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Historiografía policíaca

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Primeras páginas de mi colaboración en el libro «La Historia o las historias. Un debate en el seno del anarquismo», coordinado por Javier Encina, Sergio Higuera y Ainhoa Ezeiza, y publicado por Volapük Ediciones.
(Para leer el artículo completo: https://pedrogarciaolivo.files.wordpress.com/2023/01/wp-1675027016292.pdf)



LA POLICÍA DE LA HISTORIA CIENTÍFICA
Crítica del discurso historiográfico I


«Tengo en cadenas dos de los mayores enemigos del hombre:
la Esperanza y el Temor»
J. W. Goethe



I) LA voz DE LOS PODERES QUE NOS DOMAN
(Introducción)

«Defender una cultura que jamás salvó a un hombre
de la preocupación de vivir mejor
y no tener hambre
no me parece tan urgente como extraer
de la llamada “cultura”
ideas de una fuerza hiriente
idéntica a la del hambre»
A. Artaud

Durante demasiado tiempo, el historiador ha encontrado en el sepulturero su figura desplazada. Historiar era “enterrar”: sepultar el acaecer irruptivo del suceso (como diferencia) para conjurar así el efecto temible de su resonancia entre los vivos. La ciencia del historiador enseñaba a identificar las tumbas en la Paz del cementerio, adivinando bajo el misterio de la muerte la promesa de la redención. Para ello había que despojar al acontecimiento de toda su inquietante movilidad; pensarlo como pura identidad estática, reconstituible -en la unidad acabada de sus ser- de una vez y para siempre. Que nunca nadie sospechara en el suceso el escenario de una lucha por el poder, el teatro de un desenmascaramiento sin fin de la Verdad; que solo reapareciese (guiado por su Señor: el Sepulturero) con la calma de un fantasma al que se le ha prometido la veneración de los hombres de otro mundo -un mundo necesariamente mejor, enriquecido por el correr saludable y compasivo del Tiempo.

En el festín de la celebración y el reconocimiento (celebración por el presente de su bondad incontestada, al enterrar ritualmente el horror en el pasado y reconocerlo solo como pasado), el Sepulturero reclamará entonces la Autoridad y la Independencia: “autoridad” del Artífice Iluminado por la Ciencia e “independencia” del operador técnico distanciado tanto del suceso al que sustraerá la vida como del destino que le reservará un lugar en el museo de la historia o entre las semillas proféticas del mañana.

Precisamente contra ese entrecruzamiento de la metafísica y el positivismo deberá batirse la Crítica de la Historiografía -empeñada en liberar al suceso de su confinamiento «cósico» o teleológico y, por tanto, enfrentada a la moderna policía de la CIENTIFICIDAD.

… … …

La forma de historia que nos domina no responde al accidente, la casualidad o la inercia de hábitos fosilizados por la negligencia de los tiempos. En último término, despunta al filo del siglo XVIII, a la sombra del «proyecto moderno» fraguado por la Ilustración, y recubre el proceso de consolidación política e ideológica de la hegemonía burguesa durante los dos últimos siglos. Como pensamiento de una fuerza social ascendente, forjado bajo las condiciones históricas que determinaron la irrupción y el fortalecimiento de aquel nuevo tipo de subjetividad, la filosofía de las Luces revistió un carácter inmediatamente desmitificador, subversivo en la medida en que acompañaba a la burguesía contestataria en su enfrentamiento con el orden coactivo del Viejo Mundo Feudal. Y la Ilustración desbloqueó así la crítica de diversos presupuestos metafísicos, arraigados en toda la historia del racionalismo occidental, agudizando la crisis de las anacrónicas legitimaciones feudales y preparando el surgimiento de nuevos saberes (entre ellos, la disciplina histórica en su forma moderna) atentos a requerimientos político-ideológicos también diferentes.

