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DONDE LOS ÁRBOLES PARECEN MÁS OSCUROS

Posted in Activismo desesperado, antipedagogía, Autor mendicante, Breve nota bio-bibliográfica, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Descarga gratuita de los libros (PDF), Desistematización, Proyectos y últimos trabajos, Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , , on enero 27, 2022 by Pedro García Olivo

Destinos de la Creatividad

1.

Ella era lo más importante de su vida. Con ella descubrió a la mujer, exploró el amor y se enfrentó a la belleza. Comprobó que su mente podía nublarse al verla, que su cuerpo se estremecía si ella estaba cerca y hasta las manos le temblaban entonces como gatos mojados. Hasta que la conoció, solo creía en los libros. Los libros lo habían sido todo para él. Todo, menos un refugio: para refugiarse es preciso haber estado fuera alguna vez, y él jamás salió de las páginas de miles de libros. Solo ante un libro se sentía seguro. Eran enigmas que se rendían a sus ojos como las flores al primer desperezarse del verano. Por eso los entendía tan bien. Constituían el objeto único, excluyente, de su comprensión. A excepción de los libros, todo se le antojaba feo y extraño. Al menos, tan extraño como él -pensaba- debía ser considerado por los demás.

Pero desde hacía unas semanas huía de los libros. Había abjurado de ellos para creer en ella. Le bastaba con verla para saber que pertenecía a una realidad aún más real que la de las páginas. Su existencia vagueante había encontrado un sentido más allá del fuego interior y de la escritura de los otros.

***

2.

Nunca había hablado con ella. Temía hacerlo porque la voz le parecía demasiado vulgar como para sorprenderla en aquel hermoso cuerpo. Solo del silencio se nutre la gracia, tocada de misterio, de un árbol, de una rosa o de una piedra. La belleza reside en cosas sin pensamiento como el pensamiento habita en cosas sin belleza. Por eso la quería silenciosa. Si por desventura, en la más triste mala hora, ella le dirigiera algunas palabras, él se vería obligado a abandonarla. Ya no podría perseguirla. Tampoco le cabría regresar a los libros: la letra empieza a morir cuando la verdad se deja entrever desde otra rendija que la de las palabras -eso creía.

Llevaba varias noches soñándola, varios días siguiéndole los pasos. Nunca pensaba en ella. Tenía suficiente con contemplarla. No quería pensar en ella, ni interpretar lo que hacía, para poder estar así seguro de que jamás acabaría conociéndola. Él siempre había dicho que conocer a una persona era otra forma de pegarle un tiro. De ahí que no aspirase más que a observarla. La miraba como quien ve un fantasma, como quien nada entiende y por todo se emociona. Si la veía besarse con un chico, desistía de buscar las razones en el amor o en el deseo, en la amistad o en el hastío. Simplemente, se emocionaba porque era hermoso percibir cómo un rostro entre sombras se acercaba a la sombra de otro rostro y terminaba recortando una palpitante silueta en la malicia sin profundidad de la noche. Era hermoso advertir el movimiento incierto de dos labios que se rozaban, oprimían y separaban turbiamente, siguiendo ritmos imprevisibles.

***

3.

La crueldad de aquel cuerpo de mujer radicaba en su terrible belleza, en su espantosa belleza. Contemplarlo sumía en la angustia… En más de una ocasión alcanzó a ver cómo la chica empezaba a desnudarse. En esos momentos se agitaba y retorcía tal un endemoniado; casi siempre tenía que cerrar los ojos para no gritar o llorar. Sospechábase indigno de aquello, puesto que no podía soportarlo. Si alguna vez acopiara el valor de mantener abiertos los ojos, si alguna vez fuera capaz de resistir la visión de aquel increíble cuerpo desnudo, entonces se sentiría, en secreto, como un dios o un poeta -como mucho más que un dios y poco menos que un poeta. Habría conquistado por fin, con toda seguridad, lo que dios solo consiguió dominar a medias y lo que -para apoderarse de sí mismos- todos los poetas buscan y no encuentran. Pero no podía sostener la mirada. Sus ojos se cerraban como cielos de tormenta, y no volvían a abrirse hasta que el tiempo le confesaba que ya era tarde -que ella ya no estaba allí. Dejaba entonces de temblar y respiraba aliviado, aunque por dentro se le amotinaban los esbirros de la decepción y del descontento.

**

4.

Solo una vez estuvo a punto de intervenir. Solo una noche quiso salir del escondrijo y correr hasta ella. Si no lo hizo fue porque cada uno de sus quejidos se le clavaba en el pecho como puñalada de madre, y no tuvo fuerzas para incorporarse. Aquella jornada empezó bella y acabó monstruosa. Sintió como si la noche se interrumpiera súbitamente para dar paso al mediodía excesivo. En esa velada, entre la oscuridad de los árboles y bajo la paz de la luna, ella empezó a desnudarse como otras veces, pero con movimientos peligrosamente sensuales. Por un segundo, creyó que ella lo había descubierto y se desvestía para él. Las prendas clarísimas se deslizaban por su piel como a empentones del viento y saltaban al vacío para caer suavemente sobre las hierbas del suelo. Su cuerpo, tan blanco como el sueño de un niño, parecía irradiar luz hasta oscurecer a la luna. Ese instante lo transportó a la cima de su vida. Sorprendentemente, estaba consiguiendo mantener abiertos los ojos.

Pero, de repente, toda la belleza de la escena se corrompió como el cadáver de una gaviota en un charco de agua negra. Otro cuerpo desnudo, maldito y grotesco, se acercó a ella y la abrazó como no se merecía. Era un cuerpo de hombre -un cuerpo de hambre. Ella reía como si no fuera ella, toda estrujada, con la seda de sus senos casi adherida a un pecho abisal de lija y mugre. Se lanzaron al suelo con la rabia de los torturados…, y comenzaron entonces los gemidos y los suspiros y las palabras salvajes. Y él se vio tentado de salir para golpear al perro que devoraba su sustento. Pero cada gemido era una puñalada de madre para su cuerpo, y no pudo incorporarse. Lo único que hizo fue cerrar los ojos. No los cerró como de costumbre (inquieto pero resignado), sino con la desesperación de quien contempla un crimen y no puede ni gritar para no ser sorprendido.

Faltó poco para que pensara esa noche. Casi pensó. El hombre que esa noche poseyó la luz de su vida era otro. No era el joven frágil y dulce que por las mañanas la besaba delicadamente. El hombre que esa noche poseyó la luz de su vida era más parecido a una bestia o a un perro. Pronto abandonó sus pensamientos, porque de continuarlos podía acabar mal. “Acabar mal”: he aquí un presentimiento muy fuerte. Tan fuerte como el perro que esa noche salió de las tinieblas para devorar su sustento.

A partir de entonces tuvo que aprender a abandonar periódicamente su persecución. Como el enfermo que se priva de lo que le daña, se habituó a arrancar de vez en cuando sus ojos de ella para llevárselos a otra parte y dejarla sola. En realidad, no la dejaba sola… La dejaba con otros perros malditos, siempre cambiantes, nunca los mismos, que la arrastraban por los suelos y de nuevo la hacían gemir. Por eso, en tal que ella se acercaba al bosquecillo donde, bajo la paz de la luna, los árboles parecen más oscuros, él daba la vuelta y abandonaba por unas horas el norte de sus pasos. Al dejarla, apenas no le cabía duda de que se dirigía hacia aquel lugar, y lo hacía frecuentemente, sentíase como cuando, de niño, se sumergía bajo las aguas del mar y contenía dolorosamente la respiración hasta casi desfallecer. Nada más emerger de las aguas, irguiéndose con una brusquedad teñida de urgencia absoluta, respiraba profundamente, ansioso y destemplado, como si acabara de sortear un peligro inconcebible. Lo mismo sentía al verla regresar, despacio y con andares de fatiga, quizás menos hermosa que otras veces, ya vestida y casi siempre despeinada.

***

5.

Por las mañanas, ella volvía a encontrarse con el muchacho atenazado por la ternura que la besaba casi con miedo. Y entonces la imaginaba mucho más bella, más bella que la belleza misma. Cuando se sentaba sobre las rodillas de aquel muchacho y le mecía los cabellos desplegando todos los gestos del cariño, nada en ella le recordaba ya el bosquecillo de las bestias hambrientas. Se elevaba por encima de lo simplemente hermoso, y ni siquiera la imagen de su rodar por los suelos más oscuros lograba atenuar la magia de aquel cuerpo fascinador.

Cada vez que dejaba al muchacho, y se despedía con un beso casi tan largo como el atardecer, él la notaba pensativa. La seguía de nuevo, como siempre, un poco más tranquilo, un poco más contento. Muy a menudo llegaba tras ella hasta unas empinadas rocas, escarpadas como gritos de alienados, donde el silencio era más frío y la soledad devenía tragedia. Cuando ella trepaba hasta allí, él tenía que esconderse bastante lejos para no ser descubierto. Entonces ya casi no la veía, y empezaba a imaginar. Imaginaba que la mujer de sus sueños levantaba la vista al cielo y se llevaba las manos a la cara, atormentada. No le interesaba preguntarse por qué hacía aquello: se deleitaba recreando lo que medio entreveía y medio imaginaba, porque era hermoso. Era hermoso que aquel cuerpo de mujer se dibujara impreciso sobre el azul del cielo, aliviando con sus lágrimas la sequedad del aire estanco hasta que despertaba la furia de sus brazos y, como queriendo agredir al universo entero, amenazaba con rasgar el espacio o reinventar el viento.

Cuando la dejaba en el bosquecillo, bajo la paz de la luna y entre la oscuridad de los árboles, él se dirigía hacia aquel desfiladero y gastaba las horas corriendo desde su escondite hasta el borde de la tierra y desde el borde de la tierra hasta su escondite. Quería estar preparado para cuando llegase el día de su felicidad completa.

***

6.

…   …   …

Transcurría enigmática, la noche. Ella no había pasado por donde los árboles parecen más oscuros. Llevaba ya varias semanas sin perderse bajo sus frondas. Por eso, él ya no la abandonaba intermitentemente. Acudía a su cita con el muchacho de los besos largos y tiernos. Desde hacía varias semanas, se encontraba con ese muchacho todas las noches. Hacía también varias semanas que ella no lloraba sobre las rocas del precipicio. Ya iba muy poco por allí. Estaba más hermosa que nunca.

Abrazó al muchacho y lo besó con una pasión desconocida. El chico se dejó querer. Aquellas escenas se le revelaron, a él que todavía miraba, ambiguas como lluvias de primavera. Entrelazados los cuerpos, cayeron sin violencia sobre la tierra cómplice. Quedaron poco a poco desnudos. Milagrosamente, él no había cerrado aún los ojos. Enseguida llegaron los gemidos. Pudo soportarlos porque no se oían como bajo los negros árboles del bosque. Aquellos gemidos no se abalanzaban sobre su pecho con el puñal de una madre en la mano. Cuando por fin cesaron los suspiros, los espasmos, las convulsiones…, y pese al extraño escalofrío que había recorrido su cuerpo hasta ese instante, él pudo enorgullecerse como nunca de no haber bajado la vista en ningún momento. Aunque normalmente le molestaba escuchar las palabras de los demás, sobre todo si reclamaban la participación de ella, esta vez pudo sobreponerse a su limitación porque era también muy delicado el objeto de la charla. Hablaban de cosas azules y amarillas. Y reaparecían los besos al menor encogimiento de la conversación… Sin embargo, él se extraviaba en una selva de amargura.

Prefería verla sola, completamente sola. Quizás fuera demasiado egoísta, y le doliera compartirla con otro. Reconocía que aquel muchacho la había alcanzado como nadie. Pensaba que aquel chico debía sentirse en secreto como un dios o un poeta -como mucho más que un dios y poco menos que un poeta. En cambio, los hombres de los árboles oscuros sólo se sentirían como bestias o alimañas: era absurdo esperar de ellos el más insignificante gesto creativo. De ahí que ella le hubiera sido infiel con el muchacho de la timidez sin motivo, y no con los brutos hambrientos de los árboles.

Se habían sentado sobre las piedras de costumbre. El chico recostaba su cabeza sobre los pechos desnudos de la mujer imposible. Y ella, un poco más seria, empezaba a hablar de cosas no tan azules y menos amarillas. El muchacho se incorporó con alarma y entornó los ojos. La escuchaba aterrado, como si despertara de su único sueño. Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas de la mujer mientras señalaba con el brazo el lugar donde los árboles parecen más oscuros. El joven miró hacia el bosquecillo y ocultó su cara tras las manos del desasosiego. Giró el cuerpo y volcó su rostro sobre las hierbas de la tierra enemiga, para llorar en soledad y despedirse abatido de su última esperanza.

Y él, harto de presagiar el fin, abandonó a la pareja. Volvió a caminar por senderos que ya le resultaban trágicamente familiares. Pero lo hacía con un propósito nuevo, bajo una determinación diferente. Reflexionaba sobre lo que había sido su vida. Buscaba por alguna parte, en el rellano de sus recuerdos, un gran error, una equivocación trascendental, que pudiera explicar el encierro de sus últimos años. Desde muy joven había querido forjarse el alma de un poeta. Pensaba ahora que en último término jamás había dejado de ser ese deseo y nada más que ese deseo. Para forjarse el alma de un creador no le bastaba con frecuentarquizás no le era posibleel bosquecillo lóbrego de los escritores del mercado, concertar más de una cita con la belleza fácil bajo la oscuridad de sus árboles, y actuar como un perro hambriento de éxito o una bestia en celo de prestigio. Por otro lado, reconocía dolorosamente que no tenía nada de tentador impremeditado, casi involuntario, de lo Sublimeconquistador ingenuo y fatal de la Belleza Intempestiva.

Por eso, nada más llegar al precipicio se permitió por una vez pensar en la mujer que lo había emancipado de la servidumbre de la lectura. También por una vez, se imaginó capaz de adivinar su futuro, prever sus intenciones. Y la esperó, convencido de que acudiría a las escarpadas rocas del límite de la tierra.

Así fue. Desde el borde del acantilado, la mujer de su tortura se encaró al cielo como a su destino, desgarrada tal vez, desolada por el curso de las cosas, pero asistida en profundidad por una serenidad más honda que la raíz de todo dolor. Y él, persuadido de que por fin sentiría el calor de aquel cuerpo inverosímil, salió de su escondrijo y corrió hacia ella para arrojarla al vacío y dar término a sus tormentos de mujer incomprendida.

Le sonrió al verlo acercarse, tan impaciente y desencajado, la mujer de todos y de nadie. Pero no se dejó ayudar en su suicidio. Se precipitó al abismo por sí misma, sosteniéndole la mirada y agradeciéndole hasta el final el sacrificio que, sin embargo, no le permitió ofrendar. Y él, devorado hasta el subsuelo por un dolor más hondo que la raíz de toda calma, de todo temple, regresó a lo que había sido su prisión para recuperar el consuelo inútil de los libros -esos libros que nunca podría escribir pero que tan meridianamente comprendía.

Su alma no será nunca la del poeta: el gesto de la creación absoluta se ha hecho impracticable en nuestros días, y con ello ha sucumbido también la posibilidad misma de una Belleza Desconocida. Su espíritu será siempre el de la rata que halla sustento entre los desperdicios de los demás. Por ello, retornará cabizbajo a la lectura, para no desaprovechar el absurdo privilegio que lo constituye: el raro privilegio de disfrutar de la belleza antigua, ajena y extemporánea, como un observador perpetuo de lo innecesario -un observador ignorado e impotente, como el más oscuro de los árboles.

***

Así piensa hoy, sentado ante docenas de viejos libros y montañas de folios en blanco. Eso cree ahora, agobiado por una mesa de trabajo que es también la mesa del silencio íntimo y del vacío inexplicable. El amante no correspondido de una belleza tan muerta como su esperanza: así se ve, así se teme. Bajo la paz de la luna, un observador ignorado e impotente como el más oscuro de los árboles.

***

[Composición incluida en “La queja azur”, proyecto narrativo en elaboración]

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Alto Juliana, Aldea Sesga

Fotografía de Roy Lingán Parede, querido amigo

EN TORNO A LOS PERJUICIOS DE LEER UN BUEN LIBRO

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Presentación de «El orden del discurso», de M. Foucault

Me permito extractar «El orden del discurso», probablemente la obra que más me marcó en la época de mi mayor vulnerabilidad a la palabra escrita. Como me fascinó y como la amé, considero de justicia señalar el modo que tuvo de perjudicarme, de lastrar mi turbia pasión de escribir y hasta mi vicio común de darme a la vida. Estos serán los dos pasos de este escrito: un resúmen que se pretende riguroso, articulando citas literales de M. Foucault; y un fragmento contra el tutelaje intelectual, en la línea de una crítica de la razón lecto-escritora.

El orden del discurso. Texto completo.

1. Guarecerse de los buenos libros

Leí este opúsculo por primera vez en mis tiempos de estudiante. Me abalancé sobre él como un depredador, subrayando, tomando notas, añadiendo comentarios… Por aquel entonces, mi personalidad semejaba la de un joven sediento de negación: mi aversión a la realidad social rayaba en lo absoluto y era enorme mi distancia del mundo. La disconformidad procedía, me parece, del talante, de alguna oscura región del espíritu; pues era mínima mi experiencia social, escasos y estrechos los ámbitos existenciales que había recorrido. Y la lectura vino a colmar de palabras esa laguna abierta en lo vivo; acudió para justificar mi desafección frente a lo existente. Leía para racionalizar mi hostilidad ante lo dado, para que mi desencanto y mi desencuentro se embriagaran de discursos antagonistas.

Así caí sobre «El orden del discurso», que me dejó una marca indeleble en el pensamiento. Y cuando, tres décadas más tarde, regreso al libro y lo releo casi con el mismo interés, una sensación desagradable, que apenas logro describir, se apodera de mí. Reconozco el modo en que ese texto se colocó entre el mundo y mi ser, tal unas lentes o un aparato de criba; me abruma la manera en que condicionó mi aprehensión de lo real y hasta mi voluntad de vivir de una determinada forma. Y me pregunto hoy si no habrá pesado demasiado sobre mi trayectoria existencial y sobre mis ejercicios de reflexión. Casi me reconozco reo de sus sugerencias, juguete de sus sospechas, títere de la mano que lo compuso… Y no me parece sana ni recomendable la relación que entablé, en mi juventud, con esta y con otras obras. Porque la lectura no se puede convertir en un sucedáneo de la vida, en una coartada para privarse de la experiencia. Y a mí me aconteció…

De algún modo, cuando por fin alcancé un concepto nítido de la malevolencia del alfabeto y de la turbiedad de todo escribir, ya era demasiado tarde: ya había escrito y pareciera que ya no podía dejar de escribir, y, sobre todo, ya había leído y ya había padecido el daño de una entrega tan apasionada como nociva a las palabras de los otros. Me quedaba soñar qué habría sido de mí si, desde la niñez, hubiera leído menos y conversado más, hubiera estado con menos libros y con más gentes, menos en el estudio de lo redactado y más en los aprendizajes de la interacción comunitaria y del juego libre. Los libros me convirtieron en un lamentable «intelectual» y hasta en un triste «funcionario»; y desde que reaccioné, damnificado ya hasta extremos patéticos por la cultura escritural, me está llevando casi toda una vida procurar hurtarme, no sé si con éxito, a esa doble condición, a un destino tan morboso.

Hasta aquí, mi repulsa de la lectura coincide con la expresada por M. Proust en su obra desmesurada. En «Sobre la lectura», este escritor denuncia el «respeto fetichista por los libros», el gusto «malsano» de los ilustrados por las obras impresas, llegando hablar de «enfermedad literaria» y «francmasonería de los escritores».

De poco me sirvió la acerada advertencia de Nietzsche en «Del leer y del escribir»: «Yo odio a los ociosos que leen. Quien conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un siglo de lectores todavía —y hasta el espíritu olerá mal (…). Leer corrompe a la larga no solo el escribir, sino también el pensar». Y es que, en cierto sentido, por «retirarme de la vida», yo era un «ocioso que leía»: encerrado voluntariamente en una habitación, todo el tiempo que no andaba en la Escuela, de los doce a los diecinueve años no hice otra cosa que leer y escribir. Escribir excitado por lo que leía…

Probablemente el espíritu del hombre occidental huele ya mal, transcurrido ese siglo de lectores y de lecturas en masa que se temía Nietzsche. Cabe la posibilidad de que determinadas bellezas sociales preservadas por las culturas de la oralidad estén siendo demolidas sistemáticamente por esta «tecnología de la palabra» que envuelve al escritor, al libro y al lector. Una interpretación aviesa de las obras de W. Ong, A. R. Luria, E. A. Havelok y otros permite denunciar lo que se ha perdido desde la expansión de la escolaridad y, como premisa, de la alfabetización: pensamiento «operativo» o «situacional», prevalencia de la comunidad, pacifismo fundamental, saturación de la vida cotidiana por las mil formas de la cooperación y de la ayuda mutua, educación comunitaria, derecho consuetudinario oral, aversión al productivismo y a la política… La responsabilidad de la Escuela en esta cacería planetaria del hombre oral es inmensa; por haber contribuido a una tan abrumadora reducción de la antropo-diversidad, por la eliminación inmisericorde de los hombres de la oralidad, la educación administrada, en tanto poder etnocida y altericida, merece todo el aborrecimiento de los amantes de la libertad y de la diferencia.

Sin bien, porque escribía y difundía mis obras, progresivamente fui conociendo y detestando el mundillo irrespirable de los escritores; si bien me cansé de reconocer en ellos ese perfil psico-político —narcisista, acomodaticio y «pedagógico» al mismo tiempo— que compartían con los profesores y con los políticos, debo admitir todavía hoy que la mayor parte de mis cargos contra la lectura y la escritura proceden de libros que he leído. La lectura primero me enfermó existencialmente, casi sin que yo me diera cuenta; y después me hizo ver la naturaleza y el alcance de mi dolencia, que tenía que ver con ella misma. Aunque el mal y su diagnóstico procedían de los libros, me asiste no obstante la certeza de que la cura, si existe y si la quiero, pasa, como casi siempre, por la huida: dejar atras todo este universo viscoso, sórdido y lúbrico al mismo tiempo, de la razón lecto-escritora.

Para la denegación de la lectura y de la escritura ya contamos con un itinerario no exclusivamente «libresco». Entre los jalones de esa ruta hallamos a los quínicos antiguos, a los poetas orales de todos los tiempos, a los pueblos indígenas y a los grupos nómadas, a los habitantes ágrafos de los entornos rural-marginales, a Nietzsche, a los autores que, de algún modo, tuvieron que ver con la posterior «teoría de la escritura» (de Barthes a Derrida, pasando por Blanchot y Bataille), a no pocos filósofos díscolos, tal Cioran o Sloterdijk, a los adeptos del malditismo literario y del romanticismo negativo, a los mencionados investigadores de la oralidad en tanto psico-dinámica, modo de reflexión y estilo de vida específicos, etcétera.

Algún día, si termino considerando que vale la pena, abordaré metódicamente esa cuestión, que ofende al «verosímil crítico-filosófico» de la contemporaneidad. De momento, y a modo de «presentación» de un libro, me limito a advertir de los peligros que «El orden del discurso» encierra en su sabia manera de hacerse persuasivo. Es un buen libro; deberíamos guarecernos de él…

2. «El orden del discurso»

«Yo supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.

En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido (…).

Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse.

Resaltaré únicamente que, en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, en la que se multiplican los compartimentos negros, son las regiones de la sexualidad y las de la política (…).

Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de una prohibición, sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición razón y locura. Desde la más alejada Edad Media, el loco es aquel cuyo discurso no puede circular como el de los otros (…). Resulta curioso constatar que en Europa, durante siglos, la palabra del loco o bien no era escuchada o bien, si lo era, recibía la acogida de una palabra de verdad (…). Quizás es un tanto aventurado considerar la oposición entre lo verdadero y lo falso como un tercer sistema de exclusión, junto a aquellos de los que acabo de hablar (…). Todavía, en los poetas griegos del siglo VI, el discurso verdadero —en el más intenso y valorizado sentido de la palabra—, el discurso verdadero por el cual se tenía respeto y terror, aquel al que era necesario someterse porque reinaba, era el discurso pronunciado por quien tenía el derecho y según el ritual requerido; era el discurso que decidía la justicia y atribuía a cada uno su parte; era el discurso que, profetizando el porvenir, no solo anunciaba lo que iba a pasar, sino que contribuía a su realización, arrastraba consigo la adhesión de los hombres y se engarzaba así con el destino. Ahora bien, he aquí que un siglo más tarde la verdad superior no residía ya más en lo que era el discurso o en lo que hacía, sino que residía en lo que decía: llego un día en que la verdad se desplazo del acto ritualizado, eficaz y justo, de enunciación, hacia el enunciado mismo: hacia su sentido, su forma, su objeto, su relación con su referencia. Entre Hesíodo y Platón se establece una cierta separación, disociando el discurso verdadero y el discurso falso; separación nueva, ya que en lo sucesivo el discurso verdadero no será más el discurso precioso y deseable, ya que no será más el discurso ligado al ejercicio del poder. El sofista ha sido expulsado (…). De los tres grandes sistemas de exclusión que afectan al discurso, la palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad, es del tercero del que he hablado más extensamente (…).

Existen, evidentemente, otros muchos procedimientos de control y delimitación del discurso. Esos a los que he aludido antes se ejercen en cierta manera desde el exterior; funcionan como sistemas de exclusión; conciernen sin duda a la parte del discurso que pone en juego el poder y el deseo. Creo que se puede también aislar otro grupo. Procedimientos internos, puesto que son los discursos mismos los que ejercen su propio control; procedimientos que juegan un tanto a título de principios de clasificación, de ordenación, de distribución, como si se tratase en este caso de dominar otra dimensión del discurso: aquella de lo que acontece y del azar. En primer lugar, el comentario. Supongo, aunque sin estar muy seguro, que apenas hay sociedades en las que no existan relatos importantes que se cuenten, que se repitan y se cambien; fórmulas, textos, conjunciones ritualizadas de discursos que se recitan según circunstancias bien determinadas; cosas que han sido dichas una vez y que se conservan porque se sospecha que esconden algo como un secreto o una riqueza. (…).

Creo que existe otro principio de enrarecimiento de un discurso. Y hasta cierto punto es complementario del primero. Se refiere al autor. Al autor no considerado, desde luego, como el individuo que habla y que ha pronunciado o escrito un texto, sino al autor como principio de agrupación del discurso, como unidad y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia (…). El comentario limitaba el azar del discurso por medio del juego de una identidad que tendría la forma de la repetición y de lo mismo. El principio del autor limita ese mismo azar por el juego de una identidad que tiene la forma de la individualidad y del yo. Sería necesario reconocer también, en lo que se llama, no las ciencias, sino las «disciplinas», otro principio de limitación. Principio también relativo y móvil. Principio que permite construir, pero solo según un estrecho juego. (…). La disciplina es un principio de control de la producción del discurso. Ella le fija sus límites por el juego de una identidad que tiene la forma de una reactualización permanente de las reglas (…).

Existe, creo, un tercer grupo de procedimientos que permite el control de los discursos. No se trata esta vez de dominar los poderes que conllevan, ni de conjurar los azares de su aparición; se trata de determinar las condiciones de su utilización, de imponer a los individuos que los dicen un cierto número de reglas y no permitir de esta forma, a todo el mundo, el acceso a ellos (…). La forma más superficial y más visible de estos sistemas de restricción la constituye lo que se puede reagrupar bajo el nombre de ritual. El ritual define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan (y que, en el juego de un dialogo, de la interrogación, de la recitación, deben ocupar tal posición y formular tal tipo de enunciados); define los gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos que deben acompañar el discurso; fija finalmente la eficacia supuesta o impuesta de las palabras, su efecto sobre aquellos a los cuales se dirigen, los límites de su valor coactivo (…).

Un funcionamiento en parte diferente tienen las «sociedades del discurso», cuyo cometido es conservar o producir discursos, pero para hacerlos circular en un espacio cerrado, distribuyéndolos nada más que según reglas estrictas y sin que los detentadores sean desposeídos de la función de distribución (…). Puede tratarse muy bien que el acto de escribir, tal como está institucionalizado actualmente en el libro, el sistema de la edición y el personaje del escritor, se desenvuelva en una «sociedad del discurso», quizás difusa, pero seguramente coactiva. La diferencia del escritor, opuesta sin cesar por él mismo a la actividad de cualquier otro sujeto que hable o escriba, el carácter intransitivo que concede a su discurso, la singularidad fundamental que acuerda desde hace ya mucho tiempo a la «escritura», la disimetría afirmada entre la «creación» y no importa qué otra utilización del sistema lingüístico, todo esto manifiesta en la formulación (y tiende además a continuarse en el juego de la práctica) la existencia de una cierta «sociedad de discurso». Pero existen aún bastantes otras, que funcionan según otro modelo, según otro régimen de exclusivas y de divulgación: piénsese en el secreto técnico o científico, piénsese en las formas de difusión o de circulación del discurso médico; piénsese en aquellos que se han apropiado el discurso económico o político (…).

A primera vista, las doctrinas (religiosas, políticas, filosóficas) constituyen el inverso de una «sociedad del discurso» (…) [Pero] la dependencia doctrinal denuncia a la vez el enunciado y el sujeto que habla, y el uno a través del otro. Denuncia al sujeto que habla a través y a partir del enunciado, como lo prueban los procedimientos de exclusión y los mecanismos de rechazo que entran en juego cuando el sujeto que habla ha formulado uno o varios enunciados inasimilables: la herejía y la ortodoxia no responden a una exageración fanática de los mecanismos doctrinales; les incumben fundamentalmente. Pero inversamente, la doctrina denuncia los enunciados a partir de los sujetos que hablan, en la medida en que la doctrina vale siempre como el signo, la manifestación y el instrumento de una adhesión propia —dependencia de clase, de estatuto social o de raza, de nacionalidad o de interés, de lucha, de revuelta, de resistencia o de aceptación. La doctrina vincula los individuos a ciertos tipos de enunciación y como consecuencia les prohíbe cualquier otro; pero se sirve, en reciprocidad, de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos entre ellos, y diferenciarlos de esa manera de los otros restantes. La doctrina efectúa una doble sumisión: la de los sujetos que hablan a los discursos, y la de los discursos al grupo, cuando menos virtual, de los individuos que hablan (…).

Finalmente, en una escala más amplia, se hace necesario reconocer grandes hendiduras en lo que podría llamarse la adecuación social del discurso. La educación, por más que sea, de derecho, el instrumento gracias al cual todo individuo en una sociedad como la nuestra puede acceder a no importa qué tipo de discurso, se sabe que sigue en su distribución, en lo que permite y en lo que impide, las líneas que le vienen marcadas por las distancias, las oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican (…).

* * *

Me pregunto si un cierto número de temas de la filosofía no surgieron para responder a estos juegos de la limitaciones y de las exclusiones, y quizá también para reforzarlos (…). Desde que fueron excluidos los juegos y el comercio de los sofistas, desde que se ha amordazado, con más o menos seguridad, sus paradojas, parece que el pensamiento occidental haya velado para que en el discurso haya el menor espacio posible entre el pensamiento y el habla; parece que haya velado para que «discurrir» aparezca únicamente como una cierta aportación entre pensar y hablar. De eso resultaría un pensamiento revestido de sus signos y hecho visible por las palabras; o, inversamente, de eso resultarían las mismas estructuras de la lengua utilizadas y produciendo un efecto de sentido.

Esta antigua elisión de la realidad del discurso en el pensamiento filosófico ha tomado bastantes formas en el curso de la historia. Recientemente ha vuelto a aparecer bajo el aspecto de varios temas que nos resultan familiares.

Pudiera darse que el tema del sujeto fundador permitiese elidir la realidad del discurso. El sujeto fundador, en efecto, se encarga de animar directamente con sus objetivos las formas vacías del lenguaje. Es él quien, atravesando el espesor o la inercia de las cosas vacías, recupera de nuevo, en la intuición, el sentido que allí se encontraba depositado; es él, igualmente, quien del otro lado del tiempo, funda horizontes de significaciones que la historia no tendrá después más que explicitar, y en los que las proposiciones, las ciencias, los conjuntos deductivos encontrarán en resumidas cuentas su fundamento (…).

El tema que está frente a este, el tema de la experiencia originaria, juega un papel análogo. Supone que, a ras de la experiencia, antes incluso de que haya podido recuperarse nuevamente en las formas de un cogito, significaciones previas, ya dichas de alguna manera, recorrían el mundo, lo disponían alrededor nuestro y daban acceso desde el comienzo a una especie de primitivo reconocimiento. Así una primera complicidad con el mundo fundamentaría para nosotros la posibilidad de hablar de él, en él, de designarlo y nombrarlo, juzgarlo y finalmente conocerlo en la forma de la verdad. Si hay discurso, ¿qué puede ser entonces, en su legitimidad, sino una discreta lectura? (…).

El tema de la mediación universal es todavía, creo, una forma de elidir la realidad del discurso. Y esto a pesar de la apariencia. Pues parece, a primera vista, que al encontrar nuevamente por todas partes el movimiento de un logos que eleva las singularidades hasta el concepto y que permite a la conciencia inmediata desplegar finalmente toda la racionalidad del mundo, es el discurso mismo lo que se coloca en el centro de la especulación. Pero este logos, a decir verdad, no es, en realidad, más que un discurso ya tenido, o más bien son las mismas cosas o los acontecimientos los que insensiblemente hacen discursos desplegando el secreto de su propia esencia. El discurso no es apenas más que la reverberación de una verdad naciendo ante sus propios ojos; y cuando todo puede finalmente tomar la forma del discurso, cuando todo puede decirse y cuando se puede decir el discurso a propósito de todo, es porque todas las cosas, habiendo manifestado e intercambiado sus sentidos, pueden volverse a la interioridad silenciosa de la conciencia de sí.

Bien sea pues en una filosofía del sujeto fundador, en una filosofía de la experiencia original o en una filosofía de la mediación universal, el discurso no es nada más que un juego, de escritura en el primer caso, de lectura en el segundo, de intercambio en el tercero; y ese intercambio, esa lectura, esa escritura no ponen nunca nada más en juego que los signos. El discurso se anula así, en su realidad, situándose en el orden del significante (…).

Hay sin duda en nuestra sociedad, y me imagino que también en todas las otras, pero según un perfil y escansiones diferentes, una profunda logofobia, una especie de sordo temor contra esos acontecimientos, contra esa masa de cosas dichas, contra la aparición de todos esos enunciados, contra todo lo que puede haber allí de violento, de discontinuo, de batallador, y también de desorden y de peligroso, contra ese gran murmullo incesante y desatentado de discurso (…).

* * *

Es necesario, creo, reducirse a tres decisiones a las cuales nuestro pensamiento, actualmente, se resiste un poco (…): poner en duda nuestra voluntad de verdad; restituir al discurso su carácter de acontecimiento; levantar finalmente la soberanía del significante. Se pueden señalar en seguida ciertas exigencias de método que traen consigo.

Primeramente, un «principio de trastocamiento»: allí donde, según la tradición, se cree reconocer la fuente de los discursos, el principio de su abundancia y de su continuidad, en esas figuras que parecen jugar una función positiva como la del autor, la disciplina, la voluntad de verdad, se hace necesario, antes bien, reconocer el juego negativo de un corte y de un enrarecimiento del discurso (…).

Un «principio de discontinuidad»: que existan sistemas de enrarecimiento no quiere decir que, por debajo de ellos, más allá de ellos, reinaría un gran discurso ilimitado, continuo y silencioso, que se hallaría, debido a ellos, reprimido o rechazado, y que tendríamos por tarea que levantar restituyéndole finalmente el habla (…).

Un «principio de especificidad»: no resolver el discurso en un juego de significaciones previas, no imaginarse que el mundo vuelve hacia nosotros una cara legible que no tendríamos mas que descifrar; él no es cómplice de nuestro conocimiento; no hay providencia prediscursiva que le disponga a nuestro favor. Es necesario concebir el discurso como una violencia que hacemos a las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos (…).

«Cuarta regla, la de la exterioridad»: no ir del discurso hacia su núcleo interior y oculto, hacia el corazón de un pensamiento o de una significación que se manifestarían en él; sino, a partir del discurso mismo, de su aparición y de su regularidad, ir hacia sus condiciones externas de posibilidad, hacia lo que da motivo a la serie aleatoria de esos acontecimientos y que fija los límites.

Cuatro nociones deben servir pues de principio regulador en el análisis: la del acontecimiento, la de la serie, la de la regularidad y la de la condición de posibilidad. Se oponen, como se ve, término a término: el acontecimiento a la creación, la serie a la unidad, la regularidad a la originalidad y la condición de posibilidad a la significación (…).

Las nociones fundamentales que se imponen actualmente no son más las de la conciencia y de la continuidad (con los problemas que le son correlativos de la libertad y de la causalidad), no son tampoco las del signo y de la estructura. Son las del acontecimiento y de la serie, con el juego de nociones que les están relacionadas; regularidad, azar, discontinuidad, dependencia, transformación; es por medio de un conjunto tal cómo este análisis de los discursos en que yo pienso se articula, no, ciertamente, sobre la temática tradicional que los filósofos de ayer tomaban todavía por la historia «viva», sino sobre el trabajo efectivo de los historiadores (…).

[A modo de conclusión], digamos que la filosofía del acontecimiento debería avanzar en la dirección paradójica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal (…). [Aboca] a una discontinuidad tal, que golpetea e invalida las menores unidades tradicionalmente reconocidas o las menos fácilmente puestas en duda: el instante y el sujeto (…). Es necesario elaborar —fuera de las filosofías del sujeto y del tiempo— una teoría de las sistematicidades discontinuas.

Finalmente, si es verdad que esas series discursivas y discontinuas tienen, cada una, entre ciertos límites, su regularidad, sin duda ya no es posible establecer, entre los elementos que las constituyen, vínculos de causalidad mecánica o de necesidad ideal. Es necesario aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de los acontecimientos (…). [Se trataría de] introducir en la misma raíz del pensamiento, el azar, el discontinuo y la materialidad (…).

* * *

Siguiendo estos principios y refiriéndome a este horizonte, los análisis que me propongo hacer se disponen según dos conjuntos. Por una parte, el conjunto «crítico» que utiliza el principio de trastocamiento: pretende cercar las formas de exclusión, de delimitación, de apropiación, a las que aludía anteriormente (…). Por otra parte, el conjunto «genealógico» que utiliza los otros tres principios: cómo se han formado, por medio, a pesar o con el apoyo de esos sistemas de coacción, las series de los discursos (…).

Quisiera intentar señalar cómo se hizo, pero también cómo se repitió, prorrogó, desplazó esa elección de la verdad en cuyo interior estamos prendidos pero que renovamos sin cesar. Me situaré primeramente en la época de la sofística y de su comienzo con Sócrates o al menos con la filosofía platónica, para ver cómo el discurso eficaz, el discurso ritual, el discurso cargado de poderes y de peligros se ordenaba poco a poco hacia una separación entre el discurso verdadero y el discurso falso. Me ubicaré después en los momentos decisivos de los siglos XVI y XVII, en la época en que aparece, en Inglaterra sobre todo, una ciencia de la vista, de la observación, de la atestiguación, una cierta filosofía natural inseparable sin duda de la instauración de nuevas estructuras políticas, inseparable también de la ideología religiosa: nueva forma, seguramente, de la voluntad de saber. Finalmente, el tercer punto de referencia será el comienzo del siglo XIX, con los grandes actos fundadores de la ciencia moderna, la formación de una sociedad industrial y la ideología positivista que la acompaña. Tres cortes en la morfología de nuestra voluntad de saber; tres etapas de nuestro filisteísmo (…).

Un primer grupo de análisis versaría sobre lo que he designado como funciones de exclusión. En otra ocasión estudié una y por un período determinado: se trataba de la separación entre locura y razón en la época clásica. Mas adelante se podría intentar analizar un sistema de prohibiciones del lenguaje: el que concierne la sexualidad desde el siglo XVI hasta el XIX; se trataría de ver no cómo, sin duda, se ha progresiva y afortunadamente desdibujado, sino cómo se ha desplazado y rearticulado desde una práctica de la confesión en la que las conductas prohibidas se nombraban, clasificaban, jerarquizaban, y de la manera más explícita, hasta la aparición, primeramente bastante tímida y retardada, de la temática sexual en la medicina y en la psiquiatría del siglo XIX; ello no es todavía, naturalmente, más que indicaciones un tanto simbólicas, pero se puede ya apostar que las escanciones no son aquellas que se cree y que las prohibiciones no ocupan siempre el lugar que se tiene tendencia a imaginar (…).

Me gustaría también repetir la misma cuestión pero desde un ángulo diferente: medir el efecto de un discurso de pretensión científica —discurso médico, psiquiátrico y sociológico también— sobre ese conjunto de prácticas y de discursos prescriptivos que constituye el sistema penal. El estudio de los dictámenes psiquiátricos y su función en la penalidad serviría de punto de partida y de material de base para esos análisis.

También en esta perspectiva, pero a otro nivel, es cómo debería hacerse el análisis de los procedimientos de limitación de los discursos, entre los cuales he designado antes el principio de autor, el del comentario, el de la disciplina. Desde esta perspectiva pueden programarse un cierto número de estudios. Pienso, por ejemplo, en un análisis que versaría sobre la historia de la medicina del siglo XVI al XIX (…).

Se podría también considerar las series de discursos que, en el siglo XVI y XVII, conciernen la riqueza y la pobreza, la moneda, la producción y el comercio. Entrarían en relación conjuntos de enunciados muy heterogéneos, formulados por los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes, los protestantes o los católicos, los oficiales reales, los comerciantes o los moralistas. Cada uno tiene su forma de regularidad, igualmente sus sistemas de coacción (…).

Se puede también pensar en un estudio que versaría sobre los discursos que conciernen la herencia, tales como pueden encontrarse, repartidos o dispersos hasta comienzos del siglo XX a través de las disciplinas, de observaciones, de técnicas y de diversas fórmulas; se trataría entonces de mostrar por medio de qué juego de articulaciones esas series se han, en resumidas cuentas, reorganizado en la figura, epistemológicamente coherente y reconocida por la institución, de la genética (…).

* * *

Estas investigaciones, de las que he intentado presentaros el diseño, sé bien que no hubiera podido emprenderlas si no hubiera contado para ayudarme con modelos y apoyos. Creo que debo mucho a Dumézil, puesto que fue él quien me incitó al trabajo a una edad en la que yo creía todavía que escribir era un placer. Y debo también mucho a su obra; que me perdone si me he alejado de su sentido o desviado del rigor de esos textos suyos y que actualmente nos dominan; él me enseñó a analizar la economía interna de un discurso de muy distinto modo que por los métodos de la exégesis tradicional o los del formalismo lingüístico (…).

Si he querido aplicar un método similar a discursos distintos de los relatos legendarios o míticos, la idea me vino sin duda de que tenía ante mis ojos los trabajos de los historiadores de las ciencias, y sobre todo de Canguilhem; a él le debo haber comprendido que la historia de la ciencia no está prendida forzosamente en la alternativa: crónica de los descubrimientos, o descripciones de las ideas y opiniones que bordean la ciencia por el lado de su génesis indecisa o por el lado de sus caídas exteriores; sino que se podía, se debía, hacer la historia de la ciencia como un conjunto a la vez coherente y transformable de modelos teóricos e instrumentos conceptuales.

Pero pienso que es con Jean Hyppolite con quien me liga una mayor deuda. Sé bien que su obra, a los ojos de muchos, está acogida bajo el reino de Hegel, y que toda nuestra época, bien sea por la lógica o por la epistemología, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta escapar a Hegel: y todo lo que he intentado decir anteriormente a propósito del discurso es bastante infiel al logos hegeliano. Pero escapar realmente a Hegel supone apreciar exactamente lo que cuesta separarse de él; esto supone saber hasta qué punto Hegel, insidiosamente quizás, se ha aproximado a nosotros; esto supone saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permite pensar contra Hegel; y medir hasta qué punto nuestro recurso contra él es quizá todavía una astucia que nos opone y al término de la cual nos espera, inmóvil y en otra parte. Pues si más de uno estamos en deuda con J. Hyppolite es porque infatigablemente ha recorrido para nosotros, y antes que nosotros, ese camino por medio del cual uno se separa de Hegel, se distancia, y por medio del cual uno se encuentra llevado de nuevo a él pero de otro modo, para después verse obligado a dejarle nuevamente (…).

Puesto que le debo tanto, comprendo bastante que la elección que han hecho invitándome a enseñar aquí es, en buena parte, un homenaje que ustedes le han rendido; os quedo reconocido, profundamente, del honor que me hacéis, pero no os quedo menos reconocido por lo que a él le atañe en esta elección. Si bien no me siento igualado a la tarea de sucederle, sé por el contrario que, si todavía contáramos con la dicha de su presencia, yo habría sido esta tarde, alentado por su indulgencia.

[ Fuente: Traducción de Alberto González Troyano. Tusquets Editores, Buenos Aires, 1992. Título original:

L’ordre du discours, 1970. Lección inaugural en el Collège de France, pronunciada el 2 de diciembre de 1970]

Pedro García Olivo

Buenos Aires, 6 de diciembre de 2010

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

ME ENSEÑÓ A SER ÁRBOL

Posted in Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Uncategorized with tags , , , , , , , , , , , on octubre 18, 2017 by Pedro García Olivo

Con este escrito, al que cabe acceder desde la red, se inicia un libro importante en mi vida. Opera un salto desde la antipedagogía, que es mi hoy porque fue mi ayer, hasta la desistematización, que es mi mañana porque es mi hoy.

Me sueño en un presente eterno, como el de los indígenas o el de los nómadas, perfectamente ahistórico.

El pasado es un invento de las Iglesias y solo sirve para la prédica. No creo en él. Debajo de lo que se deja nombrar «memoria», o incluso «memoria histórica», hay un tufo a sotana que me asquea. Sin pasado, sin futuro, en un presente sin fin, acompañado por mis seres queridos de ayer-hoy, que murieron para todos pero que viven para mí, mi padre y mi hijo pequeño, en primer lugar, escribo para mis otros seres queridos, de hoy-mañana, que viven para todos, Ada, mi hijo mayor, mis hermanos, mis amigos…

Transcribo, sin más, los primeros párrafos del texto que estoy elaborando a fin de hacerme cargo de esa obra, mi obra y, por tanto, una extraña, una extranjera, una desconocida. Obra mía a la que me acerco como un lector, casi como un lector sorprendido y hasta conmocionado, bajo la esperanza mínima de comprender esas páginas en alguna medida o de hallar un modo bello de no entenderlas y hacerlas servir no obstante a mi instinto de existencia.

Si acabo esa escritura, asunto que no me preocupa, aparecerá en esta bitácora, que es en parte una crónica de mis perdiciones y de mis reinvenciones.

He aquí los primero parágrafos del mencionado borrador:

¿POLÍTICA DE LA VIDA O VIDA ANTI-POLÍTICA?

A cambio de comodidades, de bienestares programados, se logró que el Pueblo desapareciera, en beneficio de una ciudadanía dócil e indistinta, cada día más reconciliada con sus propias cadenas. Y nos despertamos del Pueblo, que había sido un dulce sueño, en medio de una vigilia sistematizada…

Como humo en el aire, el ideal de la Emancipación se disolvió en el realismo del Consumo; y los seres humanos de Occidente, que antaño afilaran la mirada para otear en las lejanías bellos horizontes de libertad, acaso desencantados, volvieron la vista a lo más prosaico y a lo menos difícil. Y se quedaron con una mirada roma, plana, un tanto estulta, pendiente ya tan solo de las cosas que, al precio de una servidumbre voluntaria y hasta agradecida, podían adquirir.

A las gentes sencillas no les costó mucho admitir que vivían en un cuarto cerrado y que pasaban sus días como esos perros amarrados a los que se les pone comida y agua y, si se portan bien, se les alarga un poco la cuerda o incluso se les suelta un rato. Pero las clases medias ilustradas y particularmente los intelectuales a sueldo no fueron tan capaces de mirarse al espejo y reconocer que el rostro monstruoso que allí se dibujaba era el suyo y solo el suyo. Para no verse, para no aceptarse, para no decirse, contaban con un Relato halagador, justificativo, que les colocaba, al menos desde fines del siglo XVIII, en un podio, siempre por encima del “vulgo”: el discurso achacoso, malbaratado, mil veces vendido y aún así todavía monetizable, de la Razón política clásica. Esa forma “moderna” de racionalidad les chismorreaba a la oreja que, a pesar de todas las apariencias, eran muy buenas personas y estaban efectivamente “luchando”…

ME ENSEÑÓ A SER ÁRBOL, colección de ensayos e invectivas, libro que lleva por subtítulo «Composiciones intempestivas desde la antipedagogía y la desistematización», se halla ahora mismo en la sala de máquinas de la editorial chilena «Mar y Tierra».

ITINERARIO DEL EXTRAVÍO. SALA VIRTUAL DE LECTURAS INCOMODANTES

Posted in Sala virtual de lecturas incomodantes. Biblioteca digital with tags , , , , , , , , , on diciembre 16, 2013 by Pedro García Olivo

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LOS DISCURSOS PELIGROSOS EDITORIAL (FACTORÍA NO-ECONÓMICA DE HERRAMIENTAS CRÍTICAS) quisiera ex-propiar a los autores para que, de este modo, la comunidad pudiera re-apropiarse de sus obras. Progresivamente, iremos facilitando el libre acceso a los autores que constituyen nuestra «familia intelectual» y a las obras que más estimamos. Autores y obras que habrían de aparecer en una soñada pequeña personal Biblioteca de Viaje.

1. ¿Qué es la psicología?, de Georges Canguilhem, maestro de Michel Foucault. En solo diez páginas, Canguilhem «desnuda» la supuesta ciencia psicológica y la terrible práctica de los psicólogos. Recomendado para todas las víctimas y todos los odiadores de la psicología. https://www.dropbox.com/s/fywewrewl2fszf4/sicologia.pdf

2. Nacimiento de la Biopolítica, de Michel Foucault. El filósofo francés, en sus últimas clases, recordándonos que Estado Mínimo Neoliberal y Estado Dilatado del Bienestar son solo dos pigmentos, dos colores, en el cuadro abigarrado de la ausencia real de libertad (y de la explotación material continuada) que el poder-saber pintó para el hombre desde el siglo XVIII…
https://www.dropbox.com/s/0zejp9md2qvessg/biopolitica.pdf

3. Retrato del hombre civilizado, de E. M. Cioran. ¿Por qué hemos concedido tan fácilmente que la civilización es preferible a la barbarie? ¿Quién supuso que las sociedades subsumidas en el proceso histórico, como las nuestras, son de algún modo superiores a aquellas otras que escaparon del tiempo, se burlaron del Progreso y quisieron congelarse en una formación primitiva? La provocación Cioran, retratándonos magistralmente, suscita estas y otras preguntas.  https://www.dropbox.com/s/xkc3nh3mo96tkay/retrato.pdf

4. Dostoievski, de A. Gide. Cuando, en 1908, André Gide revisa la correspondencia de Dostoievski y escribe, a propósito, un libro, ¿de qué habla?: ¿trata de Dostoievski?, ¿de sí mismo?, ¿de la literatura? Un libro precioso para aproximarse a dos autores y al patetismo de toda condición escritora. https://www.dropbox.com/s/ovrl056qrgy0966/dostoievski.pdf

5. Edgar A. Poe: su vida y sus obras, de Ch. Baudelaire. «¿Cómo puede la excepción relacionarse con la excepción?», se preguntaba, malicioso, Sade, sugiriendo antipatía, hostilidad, odio. Baudelaire, no obstante, se relaciona con Poe desde la estima, escritor excepcional admirando a otro escritor excepcional. https://www.dropbox.com/s/ntjongtse7jbzme/Poe.pdf

6. El terremoto en Chile, de Heinrich von Kleist. Goethe, hombre de Estado, razonable hasta el aburrimiento, no simpatizaba en exceso con Kleist, un temperamento romántico, indomable y turbulento, como reflejan las páginas de este pequeño relato descorazonador. https://www.dropbox.com/s/7o3evippnqoq5xb/terremoto.pdf

7. Reglas para el parque humano, de P. Sloterdijk. El filósofo alemán, en un pequeño bellísimo texto, se distancia del engendro ideológico progresista que, en la línea de J. Habermas, y bajo el aura del humanismo, sintetiza el imperialismo ético-jurídico de Occidente («Comunidad Liberal de Grandes Dimensiones», «Ética dialógica Universal»,…) con la vocación pedagógico-educativa de nuestras élites intelectuales, desde Platón hasta E. Morin («Reforma Planetaria de las Mentalidades»).  https://www.dropbox.com/s/oguqevkz3lysfuk/reglas.pdf

8. La noción de gasto, de G. Bataille. En 1933, Bataille alumbra una crítica pionera del productivismo y del descarnado racionalismo occidental, adelantando perspectivas que serán retomadas, décadas después, por autores como Baudrillard o Maffesoli.  https://www.dropbox.com/s/frdzsrjrxeq5git/gasto.pdf

9. Cuentos, de J. Joyce. A través de sus relatos breves, y prescindiendo de la artificiosidad que lasta Ulises, Joyce nos muestra su modo de mirar el mundo y no tanto el mundo, menos la gente entre la que está que su manera de estar entre la gente.  https://www.dropbox.com/s/sswewijn25zgjb1/joice.pdf

10. El mito de Sísifo, de A. Camus. De espaldas a la lógica y al sentido común, el «héroe absurdo» de Camus, dueño de sus días, consciente de su destino, hace callar a todos los ídolos…  https://www.dropbox.com/s/xay9sj4hqhnc1ab/sisifo.pdf

11. El arte se repliega en sí mismo, de P. Sloterdijk. El arte estuvo a punto de morir en los museos. Murieron, no obstante, los museos; y el arte huyó, sin saber a dónde ir. Morirá del todo, si no se abraza a la vida; vale decir, a la lucha. https://www.dropbox.com/s/p8q2lvr5pylhvlu/El%20arte%20se%20repliega%20en%20si%20mismo.pdf

12. Gozar no es obligatorio. Una entrevista a S. Zizek. Foucault señaló que, en nuestro tiempo, la «represión del sexo» era ya menos significativa que la «represión por el sexo». Zizek añade que, en esta sombría actualidad, también la pulsión a gozar, la obsesión por el disfrute y la búsqueda frenética del placer pueden constituir momentos irreemplazables de una moderna tecnología del control social. https://www.dropbox.com/s/ep848ten26clwqr/zizek.pdf

13. La señorita Julia, de A. Strindberg. «¿Para qué queremos hablar, si ya no podemos engañarnos?»… Teatro filosófico, «metafísico» diría Artaud, en las antípodas de esa superficialidad psicológica que, procediendo de la peor literatura, ha degradado también buena parte del cine y de la dramaturgia contemporánea.  https://www.dropbox.com/s/8fu313w8g343dey/julia.pdf

14. Carta a los Poderes, de A. Artaud. La palabra insurrecta de Artaud (contra los directores de los psiquiátricos, contra los rectores de las universidades, contra el inquilino de la Santa Sede,…) en el número 3 de la revista «La Revolución Surrealista»: https://www.dropbox.com/s/rfukp46t3oi3yqt/poderes.pdf

15. La Carta Extraviada, de Pedro García Olivo. Regalo a La Carta…, mi primera publicación, la dicha de aparecer en esta lista, con una tan buena compañía. Detestando la falsa humildad, y tan bien un poco la más común humildad verdadera, tengo la sensación (aunque no estoy seguro) de que este es su sitio: https://www.dropbox.com/s/na4o9umwl5kp0cu/La%20Carta%20Extraviada.pdf

16. Andy Warhol: el esnobismo maquinal, de J. Baudrillard. Warhol desublimado a consciencia por Baudrillard, que lo concibe,  sin acritud, como una «nada» interesante:  https://www.dropbox.com/s/mfk9tedkr7hymw4/maquinal.pdf

17. Canto de amor y muerte del corneta Cristóbal Rilke, de Rainer María Rilke. Brillante alegato poético de Rilke contra nuestra Guerra y toda su estela (Estados, Banderas Nacionales, Muertes heroico-patriótico-patéticas de los soldados). https://www.dropbox.com/s/ogeot5e991l5tun/Rilke%2C%20R.%20M.%2C%20El%20canto%20de%20amor%20y%20muerte….pdf?dl=0

18. No tengo miedo de morir entre pájaros y árboles. Selección de poemas de Javier Heraud. De cuando a la guerrilla marchaban los poetas… https://www.dropbox.com/s/4ebyr3adisfvwqt/Morir%20entre%20p%C3%A1jaros%20y%20%C3%A1rboles.pdf?dl=0

Para contribuir al sostenimiento de esta labor: https://pedrogarciaolivo.wordpress.com/2013/12/18/autor-mendicante/

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

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