Archivo de Bicicleta

EL ANHELO DE LIBERTAD HA MUERTO

Posted in Activismo desesperado, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Indigenismo, Proyectos y últimos trabajos with tags , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , on noviembre 8, 2018 by Pedro García Olivo

No es ya que la libertad nos dé miedo; es que de ningún modo la queremos. Nos horroriza, y por eso hablamos y hablamos de ella sin procurar vivirla en ningún momento. Cuanto más se habla de una cosa, menos presente está en la vida de las personas: y hablamos de “libertad” cuando, en realidad, no queremos ser libres; y hablamos del “amor”, cuando solo se da excepcionalmente, acaso entre los niños, acaso entre los pobres, acaso entre los erráticos; y hablamos de “democracia”, para aceptar despotismos entre votaciones periódicas; y hablamos de “educación” mientras encerramos a los menores en escuelas diseñadas para acabar con su curiosidad natural y su deseo de saber.

Porque podríamos ser “libres” de los médicos, y lo que hacemos es suplicar más hospitales y más profesionistas de la “medicalización integral del cuerpo”, proceso que atenta, estrictamente, contra la libertad y contra la salud autogestionada. Lo sabemos, al menos, desde que I. Illich escribió Némesis médica.

Porque podríamos ser “libres” de los profesores, y lo que hacemos es demandar más escuelas y más agentes del adoctrinamiento político-ideológico y de la reforma moral de la infancia y de la juventud. Contra la libertad y contra la educación avanzan las escuelas y los docentes. Nos lo sugirió Nietzsche, en l870, en un librito titulado Sobre el porvenir de nuestras escuelas.

Porque podríamos ser “libres” de los jueces y de los abogados, y lo que hacemos es poner denuncias y pleitos cada vez que alguien nos falta o nos humilla. Que la Judicatura se inventó para acabar con la Justicia y con las formas comunitarias de arreglar los asuntos y hacer las paces. Los estudiosos del “derecho consuetudinario oral”, vigente todavía en reductos del mundo indígena, nómada y rural-marginal, nos lo viene recordando periódicamente. Y quiero mencionar aquí al grupo de profesores que trabajan el asunto de “La Paz Imperfecta” en la Universidad de Granada, a Carmen Cordero para los pueblos originarios de Mesoamérica, a S. Mbah para el “sistema de aldeas” en el África Negra, a F. Grande para los gitanos españoles…

Que podríamos ser “libres” de los medios de comunicación y lo que hacemos es perdernos todos los días en ellos, navegando a la deriva, para tener algo que opinar sin haber pensado antes. Que los media se hicieron para imponer la “doxa”, enemigos afilados del saber que brota de la propia experiencia y de la reflexión personal. No solo ya no pensamos, sino que ni siquiera “miramos” (la observación detenida y puntillosa de la realidad inmediata, no filtrada por las pantallas, es un hábito a punto de perderse), como le escuché decir en alguna ocasión a M. Delgado.

Que podríamos ser “libres” de las policías y de los ejércitos, y nos dedicamos más bien a reclamarle al Estado más seguridad en las calles y en el barrio, como si las gentes, vigilando y cooperando, no hubieran sabido tradicionalmente asegurarse la integridad colectiva sin tener que pagar mercenarios deplorables. Nunca olvidaré la tranquilidad con que dormí en los asentamientos ilegales de Guatemala (barrios piratas, ocupaciones viviendistas), mientras cooperé con la CONAPAMG, confiando plenamente en los muy eficaces dispositivos autónomos vecinales para la protección del grupo, que temía precisamente al ejército y a las policías.

Porque podríamos ser “libres” de la red estatal o privada de transporte ciudadano, y hemos permitido que la bicicleta se pudriera a la intemperie, olvidada y oxidada. Que los buses y los trenes sancionan la esclerosis de nuestro ser físico y la defunción del placer de tener un cuerpo y de usarlo para moverse. Hace ya años que A. Artaud señaló el punto de llegada de un tan cotidiano disparate: “El hombre común ignora hasta qué punto puede llegar el vicio de tener un cuerpo y servirse de ese cuerpo”.

Que podríamos ser “libres” de casi todo, pero en realidad no queremos ya serlo, que amamos las cadenas y nos horroriza la libertad al alcance… Mil veces he citado, a propósito, a K. Jaspers: “La vida es la ocasión para un experimento, pero el hombre moderno está obsesionado con liberarse de la libertad”.