Sin embargo, de esta determinación histórica general del pensamiento de la Ilustración se sigue asimismo su «insuficiencia», su posterior fosilización como ideología de la burguesía consolidada: cuando se modifiquen las circunstancias históricas que aseguraban su “efectividad” política, cuando el sujeto social con el que había fundido su destino se constituya en clase dominante, cuando el desarrollo material de la sociedad suscite nuevos problemas -vinculados, p. ej., a la industrialización- a un sujeto histórico distinto (el proletariado, fundamentalmente)…, cuando, en definitiva, se agoten las condiciones, puramente contingentes, de su operatividad crítica, entonces lo que un día apareció como «fuerza emancipatoria» empezará a asumir funciones indisimulablemente legitimatorias, al servicio de las formas específicas de dominación instauradas con la sociedad burguesa.

Desde ese momento, la filosofía de las Luces obstruirá las vías de acceso a una crítica radical de las prácticas discursivas articuladas bajo el capitalismo, lastrando poderosamente la praxis del sujeto empírico de la protesta con la perdurabilidad heroica de sus conceptos aún logocéntricos. No solo alcanzará una posición hegemónica como instancia de reordenación ideológica del saber, sino que pretenderá hacer valer testarudamente su retórica tardohumanista (fortalecida ya en el «sentido común») desatendiendo aquella “temporalidad de los conceptos críticos» anotada, desde ángulos distintos, por K. Marx y F. Nietzsche. En adelante, combatir el trasfondo metafísico de los conceptos legados por la Ilustración (instalados en el corazón de las diversas “disciplinas científicas”, tal y como se modelan desde el siglo XIX) llevará también, como consecuencia lógica, a un definitivo ajuste de cuentas con un tipo determinado de práctica historiográfica: esa «historia de los historiadores» capturada perceptiblemente por el discurso de los ilustrados (y por su “extensión” matizada en los sistemas de Kant y Hegel) y deudora por tanto de una concepción metafísica de la Verdad, la Razón, la Ciencia, el Sujeto, el Progreso, etc.

Está por hacer la historia de esa “guerra de guerrillas” contra el discurso historiográfico moderno. Semejante empresa no suscitó el entusiasmo de los historiadores de oficio -tal vez por remitir al ámbito de la filosofía, supuestamente desatendible como marco de reflexión válido sobre los problemas de las disciplinas científicas. Parecía como si solo el historiador estuviese en condiciones de pensar «su» ciencia y como si, de hecho, el desarrollo de las investigaciones de «metodología de la historia» y de «crítica historiográfica» evidenciara, por sí mismo, la satisfacción cumplida de tal exigencia.

Desde una perspectiva transdisciplinaria, la situación no puede caracterizarse tan optimistamente: la historiografía se ha definido como práctica formal antes que como saber orientado hacia un objeto. A la indefinición del “objeto” se superpuso la desconsideración de su propio significado político y social. La crítica historiográfica, que debía haber planteado esa cuestión, se encaminó más hacia la canonización (por exclusión) de los métodos establecidos, conmemorando las gestas de una lenta aproximación a la Tierra Prometida de la cientificidad, que hacia la restitución de su auténtica «historicidad». En ese contexto, la posibilidad de examinar el secreto logocentrismo de los conceptos epistemológicos y filosóficos que fundaban, en última instancia, las premisas tácitas de la Historia Científica ni siquiera podía ser entrevista. La denuncia de los grilletes metafísicos que retenían a la Historia-Disciplina en los sótanos de la legitimación revistió, entonces, formas «exógenas», procediendo forzosamente por “extensión” o “derivación” de tesis referidas a problemas filosóficos generales.

… … ….

De ahí que todavía nos domine la vieja determinación decimonónica de la disciplina histórica. Su hegemonía universal, celebrada como éxtasis de la Cientificidad, del Método, del Rigor o de la Razón, recubre eficazmente el proceso de institucionalización que la consagra como «saber de legitimación». Toda una policía de la Historia Científica racionaliza la indignidad de las prácticas a través de un doble movimiento coercitivo: el discurso del método (momento de la prescripción, de la exigencia, de la norma) y la literatura de la crítica historiográfica (instancia de la proscripción, de la expulsión o del castigo).

Entre el taller de la «metodología de la historia» y la comisaría de la «crítica historiográfica» se articula esa Tecnología de la Exclusión que garantiza tanto la selección de los materiales y de las técnicas de forja del discurso historiográfico como la marginación de aquel relato irreverente extraviado del «paraíso» de la cientificidad.

