (de I. Tuñón, F. Laiño y H. Castro). Y, de algún modo bajo la estela del Relato de la Emancipación, pero tocando de todos modos a las puertas del Estado Social de Derecho, hallamos trabajos con rótulos tan “utopistas” como el siguiente: “Fundamentos conceptuales del ocio crítico desde una perspectiva latinoamericana” (H. C. Duque Buitrago, S. A. Franco Betancur y A. Escobar Chavarriaga).

3. DESTRUCCIÓN ADMINISTRATIVA DEL JUEGO LIBRE. LAS INSTITUCIONES CONTRA LA LIBERTAD

3.1. Ludificación demofascista

La fusión del juego con áreas que podemos considerar “libres” se pierde en el Occidente capitalista. Y ahora, una vez que la asociación se truncó, en parte porque volvimos a utilizar esa “hacha” epistemológica que segmenta y parcela, que divide para pensar, queremos re-insertarlos, re-fundirlos; y llevamos un juego desnaturalizado y no-libre a las escuelas (donde la educación tampoco se da en libertad), y llevamos el juego servil al cautiverio del empleo, donde la labor nunca es autónoma, para hacerlo más “soportable”, más “tolerables”, más “humano”. Y llevamos un juego risible y tontorrón, romo y adaptativo, a los hospitales, a los psiquiátricos, a las cárceles, a todas partes… Y se recompone así cierta nefasta armonía: juego no-libre, reglado y supervisado, para un trabajo de esclavos y para un aprendizaje de prisioneros a tiempo parcial.

El juego, como la educación, “pasa”, “ocurre”, “acontece”. Los niños, pero no solo los niños, juegan y juegan. El juego es ambivalente; puede tender a soldar o a des-soldar, a adaptar o a des-adaptar, a reproducir o a resistir. En este sentido, ahí no veo mayor problema… El problema aparece cuando entran en escena los “profesionales” que hablan y viven del juego. Como “burocracias del bienestar social”, actuarán a modo de publicistas y catequistas del Estado, difundiendo y profundizando ese fundamentalismo de la Administración que tan bien se disfraza de laicismo. Como “agentes bienestaristas”, pasarán el juego por la criba del Estado Social de Derecho y utilizarán la selección resultante para “dulcificar”, en sentido demofascista, la Escuela, el Hospital, la Fábrica, la Cárcel, el Cuartel,…

El interés por “ludificar” esas instituciones es, en efecto, un interés característicamente “demofascista”, tendente a hacer más soportable la dominación, tolerables las estructuras de encierro, admisibles el despotismo y la jerarquía, hegemónica la razón burocrática. La introducción del juego allí donde se registran “estados de dominación” (en los “aparatos del Estado”, que decía L. Althusser, o en las “instituciones de la sociedad civil”, en expresión de A. Gramsci) contribuye a que el ejercicio del poder se torne menos cruento y a que la autoridad se invisibilice; y, por ello, el Estado ha reclutado a estos “técnicos de la recreación”, a fin de que diseminen una cierta adulteración del principio lúdico (afín a lo que denominamos “juego servil”) por todas sus agencias. Simple tecnología de la subrepción, si bien no meramente “cosmética”, la dulcificación-ludificación de las instituciones y de las prácticas socio-políticas optimiza la reproducción del sistema capitalista y coadyuva a la domesticación integral de la protesta.

3.2. Gestión política (bienestarista) de la necesidad de jugar

Pero he escrito “demofascismo bienestarista”… Si, para alcanzar una visión más completa de la teoría del demofascismo, remito a mi ensayo El enigma de la docilidad, para denunciar el aprovechamiento “bienestarista” de los beneficios del juego cabe recuperar las tesis de I. Illich en torno a la gestión política de las “necesidades”. La “necesidad originaria” de jugar, sentida por todos y en especial por los menores, “tratada” por el Estado Social, nos es devuelta como “pseudo-necesidad” de consumir elaborados lúdicos institucionales o mercantiles, siempre serviles, siempre adaptativos y reproductivos (juguetes educativos, ludotecas, animadores socio-culturales, programas recreativos,…); y lo que podría estimarse “derecho al ocio” deviene “restricción de la libertad de jugar”: al mismo tiempo que los niños son “encuadrados” metodológicamente para jugar y “socializarse jugando”, bajo una regulación institucional, se restringen a consciencia las posibilidades del juego libre, espontáneo, auto-motivado —pérdida de la calle, prolongación del encierro escolar, inspección y vigilancia “legal” de los juguetes, reglamentación de las actividades recreativas, etcétera.

Mediante estos dos pasos (de la necesidad a la pseudo-necesidad y del derecho a la restricción de la libertad), lo que se sanciona es el control administrativo de la esfera lúdica, con una persecución-exclusión del “juego libre” y una sobre-producción y sobre-difusión del “juego servil”, del juego reglado, pedagogizado, institucionalizado, mercantilizado. Como en los casos de la educación, de la salud, de la vivienda, del transporte, de la seguridad, del empleo, etc., esta profunda intromisión del Estado en el ámbito de las necesidades humanas genera la cancelación de la comunidad como enclave de autonomía y de auto-organización y la máxima postración del individuo ante los servicios de la Administración, alcanzándose una dependencia y un desvalimiento absolutos, una inhabilitación clamorosa y casi una toxicomanía de la protección gubernamental.

Ineptos para gestionar nuestra salud sin caer en las redes de la medicina envenenadora, para educarnos sin padecer el encierro adoctrinador, para movernos sin avalar sistemas de transporte que aseguran la ruina de nuestros cuerpos, para garantizar la tranquilidad en nuestros barrios sin arrodillarnos antes una policía peligrosa, etcétera, ya casi tampoco somos capaces de jugar sin comprar, sin obedecer, sin dejarnos bombardear por mensajes adaptativos subliminales, sin reforzar nuestra dependencia de las instituciones y nuestros lazos oprobiosos con el Estado.

Herida de muerte, la razón lúdica nada quiere saber de un bienestar cuyo precio se fija en docilidad y en trabajo asalariado. Porque los servicios y la tutela del Estado se pagan con la moneda de la libertad.

3.3. Protagonismo de la Escuela

En la destrucción institucional del Juego Libre, la Escuela ha desempeñado un papel protagonístico. Marcó la senda de la «dulcificación» de los métodos, mediante la asimilación programática del «juego servil». En absoluto permitió la entrada del Juego Libre. Para el Juego negativo, subversivo, libertario, las instituciones educativas aparecen como territorios vedados. Cada día se juega y se jugará más en las escuelas, pero principalmente para «amenizar» la reclusión, para disimular un despotismo que ya es blanco y una opresión de hecho suavizada. A través del juego reproductivo se acelera la «endoculturación» y se avanza sustantivamente en el proceso de sujetación del carácter de los jóvenes. Por último, la «necesidad de jugar», tradicionalmente confinada en la hora del recreo, elaborada y administrada, se resolverá progresivamente como obligación de participar en dinámicas lúdicas reproductivas…

4. EN DEFENSA DE LA RAZÓN LÚDICA. JUEGO LIBRE Y SUBVERSIÓN DE LA VIDA COTIDIANA

4.1. La «negatividad» del Juego Libre

Había una dualidad en la definición griega de “juego”, en la percepción antigua de “lo lúdico”, del ludos. Por un lado, señalaba una evidencia, reconocida hoy por todo el mundo: que el juego es algo placentero, agradable, tal una fuente de satisfacción. “Positivo” y enriquecedor, inseparable de la vida humana, merecería todos los aplausos y todas las congratulaciones. Pero, por otra parte, daba cabida a un aspecto que en ocasiones tiende a olvidarse: que es también una actividad en cierto sentido “negativa” de la vida social o que, por lo menos, no respeta necesariamente las reglas de la cultura. El juego tendría la capacidad (no la obligación, pero sí la capacidad) de “salirse” de lo social y culturalmente establecido… De modo que podría haber, al lado de aquel aspecto benéfico, saludable, del juego, una dimensión del mismo que no nos satisface, que no sabe “satisfacer”, que no solo desatiende los requerimientos del mercado, del poder, de la pedagogía o de la ciencia, sino que también iría en contra de nuestros principios más arraigados; dimensión que pondría encima de la mesa aspectos inquietantes, que nos cuestionan.

Fuera de los marcos de la infancia, cabe extender la esfera de influencia del juego libre, como estoy sugiriendo, por los escenarios desolados de la vida adulta, implementando ahí, en tales pasadizos y en tales laberintos, su virtualidad impugnadora. Por su carácter a-racional, o por su racionalidad lúdica, por su relación de contigüidad con instancias como la poesía, el absurdo, la locura, lo gratuito, el don recíproco, etcétera, terminaría erigiéndose en una poderosa herramienta para la reinvención combativa de la vida, sumándose al proceso de auto-construcción ética y estética para la lucha. De su mano, cabe reducir los alcances de la sistematización moderna de la existencia…

4.2. Peligrosidad del Juego Libre

No era la rebeldía, como soñó M. Bakunin, lo que, en cierto modo, habría estado en la supuesta esencia de la especie humana. No, no era la insumisión. Cerca del ser de las gentes, y que se me perdone este “naturalismo” retórico, hubo otra cosa, más difusa, inconcreta, poco complaciente: lo que quizás sí dio la impresión de rondar en algún momento la genericidad de los seres humanos fue el juego libre. Cada vez más maniatado, menos orgulloso, encogido y hasta avergonzado de sí, el juego sigue estando en el quehacer de casi todos los hombres y casi todas las mujeres sobre la Tierra; y continúa instalado en el centro de la cotidianidad de todos los niños. Pero este juego en parte sofocado, en parte reprimido, ¿alcanza a ser tan peligroso como la rebeldía? Respondo que sí. Que más peligroso todavía… Porque la rebeldía no está dada; “debe ser deseada”, como decía M. Stirner. Y el juego libre sí parece estar dado, como confirman nuestros niños todos los días… Y el juego libre es peligroso porque, de alguna forma, da la espalda a todo aquello que nos mueve a nosotros, los inoperantes, inactivos, desactivados, reproductivos “ciudadanos”, meros artífices carnales del Capitalismo. Da la espalda a la razón económica, en la que nosotros nos desvivimos (“¡Trae dinero a casa para comprar! ¡Trabaja y déjate explotar para traer dinero a casa!”). Saca también la lengua a la razón política, esa que, inversamente, nos desvive (“¡Cree! ¡Vota! ¡Milita! ¡Organízate!”). Porque en el juego libre no entra la economía, ni la política; y porque esa disposición no congenia con la “razón instrumental”, pues se repliega sobre algo distinto y distante, que nos atrevemos a designar “razón lúdica”.

4.3. Apariciones históricas del Juego Subversivo

Históricamente, el “juego subversivo” ha tenido apariciones sociales de gran envergadura. Y ya no eran necesariamente los niños los que se entregaban a la actividad lúdica trastocadora: también los adultos, como si sacaran la lengua a la muy honorable lógica económico-política, mezclaron el juego con otras prácticas y, de su mano, se resistieron a procesos objetivos de dominación o de explotación. Probablemente, el caso más espectacular lo constituya el ludismo…

Más arriba hablé del pasaje de una disposición lúdica a la hora de afrontar las tareas de la conservación personal y familiar (actitud que todavía se conserva en determinados espacios indígenas, rural-marginales, lumpen-urbanos o nómadas) a una disposición sumisa, estoica, resignada, en ocasiones incluso adolorida, que es la que se consolida con el mundo del trabajo en dependencia, del empleo. Esa transición no fue fácil, y solo pudo darse con lentitud, de un modo gradual. Y siempre los “peores” trabajadores fueron conscientes de lo que estaban perdiendo, de lo que se habría de perder irremisiblemente. De ahí su reacción virulenta, destructiva, contra las máquinas; de ahí el ludismo. En el ludismo hay un componente lúdico y también uno de conocimiento: “romper máquinas” era, desde luego, un acto “festivo”, desbordante de alegría encorajinada, una forma diabólica de “juego”; pero respondía también a un alcance de la sabiduría popular (la máquina era la enemiga de la capacidad que conservaba la persona de buscarse los medios de subsistencia sin depender de un artefacto tecnológico complejo y, a su través, de otra persona, de un patrón, de un empresario). Todo el andamiaje político del capitalismo, que no solo contempla el circo de las elecciones, de los partidos, de los gobiernos, sino que incluye también, como mano izquierda (pero mano izquierda de la represión), los sindicatos y las organizaciones supuestamente “revolucionarias”, todo ese aparato político, en el que tienen cabida las agrupaciones que se proclaman “transformadoras”, empieza enseguida a combatir el componente lúdico de la protesta obrera. Por eso, como anotó L. Maffesoli, se “satanizó” el ludismo, sobre el que cayeron las más diversas etiquetas descalificadoras (“infantilismo”, “irracionalismo”, “lucha instintiva pre-consciente”, etcétera); y todo lo que respondía a un “principio del placer” en la revuelta de los trabajadores fue “condenado”, “denigrado”, “dialectizado” por esa conjunción siniestra que se estableció entre el movimiento obrero organizado y la teoría marxista. En ese punto, el marxismo, en la medida en que no se previno contra las marejadas dogmáticas de sus propios conceptos (“vanguardia”, “disciplina consciente”, “consciencia de clase”, “formación política de los trabajadores”, “partido obrero”, “Hombre Nuevo”…), se constituyó en un enemigo de la actitud lúdica, un adversario de la disposición para el juego…

Se dijo del ludismo “que no conducía a ninguna parte”, que no era más que una “manifestación de enojo”, una “reacción visceral irreflexiva”, una “señal de descontento carente de significado político y de coherencia teórica”. J. Baudrillard, en El espejo de la producción, nos ha recordado a qué parte condujeron, a dónde nos llevaron, las luchas obreras organizadas, sujetas a la crítica y a la teoría marxista: a la coerción estalinista, la impostura socialdemócrata y el empirismo reformista más vulgar… En el contexto de la sujeción demofascista, un reverdecer de las prácticas ludistas, desatadas en todos los campos y ya no solo en los gulags de las fábricas, asociadas al principio de placer y a la voluntad de juego combativo, mantendría vivo el anhelo de libertad.