Y sí, hablaremos todos los días contra la opresión y a favor de la libertad, nosotros los oprimidos a gusto y los alérgicos a la libertad concreta, inmediata, accesible.

El anhelo de libertad ha muerto. Hoy se lucha por la administración pública de grilletes y de venenos, como todos los “servicios” y todos los “bienestares” que nos brinda el Estado; hoy se clama por el entierro definitivo del organismo que nos había erigido en “animales humanos”.

La “ciudadanía” es el cementerio de la libertad…

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Pedro García Olivo

Buenos Aires, 8 de noviembre de 2018

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

IGUALDAD DE DERECHOS PARA EL HOMBRE, EL ANIMAL Y LA MÁQUINA

Posted in Activismo desesperado, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales with tags , , , , , , , , , , , , , , , , , , , on septiembre 1, 2018 by Pedro García Olivo

Austeridad convivencial

1. La belleza de su alma

En Argentina conocí la «bicicleta mínima». De tan sencilla, de tan elemental, solo le pide al ciclista que tome las curvas y que pedalee. Sin frenos ni timbre en el manillar, carece asimismo de cambios. Le basta con un plato y un piñón. No tiene guardabarros ni portaequipajes. A menudo, aparece desprovista de rótulos, sin inscripciones o motivos decorativos sobre el metal pintaldo. Recibe el nombre de «playera»; y consiste exactamente en dos ruedas, un cuadro, los pedales, un manillar y un sillín. Nada más.

En su simpleza, es la bici más «inteligente» del mundo: ella se encarga de todo, ocupándose por completo de la marcha, ya que a nosotros, salvo darle a los pedales y controlar la dirección, nada nos corresponde hacer… Esta «playera» hubiera encantado a I. Illich, pues aparece meramente como una prolongación del cuerpo humano, un refuerzo inmediato de su potencia: amplifica del modo más descomplicado la fuerza motriz del usuario, y ya está. Tecnología mínima, herramienta convivencial y recurso extremadamente «austero» al servicio de la movilidad de las personas. Un puro corte de mangas a la complejidad y a la soberbia del transporte público… Es, también, el velocípedo más barato, el de las gentes con pocos medios.

Me sedujo esa máquina, tan sobria, tan «desnuda»; y cuido de ella como si se tratara de un ser humano o, si he de decir la verdad, un poco mejor que de mis semejantes. Suscribo así aquella vindicación, a primera vista desconcertante, de P. Sloterdijk: «igualdad de derechos para el hombre, el animal y la máquina». Respeto su derecho a la vida, y me acompañará el resto de mi existencia; respeto su derecho a la vivienda y la guardo siempre bajo cubierto; respeto su derecho a la salud, y reparo en el acto cualquier pequeña avería que la aqueje; respeto su derecho al descanso, y no la hago trabajar de sol a sol. La trato en el reconocimiento de la belleza de su «alma» y ella, en correspondencia, me ayuda en lo que puede.

2. Que sabía del sabor

Soy amigo de poseer pocas cosas, pero muy queridas y conocidas a fondo. Todos los objetos con los que convivía en la cueva del Alto Juliana conservan para mí su propia y singular historia. Yo los contemplaba siempre con embeleso, recordando el momento en que se cruzaron en mi vida y el equipaje existencial que por aquel entonces portaban. No hay ningún cubierto, ninguna olla, ningún paño, ningún libro, etcétera, que, en cierto modo, no dialogara conmigo en el instante de ser mirado o usado. En cada jornada, me recordaban las vicisitudes que habían atravesado y el azar que los puso en camino hacia mi ser y mi morada. Por eso, siento que mi cueva es un recinto sagrado: no hay en ella nada desprovisto de sentido, nada anodino o masificable, nada irrelevante, despersonalizado, meramente «utilitario» o no-significativo. A las pocas cosas que me acompañaban allí, desde el amanecer hasta el crepúsculo, las distingue un «alma» hermosa. Las estimo y sé que me estiman. Por la consideración con que los trato, agradecidos, los objetos desisten de abandonarme y se hacen eternos en mi refugio: duran y duran, viven y viven, sin estropearse, sin envejecer. Y sin callarse.