Más adelante identificaremos, bajo la solemnidad de la «crítica historiográfica», la impostura de un discurso racionalizador del modo de operar de la historia académica, incorporado por tanto a la moderna empresa de legitimación de la democracia de clases. En negativo dibujaremos, con ello, el perfil de un Relato Crítico inspirado en “otra” tradición teórica, “perturbador” en cierto sentido, regido más por la voluntad de seguir al sujeto de la resistencia en su práctica social efectiva que por la veneración mística de las Exigencias Absolutas de la Cientificidad.

Como condición previa del “recorrido” que proponemos, y a fin de insertar nuestra intervención en la «tradición intelectual» que la respalda, vamos a recomponer a continuación la estratificación teórica de aquellas experiencias filosóficas que -persiguiendo a veces otros objetivos- arrojaron luz sobre la mítica de la Historia Científica, preparando el terreno de la futura deconstrucción. No nos interesa tanto, en este punto, exacerbar el rigor del puntillismo hermenéutico como someter los momentos decisivos de la crítica del logocentrismo occidental a una lectura transversal que resitúe constantemente en lugar de los aprioris historiográficos en la turbulencia general de la “crisis de la Razón”.

Información sobre el texto en:
https://desempoderamiento.blogspot.com/2023/01/libro-la-historia-o-las-historias-un.html

Fragmento extraído del siguiente artículo:
García Olivo, P. (2023). La policía de la historia científica. Crítica del discurso historiográfico I. En J. Encina, S. Higuera y A. Ezeiza (coord.), La historia o las historias. Un debate en el seno del anarquismo (pp.67-130). Guadalajara (España): Volapük Eds.

http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Ese ídolo sin crepúsculo
Destinos de la Diferencia
Elegir el propio camino de perdición
Ni víctimas ni verdugos?

LA POLICÍA DE LA HISTORIA CIENTÍFICA. Crítica del discurso historiográfico I

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«Tengo en cadenas dos de los mayores enemigos del hombre:

la Esperanza y el Temor»

J. W. Goethe

I) LA voz DE LOS PODERES QUE NOS DOMAN

(Introducción)

«Defender una cultura que jamás salvó a un hombre

de la preocupación de vivir mejor

y no tener hambre

no me parece tan urgente como extraer

de la llamada “cultura”

ideas de una fuerza hiriente

idéntica a la del hambre»

A. Artaud

Durante demasiado tiempo, el historiador ha encontrado en el sepulturero su figura desplazada. Historiar era “enterrar”: sepultar el acaecer irruptivo del suceso (como diferencia) para conjurar así el efecto temible de su resonancia entre los vivos. La ciencia del historiador enseñaba a identificar las tumbas en la Paz del cementerio, adivinando bajo el misterio de la muete la promesa de la redención. Para ello había que despojar al acontecimiento de toda su inquietante movilidad; pensarlo como pura identidad estática, reconstituible -en la unidad acabada de sus ser- de una vez y para siempre. Que nunca nadie sospechara en el suceso el escenario de una lucha por el poder, el teatro de un desenmascaramiento sin fin de la Verdad; que solo reapareciese (guiado por su Señor: el Sepulturero) con la calma de un fantasma al que se le ha prometido la veneración de los hombres de otro mundo -un mundo necesariamente mejor, enriquecido por el correr saludable y compasivo del Tiempo.

En el festín de la celebración y el reconocimiento (celebración por el presente de su bondad incontestada, al enterrar ritualmente el horror en el pasado y reconocerlo solo como pasado), el Sepulturero reclamará entonces la Autoridad y la Independencia: “autoridad” del Artífice Iluminado por la Ciencia e “independencia” del operador técnico distanciado tanto del suceso al que sustraerá la vida como del destino que le reservará un lugar en el museo de la historia o entre las semillas proféticas del mañana.

Precisamente contra ese entrecruzamiento de la metafísica y el positivismo deberá batirse la Crítica de la Historiografía -empeñada en liberar al suceso de su confinamiento «cósico» o teleológico y, por tanto, enfrentada a la moderna policía de la CIENTIFICIDAD.

… … …

La forma de historia que nos domina no responde al accidente, la casualidad o la inercia de hábitos fosilizados por la negligencia de los tiempos. En último término, despunta al filo del siglo XVIII, a la sombra del «proyecto moderno» fraguado por la Ilustración, y recubre el proceso de consolidación política e ideológica de la hegemonía burguesa durante los dos últimos siglos (1). Como pensamiento de una fuerza social ascendente, forjado bajo las condiciones históricas que determinaron la irrupción y el fortalecimiento de aquel nuevo tipo de subjetividad, la filosofía de las Luces revistió un carácter inmediatamente desmitificador, subversivo en la medida en que acompañaba a la burguesía contestataria en su enfrentamiento con el orden coactivo del Viejo Mundo Feudal. Y la Ilustración desbloqueó así la crítica de diversos presupuestos metafísicos, arraigados en toda la historia del racionalismo occidental, agudizando la crisis de las anacrónicas legitimaciones feudales y preparando el surgimiento de nuevos saberes (entre ellos, la disciplina histórica en su forma moderna) atentos a requerimientos político-ideológicos tambien diferentes.

Sin embargo, de esta determinación histórica general del pensamiento de la Ilustración se sigue asimismo su «insufuciencia» (2), su posterior fosilización como ideología de la burguesía consolidada: cuando se modifiquen las circunstancias históricas que aseguraban su “efectividad” política (3), cuando el sujeto social con el que había fundido su destino se constituya en clase dominante, cuando el desarrollo material de la sociedad suscite nuevos problemas -vinculados, p. ej., a la industrialización- a un sujeto histórico distinto (el proletariado, fundamentalmente)…, cuando, en definitiva, se agoten las condiciones, puramente contingentes, de su operatividad crítica, entonces lo que un día apareció como «fuerza emancipatoria» empezará a asumir funciones indisimulablemente legitimatorias, al servicio de las formas específicas de dominación instauradas con la sociedad burguesa.

Desde ese momento, la filosofía de las Luces obstruirá las vías de acceso a una crítica radical de las prácticas discursivas articuladas bajo el capitalismo (4), lastrando poderosamente la praxis del sujeto empírico de la protesta con la perdurabilidad heroica de sus conceptos aún logocéntricos (5). No solo alcanzará una posición hegemónica como instancia de reordenación ideológica del saber, sino que pretenderá hacer valer testarudamente su retórica tardohumanista (fortalecida ya en el «sentido común») (6) desatendiendo aquella “temporalidad de los conceptos críticos» anotada, desde ángulos distintos, por K. Marx y F. Nietzsche (7). En adelante, combatir el transfondo metafísico de los conceptos legados por la Ilustración (instalados en el corazón de las diversas “disciplinas científicas”, tal y como se modelan desde el siglo XIX) llevará también, como consecuencia lógica, a un definitivo ajuste de cuentas con un tipo determinado de práctica historiográfica: esa «historia de los historiadores» capturada perceptiblemente por el discurso de los ilustrados (y por su “extensión” matizada en los sistemas de Kant y Hegel) y deudora por tanto de una concepción metafísica de la Verdad, la Razón, la Ciencia, el Sujeto, el Progreso, etc.

Está por hacer la historia de esa “guerra de guerrillas” contra el discurso historiográfico moderno. Semejante empresa no suscitó el entusiasmo de los historiadores de oficio -tal vez por remitir al ámbito de la filosofía, supuestamente desatendible como marco de reflexión válido sobre los problemas de las disciplinas científicas (8). Parecía como si solo el historiador estuviese en condiciones de pensar «su» ciencia y como si, de hecho, el desarrollo de las investigaciones de «metodología de la historia» y de «crítica historiográfica» evidenciara, por sí mismo, la satisfacción cumplida de tal exigencia.

Desde una perspectiva transdisciplinaria, la situación no puede caracterizarse tan optimistamente: la historiografía se ha definido como práctica formal antes que como «saber orientado hacia un “objeto”». A la indefinición del “objeto” se superpuso la desconsideración de su propio significado político y social. La crítica historiográfica, que debía haber planteado esa cuestión, se encaminó más hacia la canonización (por exclusión) de los métodos establecidos, conmemorando las gestas de una lenta aproximación a la Tierra Prometida de la cientificidad, que hacia la restitución de su auténtica «historicidad». En ese contexto, la posibilidad de examinar el secreto logocentrismo de los conceptos epistemológicos y filosóficos que fundaban, en última instancia, las premisas tácitas de la Historia Científica ni siquiera podía ser entrevista. La denuncia de los grilletes metafísicos que retenían a la Historia-Disciplina en los sótanos de la legitimación revistió, entonces, formas «exógenas», procediendo forzosamente por “extensión” o “derivación” de tesis referidas a problemas filosóficos generales.

… … ….

De ahí que todavía nos domine la vieja determinación decimonónica de la disciplina histórica. Su hegemonía universal, celebrada como éxtasis de la Cientificidad, del Método, del Rigor o de la Razón, recubre eficazmente el proceso de institucionalización que la consagra como «saber de legitimación» (9). Toda una policía de la Historia Científica racionaliza la indignidad de las prácticas a través de un doble movimiento coercitivo: el discurso del método (momento de la prescripción, de la exigencia, de la norma) y la literatura de la crítica historiográfica (instancia de la proscripción, de la expulsión o del castigo) (10).

Entre el taller de la «metodología de la historia» y la comisaría de la «crítica historiográfica» se articula esa Tecnología de la Exclusión que garantiza tanto la selección de los materiales y de las técnicas de forja del discurso historiográfico como la marginación de aquel relato irreverente extraviado del «paraíso» de la cientificidad (11).

Más adelante identificaremos, bajo la solemnidad de la «crítica historiográfica», la impostura de un discurso racionalizador del modo de operar de la historia académica, incorporado por tanto a la moderna empresa de legitimación de la democracia de clases. Sin embargo, con este trabajo procuraremos esencialmente hacernos cargo de su complemento funcional (la narrativa «metodológica»), con el objeto de sorprender, bajo los “presupuestos” teórico-filosóficos que tácitamente admite y más allá de la literalidad inmediata de sus recomendaciones procedimentales, los principios de organización de una Ortodoxia Disciplinaria devenida rejuvenecimiento de la metafísica y de un Imperativo del Rigor aún plagado de prejuicios positivistas. En negativo dibujaremos, con ello, el perfil de un Relato Crítico inspirado en “otra” tradición teórica, “perturbador” en cierto sentido, regido más por la voluntad de seguir al sujeto de la resistencia en su práctica social efectiva que por la veneración mística de las Exigencias Absolutas de la Cientificidad.

En la base de este proyecto “negativo”, necesariamente polémico, se situó la revisión de los terxtos fundamentales de la «metodología de la historia». Y, habida cuenta de que se imponía una determinada selección del material disponible -estrictamente “ilimitado”-, privilegiamos de algún modo el análisis de la corriente metodológica que, a pesar de su pretensión de criticismo y desmitificación, sancionó del modo más coherente y sistemático la consolidación de la historia como disciplina científica: la historiografía marxista renovadora -ejemplificada en las figuras “directivas” de P. Vilar, E. P. Thompson y J. Fontana. A través de sus trabajos toma cuerpo, q uizás, la tentativa más consistente de fundar una «ciencia de la historia» evadida de la órbita de la legitimación. Y, desde nuestro punto de vista, por la magnitud de su fracaso, se convierten en los mejores “exponentes” del problema global que hemos definido: la contribución de la Historia Científica a la racionalización de las estructuras vigentes de poder, en función de su profunda, y ya casi ancestral, fundamentación logocéntrica. De ahí que, aunque a la hora de ilustrar ciertas denuncias remitamos masivamente (si bien nunca de forma exclusiva) a sus trabajos, nuestras conclusiones trasciendan los límites de la opción metodológica por ellos representada y alcancen a la generalidad de la práctica historiográfica moderna.

Como condición previa del “recorrido” que proponemos, y a fin de insertar nuestra intervención en la «tradición intelectual» que la respalda, vamos a recomponer a continuación la estratificación teórica de aquellas experiencias filosóficas que -persiguiendo a veces otros objetivos- arrojaron luz sobre la mítica de la Historia Científica, preparando el terreno de la futura deconstrucción. No nos interesa tamto, en este punto, exacerbar el rigor del puntillismo hermenéutico como someter los momentos decisivos de la crítica del logocentrismo occidental a una lectura transversal que resitúe constantemente en lugar de los aprioris historiográficos en la turbulencia general de la “crisis de la Razón” (12).

II) RAZÓN SUTIL, QUE SE AGOTA Y DOMINA

(Genealogía de la «crítica del discurso historiográfico»)

«Sin luna y sin estrellas…

¿Dónde hallarán refugio los que erraron la senda?

Ch. Baudelaire

… … …

Para continuar leyendo la primera parte de «La policía de la historia científica. Crítica del discurso historiográfico»: https://wp.me/a31gHO-tL

[«La policía…» constituyó mi Tesis Doctoral, redactada en 1985 y defendida en 1991]

Falsificaciones fotográficas al servicio de interpretaciones historiográficas legitimatorias…

CAPACES DE AMAR POR ENCIMA DEL ODIO Y DE ODIAR DE VERDAD AQUELLO QUE MERECE SER ODIADO

Posted in Activismo desesperado, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF) with tags , , , , , , , , , , , on diciembre 21, 2017 by Pedro García Olivo

El maquis

Me cuenta este anciano que al padre de Basiliso todavía se le recuerda en La Pesquera por lo mucho que sabía de su oficio: “Nació un burro sin culo, y él se lo hizo”. Basiliso, más tarde apodado El Manco, se ganó también desde crío el respeto de sus convecinos: “A trabajar, nadie le ganaba”. “En los bancales siempre les sacaba a todos, en cualquier cosa que hiciera, más de una hilera de ventaja”.

Creció y se labró un cuerpo membrudo. “Como era buen mozo, las mujeres lo festejaban a todas horas. Después se casó por lo legal, y quiso montar una taberna con las pocas perras que le había arrancado a la tierra”. Toda la muchachería le ayudó, pues parecía impulsarle un incontenible viento del pueblo. Era como si la aldea se regalara a sí misma una cantina en la que enjuagarse el sudor de cada día y ahogar sus penas de siglos. Un remolino de mozos y mozas convirtió, en muy pocas semanas, la cambra de su padre, el médico de cabecera, en un sencillo garito de labradores. El viejo que me relata esta historia participó en los trabajos y amenizó la inauguración del local con su guitarra y su cante. “A la postre aún iba los sábados por la noche a entretenerle a la parroquia”.

Como casi todos los campesinos de la zona, El Manco quería la tierra para el que la trabaja. Como algunos de ellos, los más audaces y los más leídos, se decía de la CNT. Cuando, brincando el año 36, estos y aquellos, los que encarnaban las ideas y los que representaban el número, pudieron por fin tocar la carne de su Sueño y el país se vistió de paraíso como una niña de novia, Basiliso figuró al frente de la Colectividad de La Pesquera.

Como el cura y el cabo de la Guardia Civil, tembló de pánico el terrateniente local. Pero El Manco era «más amigo de la vida que de las ideas», y su sed de venganza no se calmaba tanto con sangre y luto como con sudor y penitencia. Por eso, cuando las ruidosas camionetas de los milicianos exaltados, orladas de banderas rojinegras, irrumpían en la plaza del pueblo y los camaradas de hierro le preguntaban, con ese extraño aire de rutina enfebrecida, “¿quién sobra aquí?”, él respondía, henchido de firmeza y de coraje: “¡Aquí no sobra nadie. Falta pan y faltan brazos, compañeros!”.

Salvó así de la muerte al terceto de la crueldad destronada, pero no lo libró del trabajo. La Pesquera, asombrada y divertida, pudo ver cómo el cacique, su párroco y su perro de presa conocían por primera vez la fatiga de los pobres y caían rendidos, como alazanes reventados, al declinar lentísima la tarde. Era esa sin duda la mejor bandera que podía enarbolar Basiliso, el mejor resumen de su pensamiento, sumario pero preciso. Y, aún así, agradeció el terceto al campesino, manco más tarde y también bandolero, que lo hubiera salvado del paredón o el paseíllo.

Como se podría anotar, con el estilo arrobado de aquellos días, “se tiñeron los campos de rojo, de rojo justicia y de rojo igualdad. Un sol distinto y obrero, risa de los cielos repartidos, casi conquistados, bañaba de luz virginal las tierras de todos y de nadie”. Pero no pudo durar el sueño. Pronto fue un cadáver lo que tocaron los dedos campesinos. La niña vestida de novia fue abatida por la espalda, y se encharcó en sangre su blanquísimo atavío. Cayó la noche eterna sobre el Paraíso. Y regresaron los soles de antaño, gozo del señor y azote del labriego. El rojo igualdad se trocó rojo ira y se entristecieron para siempre los cielos, de nuevo fugados de la tierra.

El Manco no huyó. Debió pensar que tampoco ahora sobraba nadie. Que faltaba pan y faltaban brazos. Pero ya no tenía compañeros. Los camaradas ululantes que desembarcaban en la plaza, entre un aterrador ondear de banderas impuestas, y rojas y gualdas, eran otros, de aspecto más sombrío, mirada torva de despecho y corazón de alambrada. El cabo y el cura no salían a su paso con la resplandeciente energía del campesino… Sin firmeza y sin coraje, saboreando aún una especie pérfida de temor que les hacía sonreír como sonríe un moribundo, daban nombres y daban señas.

Mas no hablaron de Basiliso. El Manco se encerró en su casa como la libertad en el pasado. Lo encubrió el sacerdote que, como una espada de Dios y para el bien de la Patria, había delatado a los más audaces y a los más leídos. Y nada dijo, por aquel entonces, el amo restablecido de las tierras y de los hombres. Como la voz de sus dueños, el guardia civil mantuvo el secreto.

La tríada de la crueldad restituida no obró así movida por un sentimiento de compasión y gratitud hacia el anarquista caído de su cielo; en lugar de salvarle la vida, prolongaba su agonía y lo torturaba con la infamia de aceptar un auxilio de tan nefando origen. “Si vives, vives gracias a la inmundicia que dices que somos, al desecho de humanidad que no enviaste a la muerte para no ensuciarte las manos y que ahora te ensucia hasta el corazón, te ensucia hasta el recuerdo que dejarás en las familias de esos otros que no están teniendo tu suerte…”.

Sabiéndose protegido por las fuerzas del horror y de la mezquindad, como un Fausto débil que no vende su alma pero se la deja robar, El Manco sufrió su trato de favor como la más sutil de las vejaciones. Y si no se entregó, fue porque «era más amigo de su vida que de sus ideas»; y presintió de algún modo que todavía no había dicho su última palabra. Buscado por todas partes, Basiliso descansaba bajo el cerezo de su huerto.

El mismo día en que la prensa del Régimen le imputó sus primeras cinco muertes, “en un encuentro con la Benemérita –decía la nota–, cerca de su guarida en la Sierra de Santerón”, El Manco fue visto por mi anciano confidente justamente debajo de aquel cerezo, a más de tres jornadas del lugar de los hechos… “No le pude decir nada porque no estaba solo y además él no quería comprometer a la gente del pueblo, que ya había padecido bastante solo por conocerlo y haber hablado con él cuando lo de la Colectividad. Yo no supe que pensar ese día… Llevaba mis ovejas por detrás de su casa, como otras veces. Oí ruidos y me empiné sobre la tapia de su patio; y allí lo vi, tomando el sol, desnudo, en cueros, como vino al mundo, junto al otro hombre, que no era de La Pesquera, cogido de su mano”.

Pero la policía del Nuevo Estado no tardó en columbrar la engañifa. Encerró a medio pueblo. Arrestó asimismo, por unas horas, al cura y al cacique. Trasladó o hizo desaparecer al cabo reo de negligencia y traición. La inocencia maltratada apenas sí arrojó un vislumbre de la verdad. Fueron el amo del pueblo y su abogado ante Dios quienes descubrieron el asunto. Para entonces, Basiliso ya había sido alertado por un sobrino del anciano que, entre pausa y pausa, también entre lágrima y lágrima, me desgrana con toda meticulosidad esta historia. Medio ciego, no creo que perciba la tibia fascinación que se enciende en mis ojos; pero me habla sin desconfianza, con el aplomo de quien ya se sabe casi fuera de este mundo, justamente en la plaza del pueblo, ante la casa del médico que le hizo un culo al burro y en cuya cambra nuestro hombre montó su taberna.

“Mi sobrino aún le llevó en carro a la estación de Utiel, medio oculto, como había hecho con otros no tan marcados. Allí Basiliso tomó un tren, y nunca más se le vio por aquí. De vuelta, mi sobrino fue detenido por la Guardia. Murió en la cárcel… A mí no me hicieron nada porque, aparte de lo del bar, no me encontraron ninguna relación con El Manco”.

A partir de ahí, mi informante enmudece. De las andanzas de El Manco entre los guerrilleros se han ocupado los libros de historia y la publicística del Franquismo. La literatura amarilla lo convirtió en un asesino desalmado, y la ciencia de la historia en un maquis prototípico. De hacer caso a esta última, Basiliso se habría erigido en un luchador contra la Dictadura –un insumiso que de algún modo debería creer en las posibilidades de triunfo de su insurgencia, o en su utilidad al menos, y que prolongaría así su largo batallar en favor de los ideales libertarios… Esa es la versión de los historiadores, que anegan a El Manco en un légamo de siglas y estrategias, directrices que vienen de fuera y se siguen o no se siguen, agrupaciones guerrilleras, secesiones, disputas doctrinales, etc.

Pero nadie que esté en su sano juicio se tomará muy en serio lo que esas gentes consumidas escriben para disimular su propio vacío y justificar sus emolumentos. Por otro lado, aún cuando hablan de Basiliso con sus medias palabras un tanto halagadoras, aún cuando se diría que su adormecedor charloteo transfunde una simpatía tímida y acobardada hacia el campesino, aún entonces, como saben desde siempre los más audaces y los más leídos, trabajan en secreto para los enemigos de su antiguo, bello, noble, olvidado Sueño –para el cura, el cabo y el terrateniente.

Me sugiere mi anciano, casi como despedida, que tal vez Basiliso se hizo maquis para salvar la piel, que era demasiado inteligente para no darse cuenta de que todo estaba perdido; y que si luchó y mató, mató y luchó a la desesperada, más como una alimaña acorralada que como un héroe o un fanático; que quizá se echó al monte por no poder estar en otra parte ni con otra gente, y que una vez allí haría lo que todos aunque solo fuera para dedicarse a alguna empresa –la única a su alcance– en lo que todavía le quedaba de vida condenada.

Antes que yo, otro recolector de historias de los maquis se detuvo en La Pesquera. Y recogió este testimonio:

“En La Pesquera todo el mundo me habló bien del Manco. Y cuando les dije que se habían escrito libros en los que se le acusa de ser responsable de treinta y tantas muertes, sus paisanos se alzaron de hombros. A un campesino, con el que estuve paseando largo rato por las afueras del pueblo, se les escaparon estas palabras: «Si es verdad eso, aún mató a pocos. Ustedes, los de la ciudad, no saben la de perrerías que nos hicieron pasar algunos ricachos después de la guerra. Son los amos hasta del aire que respiramos. Y eso, no se le olvide, dura desde el año 1939»”.

Si el más temido de los maquis hizo lo que se le supone, quizá aún hizo poco. Aún hizo poco. Y ya no quedan médicos que abran un culo entre los cuartos posteriores de los burros deformes, ya no quedan personas capaces de amar por encima del odio y de odiar de verdad aquello que merece ser odiado. Solo quedamos nosotros, ni siquiera un rescoldo del coraje.

[Últimas páginas de «El husmo. Los filos reseguidos del dolor»]

Pedro García Olivo
21 de diciembre de 2017

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados