¿Una “locura excepcional” que clava sus dientes en la “locura ordinaria” de las gentes que se proclaman cuerdas? Porque, desde cierto punto de vista, no hay mayor demencia que la de una Civilización que ha puesto en jaque mate a la biosfera, a los pueblos que se atrevían a afirmarse como diferencia, a los individuos revueltos contra la muy administrada “sistematización” de sus días…
Mi amigo Juan Contreras Figueroa escribiendo, desde el izquierdismo racional, contra Víctor Araya, mi “alter ego», persona de la sin-razón desistematizadora… Fragmento de El espíritu de la fuga, novela en elaboración desde hace un cuarto de siglo.
LOCURA EXCEPCIONAL Y ORDINARIA LOCURA
¿Está loco Víctor Araya? Son muchas las personas que así lo consideran; y, ciertamente, él ha dado motivos para suscitar la duda sobre su salud mental… Significativamente, mi amigo casi nunca se ha defendido de esa imputación. Solo en una ocasión, registrada en Un trozo…, se revolvió iracundo contra quienes lo estimaban “demente”:
»Por fin se ha dado curso al Informe autojustificativo que escribí un día “Para uso de Inspectores y otros policías de la Enseñanza”. Saltaron los padres, y encontraron el apoyo de buena parte del profesorado conservador. Desconcertada la Inspección, me convoca a una reunión ante las figuras represivas del Director y del Jefe de Estudios. Percibo ahí la señal de mi peligrosidad. Y no voy a desaprovechar la ocasión… Se me acusa de atentar contra los principios religiosos, de desatender mis obligaciones docentes y tutoriales, de no seguir el temario y desvirtuar el sentido de las calificaciones,… Sobre todo, se duda de mi salud mental. “No soy yo el loco, vosotros sois los necios”: así responderé, a la menor insinuación».
Dejando a un lado esa excepción, Víctor ha admitido, en casi todas sus obras, las estrechas y ambiguas relaciones que mantiene con la locura. En La Carta Extraviada abordó esta cuestión de un modo franco y certero:
»Entre la razón y la locura hay un tabique muy fino. Nunca me importó estar de un lado o de otro. A menudo, me he sentido exiliado de ambos mundos. Pertenezco al reino de los que, sin estar locos, no pudieron ser cuerdos».
A Araya no le importaba que lo consideraran “loco”, porque lo que él despreciaba, lo que él combatía, aquello de lo que huía conscientemente, era lo que comúnmente se conoce como “normalidad”, como “equilibrio mental”, como “cordura” —aquello que, invirtiendo los términos, él designaba “ordinaria locura”: la ordinaria locura de las gentes que se consumen en las mazmorras del trabajo, que no saben disfrutar si no es “consumiendo”, que fundan familias como por inercia, se encadenan a sus propiedades y a sus signos de poder, y pasan por la vida sin dejar otro rastro que el de las pisadas de una oveja en medio de las pisadas de todo el rebaño. Esta “ordinaria locura” de los trabajadores-esposos-padres-propietarios, de los buenos ciudadanos demócratas también, fue señalada por Víctor en todos y cada uno de sus textos (recuerdo, por cierto, el título, muy elocuente, de una de sus composiciones: “La Razón de un lado, de otro la Dicha”); y de ella procuró defenderse, inmunizarse, permanecer siempre a salvo. Ordinaria locura de los empleados, de los funcionarios, de los profesores…
Contra esta “locura de todo el mundo”, Víctor Araya no encontró mejor antídoto que la protección y el mimo de sus extravagancias, de sus rarezas, de su carácter “descentrado” (la expresión es suya), de sus innumerables manías, de su singularidad, en suma. Ya en Un trozo…, hablando de sí como de un extraño, sugiere que esa defensa del “desajuste” de su personalidad ha de convertirse en la bandera de toda su existencia:
»Aún así, aquella habitación le permitió mantener la extravagancia natural de los solitarios hasta casi la frontera de la madurez impuesta o, por lo menos, ahuyentó de su carácter las secuelas de esa juventud policial tan devastadoramente implicada en el exterminio de la voluntad de diferencia. Y hoy, a sus veintiséis años, puede todavía demorarse ante la encrucijada que el destino levanta para los extraviados de la senda de la madurez. O bien insistir en el intercambio y en la promiscuidad social, aprovechando la temible eficacia subyugadora de su descentrada subjetividad –con lo que se labraría toda una historia de almas rendidas y cuerpos abiertos. O bien evitar de nuevo la compañía del rebaño, y la asistencia del rebaño, para preservar el desajuste actual de su personalidad y arrojarse una vez más al desgarramiento indefinido de la escritura –el mejor modo de hacerse amar por su viejo inspirador: Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo, y por ello perece”.
Un poco más arriba, en ese escrito (que tituló “La habitación”), explica, además, cómo se forjó ese carácter descentrado, esa personalidad desajustada, aquel ingreso en el “reino de los que, sin estar locos, no pudieron ser cuerdos”:
»Como no había conocido las ruinas de la juventud, pudo conservar el espíritu de la niñez hasta casi el mediodía mismo de su vida –la pendiente hacia los treinta años. Como nunca se había abierto a los demás, pudo sorprender más tarde a los extraños con la riqueza insospechada de un mundo interior forjado al fuego de la más salvaje de las soledades. Y se movió entonces entre sus conocidos con la cautivadora libertad de un ser desprovisto de intenciones, a salvo de cualquier proyecto y en plena deserción de todo lo que os amarra. Evadido de su propio futuro, sin horizonte ni esperanza, al margen de toda ilusión y ante la quiebra de sus últimos soportes, recuerda hoy su desconcertante adolescencia, jugando a encontrar la clave de un presente inusitado que no retrocedería a la hora de estrellarlo contra la pared de una escritura amenazante y, por lo mismo, tal vez impracticable.
Recuerda aquellos años de reclusión elegida en una vieja habitación, huyendo de la familia que lo perseguía al interior de la casa y de los amigos que no tenía pero que lo andaban buscando desde fuera. Largas tardes de verano inclinado sobre una mesa, escribiendo, como todavía hoy, acerca de la angustia (“fértil, más vital que el hastío”) y contra los cuerpos que lo rodeaban. Huir de los grupos, de las pandillas, de los bares, de las discotecas, de los cines, de las playas,… por no saber qué hacer con esa gente ni cómo comportarse a lo largo de todos esos ambientes. Solo hallaba seguridad en su oscuro cuarto. Nada sabía de las mujeres. En realidad, nunca había salido de las páginas de un libro, de las páginas de miles de libros. Y, por extraño que os parezca, la lectura, en lugar de aniquilar la inocencia de su niñez, le resguardó del peligro de la juventud culpable. Leía como un niño: es decir, leía en serio. Y así escribía, con la seriedad de los niños al jugar… Porque escribía, pudo mantener los ojos desesperadamente abiertos ante el horror.
Por más de una razón, debe estar agradecido a la segunda década de su vida. Podía permanecer encerrado frente a aquella mesa porque la realidad se encargaba de buscarlo, e incluso de asediarlo, día tras día. Mientras quemaba su primera adolescencia, contempló el enloquecimiento de su madre y de uno de sus hermanos, la epilepsia galopante del menor y la depresión permanente de su padre. El mundo entraba en aquella casa ávido de dolor, y se cobraba la salud de los cuerpos que pululaban por los pasillos. Detrás de cada frase delirante de su madre latía toda la iniquidad, toda la verdad inadmisible, del Orden ante el que había sucumbido. Detrás del menor gesto alucinado de su hermano se dejaba ver la crueldad toda de una Sociedad represiva hasta la muerte. Detrás de la mirada apagada de su padre se escondía la antigua inmundicia de la Familia de siempre, como detrás de su andar fatigoso asomaba el disparate asesino del Trabajo alienado… No necesitaba nada más para saber que debía protegerse, ponerse a cubierto de un mundo que nunca sería el suyo.
Por otro lado, tampoco vivía absolutamente a salvo de las inclemencias del exterior: los cinco primeros días de cada semana, durante siete de los doce meses de cada año, consumía cerca de ocho horas por jornada en beneficio de la máquina escolar. De tanto deambular del brazo de la locura, su ánimo había adquirido esa peculiar disposición escéptica de los caminantes sin motivo y hasta sin camino. De ahí que desconfiara no menos de los “luchadores” empeñados en la reforma del aparato educativo que de los conservadores atrincherados en las posiciones de anteayer. Admiró, sin embargo, y cree hoy que tal vez llegó a envidiar, la combatividad gratuita de los guerrilleros ácratas de la contracultura.
Pero eran otros los puñales hambrientos de su carne, otra la cuchilla pendiente de su cuello y, por tanto, otros los remedios que debía buscar a tientas en la oscuridad del temor infranqueable. De todas formas, la exigencia de sus salidas diarias le sirvió también para comprobar la futilidad –y el peligro– de la media docena de papeles dictados que regían las relaciones de los jóvenes de su edad. Continuaba resultándole tan absurdamente nociva la sucesión de poses y representaciones en que se fundaba aquel teatro, que anhelaba cada tarde el momento del encierro en la soledad de su cuarto como si de ello dependiera la conservación de su dudosa singularidad. Solo la sensación de autenticidad que le proporcionaba el hecho de no tener nunca nada que hacer allí para los ojos de los demás, lograba detener la escalada de su angustia. Y, pese a todo, sospecha hoy que ya por aquel entonces se miraba de arriba a abajo, de adentro a afuera, con los ojos de los demás y solo con los ojos de los demás: ¿han existido alguna vez más ojos que los de los demás?».
Víctor tenía, pues, una consciencia muy exacerbada de su no-normalidad, de su in-ejemplaridad, de su “locura” —en la acepción simpática de la palabra—; e intuía que para no hundirse en la neurosis, para no arraigar en la depresión, para no volverse “loco” de verdad —ahora en la acepción dramática del término—, habría de defender con todas sus fuerzas aquel “descentramiento”, aquel “desajuste” de su carácter, huyendo siempre de los lugares en los que la normalidad se fragua, se forja: los trabajos, las familias, los mercados,…
Araya, que había visto enloquecer a su madre y a su hermano, que en ocasiones se supo cautivo de la esquizofrenia, temía la locura; y, de algún modo, se reconocía “buscado” por ella (“la locura me persigue con pies de paloma”, le confesaba, por carta, a su amiga Isa…). Y, vagamente, tendía a decirse a sí mismo que “evitar el sufrimiento” era la única prevención, la única vacuna, contra el virus de la enajenación mental. Daba así por supuesto que su sensibilidad era extrema, y que no debía exponerse a situaciones de dolor. De ahí la fuga, la ruptura, la huida… “Huir, el arma”, apuntó en El irresponsable.
Subyace asimismo, a todo esto, un temor a contemplar la locura, a reconocerla en los demás, a ver cómo se apodera de los seres que estima. De Ana amó también, se podría decir, su irreductibilidad a la locura (“Una mujer así, salta a la vista, jamás se volverá loca: eso me gustó de ella, desde el principio”, le confesaba a Fernando Hilador en La Carta…).
¿Está loco Araya? Padece, sin duda, una peculiar “manía persecutoria”: se siente perseguido por la locura; vive obsesionado con la idea de que puede enloquecer en cualquier momento, de que el mundo normal, la sociedad establecida, han sido elaborados para que él pierda, en su seno, la razón… Pero, ¿es eso locura?
También es verdad que vive enclaustrado en un universo mágico, mítico, fantástico, diseñado a conciencia para no anhelar salir nunca de él: el universo de la Vida como Obra, del Suicidio Antiguo, de la Escritura como motor de la existencia,… Mas, ¿es eso enfermedad?
¿Ha estado loco Araya? Parece que sí, como casi reconoce en sus últimos escritos. Se diría que la esquizofrenia lo atenazó en su andadura docente, por los años de Orihuela. A ello se refiere, con interrogantes, en la Carta a Fernando…
«¿Psicosis del combatiente? ¿Paranoia de la lucha que nunca acaba? Esquizofrenia, ¿pero de quién? ¿Del supuesto perseguido que persigue de verdad o del perseguidor desganado al que persiguen sin cuartel?».
Y en El irresponsable, ya lo vimos, la esquizofrenia es concebida como una consecuencia indefectible de la lucha contra la Escuela y en la Escuela: “La lucha política contra la Institución no puede concebirse al margen de un peligroso proceso esquizofrénico. El Irresponsable se reconoce como Esquizo (…). Sabe que la neurosis espera al reformista desilusionado y pese a todo inquieto, como la esquizofrenia aguarda al irresponsable que no quiere dejar de serlo”.
Un poco más arriba, en esta obra deshilvanada que me ha correspondido comentar, admitía ya sin reservas sus periódicas transacciones con la demencia:
«Es probable que, a lo largo de mi vida, haya entrado y salido varias veces por las puertas de la locura. No se vive mal en ella, pero solo a condición de desterrar toda compañía –licor exigente, el Desatino se saborea “a solas” o daña en profundidad. Uno se debe reconocer “loco” cuando experimenta las dudas del enloquecimiento o el filo de un dolor que sabe esconder su origen. La raíz de toda locura reside en la fragilidad –no poder soportar la vida que los otros viven, la vida que todo el mundo soporta. Pero ante una afección tan torturante no hay más cura que el escape, la fuga, el cambio de vida… “Adaptarse” es ya enloquecer –hundirse en la neurosis. Y “huir”, instalarse al borde de la esquizofrenia: danzar sobre los derrocaderos de uno mismo, y no precipitarse».
¿Ha sido la locura lo que ha impulsado a Araya a “desesperar”? ¿Ha perdido la cabeza y lo ha arrojado todo por la borda? ¿Está loco ahora mismo? Yo creo que no, y a este punto pretendía llevaros…
Sostengo que, una vez más, ha sido el miedo a enloquecer, el pánico a la “depresión”, lo que ha empujado a Víctor lejos de nosotros. Terror a la “ordinaria locura” de su vida normalizada (trabajador, padre, esposo, propietario,…), y también a la locura verdadera que el veía insinuarse bajo la capa del dolor, del sufrimiento nervioso de los últimos años —problemas en la relación con su compañera, precariedad económica, sugerencias de que debía “reingresarse”, etc. Víctor ha querido salvaguardar, como antaño, el desajuste de su personalidad, el descentramiento de su carácter, protegerse de la “homologación”; y estará ahora mismo viviendo una vida incomprensible, inaudita, donde menos lo esperemos, en el lugar más absurdo. Y habrá deseado también conjurar el peligro de la depresión, de la locura, huyendo de las fuentes de su dolor, de las causas de su sufrimiento —la pareja, la familia, el enclaustramiento laboral,…
¿Será “El espíritu de la fuga” el aliento de un hombre que teme perder la razón, que considera “ordinariamente loco” a todo el mundo; y que no halla otro modo de salvaguardar su salud, la cordura de su “extraordinaria locura”, que redundar en la conmoción de la huida, en la ruptura traumática, en los desgarramientos del fugitivo?
Pedro García Olivo
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com
Buenos Aires, 25 de marzo de 2018