Un machete bien afilado que me traje de Nicaragua en los tiempos de la Revolución Sandinista, y que necesitaba cada día para las labores de acopio y preparación de la leña. Un molino manual, como el que siguen utilizando muchos indígenas para triturar el cereal y obtener sus harinas, que me obsequió hace años, en el Tolima, mi querido amigo Julio César. Una cuchara de latón, muy grande y abombada, que me encontré en un corral de ovejas y que todas las noches sabía del sabor de mis caldos. Una manta de pastor, hallada en una casa en ruinas del Rento de Barrachina, que me protegía con generosidad del frío. Una estufa de leña, que sirve para calentar y para cocinar, como las que ya no se fabrican ni se venden. El maravilloso cubo-lavadora que funciona a fuego, una auténtica «reliquia» que se me hizo imprescindible. El cuaderno de enamorado en cuya solapa pegué la reproducción de un cuadro de Van Gogh. El «paliakate» zapatista que me dieron en Chiapas y regalé a Adara, mi compañera, la culpable del cuaderno. Una mesa y un banco muy alargados que adquirí cuando era estudiante universitario, y que me sirvieron, durante décadas, de comedor, cama y escritorio. Etcétera. En la soledad del Alto, esos objetos, y algunos pocos más, al lado de una pequeña colección de libros, constituían mi «familia electiva».

3. Catástrofe social permanente

Soy partidario de «espiritualizar» todas las herramientas, todos los enseres, todos los objetos con los que convivimos. Me parece importante tener muy pocas cosas, poquísimas, menos que menos; y cuidarlas casi con veneración. Esa suerte de «fetichismo consciente» me permitió arraigar en la austeridad y confrontar en cierta medida el consumo. También aminoró mi contribución a esta catástrofe ecológica que nos hemos asegurado de tanto «progresar» y mi dependencia de aquella catástrofe social permanente denominada «empleo».

A mi círculo de objetos con vida se añadió, en Buenos Aires, esta bici reducida a la mínima expresión, esta máquina sumaria y humildísima. Me parece perfecta… Cuando la aparco al lado de las otras bicicletas arrogantes, con sus sistemas de platos y de piñones, sus cambios, sus veintitantas velocidades, sus frenos y sus luces, etc., se me antoja «pueblo», rebeldía, denegación, verdad, dulce y sabia pobreza… Mi orgullo se complace en pensar que me parezco a ella, que tenemos en común como un «ansia de desvestimiento» y de «existencia ligera». Pero, siendo tan grande la capacidad de auto-engaño del ser humano, no sé ya si se trata de una realidad o de un deseo.

Cuando la miro, me siento como Alejandro ante Diógenes; y pienso: «Si no fuera un estúpido y peligroso animal racional, me gustaría ser esa playera».

Pedro García Olivo
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com
Buenos Aires, 31 de agosto de 2018

LA ESTATALIZACIÓN DEL CUERPO O EL ESTADO CORPOREIZADO

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Cuando el “derecho a decidir” dice Sí a la Administración

Mientras en determinados sectores de la “corrección política antagonista” se hablaba del Cuerpo y de sus potencialidades, siguiendo modas intelectuales de última generación, se estaba produciendo, en parte alentada por dicha publicística, una progresiva “estatalización” de los cuerpos reales y concretos, de los cuerpos visibles, palpables, los únicos que conocemos. Como si se pasara de un “derecho a decidir qué hacer con el propio cuerpo” a una “entrega voluntaria del cuerpo al Estado”. Proceso aborrecible, pues la belleza del “derecho a decidir” solo puede hacerse más bella si lo que se decide es dar la espalda a Leviatán para explorar vías de recuperación del propio cuerpo que ya no transiten por las galeras de la Administración, vías de regeneración de lo autónomo, de reinvención de la Comunidad allí donde fue borrada a conciencia desde la consolidación de los Estados Nacionales.

Pero se “está decidiendo” reconquistar el propio cuerpo para entregarlo, sin más, a la “medicina política”; y tenemos entonces cuerpos “medicalizados”, cuerpos “tratados”, cuerpos “reforjados” por el presunto saber de una disciplina tan científica como policial. Lo denunció sin descanso, y entre otros, I. Illich…

Y se “está decidiendo” recuperar el propio cuerpo, con sus capacidades bio-psíquicas de aprendizaje espontáneo, para entregarlo, sin más, a la “educación administrada”, a la Escuela, en donde muere todo lo inmotivado y el aprendizaje natural es sustituido por el adoctrinamiento, el dirigismo moral y el diseño industrial de la personalidad, como requiere la reproducción del orden socio-político vigente. Lo denunció la crítica radical de la Escuela, de toda forma de Escuela, nombrada hoy “antipedagogía”…

Y se “está decidiendo” recuperar el propio cuerpo, con su motricidad maravillosa al servicio del desplazamiento físico, para entregarlo, sin más, al “sistema público de transporte”, en el que el cuerpo se apoltrona y se enmohece, se “pierde” literalmente… Tácitamente, la denuncia se reitera todos los días en la intención y el gesto de moverse a pie o en bicicleta…

Y se “está decidiendo” recuperar el propio cuerpo, con su “instinto de auto-conservación”, que le llevaba a satisfacer por sí mismo, y con el concurso del grupo, sus necesidades de nutrición, para entregarlo, sin más, a la “industria de la alimentación”, que nos envenena metódica y sistemáticamente. Y no nos envenena menos, por cierto, cuando ese comercio tóxico engalana su mercancías con etiquetas como “bio”, “eco”, “orgánico”, “de proximidad”, “alternativo”, “solidario”, “de precio justo”, etcétera. Algunos pueblos originarios lo denunciaron: “Los alimentos no se deben vender, y aquellos alimentos que se compran saben siempre a muerte y matan poco a poco”…

Y se “está decidiendo” recuperar el propio cuerpo, con sus facultades de auto-protección, de colaboración con otros cuerpos en la salvaguarda del ser colectivo, para entregarlo, sin más, a las “fuerzas de seguridad”, a las policías y a los ejércitos, esperando de ellos que nos libren de ser atacados por otros y de la tentación de atacar a otros. Esas “fuerzas de seguridad” nos atacarán todos los días, desde lo explícito o desde lo implícito, y nosotros, ayunos de cuerpo verdadero, ya ni siquiera podremos soñar con defendernos.

Si “recuperar el cuerpo” significa meramente “entregarlo al Estado”, si el “derecho a decidir” dialoga enseguida con la Administración, diciéndole que sí, y, como consecuencia, nos convertimos en organismos administrados, en Estado corporeizado, por fin se habrá alcanzado la “Utopía del Capital”: una dominación total, si bien indulgente y gratificadora, con cuerpos satisfechos, orgullosos de su servidumbre voluntaria… Mis primeros escritos apuntaban en otra dirección, que sigo suscribiendo:

LA RECUPERACIÓN DEL CUERPO

El Funcionario ha sido inventado para extraviar aún más el sentido de la tierra, para evitar que el Libertino consiga por fin “hacerse un cuerpo” –nada menos que un cuerpo: ajusticiamiento del Más Allá, descodificación de los flujos del deseo

¡No vuestro pecado –vuestra moderación es lo que clama al cielo, 

vuestra mezquindad hasta en vuestro pecado es lo que clama al cielo!

¿Dónde está el rayo que os despierte con su furia?

¿Dónde la demencia que habría que inocularos?

F. Nietzsche

Me han enseñado a odiar al Gran Burgués y, sin embargo, no le temo –apenas me preocupa. No veo en él más que a un esclavo: explotar al obrero, esa es su forma de servir a la maquinaria capitalista, esa su manera de perseguir el bienestar y no encontrar más que la desdicha. Como también me educaron en el amor al Proletario, dediqué cierto tiempo a describir su dolor, relatar sus luchas, celebrar sus triunfos y lamentar sus derrotas; intuía que de aquella escritura, supuestamente explosiva, dependía incluso el Valor de mi vida. Pese a ello, nada que tenga que ver con sus miserias, con su opresión evidente, ha logrado hasta el momento desencadenar toda la irritación de que me creo capaz. Odio, temo, al Funcionario”. He aquí la confesión del Libertino, el secreto de su extraña disidencia.

Para el Libertino, el Funcionario no es tanto el sujeto de una profesión, de una actividad laboral concreta, como la encarnación de cierto perfil psicológico moderno –síntesis burguesa de la moralidad cristiana. Define al Funcionario por su percepción de la tierra, por su relación con el propio cuerpo. Sorprende en él una forma peculiar de codificar los flujos del deseo y apaciguarlos sobre imágenes siempre fijas, idénticas e inmutables: imágenes de la seguridad, de la obligación incondicional y, por tanto, tecnologías del sojuzgamiento del cuerpo, de su mutilación por una figura de la policía social anónima que se hace cargo de las riendas de la subjetividad y organiza los ámbitos complementarios de lo permitido y lo prohibido.

