Para la racionalización, o justificación, del productivismo capitalista, los teóricos neoliberales de la primera hora (F. Hayek, muy destacadamente) construyeron una abstracción perfecta, una categoría lógica que se desenvolvía como debía desenvolverse a fin de legitimar el sistema del mercado y de la libre competencia: el homo oeconomicus. A los pocos años, voces críticas del espectro anti-desarrollista denunciarían, alarmadas, que el “hombre económico” se había encarnado, había tomado forma humana, confundiéndose cada día más con todo hombre, con el hombre en sí. Recuperar tal denuncia es un modo de homenajear a los pocos seres humanos (nómadas tradicionales, indígenas anticapitalistas, rural-marginales resistentes, gentes no-asimiladas de los suburbios citadinos, exponentes de culturas orientales y africanas, entre ellos) que lograron salvaguardar su sensibilidad y su estilo de vida del ciclón tecno-economicista moderno:
“El hombre económico era una creación abstracta para las necesidades del estudio, una hipótesis de trabajo; se prescindía de ciertas características del hombre, cuya existencia no se negaban, para reducirlo a su aspecto económico de productor y consumidor (…). [Pero] lo que no constituía más que una mera hipótesis de trabajo ha terminado por encarnarse. El hombre se ha modificado lentamente bajo la presión, cada vez más intensa, del medio económico, hasta convertirse en ese hombre, de extremada delgadez, que el economista liberal hacía entrar en sus construcciones (…). Todos los valores han sido reducidos a la riqueza material. No por los teóricos, sino en la práctica corriente; al mismo tiempo que la ocupación más importante del hombre empezó a responder a la voluntad de ganar dinero. Y este rasgo se convierte de hecho en la prueba de la sumisión del hombre a lo económico, sumisión interior, más grave que la exterior (…). El burgués se somete y somete a los demás, y el mundo se divide entre los que gestionan la economía y acumulan sus signos ostentosos y los que la padecen y generan las riquezas, todos igualmente poseídos (…).
Cada vez era más difícil para cualquiera hacer otra cosa que no fuese trabajar para vivir; pero la vida, ¿qué era? Exclusivamente consumir, porque se concedían ocios al hombre, pero estos ocios eran únicamente la parte del consumidor en la vida. Sus funciones primordiales de creador, de orante o de juez, desaparecían en la creciente marea de las cosas (…). La técnica va a coronar el movimiento y dar el último impulso a este hombre económico (…). Se reduce así el hombre a cierta unidad; y esta nueva dimensión ocupa el campo entero, de manera que todas las energías del hombre son catalizadas en este complejo productor-consumidor (…). Todo ello se ve poderosamente acentuado por una segunda modalidad de acciones técnicas, que se dirigen directamente al hombre ylo modifican [las antropotécnicas] (…). Desde este momento no es necesaria ya la hipótesis del hombre económico porque la vida entera del ser humano, convertida en mera función de la técnica económica, ha rebasado en sus realizaciones concretas las tímidas conjeturas de los clásicos” (J. Ellul, La Edad de la Técnica).
Contemporáneo de J. Ellul, interesado también por el fenómeno técnico (aunque con una valoración inicial opuesta, positiva en su conjunto, inebriada de esperanza, como testimonia Técnica y Civilización), L. Mumford reitera la descripción del hombre económico en tanto tipo antropológico dominante en la fase histórica de máxima “degradación del trabajador” y de franca “inanición de la vida” (“edad paleotécnica”, en sus palabras):
“Había nacido un nuevo tipo de personalidad, una abstracción ambulante: el Hombre Económico. Los hombres vivos imitaban a esta máquina automática tragaperras, a esta criatura del racionalismo puro. Estos nuevos hombres económicos sacrificaron su digestión, los intereses de paternidad, su vida sexual, su salud, la mayor parte de los normales placeres y deleites de la existencia civilizada por la persecución sin trabas del poder y del dinero. Nada los detenía; nada los distraía…, excepto finalmente el darse cuenta de que tenían más dinero del que podían gastar, y más poder del que inteligentemente podían ejercer. Entonces llegaba el arrepentimiento tardío: Robert Owen funda una utópica colonia cooperativa; Nobel, el fabricante de explosivos, una fundación para la paz; Rockefeller, institutos de medicina. Aquellos cuyo arrepentimiento tomo formas más discretas fueron las víctimas de sus queridas, o de sus sastres, o de sus marchantes de arte (…). Solo en un sentido muy limitado estaban mejor los grandes industriales que los obreros por ellos degradados: carcelero y prisionero eran ambos, por así decirlo, huéspedes de la misma Casa del Terror”.
El Proletariado, supuesto antagonista de la sociedad mercantil, será considerado por estos autores como una expresión más de la “humanidad económica”. Muy duras, las palabras de J. Ellul a propósito:
“Con el proletario estamos en presencia de un hombre vaciado de su contenido humano, de su sustancia real, y poseído por el poder económico. Está enajenado no solo en tanto sirve a la burguesía, sino en cuanto resulta extraño a la propia condición humana: especie de autómata, aparece como una pieza más del engranaje económico, activado solo por la corriente material (…). No menos para el proletario que para el burgués, el hombre no constituye sino una máquina de producir y de consumir. Está sometido para producir y debe estarlo asimismo para consumir. Es necesario que absorba lo que le ofrece la economía (…). ¿Carece de necesidades el hombre? Hay que crearlas, pues lo que importa no es su estructura psíquica y mental, sino la salida de las mercancías, cualesquiera que ellas sean. Entonces se inicia esta inmensa trituración del alma humana que desembocará en la propaganda masiva y que, mediante la publicidad, vincula la dicha y el sentido de la vida al consumo. El que tiene capital es esclavo de su dinero; el que carece de él es esclavo de la locura de desear conquistarlo, ya que es forzoso consumir; en la vida todo se reduce a obedecer a tal imperativo”.
Y en L. Mumford parece reverberar la vieja consigna “quínica” enunciada por Diógenes de Sinope (“A nosotros también nos gustan los pasteles, pero no estamos dispuestos a pagar su precio en servidumbre”):
“La doctrina de Kant, según la cual todo ser humano debía ser tratado como un fin y nunca como un medio, fue precisamente formulada en el momento en que la industria mecánica había empezado a tratar al trabajador únicamente como un medio, un medio para lograr una producción mecánica más barata. Los seres humanos recibían el mismo trato brutal que el paisaje: la mano de obra era un recurso que había de ser explotado, aprovechado como una mina, agotado y finalmente descartado. La responsabilidad por la vida del empleado y por su salud terminaba con el pago de su jornal por el día de trabajo” (en Técnica y Civilización).
La crítica de la “humanidad económica” puede proyectarse hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. Hacia adelante, cristaliza en las posiciones de I. Illich y de los reconocidos “críticos del productivismo” (Baudrillard, Maffesoli, Girardin, Subirats, etc.). Hacia atrás, se vislumbra en geniales pioneros, filósofos y escritores del siglo XIX: H. D. Thoreau, W. Morris, P. Lafargue… Y, hacia mucho más atrás, encuentra semillas en la Grecia Antigua, entre los filósofos de la escuela “quínica”: “Mi patria es la pobreza” (Crates de Tebas), “Antes maniático que voluptuoso” (Antístenes), “En la vida se deben guardar solo aquellas cosas que, en caso de naufragio, puedan salir nadando con el dueño” (Antístenes), “Con un poco de pan de cebada y agua se puede ser tan feliz como Júpiter” (Diógenes), “Es propio de los dioses no necesitar nada, y de los que se parecen a los dioses necesitar de poquísimas cosas” (Diógenes)… Nos cuenta M. Onfray, en Retrato de los filósofos llamados perros, que no fue otra la actitud de un viejo campesino beocio, quien, habiendo salido a recoger leña, se encontró un tesoro y tomó la decisión más acertada: se bajó los pantalones, defecó sobre las joyas y salió corriendo…
Resuena este gemido anti-económico a lo largo de toda la historia; y me acuerdo ahora de Séneca con su “tener como si no se tuviera”; de Hölderlin, muy especialmente, con su canto a la “dulce pobreza” y al “humilde bienestar”; de la crítica corrosiva de Nietzsche, denostando el “sucio disfrute” y el “lamentable acomodo” de la clase media… Y viene a mi memoria de nuevo P. Lafargue, con su libro El derecho a la pereza:
“Una extraña locura posee a las clases obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista (…). Esta locura es el amor al trabajo, la pasión mórbida por el trabajo (…). En lugar de reaccionar contra esta aberración mental, los sacerdotes, los economistas y los moralistas han santificado el trabajo (…). La prisión se ha vuelto dorada; se la acondiciona, se hace cada vez más solapada y, por oscuras alquimias, termina presentándose como un nuevo Edén, la condición de posibilidad de la realización de uno mismo o el medio de alcanzar la plena expansión individual”.
***
Este es el punto de partida del conversatorio que propicié en Sestao, el día 20 de mayo de 2022, en la sede “okupada” de Altos Hornos de Vizcaya, un evento organizado por el colectivo Txirbilenea.
Procuré llevar la teoría del Hombre Económico al encuentro con la noción de Ciudadano-Robot, en la que llevo un tiempo trabajando, para suscitar una pregunta, de la que procede el título de la charla: ¿bajo la hegemonía de la mentalidad económica y burocrática, en trance de universalización, puede aún subsistir el anhelo de libertad? ¿Sigue siendo la vida “la ocasión para un experimento”, como sostenía K. Jaspers a pesar de padecer la persecución del nazismo?
Desde estos enlaces se accede al vídeo del conversatorio y también de una entrevista relacionada:
“La vida irregular. Preguntas sin trabas y respuestas al desnudo”
“¿Es la vida la ocasión para un experimento? En torno a la humanidad económica”
Una Sensualidad Poética, ajena a todas las normas, a todas las teorías y a todos los modelos. Afectividad «creativa» por insubordinada y no-racional.
Una constante voluntad de Huida, de Escapada, de Evasión. Para evitar las consagradas posiciones de complicidad manifiesta con el Opresor -en el puesto de trabajo, ante el mostrador de la tienda o a la puerta de la escuela.
Concepción de la vida como «ocasión para un experimento», que decía Jaspers y sugería Wilde, motivo para una Obra existencial, que cabe diseñar desde un punto de vista artístico, inventando el futuro y enfrentándonos a nuestros días como el escultor a la roca, el pintor al lienzo o el escritor a la página en blanco.
Comprensión del Suicido Antiguo, despedida dichosa de la vida, desde la cumbre y no desde la decadencia, con alegría, como un acontecimiento ansiado, en una apoteosis de la libertad personal.
Denegación absoluta e incondicionada del empleo, del salario, de la servidumbre laboral. En una rehabilitación intempestiva del talante de Diógenes el Perro.
Suscripción de la locura, pero no de la «locura ordinaria», que caracteriza a los ciudadanos declarados «sanos» por la estulticia médica, como denunció Bukowski y llevó al cine Ferreri. Aprobación de la «locura excepcional», incomprendida por la Ciencia, forma de subjetividad atentatoria e irreductible, como la que asistió a Van Gogh y Artaud.
Postulación insostenible de la escritura como «motor de la existencia», si bien siempre al margen del Mercado y del Estado.
Comprensión de la «soledad secreta», que se da en medio de la gente y al rebuzo de la sociabilidad estipulada.
Revuelta contra las escuelas y, sobre todo, contra los profesores, esas «sanguijuelas mercenarias» (en esta expresión se dan la mano el Conde de Lautrémont y George Steiner).
Interrogación sobre el vínculo acaso inapresable entre tres ideas hermanadas y probablemente fratricidas: «Desesperación», «Lucha» y «Libertad».
Sobre estos y otros asuntos se derrama «El Espíritu de la Fuga», obra liberada en mi blog, para descarga instantánea y gratuita, y disponible también en las principales plataformas de distribución física.
No obstante, es una novela; una composición narrativa.
Presentamos una obra múltiple y multiplicadora. Escrita “a dos manos”, acaso con tres voces, El espíritu… danza entre la narrativa, la filosofía, la crítica sociopolítica y la poesía. Desata una desaprobación radical de los mundos que vivimos, de las sociedades que componemos, de las formas de subjetividad apoderadas de nuestros corazones y de nuestros cerebros.
Del brazo de dos personajes centrales, uno que ha “desaparecido” y otro que recibe el encargo de publicar el texto de su amigo ausente, pero astillándolo con todo tipo de críticas -literarias, teoréticas y existenciales-, las páginas de este ensayo novelado se ven asaltadas por temas que abarcan casi todos los aspectos del devenir humano coetáneo: la Vida como Obra, la Sensualidad Poética, la Fuga como arma, la Escritura como motor de la Existencia, la Locura Excepcional, el Suicidio Antiguo… Siguiendo una línea quebrada, con evasiones y regresos, pérdidas e insistencias, al estilo de las llamadas “escrituras discontinuas”, los fragmentos de El espíritu… van dejando un poso acumulativo de desafección hacia la Modernidad mercantil y administrativa.
He aquí la mimbre del relato:
Víctor Araya, alter ego de Pedro García Olivo, un ser errático y anárquico, en las vísperas de su “desaparición” envía la obra a Ernesto Figueroa, su mejor amigo, comunista chileno exiliado en Budapest, ciudad en la que ambos residieron por los años del socialismo real. Le remite el manuscrito porque sabe que a Ernesto El Espíritu de la Fuga no le gusta en absoluto y le ruega que inserte en el texto definitivo todas sus objeciones, a modo de “notas” e “incisos”.
Tenemos, pues, una novela que incluye su propia crítica, rigurosa y sustancial, que habla constantemente mal de sí; y dos caracteres, enfrentados en su concepción del mundo y en su manera de transitar los días, que explicitan paso a paso sus divergencias -dos personajes indisolublemente unidos por la amistad, una amistad profunda hecha de discrepancia y de respetuosa incomprensión. Probablemente, Ernesto Figueroa aparezca asimismo como “otro” alter ego de Pedro García Olivo, quien, abordando todos los asuntos llameantes de la existencia en los tiempos sombríos de una Contemporaneidad naufragada, manifiesta su escisión fundamental, el alma dividida con la que construye, demuele y retoma su personal universo mítico.
Víctor Araya narra acontecimientos que se desencadenaron en la Budapest tardo-comunista de fines de los 80, trenzando una historia singular de amores, enemistades, violencias, sensualismos, locuras, voluntades de morir e infamias de que fue a ratos protagonista y en todo momento testigo. Y Ernesto Figueroa, aparte de atender la demanda de su compañero, cuestionando el texto desde su primera línea, buceará por las creaciones anteriores de Araya, por sus libros y por sus cartas -y aquí aparece la “tercera voz” a que nos referimos-, para argumentar una tesis grávida de esperanza: que Víctor Araya no se ha suicidado, que sigue vivo, que desapareció para volver a nacer, para reinventar su vida en otra parte y con otra gente, permitiéndose, a tal objeto, y fiel a ese “espíritu de la fuga” que lo constituye, una horrible crueldad para con sus allegados.
[Para quienes deseen ejemplares físicos, podrán obtenerlos mediante las librerías y los canales habituales de adquisición telemática. Ya está disponible en www.libros.cc ]
Para contactar: pedrogarciaolivo@gmail.com Sitio: Aldea Sesga, Paraje Alto Juliana, en la Solana de la Madre Puta, Rincón de Ademuz, Ademuz-46140, Valencia
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