En los últimos años se ha venido llamando la atención sobre determinadas circunstancias y determinados movimientos, relacionados también con lo lúdico, que concurrieron en la llamada “Edad Media”. Esa pretendida “Edad Oscura”, dialectizada también y esquematizada por el materialismo histórico hasta extremos de burda caricatura, albergó secuencias psico-ideológicas, epistémicas y existenciales que atentaban contra la línea central de constitución y desarrollo de la civilización occidental. Para definirse tal y como lo conocemos hoy, Occidente tuvo que desplegar una sistemática persecución de todo aquello que, en su propia área territorial, se distanciaba de su racionalismo constituyente y hasta lo confrontaba. Contra la Ratio, surgieron o subsistieron aquellos islotes de libertad que, entusiasmado, describió P. Kropotkin en su opúsculo El Estado. Contra el frío racionalismo enquistado en la centralidad de la cultura occidental, se prodigaron propuestas y prácticas de muy distinto signo, que compartieron no obstante, casi como “leit motiv”, un acoger y un estimular la dimensión lúdica de la actividad humana. El juego libre, subversivo, late en el quehacer cotidiano de las denominadas “brujas”, de los frailes sectarios, de los asistentes a los aquelarres, de los libertinos y herejes de todo pelaje, de los campesinos cuando se saben a salvo de la mirada del Señor, de los vagabundos y de los nómadas, etcétera. En el ámbito de la lengua castellana, esta cuestión ha sido esclarecida por autores como J. C. Carrión Castro, interesados por la índole festiva, insolente, cuestionadora y desaforadamente “lúdica” a la vez, de movimientos tal el de los goliardos. Y sabemos que estas tradiciones divergentes, que de ninguna manera apuntaban al telos de la razón moderna, desbordan hacia atrás y hacia adelante los marcos temporales del Medioevo.

Y, muy cerca del punto de arranque de Occidente, hallamos lo que hubiera podido constituir también el principal punto de fuga: los quínicos antiguos, con la Secta del Perro al frente. No se trató del único movimiento cultural enfrentado a la especie de “doxa” que se estaba afirmando en las escuelas de filosofía más reputadas y en la labor de los pensadores canónicos, de Platón a Sócrates; pero hay en su contestación aspectos que lindan con lo lúdico y hasta lo excitan (el papel de la oralidad, la importancia concedida a lo escenográfico, la búsqueda incesante de la transgresión y de la provocación, la vindicación del desacato y de la desobediencia, aquella bella exigencia de vivir el pensamiento, el apetito de huida y de margen, una placentera admisión de todos los recursos y todas las implicaciones del humor, etcétera). A juego, a subversión lúdica, saben, en efecto, todas y cada una de las intervenciones, de las “performances”, de las teatralizaciones protagonizadas por Diógenes de Sínope y los demás quínicos, que nos han llegado a modo de “anecdotas”, gracias a la labor compiladora de Diógenes Laercio, y que parecen partir del lado sensitivo del humor para desembocar en su lado intelectual. La crítica irreverente, la parodia anti-metafísica, el pensamiento negativo y el juego como corrosión tramaban, en tales actuaciones, un verdadero contubernio contra la pretensión de seriedad y de rigor que animaba por entonces a la razón clásica. Los estudios de C. García Gual, P. Sloterdijk y M. Onfray nos han dejado jugosas páginas a propósito.

En mi opinión, la razón lúdica subsiste en la contemporaneidad, siempre cerca de los márgenes; y se halla más cómoda en los suburbios que en los centros de las ciudades o en los barrios residenciales, más a gusto entre las personalidades irregulares que entre las gentes sensatas, más amiga de los supuestos “perdedores” que de los “triunfadores” en la vida, más fecunda cuanto menor es la incidencia de la cultura occidental, con sus universidades y sus escuelas, sus propiedades privadas y sus empleos, sus autoridades y su democracia… En el plano intelectual, la razón lúdica ha bailado y sigue bailando del brazo de los románticos, de los “malditos”, de los anarquistas no-doctrinarios, de los “nihilistas”, de los “irracionalistas”, de los “heterodoxos”, de los “inclasificables”, etcétera. Pero es en la destrucción de máquinas, en los escaparates rotos y en las escuelas quemadas donde esta racionalidad juguetona, dulcemente cruel, se enamora demoníacamente de sí misma.

Cabe todavía concebir la vida como la oportunidad para el juego en libertad… Orientar la vida hacia el juego libre quiere decir procurar inventar un devenir biográfico que no obedezca, o que obedezca menos, a la Ratio, a la lógica, a la gramática, al lenguaje; quiere decir aspirar a forjarse un universo propio, con significado, con sentido. Y, desde ese devenir y ese universo, capacitarse para denegar el orden temible, universal, global, de un Capitalismo que se presume definitivo.

Solo que, así como malbaratamos la “economía”, en el sentido, si cabe, “noble” de la palabra (autoconservación personal y comunitaria); y así como degradamos la “política”, igualmente en la acepción “digna” de la expresión, que suena casi a anti-política (gestión comunitaria de los asuntos públicos), y para “auto-gobernarnos” tuvimos que votar y esperar a votar; también del mismo modo hemos corrompido el juego y, para jugar, tenemos cada vez más que comprar, adquirir juguetes, caer en el espacio del ocio, de la recreación, hundirnos en las redes del mercado y del Estado… Economía, política y juego fueron envenenados por el Capitalismo hasta un punto en el que el retorno es difícil. Nada que esperar de la economía, nada que esperar de la política; todavía un poco que anhelar por el lado subversivo de la razón lúdica…

Lado subversivo que linda desde luego con la poesía, pero con la poesía que no se comercializa y dejando a un lado a todos los poetas; que linda con la locura, pero no con esa demencia que se cura en el manicomio o con ingesta de barbitúricos, sino con aquel maravilloso extravío que no se cura nunca y que nos regala una forma superior de vida; que linda con el arte, pero no con el arte de las exposiciones, de los museos, de los artistas, narcisistas y mitificados, sino con el arte combativo de retomar de verdad las riendas de nuestra existencia, decidiendo hacia dónde y de qué manera avanzamos. Todavía un poco que anhelar… Y defensa adolorida de la Razón lúdica.

Pedro García Olivo

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Buenos Aires, 15 de marzo de 2021

ANTIPEDAGOGÍA, DESESCOLARIZACIÓN Y EDUCACIÓN EN CASA

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Lo advirtió F. Nietzsche en 1780: “El fin de la escuela es el Estado. Y este su propósito: formar lo antes posible empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”.



«La Escuela trata al menor como a un bonsái:

le corta las raíces,

le poda las ramas

y le hace crecer siguiendo un canon de mutilación».

Cuando la vida está por encima de las palabras, es un lujo de la felicidad contarla, aunque sea torpemente o sin brillo. Cuando la vida no está a la altura del pensamiento, es todavía un consuelo esgrimir lo que se pensó y no se pudo llevar al plano de la existencia.

Os comparto un artículo muy sintético, que se me ha pulicado en la revista internacional «Magisterio» y un audio a propósito.

Con mi reconocimiento a los que hoy viven su pensar y mi apoyo a los que, sin haberlo logrado aún, no cejarán en ese empeño.

Artículo:
https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2020/11/presentacion-de-la-antipedagogia.pdf

Audio:
https://anchor.fm/pedro-garcia-olivo/episodes/Besando-manos-que-quisiramos-ver-cortadas–Arte-de-Renegar-5-elvh9k

Para leer el número completo de la revista «Magisterio»:
https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2020/11/magisterio-104_web_nc.pdf

(Asfixia)

http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

PRESENTACIÓN DE LA ANTI-PEDAGOGÍA

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1) GENEALOGÍA DE LA ESCUELA

La Escuela (general, obligatoria) surge en Europa, en el siglo XIX, para resolver un problema de gestión del espacio social. Responde a una suerte de complot político-empresarial, tendente a una reforma moral de la juventud —forja del “buen obrero” y del “ciudadano ejemplar”.

En Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, A. Querrien desvela el nacimiento de la Escuela (moderna, regulada, estatal) en el Occidente decimonónico: en el contexto de una sociedad industrial capitalista enfrentada a dificultades de orden público y de inadecuación del material humano para las exigencias de la fábrica y de la democracia liberal, va tomando cuerpo el plan de un enclaustramiento masivo de la infancia y de la juventud, alimentado por el cruce de correspondencia entre patronos, políticos y filósofos, entre empresarios, gobernantes e intelectuales. Se requería una transformación de las costumbres y de los caracteres; y se eligió el modelo de un encierro sistemático —adoctrinador y moralizador— en espacios que imitaron la estructura y la lógica de las cárceles, de los cuarteles y de las factorías (A. Querrien, 1979).

2) LA FORMA OCCIDENTAL DE EDUCACIÓN ADMINISTRADA. El “TRÍPODE” ESCOLAR

A) El Aula

Supone una ruptura absoluta, un hiato insondable, en la historia de los procedimientos de transmisión cultural: en pocas décadas, se generaliza la reclusión “educativa” de toda una franja de edad (niños, jóvenes). A este respecto, I. Illich ha hablado de la invención de la niñez:

“Olvidamos que nuestro actual concepto de «niñez» solo se desarrolló recientemente y en Europa occidental (…). La niñez pertenece a la burguesía. Los hijos de los obreros, los de los campesinos y los de los nobles vestían todos como lo hacían sus padres, jugaban como estos, y eran ahorcados al igual que los mayores (…). Si no existiese una institución de aprendizaje obligatorio y para una edad determinada, la «niñez» dejaría de fabricarse (…). Solo a «niños» se les puede enseñar en la escuela. Solo segregando a los seres humanos en la categoría de la niñez podremos someterlos alguna vez a la autoridad de un maestro de escuela” (1985, p. 17-8).

Desde entonces, el estudiante se define como un “prisionero a tiempo parcial”. Forzada a clausura intermitente, la subjetividad de los jóvenes empieza a reproducir los rasgos de todos los seres aherrojados, sujetos a custodia institucional. Son sorprendentes las analogías que cabe establecer entre los comportamientos de nuestros menores en las escuelas y las actitudes de los compañeros presos de F. Dostoievski, descritas en su obra El sepulcro de los vivos (1974).

Pero para educar no es preciso encerrar: la educación “sucede”, “ocurre”, “acontece”, en todos los momentos y en todos los espacios de la sociabilidad humana. Ni siquiera es susceptible de deconstrucción. Así como podemos deconstruir el Derecho, pero no la justicia, cabe someter a deconstrucción la Escuela, aunque no la educación. “Solo se deconstruye lo que está dado institucionalmente”, nos decía J. Derrida en “Una filosofía deconstructiva” (1997, p. 7).

En realidad, se encierra para:

1) Asegurar a la Escuela una ventaja decisiva frente a las restantes instancias de socialización (las familias, los centros sociales y culturales, “la calle”, etc.), en principio menos controlables (A. Querrien, 1979, cap. 1).

2) Proporcionar, a la intervención pedagógica sobre la conciencia, la duración y la intensidad requeridas a fin de solidificar habitus y conformar “estructuras de la personalidad” reproductivas del sistema económico y político imperante (P. Bourdieu y J. C. Passeron, 1977).

3) Sancionar la primacía absoluta del Estado, que rapta todos los días a los menores y obliga a los padres, bajo amenaza de sanción administrativa, a cooperar en tal secuestro, como nos recuerda J. Donzelot en La policía de las familias (1979). Se termina aceptando casi sin resistencia la intromisión del Estado en el ámbito de la educación de los hijos, renunciando a lo que podría considerarse constituyente de la esfera de privacidad y libertad de las familias.

B) El Profesor

Se trata, en efecto, de un educador; pero de un educador entre otros (educadores “naturales”, como los padres; educadores elegidos para asuntos concretos, o “maestros”; educadores fortuitos, tal esas personas que se cruzan inesperadamente en nuestras vidas y, por un lance del destino, nos marcan en profundidad; actores de la “educación comunitaria”; todos y cada uno de nosotros, en tanto auto-educadores; etcétera). Lo que define al Profesor, recortándolo de ese abigarrado cuadro, es su índole “mercenaria”.

Mercenario en lo económico, pues aparece como el único educador que proclama consagrarse a la más noble de las tareas y, acto seguido, pasa factura, cobra. “Si el Maestro es esencialmente un portador y comunicador de verdades que mejoran la vida, un ser inspirado por una visión y una vocación que no son en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que presente una factura”? (G. Steiner, 2011, p. 10-1). Mercenario en lo político, porque se halla forzosamente inserto en la cadena de la autoridad; opera, siempre y en todo lugar, como un eslabón en el engranaje de la servidumbre. Su lema sería: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar” (J. Cortázar, 1993).

Desde la antipedagogía se execra particularmente su auto-asignada función demiúrgica (“demiurgo”: hacedor de hombres, principio activo del mundo, divinidad forjadora), solidaria de una “ética de la doma y de la cría”, en palabras de F. Nietzsche. Asistido de un verdadero poder pastoral (M. Foucault) (*1), ejerciendo a la vez de Custodio, Predicador y Terapeuta (I. Illich) (*2), el Profesor despliega una operación pedagógica sobre la conciencia de los jóvenes, labor de escrutinio y de corrección del carácter tendente a un cierto “diseño industrial de la personalidad” (*3). Tal una aristocracia del saber, tal una élite moral domesticadora,los profesores se aplicarían al muy turbio Proyecto Eugenésico Occidental, siempre en pos de un Hombre Nuevo —programa trazado de alguna manera por Platónen El Político, aderezado por el cristianismo y reelaborado metódicamente por la Ilustración (*4). Bajo esa determinación histórico-filosófica, el Profesor trata al joven como a un bonsái: le corta las raíces, le poda las ramas y le hace crecer siguiendo un canon de mutilación. “Por su propio bien”, alega la ideología profesional de los docentes… (A. Miller) (*5).

C) La Pedagogía

Disciplina que suministra al docente la dosis de autoengaño, o “mentira vital” (F. Nietzsche), imprescindible para atenuar su mala conciencia de agresor. Narcotizado por un saber justificativo, podrá violentar todos los días a los niños, arbitrario en su poder, sufriendo menos… Los oficios viles esconden la infamia de su origen y de su función con una “ideología laboral” que sirve de disfraz y de anestésico a los profesionales: “Estos disfraces no son supuestos. Crecen en las gentes a medida que viven, así como crece la piel, y sobre la piel el vello. Hay máscaras para los comerciantes así como para los profesores” (F. Nietzsche, 1984, p. 133).

Como “artificio para domar” (F. Ferrer Guardia, 1976, p. 180), la pedagogía se encarga también de readaptar el dispositivo escolar a las sucesivas necesidades de la máquina económica y política, en las distintas fases de su conformación histórica. Podrá así perseverar en su objetivo explícito (“una reforma planetaria de las mentalidades”, en palabras de E. Morin, suscritas y difundidas sin escatimar medios por la UNESCO) (*6), modelando la subjetividad de la población según las exigencias temporales del aparato productivo y de la organización estatal.

A grandes rasgos, ha generado tres modalidades de intervención sobre la psicología de los jóvenes: la pedagogía negra, inmediatamente autoritaria, al gusto de los despotismos arcaicos, que instrumentaliza el castigo y se desenvuelve bajo el miedo de los escolares, hoy casi enterrada; la pedagogía gris, preferida del progresismo liberal, en la que el profesorado demócrata, jugando la carta de la simpatía y del alumnismo, persuade al estudiante-amigo de la necesidad de aceptar una subalternidad pasajera, una subordinación transitoria, para el logro de sus propios objetivos sociolaborales; y la pedagogía blanca, en la vanguardia del Reformismo Pedagógico contemporáneo, invisibilizadora de la coerción docente, que confiere el mayor protagonismo a los estudiantes, incluso cuotas engañosas de poder, simulando espacios educativos “libres”.

En El enigma de la docilidad, valoramos desabridamente el ascenso irreversible de las pedagogías blancas (2005, p. 21):

“Se produce, fundamentalmente, una «delegación» en el alumno de determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto de la práctica pedagógica… Habiendo intervenido, de un modo u otro, en la rectificación del temario, ahora habrá de padecerlo. Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se co-responsabilizará del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el factor rutina erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que lleva a un mal puerto?

En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Democracia confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica interna de la Institución”.

Frente a la tradición del Reformismo Pedagógico (movimiento de las Escuelas Nuevas, vinculado a las ideas de J. Dewey en EEUU, M. Montessori en Italia, J. H. Pestalozzi en Suiza,O. Decrolyen Bélgica, A. Ferrière en Francia, etc.; irrupción de las Escuelas Activas, asociadas a las propuestas de C. Freinet, J. Piaget, P. Freire,…; tentativa de las Escuelas Modernas, con F. Ferrer Guardia al frente; eclosión de las Escuelas Libres y otros proyectos antiautoritarios, como Summerhill en Reino Unido, Paideia en España, la “pedagogía institucional” de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez en América Latina o los centros educativos inspirados en la psicoterapia de C. R. Rogersen Norteamérica; y la articulación de la Escuela Socialista, desde A. Makarenko hasta B. Suchodolski, bajo el comunismo), no existe, en rigor, una tradición contrapuesta, de índole antipedagógica.

La antipedagogía no aparece como una corriente homogénea, discernible, con autores que remiten unos a otros, que parten unos de otros. Deviene, más bien, como “intertexto”, en un sentido próximo al que este término conoce en los trabajos de J. Kristeva: conjunto heterogéneo de discursos, que avanzan en direcciones diversas y derivan de premisas también variadas, respondiendo a intereses intelectuales de muy distinto rango (literarios, filosóficos, cinematográficos, técnicos,…), pero que comparten un mismo “modo torvo” de contemplar la Escuela, una antipatía radical ante el engendro del praesidium formativo, sus agentes profesionales y sus sustentadores teóricos. Ubicamos aquí miríadas de autores que nos han dejado sus impresiones negativas, sus críticas, a veces sus denuncias, sin sentir necesariamente por ello la obligación de dedicar, al aparato escolar o al asunto de la educación, un corpus teórico riguroso o una gran obra. Al lado de unos pocos estudios estructurados, de algunas vastas realizaciones artísticas, encontramos, así, un sinfín de artículos, poemas, cuentos, escenas, imágenes, parágrafos o incluso simples frases, apuntando siempre, por vías disímiles, a la denegación de la Escuela, del Profesor y de la Pedagogía.

En este intertexto antipedagógico cabe situar, de una parte, poetas románticos y no románticos, escritores más o menos “malditos” y, por lo común, creadores poco “sistematizados”, como el Conde de Lautréamont (que llamó a la Escuela “Mansión del Embrutecimiento”), F. Hölderlin(“Ojalá no hubiera pisado nunca ese centro”), O. Wilde (“El azote de la esfera intelectual es el hombre empeñado en educar siempre a los demás”), Ch. Baudelaire (“Es sin duda el Diablo quien inspira la pluma y el verbo de los pedagogos”), A. Artaud (“Ese magma purulento de los educadores”), J. Cortázar (La escuela de noche), J. M. Arguedas (Los escoleros), Th. Bernhard (Maestros antiguos), J. Vigo (Cero en conducta), etc., etc., etc. De otra parte, podemos enmarcar ahí a unos cuantos teóricos, filósofos y pensadores ocasionales de la educación, como M. Bakunin, F. Nietzsche, P. Blonskij (desarrollando la perspectiva de K. Marx), F. Ferrer Guardia en su vertiente “negativa”, I. Illich y E. Reimer, M. Foucault, A. Miller, P. Sloterdijk, J. T. Gatto, G. Steva, J. Larrosa con intermitencias, J. C. Carrión Castro,… En nuestros días, la antipedagogía más concreta, perfectamente identificable, se expresa en los padres que retiran a sus hijos del sistema de enseñanza oficial, pública o privada; en las experiencias educativas comunitarias que asumen la desescolarización como meta (Olea en Castellón, Bizi Toki en Iparralde,…); en las organizaciones defensivas y propaladoras antiescolares (Asociación para la Libre Educación, por ejemplo) y en el activismo cultural que manifiesta su disidencia teórico-práctica en redes sociales y mediante blogs (Caso Omiso, Crecer en Libertad,…).

3) EL “OTRO” DE LA ESCUELA: MODALIDADES EDUCATIVAS REFRACTARIAS A LA OPCIÓN SOCIALIZADORA OCCIDENTAL

La Escuela es solo una “opción cultural” (P. Liégeois) (*7), el hábito educativo reciente de apenas un puñado de hombres sobre la tierra. Se mundializará, no obstante, pues acompaña al Capitalismo en su proceso etnocida de globalización…

En un doloroso mientras tanto, otras modalidades educativas, que excluyen el mencionado trípode escolar, pugnan hoy por subsistir, padeciendo el acoso altericida de los aparatos culturales estatales y para-estatales: educación tradicional de los entornos rural-marginales, educación comunitaria indígena, educación clánica de los pueblos nómadas, educación alternativa no-institucional (labor de innumerables centros sociales, ateneos, bibliotecas populares, etc.), auto-educación,…

Enunciar la otredad educativa es la manera antipedagógica de confrontar ese discurso mixtificador que, cosificando la Escuela (desgajándola de la historia, para presentarla como un fenómeno natural, universal), la fetichiza a conciencia (es decir, la contempla deliberadamente al margen de las relaciones sociales, de signo capitalista, en cuyo seno nace y que procura reproducir) y, finalmente, la mitifica (erigiéndola, por ende, en un ídolo sin crepúsculo, “vaca sagrada” en expresión de I. Illich) (*8).

——————————

NOTAS

(1) Poder pastoral, constituyente de “sujetos” en la doble acepción de M. Foucault: “El término «sujeto» tiene dos sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la conciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término sugiere una forma de poder que subyuga y somete” (1980 B, p. 31).

(2) En La sociedad desescolarizada, I. Illichsostuvo lo siguiente:

“[La Escuela] a su vez hace del profesor un custodio, un predicador y un terapeuta (…). El profesor-como-custodio actúa como un maestro de ceremonias (…). Es el árbitro del cumplimiento de las normas y (…) somete a sus alumnos a ciertas rutinas básicas. El profesor-como-moralista reemplaza a los padres, a Dios, al Estado; adoctrina al alumno acerca de lo bueno y lo malo, no solo en la escuela, sino en la sociedad en general (…). El profesor-como-terapeuta se siente autorizado a inmiscuirse en la vida privada de su alumno a fin de ayudarle a desarrollarse como persona. Cuando esta función la desempeña un custodio y un predicador, significa por lo común que persuade al alumno a someterse a una domesticación en relación con la verdad y la justicia postuladas” (1985, p. 19).

(3) Asunto recurrente en casi todas las obras de F. Nietzsche—véase, en particular, Sobre el porvenir de nuestras escuelas (2000). En una fecha sorprendentemente temprana, 1872, casi asistiendo al nacimiento y primera expansión de la educación pública, el “olfato” de F. Nietzsche desvela el propósito de las nuevas instituciones de enseñanza: “Formar lo antes posible empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”. De alguna forma, queda ya dicho lo más relevante; y podría considerarse fundada de una vez la antipedagogía, que había empezado a balbucear en no pocos pasajes, extremadamente lúcidos, de M. Bakunin(en el contexto de su crítica pionera de la teología). A “la doma y la cría del hombre” se refiere también F. Nietzsche en Así habló Zaratustra, especialmente en la composición titulada “De la virtud empequeñecedora” (1985, p. 237-247).

(4) En Reglas para el parque humano, la idea de una “élite moral domesticadora” (que actúa, entre otros ámbitos, en la Escuela), siempre al servicio del proyecto eugenésico europeo, es asumida, si bien con matices, por P. Sloterdijk, a partir de su recepción de F. Nietzsche: “[Para F. Nietzsche] la domesticación del hombre era la obra premeditada de una liga de disciplinantes, esto es, un proyecto del instinto paulino, clerical, instinto que olfatea todo lo que en el hombre pudiera considerarse autónomo o soberano y aplica sobre ello sin tardanza sus instrumentos de supresión y de mutilación” (2000 B, p. 6).

(5) Para A. Miller (Por tu propio bien, 2009), toda pedagogía es, por necesidad, “negra”; y enorme el daño que la Escuela, bajo cualquiera de sus formas, inflige al niño. Desde el punto de vista de la psicología, y con una gran sensibilidad hacia las necesidades afectivas del menor, la autora levanta una crítica insobornable del aparato educativo, erigiéndose en referente cardinal de la antipedagogía.

(6) No podemos transcribir sin temblor estas declaraciones de E. Morin, en Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, obra publicada en París, en 1999, bajo el paraguas de la ONU: “Transformar la especie humana en verdadera humanidad se vuelve el objetivo fundamental y global de toda educación” (p. 42); “Una reforma planetaria de las mentalidades; esa debe ser la labor de la educación del futuro” (p. 58).

(7) Véase Minoría y escolaridad: el paradigma gitano, estudio coordinado por J. P. Liégeois (1998). Las conclusiones de esta investigación han sido recogidas por M. Martín Ramírezen “La educación y el derecho a la dignidad de las minorías. Entre el racismo y las desigualdades intolerables: el paradigma gitano” (2005, p. 197-8). Remitimos también a La escolarización de los niños gitanos y viajeros, del propio J. P. Liégeois (1992).

(8) “La escuela esa vieja y gorda vaca sagrada” es el título que I. Illich eligió para una de sus composiciones más célebres, publicada en 1968. Transcurrida una década, fue incluida en el número 1 de la revista Trópicos (1979, p. 14-31).

BIBLIOGRAFÍA REFERIDA

Bourdieu, P. y Passeron, J. C., (1977) La reproducción, Barcelona, Laia.

Cortázar, J., (1993) “La escuela de noche”, en Deshoras, Madrid, Alfaguara.

Derrida, J., (1973) «Una filosofía deconstructiva», en Zona Erógena, Buenos Aires, núm. 35.

Donzelot, J., (1979) La policía de las familias, Valencia, Pre-Textos.

Dostoievski, F., (1974) El sepulcro de los vivos, Barcelona, Ediciones Rodegar. [1ª edición en 1862]

Ferrer Guardia, F., (1976) La Escuela Moderna, Barcelona, Tusquets Editor. [1ª edición en 1908]

García Olivo, P., (2005) El enigma de la docilidad. Sobre la implicación de la Escuela en el exterminio global de la disensión y de la diferencia, Barcelona, Virus Editorial.

Illich, I., (1985) La sociedad desescolarizada, Editorial Joaquín Mortiz, México (reditado en 2011, Madrid, Brulot).

Nietzsche, F., (1984) Mi hermana y yo, Madrid, Edaf.

Querrien, A., (1979) Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, Madrid, La Piqueta.

Steiner, G., (2011) Lecciones de los maestros, Madrid, Siruela.

Pedro García Olivo

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BESANDO MANOS QUE QUISIÉRAMOS VER CORTADAS

Posted in Uncategorized with tags , , , , , , , , , on noviembre 4, 2020 by Pedro García Olivo

BESANDO MANOS QUE QUISIÉRAMOS VER CORTADAS
(Renegar de la Escuela)
El Arte de Renegar 5

Nos ha pasado tantas veces a lo largo de la vida… Bajo derrotas, bajo fracasos, tuvimos que rendir pleitesía a los poderes que nos destruyen y que lo destruyen todo.

Baja la cabeza, herido el corazón, nos aprestamos a iniciar una guerra por la sobrevivencia que es, en primer lugar, una guerra contra nosotros mismos.

Cuando la vida está por encima de las palabras, es un lujo de la felicidad contarla, aunque sea torpemente o sin brillo. Cuando la vida no está a la altura del pensamiento, es todavía un consuelo esgrimir lo que se pensó y no se pudo llevar al plano de la existencia.

Así me siento hoy, antiprofesor dando clases, si bien solo por un tiempo; antipedagogo pedagogizante como tantas veces…

Os comparto un artículo muy sintético, que se me ha pulicado en la revista mexicana «Magisterio» y un audio a propósito.

Con mi reconocimiento a los que hoy viven su pensar y mi apoyo a los que, sin haberlo logrado aún, no cejarán en ese empeño.

Artículo:
https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2020/11/presentacion-de-la-antipedagogia.pdf

Audio:
https://anchor.fm/pedro-garcia-olivo/episodes/Besando-manos-que-quisiramos-ver-cortadas–Arte-de-Renegar-5-elvh9k

Para leer el número completo de la revista «Magisterio»:
https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2020/11/magisterio-104_web_nc.pdf

(Asfixia)

http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

ARTIFICIO PARA DOMAR

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ESCUELA, REFORMISMO Y DEMOCRACIA

1) POSIBLE AÚN DESPUÉS DE AUSCHWITZ

(INTRODUCCIÓN/CONCLUSIÓN)

Me gustaría empezar definiéndome, poniendo boca arriba todas mis cartas -aunque, de este modo, quizás acabe (¿en beneficio de quién?) con aquella “partida contra un ventajista” en que tan a menudo se convierte la lectura de un texto. Soy un anti-profesor, un exiliado de la enseñanza que todavía se subleva contra el discurso vanilocuente de los ‘educadores’ y contra la sustancial hipocresía de sus prácticas. Comparto la opinión de Wilde: “Así como el filántropo es el azote de la esfera ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la educación de los demás” (1). Y creo asimismo que la pedagogía moderna, a pesar de esa bonachonería un tanto zafia que destila en sus manifiestos, ha trabajado desde el principio para una causa infame: la de intervenir policialmente en la conciencia de los estudiantes, procurando en todo momento una especie de reforma moral de la juventud. “Un artificio para domar”: así la conceptuó Ferrer Guardia, como si por un instante se tambaleara su desesperada fe en la Ciencia (2). Pugno, en fin, por desescolarizar mi pensamiento, empresa ardua e interminable. Me temo que también la Escuela, otra vieja embustera, se ha introducido en el Lenguaje; y por ello se hace muy complicado deshollinar de escolaridad los modos de nuestra reflexión.

Incluso en la célebre interrogación de Adorno (“¿Es todavía posible la Educación después de Auschwitz?”) se percibe como un eco de este inveterado prejuicio escolar. Con su tan citada observación, el filósofo alemán se estaba refiriendo, en efecto, a una Educación Ideal, benefactora de la Humanidad, en la que aún destellaría una instancia crítica, un momento emancipatorio, negador de todo Orden Coactivo; una Educación testarudamente fiel al programa de la Ilustración, desalienadora, destinada a influir positivamente sobre la conducta de los hombres, a llevar “más lejos” su pensamiento; una Educación capaz de contribuir a la reforma de la sociedad, a la reorganización de la existencia… Se preguntaba por la ‘posibilidad’, después de Auschwitz, de una Educación que nunca ha existido -o ha existido solo como “falsa consciencia”, como mito, como componente esencial de la “ideología escolar”. Esa Educación de Adorno tampoco fue posible “antes” de Auschwitz. Más aún: los campos de concentración y de exterminio fueron concebidos y realizados gracias, en parte, a la educación “real”, “concreta”, que teníamos y que tenemos -la educación obligatoria de la juventud ‘recluida’ en Escuelas; la educación que segrega socialmente, que aniquila la curiosidad intelectual, que modela el carácter de los estudiantes en la aceptación de la Jerarquía, de la Autoridad y de la Norma, etc. Esta es la única “educación” que conocemos, a la cual las democracias contemporáneas pretenden meramente lavarle la cara; y esta educación ‘efectiva’, de cada día en todas las aulas, habiendo coadyuvado al horror de Auschwitz, sigue siendo perfectamente posible después… (3).

En resumen, me defino como un anti-profesor, un enemigo de toda pedagogía y un gran odiador de la Escuela. Me gusta pensar que tiendo a desescolarizar algo…

****

Pretendo mostrar en este estudio cómo bajo la Democracia, y al socaire de unos presupuestos ebrios de pedagogismo, se articula un tipo específico de práctica educativa (definible como “reformista”); una forma de organizar en lo inmediato la transmisión cultural, que, si bien se presenta como ‘superación’ de los modelos autoritarios de enseñanza, en último término tiende a perfeccionar el funcionamiento represivo de la Institución, instaurando modos encubiertos de despotismo profesoral. A tal fin, las estrategias educativas progresistas (encauzadas por las sucesivas “legalidades” o desplegadas espontáneamente por el profesorado ‘inquieto’) ensayan una reformulación -y he aquí mi objeto de análisis- de los principales componentes del hecho docente: asistencia, temario, método, examen y gestión.

Tales prácticas “progresistas” de enseñanza, que bajo la Democracia cohabitan con modelos clásicos, inmovilistas, anclados en el pasado, cuentan en estos momentos con el respaldo de la Administración, con el beneplácito del reformismo institucional, pues a través de ellas la Escuela atiende a sus objetivos de siempre (‘subjetivizar’ a los jóvenes conforme a las necesidades de la reproducción del Sistema) ahorrándose los peligros inherentes al enquistamiento de los usos tradicionales: aburrimiento en las aulas, sensación creciente de injusticia y arbitrariedad, exacerbación de la resistencia estudiantil,…

Renunciando a un análisis histórico-sociológico de la Escuela bajo la Democracia (configuración legal, cometido social y político, etc.) y también a una perspectiva de mera crítica ideológica de los currícula oficiales, me propongo subrayar las “regularidades” perceptibles en el ejercicio cotidiano de la docencia por parte del profesorado ‘moderno’, ‘crítico’, ‘renovador’, etc. -esa porción del profesorado que, abrazando la causa de la reforma institucional o ensayando por su cuenta métodos alternativos, satisface, consciente o inconscientemente, en el acatamiento o en la desobediencia de la ley, una demanda clamorosa de la Democracia: la de maquillar la Escuela, la de darle un rostro distinto a ese que ofrece bajo las dictaduras, manteniéndola no obstante fiel en lo profundo a sí misma, esencialmente idéntica a lo largo del tiempo, siempre la Escuela del Capitalismo, siempre la Escuela burguesa, siempre “la Escuela”. Asumo, de alguna forma, una vieja propuesta de Foucault (“avanzar hacia una nueva comprensión de las relaciones de poder que sea a la vez más empírica, más directamente ligada a nuestra situación presente y que implique sobre todo conexiones entre la teoría y la práctica”) (4), al atender a esta lógica del funcionamiento diario de la Institución, a esta mugre de debajo de las uñas con frecuencia desconsiderada por la soberbia de las ciencias o por el “culto a la abstracción” de los analistas de despacho.

Considero que la Escuela de la Democracia es una escuela en tránsito, casi un proceso, una voluntad de alejarse de los modelos ‘clásicos’, hegemónicos bajo el Franquismo, y de encontrar sus propias señas de identidad -un simulacro de libertad en las clases, una participación de los alumnos en la dinámica educativa, una invisibilización de las relaciones de dominio,… Es, por tanto, una escuela en redefinición, que ha hecho del “reformismo pedagógico” su propia instancia modeladora, su propio motor (5). En mi opinión, la forma de Escuela hacia la que apunta sabe en secreto de aquel fascismo de nuevo cuño del que ha hablado, entre otros, E.Subirats, y que se caracterizaría por hacer de cada hombre algo más y algo menos que un “policía de todos los demás”: un policía de sí mismo (6). Mi idea es que tanto el reformismo “individual” (espontáneo) del profesorado ‘inquieto’ como el reformismo “alternativo” de las escuelas anticapitalistas contribuyen inadvertidamente a hacer realidad ese sueño de la Democracia. Estimo que los tres reformismos (el administrativo, el individual y el alternativo) han empezado a alimentarse entre sí, a reforzarse mutuamente, fundiéndose en lo profundo y marcando el camino de la Escuela venidera; y que, a su lado, las prácticas inmovilistas, propias del profesorado autoritario clásico, van a jugar un papel cada vez menos importante, entrando (por disfuncionales; es decir, por remitir a un tiempo que ya no es el nuestro y a un modelo periclitado de fascismo) en un lento proceso de extinción.

Mi tesis (y me permito aquí un gesto desautorizado por Derrida: anticipar la conclusión en el desenvolvimiento de una Prólogo que no renuncia a serlo) (7) es, en parte, la de muchos otros: que el “reformismo pedagógico” de la Democracia tiene como finalidad convertir al estudiante en un cómplice de su propia coerción, reconciliándolo con el Orden de la Escuela mediante un ocultamiento de los dispositivos coactantes que lo erigían en su víctima. Pero extraigo de ahí una consecuencia práctica respaldable tan solo por unos pocos: la necesidad de sembrar, desde la docencia, el Crimen en las aulas (Crimen: una violación de la Ley desde fuera de la Moral); y de perseguir, a través de una lucha embriagada de arte y quizás también de locura, la más diáfana de las victorias -la conquista de la Expulsión. De esta parte “insuscribible” de mi análisis trata El Irresponsable (8), ensayo editado hace unos años por Las Siete Entidades. De aquella otra parte “admisible” (del modo en que cada día, y para tantísimos jóvenes, se resuelve en ‘escuela reformada’ esa Educación posible aún después de Auschwitz) me ocuparé ahora…

2) LA ESCUELA DE LA DEMOCRACIA Y LA DEMOCRACIA DE LA ESCUELA

(MISERIA DEL REFORMISMO PEDAGÓGICO)

2-1) Pedagogismo

El saber pedagógico ha constituido siempre una fuente de legitimación de la Escuela como vehículo privilegiado, y casi excluyente, de la transmisión cultural. En correspondencia, la Escuela (es decir, el conjunto de los discursos y de las prácticas que la recorren) ha sacralizado los presupuestos básicos de ese saber, erigiéndolos en dogmas irrebatibles, en materia de fe -y, a la vez, como diría Barthes, en componentes nucleares de cierto verosímil educativo, de un endurecido sentido común docente.

La escuela de la Democracia profundiza aún más, si cabe, su “pedagogismo”, apoyándose en conceptos que, desde el punto de vista de la filosofía crítica, conducen a lugares sombríos y saben de terrores pasados y presentes. Hay, en concreto, un supuesto (¿puedo decir abominable?) sobre el que reposa todo el reformismo educativo de la Democracia, un supuesto que está en el corazón de todas las críticas ‘progresistas’ a la enseñanza tradicional y de todas las ‘alternativas’ disponibles. Es la idea de que compete a los “educadores” (parte selecta de la sociedad adulta) desarrollar una importantísima tarea en beneficio de la juventud; una labor ‘por’ los estudiantes, ‘para’ ellos e incluso ‘en’ ellos -una determinada operación sobre su conciencia: “moldear” un tipo de hombre (crítico, autónomo, creativo, libre, etc.), “fabricar” un modelo de ciudadano (agente de la renovación de la sociedad o individuo felizmente adaptado a la misma, según la perspectiva), “inculcar” ciertos valores (tolerancia, antirracismo, pacifismo, solidaridad, etc.),…

Esta pretensión, que asigna al educador una función demiúrgica, constituyente de “sujetos” (en la doble acepción de Foucault: “El término ‘sujeto’ tiene dos sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la conciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término sugiere una forma de poder que subyuga y somete”) (9), siempre orientada hacia la “mejora” o “transformación” de la sociedad, resulta hoy absolutamente ilegítima: ¿En razón de qué está capacitado un educador para tan ‘alta’ misión? ¿Por sus estudios? ¿Por sus lecturas? ¿Por su impregnación “científica”? ¿En razón de qué se sitúa tan ‘por encima’ de los estudiantes, casi al modo de un “salvador”, de un sucedáneo de la divinidad, “creador” de hombres? ¿En razón de qué un triste funcionario puede, por ejemplo, arrogarse el título de forjador de sujetos críticos? Se hace muy difícil responder a estas preguntas sin recaer en la achacosa “ideología de la competencia”, o “del experto”: fantasía de unos especialistas que, en virtud de su formación científica (pedagogía, sicología, sociología,…), se hallarían verdaderamente preparados para un cometido tan sublime. Se hace muy difícil buscar para esas preguntas una respuesta que no rezume idealismo, que no hieda a metafísica (idealismo de la Verdad, o de la Ciencia; metafísica del Progreso, del Hombre como sujeto/agente de la Historia, etc.). Y hay en todas las respuestas concebibles, como en la médula misma de aquella solicitud demiúrgica, un elitismo pavoroso: la postulación de una nutrida aristocracia de la inteligencia (los profesores, los educadores), que se consagraría a esa delicada corrección del carácter -o, mejor, a cierto diseño industrial de la personalidad. Subyace ahí un concepto moral decimonónico, una ética de la ‘amputación’ y del ‘injerto’, un proceder estrictamente religioso, un trabajo de ‘prédica’ y de ‘inquisición’. Late ahí una mitificación expresa de la figura del Educador, que se erige en autoconciencia crítica de la Humanidad (conocedor y artífice del “tipo de sujeto” que esta necesita para ‘progresar’), invistiéndose de un genuino poder pastoral e incurriendo una y mil veces en aquella “indignidad de hablar por otro” a la que tanto se ha referido Deleuze (10). Y todo ello con un inconfundible aroma a filantropía, a obra humanitaria, redentora…

De la mano de esta concepción de la labor del “educador”, se filtra también en la práctica docente ‘reformista’ de la Democracia una modalidad subrepticia de autoritarismo: al colectivo estudiantil se le reclama una sumisión ‘inteligente’ al activismo de las metodologías-punta, que suele implicar una mayor colaboración con la Institución; en su posición irremediablemente subalterna, los alumnos deben “dejarse trabajar”, “dejarse modelar”, siempre por su propio ‘bien’ e incluso por el de la comunidad toda.

Aquí radica una diferencia reseñable entre la escuela de la Democracia y la de la Dictadura. Durante el Franquismo, los “educadores”, concentrando en su persona las prerrogativas de un Juez, un Padre, un Predicador y un Verdugo, y pudiendo administrar libremente la violencia física y la agresión simbólica, no sentían la necesidad de disimular su despotismo bajo un dispositivo pedagógico prediseñado, por lo que se entregaban a aquella recreación puntual del carácter estudiantil de manera directa e inmediata, sin subterfugios ni intercalaciones.

Bajo la Democracia, por el contrario, los profesores se sienten impelidos a desaparecer estratégicamente de la escena, a colocar entre ellos y el alumnado una suerte de artefacto pedagógico, una estructura didáctica y metodológica a la que, en rigor, incumbiría la mencionada tarea subjetivizadora. Y será esta estructura la que, inculcando “hábitos”, imponiendo disciplinas secretas, actuará sobre la conciencia de los estudiantes, moldeando insidiosamente la personalidad. El educador sostendrá la representación, reparará circunstancialmente el aparato y procurará convertir a los jóvenes en un resorte más del engranaje “formativo” -de ahí el interés en que las clases sean ‘participativas’, ‘biunívocas’, ‘dialogadas’,… En ocasiones, y dado el margen de autonomía que la legislación “democrática” confiere al enseñante, puede a este caberle el orgullo de haber ‘diseñado’ la tecnología educativa por su cuenta, de haber ‘engendrado’ el monstruo pedagógico… Este es el tipo de “profesor” que la Democracia anhela: un inventor de ‘métodos alternativos’, un forjador de ‘ambientes escolares’, y ya no un dictador detestable aferrado a la tediosa “clase magistral” de siempre. Se quiere un déspota (más o menos ‘ilustrado’); pero un déspota casi ausente, camuflado, impalpable, en cierto sentido silencioso.

Otro presupuesto de la pedagogía moderna estriba en el axioma de que “para educar es necesario encerrar”. Todas las propuestas reformistas parten de esta aceptación del Encierro; y luego estudian el modo de “amenizarlo”, de “amueblarlo” (procedimientos, didácticas, estrategias), siempre con la mirada puesta en el ‘bien’ del estudiante y en la ‘mejora’ de la sociedad… Sin embargo, la juventud también se auto-educa en la sociedad civil, fuera de los muros de la Institución, mediante la lectura no-dirigida, el aprovechamiento de los diversos canales de transmisión cultural independientes de la Escuela (entidades culturales, medios de comunicación, asociaciones,…), la relación informal con los adultos, los viajes, la asimilación de las experiencias laborales, etc. Hay, pues, al margen de la Escuela, un vasto campo de posibilidades de auto-formación, de auto-educación, difuso y complejo, que impregna casi todo el tejido de la vida cotidiana, de la interacción social; campo de posibilidades que está siendo explotado, de hecho, por la juventud, y probablemente más por la juventud no-escolarizada que por la escolarizada, más por los trabajadores que por los estudiantes (demasiado encastillados, estos últimos, en la mansión universitaria). A lo largo de nuestra vida, casi todos nosotros habremos tropezado, más de una vez, con algún exponente de esos jóvenes trabajadores “sin estudios” (desechados por el sistema escolar o desertores voluntarios del mismo) que nos ha sorprendido no obstante por la riqueza y consistencia de su bagaje cultural, por el modo en que se ha auto-educado y por su forma de entender el saber, tal y como quería Artaud, “a la manera de un instrumento para la acción, una especie de nuevo órgano, un segundo aliento” (11); exponente de una cierta juventud trabajadora que ha sabido llevar a la práctica la consigna de W. Benjamin: “liberar la tradición cultural del respectivo conformismo que, en cada fase de la historia, está a punto de subyugarla” (12).

Como ha comprobado Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar) los inquietantes procesos populares de “auto-educación” -en las familias, en las tabernas, en las fábricas, etc.-, los patronos y los gobernantes de los albores del Capitalismo tramaron el Gran Plan de un “confinamiento educativo” de la Juventud (13). No olvidemos que la enseñanza moderna, estatal, se generaliza a lo largo del siglo XIX a fin de conjurar un problema creciente de deterioro del orden público, en gran medida estimulado por la no-regularización administrativa de los procesos de transmisión cultural. Poco a poco, la escolarización, rigurosamente obligatoria, empieza a competir con éxito por la hegemonía como instrumento de la socialización de la Cultura, debilitando el influjo de las restantes instancias, pero no acabando literalmente con ellas. Quiero decir, con todo esto, que, como ha subrayado I. Illich, el “encierro” no es la condición fundamental de la Educación, no es una premisa insuprimible, aunque así los postule la ideología escolar. Y ha sido esa ideología profesional de los pedagogos y de los docentes, de acuerdo con los intereses del Estado, la que ha centrado todo el debate a propósito de la Educación en torno a la figura de la Escuela. Naturalizada, presa de lo que Lukács denominó el maleficio de la cosificación, la institución escolar se ha convertido finalmente en un fetiche, en un ídolo sin crepúsculo. Y la exigencia del confinamiento educativo aparece hoy como un dogma de toda pedagogía, reformista o no; como un “credo” al que se abrazan sin excepción los Estados, dictatoriales o democráticos.

Hay, sin embargo, una diferencia entre las estrategias desplegadas por la Democracia y por la Dictadura para ‘controlar’ los hipotéticos efectos de la transmisión cultural no-institucionalizada, el desenlace de los procesos no-escolares de aprendizaje y formación. El Franquismo optó por disecar el horizonte cultural, por constituir un panorama educativo raquítico y monocolor: Escuelas y Universidades, de un lado, estatales o para-estatales (privadas, confesionales); y entidades culturales ideológicamente afines de otro, con un desenvolvimiento y una producción supervisadas. Aunque, con el paso del tiempo, el régimen franquista limó sus aristas más duras y se flexibilizó efectivamente, siempre tendió a una calculada contención de la oferta cultural, a un encogimiento máximo de la esfera intelectual. La Democracia prefiere, por el contrario, también en este terreno, el éxtasis de la producción, la hipertrofia de la factoría cultural, convencida de que la lógica del Mercado, en el estadio actual de dominación de las conciencias, se bastará por sí misma para maniatar y casi ahogar los proyectos culturales opositores, las experiencias educativas anticapitalistas. Casi no requiere un verdadero trabajo de “policía cultural”, pues la precariedad económica de los colectivos resistentes, sus limitaciones materiales y sus escrúpulos ideológicos (cierta fobia a la ganancia, al beneficio, a la rentabilidad, en muchos casos) determina frecuentemente el fracaso de sus empresas, o los aboca a una presencia testimonial, dramáticamente anecdótica. En lugar de combatir y clausurar los dispositivos ‘contestatarios’ de transmisión cultural, la Democracia los deja estar, consciente de que su vuelo es corto y su incidencia social casi nula, pero procura siempre centrarlos de una forma o de otra sobre el modelo de la “Escuela”, institucionalizarlos, soldarlos al aparato del Estado, alejarlos de la informalidad y de la no-organización. Es propio de las estrategias democráticas favorecer la proliferación de las escuelas, se acojan al rótulo que se acojan. Incluso las Escuelas Libres son admitidas sin aspavientos, pues nada

se teme de ellas y en muy poco se distinguen de las escuelas estatales.

2-2) Microfísica del poder en las aulas

¿Cómo se define en lo empírico la Escuela de la Democracia (esa Escuela que la Democracia tiende a constituir, negación inconcluyente de la “escuela tradicional” vehiculada por el Franquismo)? ¿Qué microfísica del poder opera cada día en nuestras aulas? ¿Cuáles son, en síntesis, los rasgos identificativos, vertebradores, del Reformismo Pedagógico?

a) La aceptación -por convencimiento o bajo presión- de la obligatoriedad de la Enseñanza y, por tanto, el control más o menos escrupuloso de la asistencia de los alumnos a las clases. Las formulaciones reformistas aceptan este principio de mala gana, se diría que a regañadientes, y buscan el modo de ‘disimular’ dicho control, evitando el “pase de lista” tradicional, omitiendo circunstancialmente alguna falta, etc. Pero no se da nunca un rechazo absoluto, y explícito, del correspondiente requerimiento administrativo.

Para claudicar, aún de forma revoltosa, ante la exigencia del mencionado control, el profesorado ‘disidente’ cuenta con los argumentos de varias tradiciones de Pedagogía Crítica, que aconsejan circunscribir las iniciativas innovadoras, los afanes transformadores, al ámbito de la ‘autonomía real’ del profesor, al terreno de lo que puede efectivamente hacer sin violar las principales figuras legales de la Instituciónpor ejemplo, las pedagogías no-directivas inspiradas en la psicoterapia, con C.R. Rogers como exponente; y la llamada “pedagogía institucional”, que se nutre de las propuestas de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez, entre otros (14). Recabando la comprensión y la complicidad de los alumnos en un lance tan enojoso, sintiéndose justificado por pedagogos muy radicales, y sin un celo excesivo, el educador progresista controla, de hecho, la asistencia. Ignorando la célebre máxima de Einstein (“la educación debe ser un regalo”), despliega sus “novedosos” y “beneficiosos” métodos ante un conjunto de interlocutores forzados, de ‘partícipes’ y ‘actores’ no-libres, casi unos prisioneros a tiempo parcial. Y, en fin, se solidariza implícitamente con el triple objetivo de esta “obligación de asistir”: dar a la Escuela una ventaja decisiva en su particular duelo con los restantes, y menos dominables, vehículos de transmisión cultural (erigirla en anti-calle); proporcionar a la actuación pedagógica sobre la conciencia estudiantil la duración y la continuidad necesarias para solidificar hábitus y, de este modo, cristalizar en verdaderas disposiciones caracteriológicas; hacer efectiva la primera “lección” de la educación administrada, que aboga por el sometimiento absoluto a los designios del Estado (inmiscuyéndose, como ha señalado Donzelot, en lo que cabría considerar esfera de la autonomía de las familias, el Estado no solo secuestra y confina cada día a los jóvenes, sino que fuerza también a los padres, bajo la amenaza de una intervención judicial, a consentir ese rapto e incluso a hacerlo viable). He aquí, desde un primer gesto, la doblez consustancial de todo progresismo educativo…

b) La negación (en su conjunto o en parte) del temario oficial y su sustitución por “otro”considerado ‘preferible’ bajo muy diversos argumentos -su carácter no-ideológico, su criticismo superior, su ‘actualización’ científica, su mejor adaptación al entorno geográfico y social del Centro, etc. El “nuevo” temario podrá ser elaborado por el profesor mismo, o por la asamblea de los educadores disconformes, o de modo ‘consensuado’ entre el docente y los alumnos, o por el ‘consejo autogestionario’, o, en el límite, solo por los estudiantes…, según el grado de atrevimiento de una u otra propuesta reformista. Debidamente justificada, esta programación sustitutoria suele obtener casi de trámite su aprobación por las autoridades educativas, pues, dada la decantación ideológica de los profesores (que en la mayoría de los casos no va más allá de un progresismo liberal o socialdemócrata), tiende a tomar como referencia el patrón ‘oficial’, y se limita a desplazar los acentos, añadir cuestiones complementarias, suprimir o aligerar otras, etc.

En el área de las humanidades, en particular, los temarios alternativos de nuestros días apenas sí se distinguen de los ‘oficiales’ por la mayor atención que prestan a los asuntos de crítica y denuncia social; por la apertura a temas eventualmente ‘de moda’, como el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el antirracismo, etc., y a problemáticas de índole regional, nacional o cultural; y por la ocasional asunción de aparatos conceptuales o bien pretendidamente “más críticos” -el materialismo histórico, de forma residual-, o bien presuntamente “más científicos” (jergas funcionalistas, o estructuralistas, o semiológicas,…).

Solo entre los profesores de orientación libertaria, los docentes formados en el marxismo y los educadores que -acaso por trabajar en zonas ‘problemáticas’ o socio-económicamente degradadas- manifiestan una extrema receptividad a los planteamientos concienciadores tipo Freire, cabe hallar excepciones, aisladas y reversibles, cada vez menos frecuentes, a la regla citada, con un desechamiento global de las prescriptivas curriculares de la Democracia y una elaboración detallada de auténticos temarios ‘alternativos’. Y en estos casos en que el currículum se remoza de arriba a abajo, surge habitualmente una dificultad en el seno mismo de la estrategia reformista. Si bien esos profesores aciertan en su crítica de los programas vigentes (efectivamente legitimatorios) (15), luego confeccionan unos temarios de reemplazo demasiado cerrados, casi de nuevo dogmáticos, que sirven de soporte a unas prácticas en las que el componente de ‘adoctrinamiento’ no puede ocultarse, entrando en contradicción con los propósitos declarados de formar hombres “críticos”, “moral e ideológicamente independientes”, etc. Reproducen así, de algún modo, la aporía que habitó entre los proyectos de sus viejos inspiradores pedagógicos (Ferrer Guardia y los pedagogos libertarios de Hambugo, valga el ejemplo, por un lado; Blonskij y Makarenko, por otro; y el propio Freire, con sus seguidores, casi insinuando una tercera vía) (16). Por último, y como han subrayado Illich y Reimer, registrándose acusadas diferencias al nivel de la pedagogía “explícita” (temarios, contenidos, mensajes,…) entre las propuestas ‘conservadoras’ y las ‘revolucionarias’, no ocurre lo mismo en el plano de la pedagogía “implícita”, donde se constata una sorprendente afinidad: las mismas sugerencias de heteronomía moral, una idéntica asignación de roles, semejante trabajo de normalización del carácter, etc. (17).

En definitiva, participe o no el alumnado en la tarea de “rectificación curricular”, y destaque o no esta por su envergadura, el revisionismo de los temarios nunca podrá considerarse un instrumento efectivo de la praxis transformadora, pues, sujeto a veces a afanes proselitistas y de adoctrinamiento (que constituyen, en sí mismos, la negación de la autonomía y de la creatividad estudiantiles), queda invariablemente preso en las redes de la “pedagogía implícita” -atenazado y reducido por esa fuerza etérea que, desde el trasfondo del momento verbal de la enseñanza, influye infinitamente más en la conciencia que todo discurso y toda voz.

c) La modernización de la “técnica de exposición” y la modificación de la “dinámica de las clases”. La Escuela de la Democracia procura explotar en profundidad las posibilidades didácticas de los nuevos medios audiovisuales, virtuales, etc., y está abierta a la incorporación ‘pedagógica’ de los avances tecnológicos coetáneos -una forma de contrarrestar el tan denostado “verbalismo” de la enseñanza tradicional. Proyecta sustituir, además, el rancio modelo de la “clase magistral” por otras dinámicas participativas que reclaman la implicación del estudiante: coloquios, representaciones, trabajos en grupo, exposiciones por parte de los alumnos, talleres,… Se trata, una vez más, de acabar con la típica pasividad del alumno -interlocutor mudo y sin deseo de escuchar-; ‘pasividad’ que, al igual que el fraude en los exámenes, ha constituido siempre una forma de resistencia estudiantil a la violencia y arbitrariedad de la Escuela, una tentativa de inmunización contra los efectos del incontenible discurso profesoral, un modo de no-colaborar con la Institución y de no ‘creer’ en ella…

Todo el énfasis se pone, entonces, en las mediaciones, en las estrategias, en el ambiente, en el constructivismo metodológico. Estas fueron las inquietudes de las Escuelas Nuevas, de las Escuelas Modernas, de las Escuelas Activas,… Hacia aquí apuntó el reformismo originario, asociado a los nombres de Dewey en los EEUU, de Montessori en Italia, de Decroly en Bélgica, de Ferrière en Francia,… De aquí partieron asimismo los “métodos Freinet”, con todos sus derivados. Y un eco de estos planteamientos se percibe aún en determinadas orientaciones “no-directivas” contemporáneas. Quizás palpite aquí, por ultimo, el corazón del reformismo cotidiano, ese reformismo de las Escuelas de la Democracia, de los Institutos de hoy, de los profesores renovadores, inquietos, contestatarios… Es lo que, en El Irresponsable, he llamado “la Ingeniería de los Métodos Alternativos”; labor de ‘diseño didáctico’ que, en sus formulaciones más radicales, suele hacer suyo el espíritu y el estilo inconformista de Freinet: una voluntad de denuncia social desde la Escuela, de educación desmitificadora para el pueblo, de crítica de la ideología burguesa, apoyada fundamentalmente en la renovación de los métodos (imprenta en el aula, periódico, correspondencia estudiantil, etc.) y en la negación incansable del sistema escolar establecido – “la sobrecarga de materias es un sabotaje a la educación”, “con cuarenta alumnos para un profesor no hay método que valga”, anotó, por ejemplo, Freinet.

Cabe detectar, me parece, una dificultad insalvable en el seno de estos planteamientos: el “cambio” en la dinámica de las clases deviene siempre como una imposición del profesor, un dictado de la Autoridad; y deja sospechosamente en la penumbra la cuestión de los fines que propende. ¿Nuevas herramientas para el mismo viejo trabajo sórdido? ¿Un instrumental perfeccionado para la misma inicua operación de siempre? Así lo consideraron Vogt y Mendel, para quienes la fastuosidad de los nuevos métodos escondía una aceptación implícita del sistema escolar y del sistema social general (18). No se le asigna a la Escuela otro cometido mediante la mera renovación de su arsenal metodológico: esto es evidente.

Por añadidura, aquella “imposición” del sistema didáctico alternativo por un hombre que declara perseguir en todo momento el ‘bien’ de sus alumnos, sugiere -desde el punto de vista del ‘currículum oculto’- la idea de una Dictadura Filantrópica (o Dictadura de un Sabio Bueno), de su posibilidad, y nos retrotrae al modelo histórico del Despotismo Ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Aquí: “Todo para los estudiantes, pero sin los estudiantes”. Como aconteció con la mencionada experiencia histórica, siendo insuficiente su Ilustración -poco sabe de la dimensión socio-política de la Escuela, de su funcionamiento clasista, que no se altera con la simple sustitución de los métodos; demasiado confía en la espontaneidad del estudiante (Ferrière), en los aportes de la ciencia psicológica (Piaget), en la magia de lo colectivo (Oury); nada quiere oír a propósito de la “pedagogía implícita”, de la hipervaloración de la figura del Educador que le es propia, etc.-, su Despotismo se revela, por el contrario, excesivo: es el Profesor el que, desde la sombra y casi en silencio, lleva las riendas del experimento, examinándolo y evaluándolo, y reservándose el derecho a ‘decretar’ (si es preciso) las correcciones oportunas…

Gracias al vanguardismo didáctico, la educación administrada se hace más soportable, más llevadera; y la Escuela puede desempeñar sus funciones seculares (reproducir la desigualdad social, ideologizar, sujetar el carácter) casi contando ya con la aquiescencia de los alumnos, con el agradecimiento de las víctimas. No es de extrañar, por tanto, que casi todas las propuestas didácticas y metodológicas de la tradición pedagógica ‘progresiva’ hayan sido paulatinamente incorporadas por la Enseñanza estatal; que las sucesivas remodelaciones del sistema educativo, promovidas por los gobiernos democráticos, sean tan receptivas a los principios de la Pedagogía Crítica; que, por su oposición a las estrategias ‘activas’, participativas, etc., sea el proceder inmovilista del “profesor tradicional” el que se perciba, desde la Administración, casi como un peligro, como una práctica disfuncional -que engendra aburrimiento, conflictos, escepticismo estudiantil, problemas de legitimación,… Tampoco llama la atención que buena parte de las experiencias de renovación didáctica y metodológica se lleven a cabo sin operar cambios importantes en la programación, como si se contentaran con “amenizar” la divulgación de las viejas verdades, con “optimizar” el rendimiento ideológico de la Institución (19).

d) La impugnación de los modelos ‘clásicos’ de examen (trascendentales, memorístico-repetitivos), que serán sustituidos por pruebas menos “dramáticas”, a través de las cuales se pretenderá calificar ‘actitudes’, ‘destrezas’, ‘capacidades’, etc.; y la promoción de la participación de los estudiantes en la definición del tipo de examen y en los sistemas mismos de calificación. Permitiendo la consulta de libros y apuntes en el trance del examen, o sustituyéndolo por ejercicios susceptibles de hacer en casa, por trabajos de síntesis o de investigación, por pequeños ‘controles’ periódicos, etc., los profesores reformistas desdramatizan el fundamento material de la evaluación, pero no lo derrocan. Así como no niegan la obligatoriedad de la Enseñanza, los educadores ‘progresistas’ de la Democracia admiten, con reservas o sin ellas, este imperativo de la evaluación. Normalmente, declaran calificar disposiciones, facultades (el ejercicio de la crítica, la asimilación de conceptos, la capacidad de análisis,…), y no la repetición memorística de unos contenidos expuestos. Pero, desdramatizado, bajo otro nombre, reorientado, el “examen” (o la prueba) está ahí; y la “calificación” -la evaluación– sigue funcionando como el eje de la pedagogía, explícita e implícita.

Por la subsistencia del “examen”, las prácticas reformistas se condenan a la esclerosis político-social: su reiterada pretensión de estimular el criticismo y la independencia de criterio choca frontalmente con la eficacia de la “evaluación” como factor de interiorización de la ideología dominante (ideología del fiscalizador competente, del operador ‘científico’ capacitado para juzgar objetivamente los resultados del aprendizaje, los progresos en la formación cultural; ideología de la desigualdad y de la jerarquía naturales entre unos estudiantes y otros, entre estos y el profesor; ideología de los dones personales o de los talentos; ideología de la competitividad, de la lucha por el éxito individual; ideología de la sumisión conveniente, de la violencia inevitable, de la normalidad del dolor -a pesar de la ansiedad que genera, de los trastornos psíquicos que puede acarrear, de su índole agresiva, etc., el “examen” se presenta como un mal trago socialmente indispensable, una especie de adversidad cotidiana e insoslayable-; ideología de la simetría de oportunidades, de la prueba unitaria y de la ausencia de privilegios; etc.). En efecto, componentes esenciales de la ideología del Sistema se condensan en el “examen”, que actúa también como corrector del carácter, como moldeador de la personalidad -habitúa, así, a la aceptación de lo establecido/insufrible, a la perseverancia torturante en la Norma. Por último, y tal y como demostraron Baudelot y Establet para el caso de Francia, el “examen”, con su función selectiva y segregadora, tiende a fijar a cada uno en su condición social de partida, reproduciendo de ese modo la dominación de clase (20). Elemento de la perpetuación de la desigualdad social (Bourdieu y Passeron) (21), destila además una suerte de “ideología profesional” (Althusser) que coadyuva a la legitimación de la Escuela y a la mitificación de la figura del Profesor… Toda esta secuencia ideo-psico-sociológica, tan comprometida en la salvaguarda de lo Existente, halla paradójicamente su aval en las prácticas evaluadoras de esa porción del profesorado que, ¿quién va a creerle?, dice simpatizar con la causa de la “mejora” o “transformación” de la sociedad…

Tratando, como siempre, de distanciarse del modelo del “profesor tradicional”, su enemigo declarado, los educadores reformistas pueden promover además la participación del alumnado en la ‘definición’ del tipo de examen (para que los estudiantes se impliquen decididamente en el diseño de la tecnología evaluadora a la que habrán de someterse) y, franqueando un umbral inquietante, en los sistemas mismos de calificación -nota consensuada, calificación por mutuo acuerdo entre el alumno y el profesor, evaluación por el colectivo de la clase, o, incluso, auto-calificación ‘razonada’… Este afán de involucrar al alumno en las tareas vergonzantes de la evaluación, y el caso extremo de la auto-calificación estudiantil, que encuentra su justificación entre los pedagogos fascinados por la psicología y la psicoterapia (22), persigue, a pesar de su formato progresista, la absoluta “claudicación” de los jóvenes ante la ideología del examen -y, por ende, del sistema escolar- y quisiera sancionar el éxito supremo de la Institución: que el alumno acepte la violencia simbólica y la arbitrariedad del examen; que interiorice como ‘normal’, como ‘deseable’, el juego de distinciones y de segregaciones que establece; y que sea capaz, llegado el caso, de suspenderse a sí mismo, ocultando de esta forma el despotismo intrínseco del acto evaluador. En lo que concierne a la Enseñanza, y gracias al progresismo benefactor de los reformadores pedagógicos, ya tendríamos al policía de sí mismo, ya viviríamos en el neofascismo.

Recurriendo a una expresión de López-Petit, Calvo Ortega ha hablado del “modelo del autobús” para referirse a las formas contemporáneas de vigilancia y control: en los autobuses antiguos, un ‘revisor’ se cercioraba de que todos los pasajeros hubieran pagado el importe del billete (uno vigilaba a todos); en los autobuses modernos, por la mediación de una máquina, cada pasajero ‘pica’ su billete sabiéndose observado por todos los demás (todos vigilan a uno). En lo que afecta a la Enseñanza, y gracias al invento de la “auto-evaluación”, en muchas aulas se ha dado ya un paso más: no es ‘uno’ el que controla a todos (el profesor calificando a los estudiantes); ni siquiera son ‘todos’ los que se encargan del control de cada uno (el colectivo de la clase evaluando, en asamblea o a través de cualquier otra fórmula, a cada uno de sus componentes); es ‘uno mismo’ el que se ‘auto-controla’, uno mismo el que se aprueba o suspende (auto-evaluación). En este autobús que probablemente llevará a una forma inédita de fascismo, aún cuando casualmente no haya nadie, aún cuando esté vacío, sin revisor y sin testigos, cada pasajero ‘picará’ religiosamente su billete (uno se vigilará a sí mismo). Convertir al estudiante en un policía de sí mismo: este es el objetivo que persigue la Escuela de la Democracia. Convertir a cada ciudadano en un policía de sí mismo: he aquí la meta hacia la que avanza la Democracia en su conjunto. Se trata, en ambos casos, de reducir al máximo el aparato visible de coacción y vigilancia; de camuflar y travestir a sus agentes; de delegar en el individuo mismo, en el ciudadano anónimo, y a fuerza de “responsabilidad”, “civismo” y “educación”, las tareas decisivas de la Vieja Represión.

e) El favorecimiento de la participación de los alumnos en la gestión de los Centros (a través de ‘representantes’ en los Claustros, Juntas, Consejos Escolares, etc.) y el fomento del “asambleísmo” y la “auto-organización” estudiantil a modo de lucha por la democratización de la Enseñanza. En el primero de estos puntos confluyen el reformismo administrativo de los gobiernos democráticos y el ‘alumnismo’ sentimental de los docentes progresistas, con una discrepancia relativa en torno al grado de aquella intervención estudiantil (número, mayor o menor, de alumnos en el Consejo Escolar, por ejemplo) y a las materias de su competencia (¿los problemas de orden disciplinario?, ¿los aspectos de la evaluación?, ¿la distribución del presupuesto?,…). Dejando a un lado esta discrepancia, docentes y legisladores suman sus esfuerzos para alcanzar un mismo y único fin: la integración del estudiante, a quien se concederá -como urdiéndole una trampa- una engañosa cuota de poder (23).

Dentro de la segunda línea reformadora, en principio radical, se sitúan las experiencias educativas no-estatales de inspiración anarquista -como “Paideia. Escuela Libre”- y las prácticas de pedagogía “antiautoritaria” (‘institucional’, ‘no-directiva’ o de fundamentación psicoanalítica) trasladadas circunstancialmente, de forma individual, a las aulas de la enseñanza pública. Se resuelven, en todos los casos, en un fomento del asambleísmo estudiantil y de la autogestión educativa, y en una renuncia expresa al poder profesoral. La Institución (estatal o para-estatal) se convierte, así, en una escuela de democracia; pero de “democracia viciada”, en mi opinión. Viciada, ante todo, porque, al igual que ocurría con la pirotecnia de los Métodos Alternativos, es el profesor el que impone la nueva dinámica, el que obliga al asambleísmo; y este gesto, en sí mismo paternalista, semejante -como vimos- al que instituyó el Despotismo Ilustrado, no deja de ser un gesto autoritario, de ambiguo valor educativo -contiene la idea de un Salvador, de un Liberador, de un Redentor, o, al menos, de un Cerebro que implanta lo que conviene a los estudiantes como reflejo de lo que convendría a la Humanidad. A los jóvenes no les queda más que “estar agradecidos”; y empezar a ejercer un poder que les ha sido ‘donado’, ‘regalado’. La sugerencia de que la “libertad” (entendida como democracia, como autogestión) se conquista, deviene como “el botín que cabe en suerte a los vencedores de una lucha” (Benjamin), está excluida de ese planteamiento. Por añadidura, parece como si al alumnado no se le otorgara el poder mismo, sino solo su usufructo; ya que la “cesión” tiene sus condiciones y hay, por encima de la esfera autogestionaria, una Autoridad que ha definido los límites y que vigila su desenvolvimiento (24). Como se apreciará, estas estrategias estallan en contradicciones insolubles, motivadas por la circunstancia de que en ellas el “profesor”, en lugar de autodestruirse, se magnifica: con la razón de su lado, todo lo reorganiza en beneficio de los alumnos y, de paso, para contribuir a la transformación de la sociedad. Se dibuja, así, un espejismo de democracia, un simulacro de cesión del poder. De hecho, el profesor sigue investido de toda la autoridad, aunque procure invisibilizarla; y la libertad de sus alumnos es una libertad contrita, maniatada, ajustada a unos moldes creados por él.

Esta concepción “estática” de la libertad -una vez instalados en el seno de la misma, los alumnos ya no pueden ‘recrearla’, reinventarla-, y de la libertad “circunscrita”, “limitada”, vigilada por un Hombre al que asiste la certidumbre absoluta de haber dado con la Ideología Justa, con la organización ‘ideal’, es, y no me importa decirlo, la concepción de la libertad del estalinismo, la negación de la libertad. Incluso en sus formulaciones más extremosas, la Escuela de la Democracia acaba definiéndose como una Escuela sin Democracia (25)…

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Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se está alterando en la Escuela bajo la Democracia: aquel dualismo nítido profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo progresivamente el aspecto de una asociación o de un enmarañamiento. Se produce, fundamentalmente, una “delegación” en el alumno de determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto de la práctica pedagógica… Habiendo participado, de un modo u otro, en la Rectificación del temario, ahora habrá de ‘padecerlo’. Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se ‘co-responsabilizará’ del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el factor “rutina” erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que lleva a un mal puerto? En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Democracia confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica interna de la Institución.

3) INSISTENCIA (DISCURSO DETENIDO)

Cada día un poco más, la Escuela de la Democracia es, como diría Cortázar, una “Escuela de noche”. La parte ‘visible’ de su funcionamiento coercitivo aminora y aminora. Sostenía Arnheim que, en pintura como en música, la “buena” obra no se nota -apenas hiere nuestros sentidos. Me temo que éste es también el caso de la “buena” represión: no se ve, no se nota. Hay algo que está muriendo de paz en nuestras escuelas; algo que sabía de la resistencia, de la crítica. El “estudiante ejemplar” de nuestro tiempo es una figura del horror: se le ha implantado el corazón de un profesor y se da a sí mismo escuela todos los días. Horror dentro del horror, el de un autoritarismo intensificado que a duras penas sabremos percibir. Horror de un cotidiano trabajo de poda sobre la conciencia. “¡Dios mío, qué están haciendo con las cabezas de nuestros hijos!”, pudo todavía exclamar una madre alemana en las vísperas de Auschwitz. Yo llevo todas las mañanas a mi crío al colegio para que su cerebro sea maltratado y confundido por un hatajo de ‘educadores’, y ya casi no exclamo nada. ¿Qué puede el discurso contra la Escuela? ¿Qué pueden estas páginas contra la Democracia? ¿Y para qué escribir tanto, si todo lo que he querido decir a propósito de la Escuela de la Democracia cabe en un verso, en un solo verso, de Rimbaud:

Tiene una mano que es invisible, y que mata”.

NOTAS

(1) WILDE, O., “El crítico artista”, en Ensayos y artículos, Hyspamérica-Orbis, Barcelona, 1986, p.74.

(2) FERRER GUARDIA, F., La Escuela Moderna, Tusquets Editor, Barcelona, 1976, p.180.

(3) Por todo esto, cabe concluir que ADORNO formulaba su interpretación en los términos del “pensamiento escolarizado” -una forma de discurrir que reproduce las fábulas, las autojustificaciones, del ‘pedagogismo’ moderno. Esos son los modos de reflexión que no quiero hacer míos; ese es el código de legitimación de la Escuela al que no debiéramos atenernos…

(4) FOUCAULT, M., “Por qué hay que estudiar el poder: la cuestión del sujeto”, en Materiales de Sociología Crítica, La Piqueta, Madrid, 1980, pp.28-29.

(5) Manejo un concepto “amplio” de Reformismo Pedagógico; un concepto que aglutina tanto a las sucesivas ‘remodelaciones’ del sistema escolar inducidas por la Administración (reformismo en sentido estricto, constituyente de legalidad ), como a las estrategias particulares de ‘corrección’ de los procedimientos dominantes desplegadas, desde la fronteras de la legalidad, por el profesorado disidente. Por último, también incluyo bajo este rótulo los experimentos alternativos de enseñanza no-estatal que, a pesar de su definición anticapitalista, han sido admitidos (legalizados) por el propio Sistema -p. ej., las Escuelas Libres, tipo ‘Paideia’.

(6) Véase, al respecto, SUBIRATS, E., Contra la Razón destructiva, Tusquets, Barcelona, 1979, pp. 90-91.

(7) DERRIDA, J., La diseminación, Fundamentos, Madrid, 1975, pp. 12-15 y siguientes.

(8) GARCIA OLIVO, P., El Irresponsable, Las Siete Entidades, Sevilla, 2OOO.

(9) FOUCAULT, M., op. cit., p. 31.

(10) Véase, p. ej., “Los intelectuales y el poder. Entrevista de G. Deleuze a M. Foucault”, recogido en Materiales de Sociología…, op. cit., p. 80.

(11) ARTAUD, A., El teatro y su doble, Edhasa, Barcelona, 1973, pp. 44-45.

(12) BENJAMIN, W., Discursos Interrumpidos 1, Taurus, Madrid, 1973, p. 181.

(13) QUERRIEN, A., Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, La Piqueta, Madrid, 1979; y también DONZELOT, J., La policía de las familias, Pre-Textos, Valencia, 1979.

(14) C. R. ROGERS, partidario de una educación “centrada en el estudiante” y en la “libertad” del estudiante, introduce enseguida una matización: “El principio esencial quizá sea el siguiente: dentro de las limitaciones impuestas por las circunstancias, la autoridad, o impuestas por el educador por ser necesarias para su bienestar psicológico, se crea una atmósfera de permisividad, de libertad, de aceptación, de confianza en la responsabilidad del estudiante” (Psicoterapia centrada en el cliente, Paidós, Buenos Aires, 1972, p. 339). Como el “control de la asistencia” es una limitación impuesta por la autoridad, por la legislación, y como el ‘bienestar psíquico del profesor’ peligra ante las consecuencias de oponerse abiertamente a él (clase vacía o semi-vacía, represión administrativa, etc.), para ROGERS, tan “anti-autoritario”, sería preferible ‘aceptarlo’ a fin de no truncar la experiencia reformadora. También la llamada “pedagogía institucional”, que adelanta reformas tan espectaculares como el ‘silencio de los maestros’, la ‘devolución de la palabra a los estudiantes’ y la renuncia al poder por parte de los profesores, explicita inmediatamente que “el grupo es soberano solo en el campo de sus decisiones” (M. LOBROT, Pedagogía institucional, Humánitas, Buenos Aires, 1974, p. 292), quedando fuera de este ‘campo’ la postulación de la voluntariedad de la asistencia. Si bien el profesor delega todo su poder en el grupo, abdica en el órgano autogestionario -el “consejo de cooperativa” de Oury y Vásquez-, es solo ese “poder real”, ese “campo de su competencia”, el que pasa a los estudiantes, y ahí no está incluida la posibilidad de alterar la obligatoriedad sustancial de la asistencia.

(15) Propaganda más que “información”, enmascaramiento y distorsión de la realidad social, difusión de los mitos del Sistema, de la representación del mundo propia de la clase dominante, como han subrayado J.C. PASSERON y P. BOURDIEU, por un lado, y E. REIMER e IVAN ILLICH, por otro.

(16) FERRER GUARDIA legitima su enseñanza en función de dos ‘títulos’ sacralizados: el racionalismo y la ciencia. Por “racionalista”, por “científica”, su enseñanza es verdadera, transformadora, un elemento de Progreso. Busca, y no encuentra, libros racionalistas y científicos (p. ej., de Geografía); y tiene que encargar a sus afines la redacción de los mismos. En la medida en que su crítica socio-política del Capitalismo impregna el nuevo material bibliográfico, este pasa mecánicamente a considerarse ‘racionalista’ y ‘científico’ y, sirviendo de base a los programas, se convierte en objeto de aprendizaje por los alumnos. El compromiso ‘comunista’ de MAKARENKO es también absoluto, sin rastro de auto-criticismo, por lo que los “nuevos” programas se entregan sin descanso al comentario de dicha ideología. Incluso FREIRE diseña un proceso relativamente complejo (casi barroco) de “codificación del universo temático generador”, posterior “descodificación”, y “concientización final”, que, a poco que se arañe su roña retórica y formalizadora, viene a coincidir prácticamente con un trabajo de adoctrinamiento y movilización. Se reproduce, así, en los tres casos, aquella contradicción entre un discurso que habla de la necesidad de forjar sujetos ‘críticos’, ‘autónomos’, ‘creativos’, ‘enemigos de los dogmas’, por un lado, y, por otro, una práctica tendente a la homologación ideológica, a la asimilación pasiva de un cuerpo doctrinal dado, a la movilización en una línea concreta, prescrita de antemano…

(17) “Poco importa que el programa explícito se enfoque para enseñar fascismo o comunismo, liberalismo o socialismo, lectura o iniciación sexual, historia o retórica, pues el programa latente ‘enseña’ lo mismo en todas partes” (ILLICH, Y., Juicio a la Escuela, Humánitas, Buenos Aires, 1973, pp. l8-l9). “Las escuelas son fundamentalmente semejantes en todos los países, sean éstos fascistas, democráticos o socialistas” (ILLICH, Y., La sociedad desescolarizada, Barral, Barcelona, 1974, p. 99).

(18) VOGT, CH. Y MENDEL, G., El manifiesto de la educación, S.XXI, Madrid, 1975, pp. l78-l79.

(19) Este hecho, el desinterés de muchos “reformadores” metodológicos y didácticos por la trastocación del temario (y por el funcionamiento socio-político de la Institución), ha sido subrayado recurrentemente por los comentaristas de la llamada pedagogía progresiva.

(20) BAUDELOT, CH. Y ESTABLET, R., La escuela capitalista en Francia, S.XXI, Madrid, 1975.

(21) Como han demostrado estos autores, es una evidencia “empírica” que el examen selecciona a los hijos de la burguesía para los estudios que dan acceso a los puestos de dirección, a las profesiones socialmente más influyentes, a los escalafones superiores de la Administración, etc.; y tiende a condenar a los hijos de los trabajadores al “fracaso escolar”, a la rama subsidiaria de la “formación profesional”, a las “carreras para pobres”,… (BOURDIEU, P. Y PASSERON, J. C., La reproducción, Laia, Barcelona, 1977).

(22) “La auto-evaluación, la propia evaluación del aprendizaje, estimula al estudiante a sentirse más responsable; cuando el estudiante debe decidir los criterios que le resultan más importantes, los objetivos que se propone alcanzar, y cuando debe juzgar en qué medida lo ha logrado, no hay duda de que está haciendo un importante aprendizaje de la libertad; la vivencialidad de su aprendizaje en general aumenta y se hace más satisfactoria; el individuo se siente más libre y satisfecho” (PALACIOS, J., a propósito de los criterios de ROGERS, en La cuestión escolar, Laia, Barcelona, 1984, p. 240).

(23) Para esta engañosa participación de los estudiantes en el gobierno de los Centros se recurre a los procedimientos característicos del representantivismo liberal: “representantes” de clase y/o de curso elegidos por los estudiantes entre diversas candidaturas; “asamblea de representantes” que toma en consideración los asuntos capitales; “super-representante” que acude a las reuniones del Consejo Escolar, con un papel en el mismo rigurosamente delimitado. Se escamotea así la posibilidad misma de una democracia de base (o directa), con “delegados” ocasionales, movibles, sustituibles; un verdadero control de su actuación por el conjunto de los alumnos; y una capacidad concreta de intervención en la gestión de los Centros escolares acorde con el peso real del estudiantado en la Institución.

(24) En el caso de PAIDEIA, esa Autoridad otorgadora del poder, definidora de sus límites y vigilante de su ejercicio está constituida por “los adultos” -en sus términos. En el caso de las “pedagogías institucionales”, la Autoridad es el maestro, el profesor, que, como señala LOBROT, “está para responder a las demandas de los estudiantes, pero no responde necesariamente a toda demanda. Si lo hiciese, perdería a su vez la libertad y se convertiría en una máquina en manos de sus alumnos” (op. cit., p. 262). PAIDEIA está diseñada por los adultos, y quien quiere estudiar en esta “Escuela Libre” debe aceptar su modo de funcionamiento. La asamblea de los estudiantes no puede ‘corregir’ esa forma de operar, no puede ‘cambiar’ el rumbo de la Institución. A los alumnos se les ha dicho que así es la verdadera “democracia”, la verdadera “autogestión” educativa; no tienen más remedio que creérselo y desempeñar en ese contexto su papel. Ya han sido redimidos, ya han sido liberados del autoritarismo escolar por la sabiduría organizativa y la clarividencia ideológica de Los Adultos. El profesor institucional pone también un límite al órgano autogestionario por él concebido para la “formación democrática” y el “aprendizaje en libertad” de sus alumnos: la asamblea no puede demandar el restablecimiento de la dinámica no-institucional, no-autogestionaria. Es libre a la fuerza, autogestionaria lo quiera o no…

(25) ”Mandar para obedecer, obedecer para mandar”: según CORTÁZAR, ese era el lema de todo tipo concebible de Escuela. “Mandar para obedecer” (los estudiantes obedeciendo al profesor anti-autoritario al tomar el mando de la clase); y “obedecer para mandar” (el profesor subordinándose aparentemente a sus alumnos para gobernarlos también de esta forma). He aquí una manifestación más de aquella “hipocresía sustancial de todo reformismo” a la que tanto se ha referido Deleuze…

(De “El enigma de la docilidad”, primera edición en 2005)

Pedro García Olivo, Alto Juliana, Aldea Sesga, Rincón de Ademuz, Valencia, 19 de setiembre de 2020

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