Y, en este sentido, como estructura psicológica y determinación moral, el Funcionario tiende a neutralizar tanto la voluntad de resistencia de los colectivos oprimidos como la capacidad de placer de las fracciones de clase hegemónicas. Perpetuará así la desigualdad social al homogeneizar la circulación del deseo (moralización despótica de las costumbres); y, con el objeto de convertir no menos a los dominantes que a los dominados en siervos profundos de la axiomática capitalista, procurará siempre y en todos los casos un mismo olvido de la tierra.

¡Permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores y calumniadores de la vida, lo sepan o no. Son moribundos y están ellos también envenenados. La tierra se halla harta de ellos”: esta es la recomendación nietzscheana violada en toda regla por el Funcionario. A nadie escapa ya la iniquidad de sus fines: desplazar la Moral –preservar la Moral mediante su simple desplazamiento. Con esta movilización de la moral, y como el último hombre de Zaratustra, el Funcionario ha abandonado las comarcas donde era duro vivir, ha cultivado la discusión superficial como premisa de la reconciliación de fondo y ha organizado su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche. En pocas palabras: ha inventado la felicidad. Sí, el Funcionario ha inventado la felicidad y, con ello, ha prestado al Orden del Capital el mayor de los servicios –por fin reparada la atadura interior, de nuevo codificado el deseo, una vez más la mutilación del cuerpo.

De espaldas a la Virtud, con la Razón en la cuneta, los defensores de la tierra vienen denunciando ásperamente la felicidad del Funcionario como lamentable bienestar, sucio disfrute, atrincheramiento en posiciones políticas de complicidad. Vienen preparando, casi desde la emergencia antitética del Libertino, la hora del gran desprecio: “La hora en que incluso vuestra felicidad se os convierta en náusea, y eso mismo ocurra con vuestra razón y con vuestra virtud.” Mientras el Funcionario anhela un poco de veneno de vez en cuando eso produce sueños reconfortantes y mucho veneno al final, asegurando un morir agradable, el Libertino arriesga la salud y prescinde del narcótico para entregarse, como un niño, al peligro de la existencia sin ídolos. Vivir sin ídolos: “Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso correr, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.” Vivir sin ídolos: simplemente, atreverse a Vivir, recuperar el Cuerpo.

Aquí Artaud: “Para VIVIR hay que tener un cuerpo”. Y ya lo hemos perdido por dos veces. Lo sacrificamos ante el Alma cuando aún vivía Dios, y lo sustituimos por un Organismo, un Código, un Engranaje…, tras su muerte, cuando la Razón y la Virtud modernas volvieron a enturbiar la percepción de la tierra. El Funcionario nos hurtó el cuerpo antes de que aprendiésemos a usarlo (“el hombre común ignora hasta qué punto puede llegar el vicio de tener un cuerpo y servirse de ese cuerpo”), y demostró a la maquinaria capitalista que todavía era preferible una moralidad sin Dios –una moralidad atea, la más funesta de las moralidades, el último escondrijo de la Metafísica y la mejor garantía de la dominación burguesa.

Al enterrar el Cuerpo Sacrificado (cuerpo de la moral antigua: “en aquel tiempo, el alma miraba al cuerpo con desprecio; y ese desprecio era entonces lo más alto –el alma quería un cuerpo flaco, feo, famélico”), el Funcionario suspendía la exigencia, inaceptable para la sensibilidad ilustrada, de un Dios cruel, punitivo, torturante, y desplegaba en su lugar el nuevo Orden del Simulacro. Como impostura del cuerpo, el Organismo liberará así los flujos del deseo y los protegerá de la vigilancia residual del alma –impotente. Pero solo para someterlos a la tiranía de la nueva axiomática capitalista (“jamás el cuerpo es un organismo, los organismos son los enemigos del cuerpo”). Sancionaba con ello la transición del deseo detenido al deseo dirigido: “Al cuerpo humano se le ha obligado a comer, se le ha obligado a beber, para evitar que baile; se le ha obligado a fornicar con lo oculto, para dispensarle de exprimir y ajusticiar la vida oculta”. Contra la reconducción del deseo surgió entonces la rebeldía de los inmoralistas, la búsqueda difícil de la auténtica vida sensual –D. H. Lawrence: “Existe una enorme diferencia entre el ser sensual, auténtico, y la desvergüenza escandalosa de la mente liberada que tanto nos seduce”.

En el tiempo del Cuerpo Sustituido, apenas puede vislumbrarse el destino político del deseo descodificado. Pero hemos aprendido ya a intuir su peligrosidad inherente:

¿Quién soy?

¿De dónde vengo?

Soy Antonin Artaud y si lo digo

como sé decirlo

inmediatamente veréis mi cuerpo actual

saltar en pedazos

y constituirse bajo diez mil aspectos

un cuerpo nuevo

por el que no podréis

olvidarme jamás”.

No imaginemos la liberación del deseo como instalación en la Era de la Fidelidad a la Tierra. Que nada en nuestro discurso recuerde el teleologismo del Gran Desenlace. Pensemos más bien la recuperación del cuerpo como proceso interminable de descodificación política del deseo, negación indefinida de los modelos coactivos de la moral burguesa y articulación fragmentaria de un nuevo tipo de subjetividad histórica. Valoremos asimismo la trasgresión de la Moral por el Libertino, su desaprobación radical de la felicidad del Funcionario, como declaración de guerra al pensamiento de la Repetición y a la sicología de la Repetición. Para los Defensores de la Tierra, “hacerse un cuerpo” (“el cuerpo se lo hace cada uno, o de lo contrario ni sirve ni se aguanta”) significará, pues, ensayar la diferencia existencial, anticipar la novedad subjetiva, promover la transformación social.

Ensayar la Diferencia, anticipar la Novedad, promover la Transformación… Quizás por eso, el Libertino busca la compañía de aquellos que, desde la periferia de la Razón y en medio de la noche de la Virtud, abandonan los caminos de los demás para enfrentarse a lo imposible de la Creación –un tránsito y un ocaso. De alguna forma, el Libertino contiene al Creador, encierra la condición de la Obra –la voluntad de hacerse un cuerpo. Nadie como Nietzsche ha sabido precisar la naturaleza de su “práctica social”, evitando cualquier confusión con las desahuciadas figuras del Predicador, el Profeta, el Caudillo o el Dirigente:

¡Ved los buenos y los justos!

¿A quién es al que más odian?

Al que rompe sus tablas de valores, al quebrantador,

al infractor –pero ése es el creador.

¡Ved los creyentes de todas las creencias!

¿A quién es al que más odian?

Al que rompe sus tablas de valores, al quebrantador,

al infractor –pero ése es el creador.

Compañeros para su camino busca el creador,

y no cadáveres, ni tampoco rebaños de creyentes.

Compañeros en la creación busca el creador,

que escriban nuevos valores en tablas nuevas.

Compañeros busca el creador, que sepan afilar sus hoces.

Aniquiladores se les llamará,

y despreciadores del bien y del mal.

Pero son los cosechadores y los que celebran fiestas.

Compañeros en la creación busca Zaratustra,

compañeros en la recolección y en las fiestas busca Zaratustra:

¡qué tiene él que ver con rebaños y pastores y cadáveres!”

El Funcionario se reproduce a lo largo de toda la cadena de Instituciones Sociales configuradas por el Capitalismo. Encuentra, sin embargo, en la Escuela un lugar privilegiado de emergencia y consolidación. La Escuela: producción del Funcionario a cargo del Funcionario por excelencia. O también: constitución del Funcionario por medio del funcionario mejor centrado sobre la impostura del Organismo.

Una sola boca que habla y muchísimos oídos, con un número menor de manos que escriben: tal es el aparato académico exterior, tal es la máquina cultural puesta en funcionamiento. Por lo demás, aquel a quien pertenece esa boca está separado y es independiente de aquellos a quienes pertenecen los numerosos oídos; y esa doble autonomía se elogia entusiásticamente como libertad académica. Por otro lado, el profesor para aumentar todavía más esa libertad puede decir prácticamente lo que quiera, y el estudiante puede escuchar prácticamente lo que quiera: solo que, a respetuosa distancia, y con cierta actitud avisada de espectador, está el Estado, para recordar de vez en cuando que él es el objetivo, el fin y la suma de ese extraño procedimiento consistente en hablar y en escuchar”. El Estado como objetivo: la aceptación generalizada de la coacción estatal como propósito y la interiorización progresiva del principio de autoridad en que se funda como premisa… He aquí la finalidad más notoria del aparato educativo.

Y, al otro lado, el Estudiante, “un bárbaro que se cree libre”, algo menos que una víctima: “De hecho, tal como es, es inocente, tal como lo conocemos es una acusación callada pero terrible contra los culpables. Deberíamos entender el lenguaje secreto con que ese inocente vuelto culpable habla a sí mismo. Ninguno de los jóvenes mejor dotados de nuestro tiempo ha permanecido ajeno a esa necesidad incesante, debilitante, turbadora y enervante, de cultura. En la época en que es aparentemente la única persona libre en un mundo de empleados y servidores, paga esa grandiosa ilusión de la libertad con tormentos y dudas que se renuevan continuamente. Siente que no puede guiarse a sí mismo, que no puede ayudarse a sí mismo: se asoma entonces sin esperanzas al mundo cotidiano y al trabajo cotidiano. Lo rodea el ajetreo más trivial, y sus miembros se aflojan desmayadamente”. El Estudiante, una acusación callada pero terrible contra los culpables, atravesado por el deseo de saber, por la enervante necesidad de cultura, y arrojado por la máquina escolar finalmente al ajetreo más trivial, al mundo cotidiano (la familia) y al trabajo cotidiano (la producción)… Así resumía Nietzsche, en 1872, la operación policial sobre el deseo desplegada por la Escuela con el objeto de “formar lo antes posible empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”. Operación que cabría definir también en estos términos: transformar el deseo de saber, de aprender, en necesidad de trabajar, en necesidad de desear trabajar; convertir el deseo de huir de la familia en necesidad de fundar una familia, y el deseo de independencia, de autonomía, de libertad, en necesidad de aceptar una autoridad, una regla, una disciplina.

Autoridad, Familia, Trabajo…: una vez más, la felicidad del Funcionario, el lamentable bienestar del autómata al que se garantiza un empleo bien retribuido para que perpetúe el infierno del hogar y reproduzca, de la mejor manera, el principio de obediencia y auto-constricción. Todo ello, por supuesto, en nombre de la Razón…

Y no pensemos que la influencia de la Escuela se agota en esa codificación extrema del deseo del estudiante. Al contrario, arranca de ahí para alcanzar, por la mediación de los saberes disciplinarios, el dominio de la familia, modelándolo según las expectativas de la nueva moralidad.

Ustedes vienen para saber si los mediocres resultados de su hijo

son debidos a una tara hereditaria o si lo hace a propósito.

Pues bien, no es ni lo uno ni lo otro;

y si se confirma que los tests muestran un desnivel

entre sus capacidades y su rendimiento escolar,

precisamente por eso será necesario que me cuenten

cómo se comporta en la escuela y en casa,

cómo se lleva con sus hermanos y hermanas, con ustedes,

si tienen problemas familiares, cuáles son sus actitudes educativas…

Háblenme de su matrimonio, de sus discusiones, de sus infancias,

de sus relaciones con sus padres…

Díganme si les satisface su empleo, si saben qué hacer con su tiempo libre,

si disfrutan de una equilibrada vida social,

si son capaces de mantener la armonía en la familia…”.

De igual modo que el joven se ve dirigido hacia la figura represiva del Buen Estudiante, la familia padecerá la intromisión de los nuevos especialistas (pedagogos, sicólogos,…) en demanda de un clima ideal de convivencia: a saber, unos padres trabajadores, la proscripción de todos los vicios (“vicios son, nadie lo ignora, lo que se quiere”), una cotidianidad amable en la que la norma social apenas se discuta, la remisión permanente a la sexualidad domada y a la virtud laica del “hombre maduro”,…

Para contrarrestar la efectividad coercitiva de esa reconducción del deseo (formación de la libido del buen alumno, formación de la libido trabajadora y familiarista), el Libertino huye de todos los púlpitos y evita la claudicación estúpida de todos los discípulos. Busca compañeros de viaje y emprende la Fuga –desguace de la Máquina. Para ello, persevera en el inmoralismo y cultiva la irresponsabilidad beligerante del saboteador sin escrúpulos. Desmontar la Máquina familiar, escolar, laboral,… para descodificar el deseo y restablecer el sentido de la tierra; paralizar el Engranaje para que, de la ruina del Organismo, surja la posibilidad de una oscura recuperación del cuerpo: ese es el viaje al que nos invitan los Inmoralistas de nuestro tiempo, ese es el viaje que más teme el Funcionario –porque adivina en él la demencia que habría que inocularle. “Inocencia y olvido, un nuevo comienzo, una rueda que se mueve por sí misma, un primer paso, un inquietante decir Sí”.

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 18 de junio de 2018

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¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados