(Prólogo, en tres pasos, para «Cartas al Docente», obra de Santiago Jurado)


ESCOLEROS
Un “escolero” no es un “escolar”, sino algo peor: es una persona que cree en la Escuela de un modo casi fundamentalista, incapaz de pensar la educación sin remitir una y otra vez al Aula, al Profesor y a la Pedagogía; un ser cuyo estilo de reflexión, modo de concebir el mundo y manera de vivir sus días responden, en términos de I. Illich, a una “mentalidad escolarizada”.
No pocos “escoleros” sentirán irritación ante este escrito de Santiago Jurado… Pero hubiera sido muy bien entendido por los “comuneros”, esas gentes que ya no quedan o están a un paso de la extinción, “hombres y mujeres libres en suelo libre”, como anhelaba Fausto en la obra de J. W. Goethe. Entre los “comuneros”, felices de desconocer la Escuela, la educación se respiraba, inseparable del trabajo y del juego, de la relación igualitaria y del amor. José María Arguedas reflejó de un modo soberbio este cisma entre los “escoleros” y los “comuneros”, este abismo que desgarró a los pueblos originarios de América Latina. Pero “comuneros” eran también muchísimas comunidades indígenas de todos los continentes, los nómadas verdaderos, los rural-marginales y hasta no pocos colectivos del mundo citadino-suburbial.
En todas partes, los “comuneros” fueron aplastados por los “escoleros”, vale decir por las fuerzas escolarizadas y escolarizantes del Capitalismo moderno. Y el tipo de Educación Administrada que estos pueblos y estas personas padecieron bajo las garras del colonialismo clásico y del neo-imperialismo posterior, que siguen sufriendo hoy por la globalización de la “sociedad mercantil” (K. Polanyi), coincide en lo sustancial con esa forma de Escuela que Santiago detesta y denuncia en sus Cartas.
Cierro este “primer paso” con tres escenas: un pasaje de Liberté, la película de T. Gatlif en torno los gitanos antiguos; un pensamiento que me regaló mi vecino Basilio, pastor analfabeto, el filósofo más profundo que se me ha dado conocer y una canción indígena del Perú, recogida por Arguedas, quizás el mejor relatador de esa existencia y esa cosmovisión “precolombinas” que cundieron entre los cerros y los ríos de los Andes.
1) Si alguien te pregunta por nuestra ausencia
Liberté, película de T. Gatlif, arroja luz sobre el modo en que el liberalismo, armado de escuelas incluso en sus formulaciones progresistas o izquierdistas (“sobre todo en ellas”, deberíamos decir), atenta contra aspectos esenciales de la idiosincrasia romaní.
Particularmente interesante nos parece la escena en la que la maestra habla con un menor gitano, intentando convencerle -no deja de ser una emisaria del Estado capitalista- de que acuda a la escuela.
La mujer se acerca y, con la arrogancia proverbial de Occidente, da órdenes: “¡Acércate!, ¡acércate!”. El muchacho suspira, en señal de desagrado; resignado y en guardia, le presta atención. “¿Cómo te llamas?”, inquiere la maestra. “¿Por qué?”, replica el chico, manifestando un rasgo de las culturas de la oralidad (respuesta consistente en una interrogación sobre el contexto, sobre el conjunto de las circunstancias en juego). “¿Sabes leer y escribir?”, insiste la educadora, manifestando su ignorancia acerca de la dimensión altericida de la alfabetización. “Eso no es para nosotros”: alegación irrefutable…
“Ha venido a robar a nuestros hombres”, exclama una gitana; y es muy significativo que no diga “niños” (la niñez es un “invento” de la sociedad burguesa). “Los niños [la maestra no ve “hombres”] deben ir a la escuela; tienen que aprender a leer y a escribir” —prueba añadida del etnocentrismo avasallador de esta educadora tan sensible. Y llega, por fin, la resolución comunitaria gitana, con un toque de ultra-realismo, y casi de insolencia, típicamente quínico: “¿Cuánto nos pagará por ello? (…). Si no nos da nada a cambio, los niños no irán. Se quedarán con nosotros. Siempre están con nosotros (…). Tienen cosas mejores que hacer”.
Los gitanos, pues, están dispuestos a cerrar un trato con la mujer paya bonachona que necesita “hacer el bien” al otro-inferior para colgarse la medalla de la conciencia humanitaria y progresista: “Si nos pagas, permitiremos que te ayudes a ti misma a ganarte el cielo de la filantropía de izquierdas” —así puede leerse el desenlace del encuentro.
(Extraído de La gitaneidad borrada)
2) Cargar De Cultura El Arma De Nuestra Vanidad
Basilio no cree en la Enseñanza. En su opinión, solo hay una maestra que no miente: la vida misma, la tierra, los trabajos, lo que se oye decir a los demás…
Conoció a un profesor desocupado que tenía mucho más que aprender que todo lo que él pudiera enseñar. “No sabía ni hacerse un guiso, confundía el nombre de los árboles, de las aves, de las labores… Era como si no tuviera manos, como si no le hubieran enseñado a hacer cosas con ellas, a trabajar, a nada importante”. Un vecino suyo estudió, luego se metió en guerras y al final murió en la cárcel. “Quería decirnos lo que teníamos que hacer. Menos mal que no le seguimos la corriente: estaríamos muertos”.
Ha oído que tampoco los estudiantes encuentran más tarde empleo, y por eso se pregunta: “¿Para qué los tendrán entonces tantas horas encerrados, para qué tanto corral?”. Responde, a su manera, con otra pregunta: “¿No será para atarlos mejor, para hacerlos tan inútiles como el maestro que conocí y tan infelices como el vecino que murió preso por estudiar demasiado y atenerse a lo que los libros decían? ¿No será para acostumbrarlos a levantar el carro de una manera y no de otra, como interese a quienes mandan en las escuelas?”.
Yo le doy la razón: en efecto, a la juventud se la obliga a estudia para controlarla mejor; para sujetarla; para hundirla un poco más en este pozo de estupidez, desdicha y servidumbre que es el mundo de los mayores, la vida adulta.
Y la juventud cae en la trampa ciega de esperanza: esperanza de conseguir un trabajo cómodo, disputándoselo, cuchillo entre los dientes, a todos los demás; esperanza de dominar un área de conocimiento y, a su través, dominar a un círculo de personas; esperanza, para los más ambiciosos, de cargar de cultura el arma de su vanidad y capacitarse así para persuadir al común de las gentes, arrastrando tras alguna interesada quimera, si hay fortuna, a un atajillo de crédulos.
“Leer no solo corrompe el escribir, también degrada el pensar”, anotó F. Nietzsche. El estudiante, máquina de leer y de repetir, adiestrado en la obediencia, desaprende en la escuela a pensar. Sobre la pizarra borrada de su carácter, escriben los funcionarios del consenso discursos de sumisión y adaptación. A través de su cerebro, el poder pensará, el capital hará negocios, la Razón matará.
Se estudia tal se deja uno explotar, como se funda una familia, igual que se acepta el engaño político…, solo por esperanza.
Esperanza de cosas turbias, sucia esperanza. Desesperados, Basilio y yo detestamos la educación. El pastor no fue a la escuela, y yo intimé lo justo con el monstruo para escupirle por sorpresa en la frente y echar a correr hacia ninguna parte.
(De Desesperar)
3) Esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán
Y J. M. Arguedas, ese gran escritor y antropólogo peruano que, habiendo decidido suicidarse, eligió a consciencia el día de su desaparición, para perjudicar lo menos posible a sus alumnos, teniendo en cuenta el desarrollo de las clases y la eventualidad de que quisieran asistir al sepelio, recogió, en su relato Escoleros, una hermosa canción tradicional indígena que cabe leer en clave antipedagógica.
No quieras, hija mía, a hombres de paso,
a esos viajeros que llegan de pueblos extraños.
Cuando tu corazón esté lleno de ternura,
cuando en tu pecho haya crecido el amor,
esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán.
Más bien ama al árbol del camino,
a la piedra que estira su sombra sobre la tierra.
Cuando el sol arda sobre tu cabeza,
cuando la lluvia bañe tu espalda,
el árbol te ha de dar su sombra dulce,
la piedra un lugar seco para tu cuerpo.
Sueño que los “hombres de paso”, los “viajeros procedentes de pueblos extraños”, hacen parte de la hueste pedagógica; y que, frente a ese inmenso artificio del Aula y del Profesor, no hay antídoto más efectivo que la naturaleza misma -el árbol, la piedra, el sol, la lluvia- y la comunidad de iguales, esas “maestras que nunca mienten”.
(Canción incluida en Cuentos escogidos)
PERIFERIAS
Todos conocemos el “centro” del Sistema, lugar de la administración, de los negocios, de la educación oficial, de los “profesionales” encumbrados (desde la judicatura hasta la medicina, pasando por los altos cargos del ejército, por las policías, por los gestores de los medios de comunicación mayoritarios…). Fuera del Centro quedan las periferias y los márgenes.
Las periferias son descontentadizas, “revoltosas”, esgrimen filos de criticismo amortiguado, dialogante; saben, por así expresarlo, a “progresismo”, a voluntad transformadora, a mejoramiento; y se asientan en una suerte de “corrección política” del antagonismo. Podría decirse que, lejos del Centro, miran hacia él y sienten su atracción. Danzan entre la Reforma y la Revolución, más atentas a la primera que a la segunda, pues consideran todo proyecto de Gran Ruptura como algo ya anacrónico o impracticable. Las periferias son líquidas…
Los márgenes se nos aparecen como lejanías sólidas, que dan definitivamente la espalda al “centro”, ubicándose más allá de las periferias, en aquellos lugares donde el Sistema, sin desaparecer, se nota menos y circunstancialmente casi desfallece.
Las periferias “pactan” con el Estado y el Mercado, dos instancias con las que más bien no simpatizan y menos bajo su forma actual. Preferirían siempre un Estado plenamente democrático, transparente, voz y brazo real de la ciudadanía, y un Mercado menos eco-destructor, rediseñado para no seguir agrandando las desigualdades sociales y territoriales -ambos, este y aquel, decididamente “sociales”. Dibujan, desde luego, ámbitos de protesta; pero, en mi opinión, de “protesta domesticada”.
Los márgenes reniegan del Estado y del Mercado “hasta el extremo de lo posible”, en términos de G. Bataille. Desobedecen: se esfuerzan en no acatar las leyes y en evitar las transacciones comerciales. Las gentes de los márgenes llevan, por ello, una existencia precaria, a menudo dramática, si no trágica. El margen es mi único hogar…
El texto de Santiago Jurado, a mi parecer, oscila entre la periferia y el margen. Y eso le confiere un gran interés. Ese baile entre la revuelta aceptable y la denuncia temeraria señala un escrito que aparece, en cierto sentido, como un organismo, como un ser vivo, tal una bullente manifestación de la “ausencia del Libro”. Desde mi marginalidad, departo -en este prólogo- con las bellas periferias de Cartas al docente.
Porque, cuando el Margen desiste de conversar con la Periferia, se convierte en una suerte de “autista” enmudecido y enmudecedor, un “trozo de hueco”, un “segmento de vacío”. Su desesperación, como la del desierto o la de los glaciales, no ayuda a la vida.
Y, cuando la Periferia evita relacionarse con el Margen, pareciera que ya no puede resistir la mencionada atracción del Centro, que avanza insidiosamente hacia él y que en él habrá de disolverse o extinguirse.
El diálogo de la Periferia (líquida) con el Margen (sólido) no es fácil ni acontece sin dolor: aquella se siente golpeada por una instancia endurecida, indestructible, casi como una piedra; y este padece el malestar de sentirse rodeado por una sustancia viscosa, igualmente invencible, que quisiera diluirlo, casi como el agua.
LA AUSENCIA DEL LIBRO
No estoy prologando un Libro, por fortuna. Amo las escrituras fragmentarias, discontinuas, irregulares, “interrumpidas”, como se dijo de algunos textos de W. Benjamin. Me desagrada esa idea teologal del Libro como discernible “unidad de sentido”, sólido en su estructura, lógico en su desarrollo, transparente en su “querer decir”. Contra el Libro, así entendido, se batieron, de modo implícito o manifiesto, poetas y escritores muy diversos, como Baudelaire, Mallarmé, Nietzsche, Blanchot, Barthes, Derrida, etcétera.
La obra de Santiago Jurado se evade de esa esfera sacralizada del Libro y vindica a su manera los valores de lo fragmentario. Sigue una técnica “impresionista”, en la que las pinceladas, sueltas pero coordinadas, los toques de expresión, las dejaciones y las redundancias, los saltos temáticos, las fugas y los reflujos, constituyen la materia del texto y se agolpan, tal orfebres, en el taller del significado. Y, como anoté, danza entre la Periferia y el Margen, sin renegar de las virtudes de la ambigüedad y de la contradicción. De ahí su fertilidad…
Decía E. Zuleta que “solo hay pensamiento donde hay contradicción”. Y es evidente: si no concurre la contradicción estamos simplemente ante un árido sistema de deducciones lógicas, un entorno más próximo al silogismo o incluso a la matemática que a la creatividad. Recuerdo también una observación de G. Bataille, en La experiencia interior: “El aparente relajamiento del rigor puede no expresar más que un rigor mayor, al que se debería responder en primer lugar”. Y, por último, para saldar esta cuestión de un modo expeditivo, remito a una observación crudelísima de X. Rubert de Ventós: “La búsqueda de contradicciones es la obsesión de las mentes tontas”.
Soy feliz, por todo ello, de las contradicciones contenidas en este pequeño preámbulo y en la obra que prologa…
Donde no se da el Libro, se da el texto. El escrito de Santiago aparece así, ya lo apunté, como una especie de “ser vivo”, un organismo palpitante capaz de suscitar muchas ideas, de abrir y de cerrar muchas puertas, de entablar tantos debates como concilios, de facilitar escuchas y de hacer también oídos sordos a no pocas chácharas oficiales.
En cierto sentido, lo que este autor piensa “verdaderamente” de la Escuela y de la docencia, el alcance “exacto” de su crítica y la definición “precisa” de su posicionamiento político-ideológico, son cuestiones que carecen relativamente de interés: “El texto lo hace el lector”, se ha reiterado; y Cartas al docente, este tan inspirador ramillete de palabras (palabras como dardos y también palabras como abrazos), ya pertenece a sus receptores.
Pedro García Olivo
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com
La Habana – Alto Juliana de Sesga

