Para descargar en PDF: ESTADO Y ETNOCIDIO pdf
“Los profesores de la escuela y los funcionarios del Estado
se llamarán republicanos,
pero seguirán ejerciendo de tutores y de pastores;
y el pueblo seguirá siendo lo que ha sido permanentemente hasta hoy:
un rebaño.
Cuidado entonces con los esquiladores, porque allí donde hay un rebaño,
habrá necesariamente también esquiladores
y aprovechadores del rebaño (…).
Tendremos, bajo formas nuevas, la antigua opresión
y la antigua esclavitud”.
M. Bakunin
1. INTRODUCCIÓN. CANIBALÍSTICA DEL ESTADO
1.1. Filosofía política e ilustración socio-histórica
No pretendo exponer, en este ensayo, los resultados de una investigación historiográfica sobre la dimensión “caníbal” de la Argentina moderna, sino extender o ampliar la teoría del Estado, incorporando aspectos que a menudo pasan desapercibidos y que tienen que ver con la “sistematización administrativa de la existencia”, la bio-política como ámbito del poder que opera por debajo de cualquier régimen o modalidad de gobierno y el etnocidio en tanto factor constituyente de todo Estado, aunque se predique “pluri-nacional”, “multi-cultural” o “federal”.
Porque, al lado del canibalismo “social” que acompañó a la génesis del Estado y que tanto remarcó la tradición marxista, ha correspondido históricamente a las “burocracias del bienestar social” devorar a la comunidad y al individuo mismo como instancias de auto-organización real, de autonomía efectiva. Y este segundo canibalismo se ha adherido desde el principio a aquel despliegue del poder y de las resistencias, de las dominaciones y de los forcejeos, que denominamos “biopolítica” y que actúa lo mismo bajo un Estado Social amplio que bajo un Estado Mínimo Neoliberal.
Por último, esta canibalística dispersa, biopolítica, no elaborada desde factorías gubernamentales concretas, si bien polarizada y “coordinada” por la Administración, y aquellos canibalismos institucionales y sociales, que aniquilan la autosuficiencia comunitaria y la autogestión personal, no deben hacernos olvidar que hay, en el origen y en el desenvolvimiento de toda forma de Estado, un principio genocida, etnocida, una propensión invariable a la eliminación “étnica”, en la doble acepción (física y cultural) del término. En el contexto de la cancelación de lo social como esfera de la insubordinación empírica, y bajo la lógica contemporánea de la reconciliación de clases y de la admisión explícita del sistema capitalista por unas poblaciones que parecieran ya no sufrirlo, esta dimensión etnocida de todo aparato de Estado debería considerarse en primer lugar. El “etnocidio”, en tanto exterminio de la diferencia, ya no es un rasgo “derivado” o “circunstancial”, un aspecto “secundario” o “accidental”, un mero “reflejo” de lo social o una “mediación” entre las estructuras; al contrario, se instala en la sala de máquinas de toda Administración, en el “en sí” de cualquier Estado, desempeñando el rol más determinante. Y así como el Estado español se fundó sobre un canibalismo étnico desatado contra los judíos, los moriscos y los gitanos, el Estado argentino, para auto-configurarse, depredó a los pobladores originarios de esta parte del cono sur, exterminándolos o esclavizándolos.
Trataré, pues, del Estado, desde el punto de vista de la filosofía política o de la politología; y repararé en Argentina, su historia, sus modos de gobernabilidad, sus lógicas sociales, solo a manera de “ilustración”, como banco de datos o suministro de pruebas.
1.2. Una depredación cuádruple
Pretendo, pues, pensar el Estado a la luz de la coetánea domesticación de la protesta y de los procesos irrefrenable de disolución de la Diferencia en Diversidad. Atenderé, en consecuencia, reordenándolas, trastocando la jerarquía instituida entre ellas por la economía política y el productivismo, a las cuatro dimensiones que definen la práctica devoradora y destructiva de la organización estatal: Estado y dominación social, al hilo de las tradiciones marxistas y anarquistas clásicas; toxicidad de la protección estatal y de los bienestares administrados, de la mano de I. Illich y otros; biopolítica sub-estatal, recalando particularmente en el último Foucault; y, lo último pero no lo menos importante, etnocidio constituyente.
2. ESTADO Y DOMINACIÓN SOCIAL
2.1. La percepción clásica
Los libertarios de la primera hora señalaron, con toda claridad, el vínculo perceptible entre “Estado” y “dominación social”. De un modo muy directo, así lo expresó M. Bakunin:
“Cualquiera que sea la forma de gobierno, en tanto (…) la sociedad humana quede repartida en clases diferentes, existirán siempre el gobierno exclusivo y la explotración inevitable de la mayoría por la minoría. El Estado no es otra cosa que esa dominación y esa explotación reguladas y sistematizadas.
La esclavitud puede cambiar de aspecto y de nombre, pero su fondo es siempre el mismo. Ese fondo se deja expresar con estas palabras: ser esclavo es estar forzado a trabajar para otro, como ser amo es vivir del trabajo ajeno. En la Antigüedad (…). los esclavos se llamaban simplemente “esclavos”. En la Edad Media tomaron el nombre de “siervos”; hoy se les designa “asalariados” (…). Ningún Estado, ni antiguo ni moderno, ha podido ni podrá jamás pasarse sin el trabajo forzado de las masas (…). Los EEUU de América del Norte no constituyen una excepción”.
Y P. Kropotkin, asumiendo ese planteamiento, ni siquiera se deja engañar por la retórica del “sufragio universal”: “Toda la legislación elaborada dentro del Estado, aunque proceda del llamado “sufragio universal”, debe repudiarse porque se ha hecho siempre pensando en los intereses de las clases privilegiadas”.
En este punto, la afinidad entre el anarquismo y el marxismo es evidente: para Marx y Engels, el Estado de una sociedad dividida en clases es, siempre, el Estado de la clase dominante. En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, F. Engels lo expresaba de un modo rotundo:
“Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda del él, se convierte también en clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida”.
Como “precursor” de esta denuncia compartida, hallamos a G. Babeuf, el “tribuno del pueblo”: “Discurrir tanto como os plazca —dice Diderot— sobre la mejor forma de gobierno; nada habréis hecho mientras no destruyáis los gérmenes de la codicia y de la ambición” (…). Aún en la mejor forma de gobierno es necesario que haya imposibilidad para todos los gobernados de devenir más ricos o más poderosos en autoridad que cada uno de sus hermanos”.
2.2. Canibalismo social argentino
Hasta la constitución del Estado-Nación argentino, conocemos los marcos de una opresión y de una explotación social sufrida por un sujeto diverso, heterogéneo, que cabe, en efecto, aglutinar en la categoría de “clase populares” (Di Meglio). Víctimas de ese canibalismo social fueron, sobre todo, los indígenas, los emigrantes españoles que no alcanzaron la condición de “encomenderos”, los mestizos, los esclavos que llegaban de ultramar… Se trataría de una masa que trabaja en dependencia o que labora por cuenta propia en situaciones precarias, subalternas, a veces marginalizadas.
A partir de la constitución del Estado-Nación, la fractura social se redefine en términos ya netamente “capitalistas”. Se refuerza la “proletarización” de los grupos populares; se entroniza la plusvalía; se constituye, primero, una oligarquía agrícola y ganadera, poseedora de la tierra, de los ganados, del Capital bajo sus formas diversas, y, a su merced, una masa asalariada o dependiente empobrecida (trabajadores rurales, gentes contratadas en la ganadería, aparceros, etcétera).
Sobre todo desde el peronismo, pero partiendo de años anteriores, el “modelo agroexportador” se ve cuestionado progresivamente, mientras se promociona la “industrialización por sustitución de importaciones”. Brota de ahí una “burguesía interna”, industrial, nacionalista y proteccionista, que defenderá sus intereses contra las élites tradicionales agrarias. Simultáneamente, se robustece la clase obrera ciudadana, el proletariado industrial, subalterno social que optará pronto por la sindicalización.
La apuesta neoliberal, triunfante cuando ceden los populismos, abre las puertas al capital financiero, a las multinaciones, a las inversiones y productos extranjeros, diversificando las figuras de la explotación laboral…
Se produce, así, una fisura en la clase dominante, semejante a la registrada en otros países del área. Los historiadores influenciados por el materialismo histórico hablaron, a propósito, de “burguesía externa” y de “burguesía nacional”. Soldada a los intereses de las transnacionales, la primera se afianzaría en la esfera financiera y procuraría salarios bajos para sus trabajadores a fin de incrementar la competitividad de unos productos orientados al mercado exterior. Esta fracción de clase aplaude en todo momento políticas económicas de corte tradicionalista y neoliberal. La segunda, centrada más en la lógica puramente productiva, necesita la protección de la industria nacional y sufre ante la llegada indiscriminada de mercacías extranjeras, pues “vive” del mercado interior, del consumo interno. Para ella, y hasta donde no se resiente su tasa de ganancia, una clase trabajadora acomodada, con salarios adecuados que le permitan un consumo importante, es un ideal de progreso particular y general. Aliándose a los grupos obreros organizados en pro del bienestarismo, coincidiendo en muchos aspectos con los intereses de los sindicatos, esta fracción de clase apoyará las opciones de gobierno socializantes y populistas.
En los dos casos, como denunciarían los “clásicos” del anarquismo y del marxismo, la dominación social y la explotación económica se ceba en las masas trabajadoras. En los dos casos, como se ha descubierto más tarde, la perpetuación de esa dominación y de esa explotación requiere de una sociedad armonizada, en la que el llamado “bienestar” adapte e integre a los trabajadores y les haga aceptar sin enojo la fractura de clases, la propiedad privada de los medios de producción y la lógica material de la plusvalía. Para la “burguesía nacional” esa meta casi se alcanzó bajo la modalidad de gestión del espacio social inaugurada por el peronismo y retomada por los Kirchner. Sabemos que, en otras partes del mundo, tales objetivos correspondieron al Estado Social de Derecho, al Estado del Bienestar. Pero también la “burguesía externa” ha ido comprendiendo que, a medio y largo plazo, la bonanza de sus empresas y el mantenimiento de sus beneficios es incompatible con el malestar de unas masas laborales empobrecidas, abocadas a la conflictividad. De ahí que, por otros medios, delegando responsabilidades en la propia empresa, trasvasándoles funciones propias del Estado, aspire también a una población reconciliada con lo establecido, “bien tratada” por el sistema que la explota. Es esa la aspiración, recordada sin cesar por los teóricos del neoliberalismo actualizado; otra cosa es que, allí donde todavía domina una “derecha” medio atrabiliaria, llena de resentimiento y casi “vengativa”, con un espíritu de revancha política, para nada “moderna” y nada “civilizada”, como, según algunos analistas, es el caso de la Argentina macrista, el proceso se retarde y hasta atraviese fases de encono socil y turbulencia política. Pero no cabe duda de que el Capitalismo ha trazado su plan de ruta y que ese programa, con independencia de cuál de sus brazos tome el gobierno, el izquierdo o el derecho, apunta al bienestarismo.
3. EL ESTADO COMO DEPREDADOR DE LA AUTONOMÍA INDIVIDUAL Y COMUNITARIA
3.1. La “sistematización de la existencia”
Desarrollando la crítica illichiana del Estado, que se centra en la función “inhabilitante” (del individuo y de la comunidad) desempeñada por la Administración, una disposición depredadora de todas las capacidades sociales de auto-organización y de auto-gestión, he hablado, en otro ensayo, de la “sistematización de la existencia”, esbozando lo que podría contemplarse como una “teoría del margen”:
Ante la crisis del Relato de la Emancipación, y de la forma de racionalidad política en que se inserta, sentimos la necesidad de cambiar de vocablario, de inventar conceptos preventivos que nos pongan a salvo de los horrores suscitados por las categorías aún hegemónicas. Y hablamos entonces de “desistematización”, expresión que se opone frontalmente a las series discursivas alentadas por conceptos como “alienación”, “distorsión ideológica”, “falsa consciencia”, “vanguardia consciente”, “minoría consciente”, “labor de ilustración-conscienciación”, “disciplina consciente”, “maduración de la consciencia de los trabajadores”, “consciencia de clase”…
La desistematización “deja en paz al otro” y no mete las manos en su “consciencia”: ahí revela su matriz anti-pedagógica. Para la desistematización, en cierto sentido, nada va mal en el otro y nada hay que rectificar en su subjetividad: la alienación, por ejemplo, o no existe o afecta también al campo del denunciante, por lo que no puede ser curada desde un milagroso “afuera”. Las gentes, como dirían J. Baudrillard y P. Sloterdijk, son tal y como las vemos.
Pertenece a la racionalidad política clásica el prejuicio de que la lucha transformadora pasa por la “conversión” y “movilización” del otro, de un otro afectado por alguna “tara”, por un “déficit”, por un “velo”, siempres resueltos, desde el “exterior”, por minorías ilustradas. Avanzando en sentido contrario, la desistematización, por anti-pedagógica, parte más bien de la crítica de M. Bakunin: no se necesitan “yugos bienhechores” que caigan sobre el pueblo desde arriba, puesto que las gentes ni son “menores de edad” perpetuas ni arrastran taras, déficirts o maldades congénitas —deberíamos dejar de representarnos al ciudadano como una suerte de “escolar” necesitado de instrucción, de “formación”, demandante de aulas, iglesias o Estados.
De forma inmediata, el término “desistematización” sugiere que somos el Sistema, por lo que nuestra capacidad de crítica no debería dirigirse solo y siempre a entidades “externas” ya sobradamente desacreditadas (la Oligarquía, los Ricos, los de Arriba, el Capital,…). Somos el sistema en cada acto de compra, de venta, de mando, de obediencia, de trabajo… Y, entonces, la lucha contra el Capital y el Estado puede empezar, precisamente, por nosotros: localizar y extirpar los puntos en los que el capitalismo se ha incrustado en nuestro ser, se ha “encarnado”. Estamos “sistematizados” porque nos hemos convertido en la cifra “corporal” del Capitalismo: para saber en qué consiste, basta con observarnos a lo largo del día.
En segundo lugar, estamos sistematizados porque nuestra vida cotidiana se resuelve en un “saltar de sistema en sistema”: sistema residencial, sistema de transporte, sistema escolar, sistema laboral, sistema de salud, sistema de seguridad, sistema del ocio… Cada sistema es un lugar de consumo casi inevitable y una instancia de supresión de nuestra autonomía. Cada sistema justifica y reproduce las “profesiones tiránicas” que se esconden detrás de él y a los técnicos, especialistas y demagogos, todos pedagogizados, que lo diseñan y reforman periódicamente. En los sitemas muere la libertad, porque es el hombre el que debe adaptarse a sus dinámicas, horarios, lógicas. Nuestros días quedan definidos, en lo empírico, por la sucesión y combinación de sistemas que debemos transitar para cumplir cualquier objetivo. Es, pues, el Estado, con sus burocracias del bienestar social, el que ha configurado nuestras jornadas.
Por ello, “desistematización” quiere decir confrontación con los aspectos del Capital y del Estado que nos constituyen, reducción o evitación de las maneras en que nuestra cotidianidad reproduce el capitalismo, atenuación del impulso a comprar-vender-mandar-obedecer-trabajar… Y, en su segunda acepción, sugiere una recuperación, individual y colectiva, de parcelas de nuestra autonomía, de nuestra libertad, que nos fueron robadas y regladas por la Administración: educación, salud, seguridad, movilidad…
Ha pertenecido a la lógica del Capitalismo acabar con todos los vínculos “primarios” o “naturales”, con todas las modalidades de la comunidad, para asegurarse la máxima atomización del tejido social y, por tanto, la máxima dependencia de la persona en relación con el Estado. Lo denunciaron J. Ellul y L. Mumford, en obras un tanto olvidadas… Sin comunidad a la que recurrir para satisfacer sus necesidades originarias (sin clan, sin vecindad, casi sin familia), incapaz también de valerse por sí mismo en medio de las complejidades de la sociedad actual, todo lo debe esperar del Estado y todo se lo debe exigir al Estado. El Estado le sistematiza la existencia de arriba a abajo; y él debe someterse a esa axiomática, consciente de su impotencia. En este sentido decía I. Illich que los sistemas del bienestar social son “inhabilitantes”.
Pero es este “individuo”, elaborado por el Capitalismo sobre el telón de fondo de la cultura occidental, el que, sancionando la muerte de la comunidad, debe retomar la tarea de la desistematización. No se trata de un proceso exclusivamente “individual”, pues cabe tentar recuperaciones de esferas de autonomía en grupo, colectivamente, como ocurre en el caso de los espacios educativos no-escolares o los sistemas de vigilancia vecinales. Pero el sujeto particular sí ostenta, en esa praxis, una cierta preeminencia lógica: de los “individuos” replegados sobre sí mismos, que no soportan el clan, la familia, ni siquiera la pareja, no cabe esperar ya verdaderas “fraternidades” (las cuales solo afloran allí donde la comunidad conserva la primacía ontológica, ética y epistemológica), sino apenas meras alianzas, “pseudo-fraternidades” en todo caso “estratégicas”. Por ello, la desistematización incumbe en primer lugar al individuo…
Hay un ejemplo elocuente de la pérdida occidental de la comunidad: la naturaleza de la asamblea y de la democracia. Donde hay “comunidad”, en la asamblea no se producen divisiones irresolubles y de hecho no se vota (impera el acuerdo colectivo, no importa el tiempo que se tarde en alcanzarlo). Donde subsiste la comunidad, como en determinados reductos de los pueblos originarios, los cargos son rotativos y no remunerados; y se conciben como un servicio natural al grupo, una prestación solidaria que proporciona estima. Por el contrario, dondo ya solo cuenta el individuo, como en las áreas occidentales, la asamblea degenera en batalla de egos, con divisiones insalvables y votaciones mecánicas; y la democracia deviene histrión representativo, con cargos remunerados. Desfallecida la comunidad entre nosotros, con sujetos atomizados, psicológicamente débiles y socialmente impotentes, haría falta el candil de Diógenes para encontrar al Sujeto que demanda el Relato de la Emancipación. Pero si hablamos de desistematización, una suerte de programa menos soberbio, aunque sin tantos “afiliados”, el sujeto ya esta dado y no hay otro: el individuo.
La desistematización es, pues, un proceso de deconstrucción, de descodificación, que apunta a una re-invención personal. Estamos hechos para la adaptación social, pero podemos deshacernos y re-hacernos para la lucha. Y este proceso halla su lugar natural en los márgenes. Porque el centro del Sistema es el ámbito del asentamiento y del asentimiento; y la descodificación se contempla como una carrera y un disentir, como una huida hacia los márgenes, dejando también atrás las periferias. Mientras las periferias transan con el Capital y el Estado, y a menudo más parecen trampolines para saltar al Centro, los márgenes defienden su insobornabilidad y su independencia relativa.
No habiendo nada “fuera” del Sistema, este sí cuenta con márgenes: lugares alejados de la centralidad en los que la influencia del Capital y el Estado en cierta medida desfallecen. Ante esa postración relativa del Sistema, se abren posibilidades para la recuperación de espacios fragmentarios de autonomía. Y esa recuperación ya es parte del proceso de auto-construcción.
Los márgenes nunca se alcanzan plenamente: se tiende a ellos. Son una deriva, un caminar, un avance, al ritmo de cada quien, variable, desigual. Y se pueden ensayar varias carreras al mismo tiempo…
Descodificarse, auto-construirse y correr al márgen es difícil, doloroso. Aquí se da una antítesis absoluta con el discurso de la Revolución: la desistematización es muy radical en sus medios (suprimir la instalación, la vida cómplice, el acomodo burgués y ya “popular”, los bienestares administrados) y muy humilde en sus metas —voluntad de salud espiritual, de recuperar el cuerpo, de huir como quien busca un arma—; mientras que la Revolución aspira a la creación de un Nuevo Mundo exigiendo a fin de cuentas muy poco (militancias, marchas, votos,…).
Los márgenes son plurales. Hay “márgenes laborales”, como los de los busca-vidas urbanos; los nómadas autónomos, tal los gitanos antiguos; los campesinos de subsistencia; los mendigos voluntarios y todas esas personas que hallaron el modo de vivir sin trabajar o bajo un trabajo mínimo. Y hay “márgenes educativos”, como los señalados por los padres que retiran a sus hijos de las escuelas y educan en casa o en grupo; como el de los autodidactas empecinados; como el de los colectivos que se constituyen para saciar la necesidad de saber por fuera del Estado y de sus instituciones. Y hay “márgenes energéticos”, como los de las gentes que se procuran su electricidad sin contratar con las empresas. Y hay “márgenes dietéticos”, como los de las personas que cultivan sus propios alimentos o se nutren de forma heterodoxa, irregular, aleatoria. Y hay “márgenes residenciales”, como los de quienes huyeron de las ciudades para vivir de modo alternativo en el medio rural o en el monte; como los de aquellos que, contra la ley y el hábito, todavía se atrevieron a construirse su propio habitáculo, con sus manos y la ayuda de compañeros. Y hay “márgenes tecnológicos”, como el de los seres que experimentan con el decrecimiento radical o el primitivismo. Y hay “márgenes domiciliarios”, vinculados a la ocupación o al empadronamiento ficticio. Y hay “márgenes civilizatorios”, representados por las culturas-otras hostiles a la integración en marcos occidentales. Y hay…(2).
3.2. El exponente argentino: peronismo y kirchnerismo
Esta crítica del Estado como instancia de destrucción de la autonomía y de la auto-organización individual y comunitaria, que induce a la denegación de las “burocracias del bienestar social y a la denuncia del “síndrome de Viridiana” que las estraga, le cabe por completo a dos importantes experiencias históricas argentinas: el peronismo (1945-1955) y el kirchnerismo (2008-2015).
3.2.1. Peronismo
Estamos ante una modalidad latinoamericana del Estado Social, como atestiguan las medidas alentadas por Perón tras el golpe de estado militar de 1943 y antes de su refrendo por las urnas en 1945: “Estatuto del Peón”, con establecimiento del salario mínimo y otras disposiciones para la mejora de sus condiciones de vida; creación del “seguro social” y del sistema de jubilaciones; institución de los “Tribunales de Trabajo”, que tantos pleitos resolverían a favor de los obreros; sucesivos incrementos salariales y obligación del aguinaldo; fortalecimiento del sindicalismo,…
Desde 1945, y bajo los marcos de una constitución genuinamente “social”, la de 1949 (que proclama la igualdad jurídica entre hombres y mujeres, los derechos de los trabajadores y de la ancianidad, la autonomía universitaria y la función “social” de la propiedad), la política económica se pone decididamente al servicio del bienestar social, siguiendo los criterios de intervención del Estado, de planificación y de multiplicación de las agencias y los dispositivos burocráticos: nacionalización de los ferrocarriles, el teléfono, las líneas aéreas, el comercio exterior, la flota mercante y la siderurgia pesada; impulso a la industrialización y a la expansión del mercado interno; planes quinquenales; inversiones considerables en salud, educación y energía; fomento de la enseñanza técnica y gratuidad de la educación universitaria…
Suele considerarse como mérito de esta modalidad de gestión del espacio social el aumento indiscutible de los ingresos de sectores de la población antes marginados, la dignificación de sus condiciones de vida y de trabajo, el avance en la equidad entre los géneros y entre las clases… Estamos, sin duda, en la línea de ese “Dulce Leviatán”, de ese “Capitalismo de Rostro Humano” que lubrica la máquina productiva, lima desigualdades sociales, atiende reclamaciones populares, procura proteger a los trabajadores, deja atrás retardatarios ciriterios morales, de corte integrista, etcétera, y, de esa guisa, reproduce de forma menos conflictiva el sistema imperante, manteniendo la fractura social y la dominación de clase.
Entre los deméritos, se ha denunciado la persecución de los opositores, sindicalistas y profesores entre ellos; el control de la radio y de la televisión; el culto a la personalidad y el fomento de organizaciones “adictas” (laborales, estudiantiles —tras promover la participación de los alumnos, con derecho a voto, en el gobierno de las facultades—, indígenas, juveniles, políticas, vecinales…). Los tentáculos del Estado crecen como si quisieran llegar a todas partes y una red de organizaciones diseñadas desde el poder o seleccionadas y favorecias por la administración se cierne sobre todos los brotes de reivindicación y de praxis social o política, desbravando las demandas, gestionándolas, “reclutándolas”…
3.2.2. Kirchnerismo
Bajo el kirchnerismo, este modelo se reinstaura, con novedades o alcances determinados por la coyuntura económica internacional. El Estado interviene sin complejos en la economía, tanto para superar la crisis precedente (devaluación de la moneda, “pesificación” de la economía, compra de divisas por el Banco Central, impulso a las exportaciones…) como para mejorar las condiciones de vida de los grupos sociales desfavorecidos, reduciendo la desigualdad: restricciones a las exportaciones de carne y control de los precios, subsidios tarifarios, créditos a trabajadores y empresas, fomento del mercado interior, nuevo sistema de jubilaciones y de pensiones, asignación universal por hijo, ampliación de las coberturas de la seguridad social, elevación del salario mínimo, sistema impositivo con un carácter redistributivo acentuado,….
Se retoma el impulso nacionalizador (control accionario de YPF) e industrializador (promoción de la industria automotriz), siguiendo criterios netamente “proteccionistas” y rechazando las propuestas y las sugerencias del neo-liberalismo dominante (canje de la deuda con el FMI y negativa a seguir sus recomendaciones; oposición al ALCA y favorecimiento de la Unión de Naciones Sudamericanas). Y se avanza, asimismo, en el campo del “progresismo moral”, de la tolerancia y de la apertura ético-jurídica: ley de matrimonio igualitario, ley de identidad de género, promoción de los DDHH, anulación de las Leyes de Obediencia Debida y de Punto Final (para la continuación de los juicios contra los responsables del genocidio bajo la Dictadura), etcétera.
Aunque esta orientación político-económica “bienestarista” fue combatida por los sectores oligárquicos y radicalizados (paro agropecuario, conflicto con el grupo “Clarín” por la Ley de Medios, grandes manifestaciones callejeras opositoras,…), se han considerado espectaculares sus resultados: Argentina se posiciona como la tercera economía de la región, tras Brasil y México, con un PBI per cápita solo superado por Chile y una desocupación inferior al 6 %. Todos los indicadores son sorprendentes: aumento del PB en un 54 % y del PBI en casi un 10 %; reducción de la desigualdad en un 14 %; baja relación deuda externa-PBI (13 %); sistema impositivo con una índole redistributiva solo superada por Uruguay; duplicación de la clase media en seis años, pasando de 9´3 millones a 18´6; atenuación notable de la pobreza; tasa de alfabetización que ronda el 98 %; obtención de 110.000 graduaciones universitarias por año; infraestructura bien desarrollada,…
En el “debe”, la crítica más superficial ha destacado el conflicto con los medios, el abuso de los “decretos de necesidad y urgencia”, el maquillaje de la inflación, las denuncias por corrupción y estafa…
3.2.3. Más allá del “fuego amigo”
Pero, como para el caso de Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Lula en Brasil…, y, antes, Cárdenas o Echeverría en México, cabe una crítica más profunda, que señala las aporías y las consecuencias indeseables de toda política “bienestarista”: reproducción optimizada del sistema establecido, ya como “capitalismo compensatorio”, ya como “capitalismo humanizado”; desmovilización y re-movilización inquisitiva de la ciudadanía, lograda mediante la integración y hasta absorción de sus organizaciones y el “robo” de sus banderas; fortalecimiento del “fundamentalismo” del Estado, liquidando al individuo y a la comunidad como sujetos autónomos y capaces de la autogestión; entronización de un productivismo-consumismo eco-destructor; proclividad irreversible al etnocidio…
Cabe, pues, una crítica del “populismo” que no parte de la mística neo-liberal ni de movimientos partidarios interesados en el acceso al poder (presencia, influencia, conquista). Esta crítica radical del populismo denunciaría, además, el despliegue altericida de todo un “ejército de los sociales” (trabajadores, asistentes, educadores, activistas, investigadores, etc.), afectado por el ya comentado “Síndrome de Viridiana”. “Sociales” que se acercan a los pobres, a los marginados, a los vulnerables, a los indígenas…, bajo la capa del “humanismo”, del “progresismo” e incluso de la “transformación social”, con el propósito de sumarlos al proyecto de un Estado-Nación que se predicará “federal” o “plurinacional”. Esta práctica alterofóbica encuentra en P. Doyle y en el trabajo “promocional” que desplegaron los blancos y los mestizos en los entornos “wichis” de Formosa y el Chaco un ejemplo elocuente, como veremos.
Contra la ideología neo-liberal, los Kirchner podían esgrimir una crítica proveniente de los sustentadores teóricos y políticos del Estado Social: que lleva a una profundización de la crisis económica y de la brecha social; las trampas y ardides argumentativos sobre la que descansa; que parte de un fundamentalismo del Mercado Bienhechor y de la Competencia Saludable; su inserción en la “estrategia de la globalización”, instituyente de una “dictadura global de seguridad”; que deviene exponente del imperialismo cultural de los pueblos de Occidente; su agresividad medioambiental, su potencia eco-destructiva…
Sin embargo, desde el campo del Estado Social no siempre se han dado respuestas a las objeciones neo-liberales. Para Hayek, las prácticas planificadoras e interventoras en la economía, desarrolladas por el “Estado del Bienestar”, originan: detención del crecimiento económico, paro, problemas fiscales, endeudamiento del Estado, colapso financiero, descontento social, deterioro de la democracia por las pulsiones autoritarias de los gobiernos y por el ascenso de los tecnócratas, hipertrofia de la Administración, nocividades del fenómeno “lobby” (de las que tampoco podrán sustraerse los sindicatos), degradación de la judicatura; pérdida de soberanía política de los Estados en el seno de entidades económicas supranacionales; etcétera.
Para situarse fuera de esta polémica, de este fuego cruzado entre posicionamientos “estatalistas”, la crítica de la biopolítica propone percibir de otro modo la cuestión del poder y de la gobernabilidad…
4. CANIBALISMO DISPERSO. LA CRÍTICA DE LA BIOPOLÍTICA (IRRELEVANCIA RELATIVA DE LA FORMA DE ESTADO Y PSEUDO-ANTAGONISMO ESTADO SOCIAL – ESTADO MÍNIMO NEOLIBERAL)
4.1. Estado coordinador, relaciones de poder y política de seguridad
Estamos hablando de una “canibalística” (social general, devoradora del individuo y de la comunidad, etnocida) protagonizada esencialmente por el Estado. Admitiéndola, los críticos del biopoder relativizan el rol del aparato administrativo en ese despliegue de la voluntad de destruir y de integrar. Desde este punto de vista, el canibalismo (“relaciones de poder”, “estados de dominación”) se daría, en cierto sentido, “por debajo” de la estructura estatal, de manera más bien “dispersa” —aunque susceptible de coordinación— y con independencia de la forma concreta que revista el gobierno (Estado social o Estado neoliberal).
Para el caso de Argentina, el enfrentamiento actual entre el “macrismo” y el “kirchnerismo” aparecería solo como una cortina de humo, sin cambiar determinantemente los datos del problema…
4.1.1. Estado coordinador
Partiendo de los trabajos del último Foucault, cabe plantear de forma distinta las relaciones que, desde las postrimerías del siglo XVIII, se establecen entre la Sociedad y el Gobierno, a fin de ensayar una crítica “política” que afecte tanto al Estado mínimo neoliberal como al vasto Estado Social de Derecho:
“Entiendo por biopolítica el modo en que, desde fines del siglo XVIII, la práctica gubernamental ha intentado racionalizar aquellos fenómenos planteados por un conjunto de seres vivos constituidos en población: problemas relativos a la salud, la higiene, la natalidad, la longevidad, las razas y otros (…). Me parecía que los problemas de la biopolítica no podían ser disociados del marco de racionalidad dentro del cual surgieron (…): el liberalismo”.
El protagonismo sustancial de la Administración como instancia constrictora de la libertad se verá radicalmente cuestionado: al margen de los aparatos del Estado, la sociedad toda se hallaría atravesada (y constituida) por una multiplicidad de relaciones de poder, de situaciones de dominación, de prácticas colectivas e individuales sobre las que descansaría la “opresión de hecho”. Ante una tal “microfísica del poder”, ante este haz de luchas estratégicas, “pulsos”, pretensiones de dominación y signos de la resistencia, el Estado asumiría una función meramente “coordinadora”, procurando orientar y dar finalidad al conjunto de las fuerzas y de los litigios.
Desde el último Foucault, el interés recae en la crítica de una biopolítica que se considera “subyacente”, operativa por debajo de toda forma de Estado. Una nueva “gobernabilidad”, que incluye la acción del Estado pero la rebasa por todas partes, se instituye bajo el liberalismo, permitiéndose los lujos de la “reducción” de los órganos y prácticas ejecutivas precisamente en la misma proporción en que se “amplían” los dispositivos de control de la población.
4.1.2. Relaciones de poder
Entre estas nuevas tecnologías cabe hacer una distinción, muy importante en la reflexión del mencionado autor: “Creo que es necesario distinguir entre “relaciones de poder” como juegos estratégicos entre libertades —que hacen que unos traten de determinar las conductas de los otros (…)— y los “estados de dominación”, que son eso que de ordinario se llama el poder”.
Tendríamos, de un lado, las “relaciones de poder”, en sentido estricto, con minúsculas, que cabe denominar también “relaciones estratégicas” o incluso “forcejeos”, y que caracterizan a los más diversos ámbitos de la asociación humana (relaciones paterno-filiales, de pareja, amistosas, magistro-discipulares,…). En ellas, a la “víctima” le cabe aún revertir el vínculo; conserva siempre una relativa capacidad de respuesta, de resistencia efectiva, de defensa e incluso de huida: “Los cuerpos no están capturados de forma absoluta por los dispositivos de poder. No hay una relación unilateral, una dominación totalitaria sobre los individuos…, sino una relación estratégica”. De otro lado, encontraríamos los “estados de dominación”, escenarios de unas Relaciones de Poder, con mayúsculas, donde ya no es posible aquella reversibilidad, una “resistencia” verdaderamente digna de su nombre; y ello porque la relación se cosifica, cristaliza en institución, en organización, en aparato. De los estados de dominación saben demasiado las escuelas, las cárceles, los cuarteles, los manicomios, los hospitales…
Como “coordinador” y “dotador de finalidad”, el Estado opera en el seno de tales relaciones, unas más agresivas que otras, estas menos abiertas que aquellas, pero no las funda, no las instituye. Y la suerte de eugenesia individual y de ingeniería social que propenden pueden servirse tanto de un Estado planificador e interventor como de un micro-estado que lo confía todo a la interrelación reglada de sus súbditos.
4.1.3. Política de seguridad
No es la “disciplina”, sino la “seguridad”, el objeto de la biopolítica. Más que prohibir, negar, perseguir y encerrar, procura más bien incitar, sugerir, impulsar, movilizar. La disciplina bloquea o aniquila al sujeto peligroso, mientras que la seguridad suprime, mediante una intervención en la subjetividad misma y un diseño flexible de los escenarios de la actuación, la ocasión del peligro. La primera muestra una cartografía explícita de lo permitido y de lo prohibido, de las recompensas y de los castigos, mientras que la segunda suprime los riesgos al lograr que el sujeto se mueva voluntariamente, sin coacción visible, en un ámbito perfectamente inocuo, regulado a consciencia. “Mientras que la disciplina configura un espacio y plantea como problema esencial la distribución jerárquica y funcional de los elementos, la seguridad constituirá un entorno en función de los acontecimientos o de la serie de eventos posibles, series que habrá de regular en un marco polivalente y transformable” (M. Foucault).
Tal y como lo hemos caracterizado, en El enigma de la docilidad y en otras obras, el demofascismo contemporáneo apunta a esta “política de seguridad”. De ahí su preferencia por las estrategias represivas de orden simbólico, psíquico, procedimental, y ya no inmediatamente “físicas”. De ahí también la dulcificación progresiva de todas las figuras de poder, de todas las posiciones de autoridad. Por último, de ahí el “carácter” que promueve a escala planetaria, que hemos nombrado “policía de sí mismo”.
4.2. Crítica del biopoder y auto-construcción del sujeto
La crítica del biopoder baliza el territorio de una trascendental “lucha ético-política”. Entronca así con el énfasis de los anarquistas individualistas en la auto-construcción del sujeto…
Para M. Foucault, aquella reversibilidad que caracteriza a las “relaciones de poder” (“estratégicas”), su índole no-cerrada, funda la posibilidad de una “lucha política” consciente por su atenuación, su inversión o su desaparición: en todos los ámbitos en los que el poder se ejerce, cabe plantear una resistencia, una impugnación, negación de lo dado en sí misma afirmadora de una alteridad. El maestro debe esforzarse por no aplastar al discípulo, y al discípulo le atañe precaverse contra el maestro; en la pareja, la mujer puede enfrentar la voluntad de dominio del hombre y está en la mano del hombre mantener esa pretensión a raya; hay progenitores que saben explorar relaciones menos directivas con sus hijos, y pertenece a la iniciativa de los hijos confrontar los signos del autoritarismo en la familia; cabe establecer procedimientos para que las asambleas mitiguen su desenvolvimiento manipulador y falseador de la verdadera democracia, etc.
Aunque la Biopolítica apunta a un gobierno casi absoluto de nuestras vidas, al inmiscuirse en ámbitos que suponíamos privativos (natalidad, higiene, alimentación, ocio,…) y regirlos de hecho; aunque tiende a forjarse en la modernidad una entidad antropológica sustancialmente dócil, sumisa, hasta el punto de suscitar el decrecimiento de los aparatos y de la acción del Estado; aunque, contra los estados de dominación, poco esté pudiendo en verdad la resistencia…, a pesar de todo ello, M. Foucault, en sus últimos textos y en sus últimas clases, sostiene que el individuo aún puede aspirar a escapar del control, a sustraerse de la opresión. Y ello mediante una lucha ético-política como la que distinguía al «anarquista individualista» de E. Armand, siempre enfrentado al orden coactivo de la sociedad; como la que resultaría inherente a la condición humana, según el optimismo de M. Bakunin; como la que sugieren los mil ejemplos históricos de la heterotopía de P. Kropotkin… La «fe» postrera de M. Foucault en la capacidad creativa y auto-creativa del ser humano, en la posibilidad de la construcción de una nueva subjetividad y, por su medio, de una nueva sociabilidad, puede concebirse, en rigor, como una «actualización» de la ética libertaria, y bulle en ella el supuesto básico de la ontología ácrata: la capacidad auto-generativa del hombre y de la sociedad.
«No se trata únicamente de defenderse y de resistir, sino de crear nuevas formas de vida, crear otra cultura (…). Afirmarnos no solo en tanto identidad, sino en tanto fuerza creadora. Las relaciones que hemos de mantener con nosotros mismos (…) deben ser más bien relaciones de diferenciación, de innovación, de creación» (M. Foucault, citado por M. Lazzarato).
Con G. Agamben, la Biopolítica casi se resuelve en ingeniería socio-genética, en constitución de un «espécimen», poco menos que una «raza». En M. Lazzarato, el rechazo del biopoder lanza cabos a las formas, más o menos convencionales, de asociacionismo combativo. M. Foucault incide particularmente sobre el ámbito de la subjetividad, del pensamiento y la moralidad. Pero, en todos los casos, la crítica contemporánea de la Biopolítica desemboca en una llamada a la acción; en un requerimiento, refinadamente ético, de resistencia individual y de compromiso contra la opresión —requerimiento en el que reverbera, insolente, la vieja concepción anarquista del Sujeto como auto-forjador, escultor de sí, y como potencia transformadora de la sociedad.
En aquellos países, como Argentina, donde la lucha política se sigue leyendo en gran medida bajo los términos anacrónicos de la ya desvencijada «racionalidad política clásica» (Causa, Sujeto, Revolución; Partido, Sindicato, Urna; Huelgas Legales y Manifestaciones Autorizadas; Crítica de la Ideología, Denuncia de la Alienación y Conscienciación de las Masas; etcétera), esta perspectiva libertaria suena intempestiva, casi extramundana: ¿Quién quiere, en realidad, transformar su vida, des-hacerse y re-hacerse? ¿Quién quiere renunciar a la posibilidad del acomodo, de la instalación, de la vida muelle? ¿Quien va a dar la espalda, de verdad, en los hechos y no solo en las palabras, a los servicios envenenadores que regala el Estado, a los «bienestares» brindados por las instituciones y a las seducciones del consumo?
5. ESTADO Y ALTERICIDIO
Probablemente, la cuestión del etnocidio subyace a las manifestaciones todas del «canibalismo estatal», siempre que se conceptúe en sentido amplio, casi como «alteridicio». El canibalismo social que traté en primer lugar se resuelve, con frecuencia, a modo de «socio-etnocidio». El muy cotidiano horror de la explotación y discriminación de los inmigrantes lo atestigua sin cesar… El canibalismo desatado contra la autonomía individual y colectiva, que denuncié de la mano de I. Illich, puede también leerse como voluntad de acabar con «alteridades» resistentes, «hombres-otros» a menudo especificados étnicamente y con comunidades sólidas como las de algunos pueblos originarios. Por último, en la respuesta occidental masiva a la biopolítica, que está consistiendo de hecho en un atrincherarse en la propia identidad, renunciando a la deconstrucción personal sugerida por M. Foucault, se percibe el choque y el susto producido por la diferencia caracteriológica allí donde subsiste, ya sea entre los indígenas, ya donde los nómadas, ya por los inmigrantes o por la subjetividades irregulares del propio Centro capitalista…
Por todo esto, quiero resaltar la función etnocida del Estado, entendiendo la alterofobia como rasgo central, y no subordinado, de toda estructura administrativa: el etnocidio, en sentido amplio, define perfectamente la índole de los modelos contemporáneos de gobernabilidad.
5.1. Integración, interculturalidad y Estado etnocida
No hay forma de Estado que no requiera la «integración» de la población. Allí donde, como en América Latina, subsistían pueblos que desconocían a Leviatán, «sociedades sin Estado», a menudo acentuadamente «localistas», la exigencia de esa integración y de su práctica altericida tuvo que enmascararse; y se habló entonces de «interculturalidad», «Estado pluri-nacional», «federalismo», etcétera. De esto está sabiendo hoy Evo Morales, como supieron Chávez, Cárdenas o Echeverría…
5.1.1. Integración
Como antropólogo, R. Jaulin ilustró el papel etnocida del Estado en sus investigaciones en torno al genocidio de los bari (motilones) del alto Catatumbo, en la frontera entre Venezuela y Colombia. De 1963 a 1968, se produjo la pérdida, por muerte, de los 2/3 de la población indígena, efecto de la reanudación del contacto con los blancos, estatalmente encuadrados, a partir de los años 50,
En La paz blanca. Introducción al etnocidio, R. Jaulin describe cómo el tridente de la sedentarización, la escolarización y la evangelización (exigencias estatales, las dos primeras) destruyó el sistema de vida de los motilones, su relación con el ambiente de la selva y su filosofía de participación cósmica. El resultado fue el etnocidio, físico y cultural, presentado cínicamente por los blancos (políticos, investigadores, cooperantes, operadores sociales,…) como «integración»…
«La integración —nos dice R. Jaulin— es un derecho a la vida concedido a los otros bajo la condición de que ellos vengan a ser como nosotros». En términos semejantes se estaba expresando, por esas fechas (años 70), I. Illich, caracterizando la «tolerancia terapéutica» del Estado Social. Cabe parafrasear así el texto del pensador austriaco: «Te aceptamos en tu diferencia, querido extraño, porque sabemos que nuestras burocracias del bienestar social (empleados y educadores sociales, psicólogos, médicos y profesores, asistentes…) te van a trabajar, con tu consentimiento, reelaborándote hasta que te parezcas casi en todo a nosotros».
Como filósofo, en «Los indios y las máscaras del totalitarismo» (2003) y en otros trabajos, R. Jaulin ha aportado conceptos para teorizar la integración como etnocidio; y para identificar también, bajo el «universalismo» de la cultura occidental, una forma insidiosa de totalitarismo: «Rechazamos cualquier relación de sumisión de una cultura a otra, es decir, cualquier teoría evolucionista, ya sea lineal o dialéctica, sobre la que se funda todo tipo de pensamiento universalista, totalitarista (…). El colonialismo contra el cual tenemos que luchar no es el colonialismo muerto, sino el que está con vida (…): el colonialismo de los gobiernos que buscan la incorporación o integración de las culturas indígenas a la cultura nacional (usando generalmente recursos públicos y ya no tanto armas)». Me parece que el enfoque de R. Jaulin, compartido por P. Clastres y por otros antropólogos, funciona perfectamente para el caso de los pueblos originarios del cono sur…
5.1.2. Interculturalidad
Así entendido, el etnocidio coetáneo, vigente, ostensible, avanza de la mano de una ideología-punta, exquisitamente hipócrita: la del inteculturalismo. Se trata de un «barniz» auto-justificativo elaborado precisamente por los colonizadores, siempre interesados en aplastar la diferencia mientras hablan precisamente de protegerla. Aboca a una «monoculturalidad», a una globalización avasalladora de la civilización occidental. Siendo vasta la tarea que, para el logro de una supuesta «coexistencia pacífica de todas las culturas», encomienda a la Escuela, esta narrativa parte siempre de un «postulado», en el sentido estricto del término («proposición cuya verdad se admite sin pruebas y que sirve de base a ulteriores razonamientos», diccionario de la lengua española), que cabe denegar. La crítica adelantada por este escrito, atiende a esas dos cuestiones: el axioma que se admite sin necesidad de demostración, como un a priori, si no como un dogma; y el modo en que la nueva ideología pretende reclutar a la organización escolar.
5.1.2.1. El artículo de fe
Como engendro de las potencias hegemónicas, como invención de los países del Norte, el relato interculturalista concede a Occidente una capacidad de comprensión universal, como si pudiera penetrar la verdad de todas las civilizaciones. Negando ese postulado, cabe sostener justamente lo contrario: «Occidente carece de un privilegio hermenéutico universal, de un poder descodificador planetario que le permita acceder a la cifra de todas las formaciones culturales. Hay, en el otro, aspectos decisivos que se nos escaparán siempre». Así lo han expresado autores ajenos a la soberbia de los europeos y norteamericanos, particularmente desde el frente del llamado Pensamiento Latinoamericano. Baste, a este respecto, con recordar el título de una obra, que incide en esa invidencia occidental: «1942: el encubrimiento del otro», de E. Dussel (1992). C. Lenkersdorf ha tenido una forma muy sugerente de señalar lo mismo, escapando del relativismo epistemológico vulgar: los occidentales padecemos una “incapacidad específica”, una ineptitud o una merma identificativa, que nos impide aprehender la alteridad. Como no podemos acceder a la verdad del otro, lo aplastamos o lo integramos… Se quedó corto en su denuncia el poeta: «Castilla miserable,/ ayer dominadora,/ envuelta en sus andrajos,/ desprecia cuanto ignora».
Vetados para la comprensión de la alteridad, necesitados de un tóxico auto-justificativo, nos contentamos con las «proyecciones» de nuestros científicos sociales, expertos en la artimaña de vernos a nosotros mismos sin descanso, de reconocernos en todas las partes y en todos los seres. Sin temor y sin temblor, casi al final de su trayectoria investigadora, lo reconoció el propio C. Lévi-Strauss, en “El campo de la antropología”.
En «La Escuela y su Otro» detallé así los aspectos de la «incapacidad específica» occidental para acceder al corazón y al cerebro del otro civilizatorio:
1. Lenguaje
Las dificultades que proceden del campo del lenguaje (lenguas “ergotivas” indígenas, agrafía gitana, culturas de la oralidad rural-marginales,…) y que arrojan sobre las tentativas de “traducción” la sospecha fundada de fraude y la certidumbre de simplificación y deformación, como se desprende, valga el ejemplo, de los estudios de A. Paoli y G. Lapierre en torno al papel de la intersubjetividad en las lenguas mayas —o de las indicaciones de W. Ong, A. R. Luria y otros sobre la especificidad del pensamiento oral—, sancionan nuestro fracaso ante la diferencia cultural, ante la otredad civilizatoria. Pero el diagnóstico no se agota en la imposibilidad de intelección de la alteridad cultural. La ininteligibilidad del otro arrostra un abanico de consecuencias y se nutre de argumentos diversos…
2. Universalismo «versus» localismo-particularismo
Entre el «universalismo» de la cultura occidental y el «localismo/particularismo» trascendente de otras culturas no hay posibilidad de diálogo ni de respeto mutuo. Occidente constituye una condena a muerte para cualquier cultura localista o particularista que cometa la insensatez de atenderle (Derechos «Humanos», Bien Común «Planetario», Razón «Universal», Intereses «Generales» de la Humanidad… son, como recordó E. Lizcano, sus estiletes). En “¡Con la Escuela habéis topado, amigos gitanos!”, M. Fernández Enguita ilustra muy bien esta incompatibilidad estructural. Y M. Molina Cruz, escritor zapoteco, lo ha documentado una y otra vez para el caso de los pueblos originarios de América.
Las culturas construidas a partir del vínculo clánico-familiar (“la sangre”) o de la relación profunda con la localidad bio-geográfica (“la tierra”) chocan frontalmente, teniendo siempre perdida la batalla, con una civilización como la occidental, que se levanta sobre “abstracciones”, sobre fantasmas conceptuales, sobre palabras etéreas, meras inscripciones lingüísticas desterritorializadas y desvitalizadas (“¿Libertad?”, “¿Progreso?”, “¿Humanidad?”, “¿Ciencia?”, “¿Estado de Derecho”?,…)
3. El «hacha» de la Razón
Así como bajo la modernidad europea surge una figura histórica de la Razón que no deja de constituir un mero elaborado «regional», los mundos de las otras culturas en ningún sentido están «antes» o «después» de la Ilustración, sino «en otra parte». La cosmovisión holística de estas culturas, con su concepto no-lineal del tiempo, choca sin remedio con el «hacha occidental», que, tanto como define campos, saberes, disciplinas, especialidades…, instituye etapas, fases, edades. Desde la llamada Filosofía de la Liberación latinoamericana, como asimismo desde el Pensamiento Decolonial contemporáneo, se ha repudiado incansablemente el feroz «eurocentrismo» que nos lleva a evaluar y clasificar todos los sistemas de creencias y de vida desde la óptica de nuestra historia cultural particular y con el rasero de la Ratio.
4. Cientificismos
Las aproximaciones “cientificistas” occidentales se orientan a la justificación de las disciplinas académicas (antropología, etnología, sociología, ciencia de la historia,…) y a la glorificación de nuestro modo de vida. A tal fin, supuestas “necesidades”, en sí mismas ideológicas (J. Baudrillard), que hemos asumido acríticamente y que nos atan al consumo destructor, erigiéndonos, como acuñó I. Illich, en “toxicómanos del Estado del Bienestar” (vivienda “digna”, dieta “equilibrada”, tiempo de “ocio”, “esperanza” de vida, sexualidad “reglada”, maternidad “responsable”, “protección” de la infancia, etc.), se proyectan sobre las otras culturas, para dibujar un cuadro siniestro de “carencias” y “vulnerabilidades” que enseguida corremos a solventar recurriendo a expedientes tan “filantrópicos” como la bala (“tropas de paz”, ejércitos liberadores) y la escuela (aniquiladora de la alteridad educativa y, a medio plazo, cultural).
Las voces de los supuestos “socorridos” han denunciado sin desmayo que, detrás de cada uno de nuestros proyectos de “investigación”, se esconde una auténtica “pesquisa” bio-económico-política y geo-estratégica, en una suerte de re-colonización integral del planeta —véase, como muestra, la revista mejicana Chiapas y, en particular, las colaboraciones de A. E. Ceceña en dicho medio.
Por otra parte, la crítica epistemológica y filosófico-política de las disciplinas científicas occidentales, que afecta a todas las especialidades, a todos los saberes académicos, surgiendo en los años sesenta del siglo XX (recordemos a N. A. Braunstein, psicólogo; a F. Basaglia, psiquiatra; a D. Harvey, geógrafo; a G. Di Siena, biólogo; a A. Heller, antropóloga; a M. Castel, sociólogo; a H. Newby, sociólogo rural; a J. M. Levi-Leblond, físico; a A. Viñas para las matemáticas,…), nos ha revisitado periódicamente, profundizando el descrédito, por servilismo político y reclutamiento ideológico, de nuestros aparatos culturales y universitarios.
Auto-critique de la science, monumental ejercicio de revisionismo interno, organizado por el escritor Alain Jaubert y por el físico teórico y matemático Jean-Marc Levi-Leblond, libro aparecido en 1973, constituye un hito inolvidable en esta “rebelión de los especialistas” europeos y norteamericanos contra los presupuestos y las realizaciones de sus propias disciplinas.
5. Solidaridad
Nuestros anhelos “humanitarios”, nuestros afanes de “cooperación”, incardinados en una muy turbia Industria Occidental de la Solidaridad (hipocresía del “turismo revolucionario”, parasitismo necrófilo de las ONGs, trastienda política y expolio en los proyectos y programas exógenos de desarrollo, etcétera), actúan como vectores del imperialismo cultural de las formaciones hegemónicas, propendiendo todo tipo de etnocidios y avasallamientos civilizatorios. Lo denunció sin ambages I. Illich, en 1968, en aquella conferencia que tituló “Al diablo con las buenas intenciones” y que concluyó, sobrado de elocuencia, con esta exclamación: “¡Pero no nos vengan a ayudar!”. En Cuaderno chiapaneco I. Solidaridad de crepúsculo, trabajo videográfico editado en 2007, procuré arrojar sobre esta crítica también la luz de las imágenes.
Y en otra parte expliqué por qué, en mi opinión, aún admitiendo la no-inteligibilidad del otro cultural, tiene sentido una escritura a su propósito:
«Puesto que nos resulta inaceptable la idea onto-teológica de una Verdad ‘cósica’, subyacente, sepultada por el orden de las apariencias y solo al alcance de una casta de expertos, de una élite intelectual (científicos, investigadores, intelectuales,…) encargada de restaurarla y socializarla; puesto que detestamos la división del espacio social entre una minoría iluminada, formada, culta, y una masa ignorante, que se debate en la oscuridad, reclamando “ilustración” precisamente a esa minoría para hallar el camino de su propia felicidad, si no de su liberación; habremos de proponer, para el tema que nos ocupa, ante la alteridad cultural, una lectura productiva, un rescate selectivo y re-forjador (J. Derrida), un acto de lecto-escritura, en sí mismo poético (M. Heidegger), una recreación, una re-invención artística (A. Artaud) (….).
Pero, ¿para qué fraguar nuevas interpretaciones; para qué recrear, re-inventar, deconstruir? Admitida la impenetrabilidad del otro cultural, denegada la onto-teo-teleología de la teoría clásica del conocimiento, desechado el Mito de la Razón (fundador de las ciencias modernas), cabe todavía, como recordó E. Zuleta, ensayar un recorrido por el “otro” que nos avitualle, que nos pertreche, que nos arme, para profundizar la crítica negativa de lo nuestro. Mi interpretación de la alteridad cultural, de las comunidades que se reproducen sin escuela, de las formaciones sociales y políticas que escaparon del trípode educativo occidental, recrea el afuera para combatir el adentro, construye un discurso «poético» (en sentido amplio) de lo que no somos para atacar la prosa mortífera que nos constituye».
5.1.2.2. La Escuela como recluta
En el contexto de la actual globalización capitalista y de la occidentalización acelerada de todo el planeta, el “interculturalismo”, decía, se resuelve como “monoculturalismo”… Se produce una disolución de la Diferencia (educativa, cultural, psicológica) en Diversidad, inducida por la escolarización forzosa de la infancia y la juventud toda. En ese marco, presentar la Escuela como vehículo de un diálogo entre civilizaciones constituye una manifestación descarnada de cinismo. Para nada la educación administrada puede convertirse en herramienta principal de una interculturalidad planetaria digna de su nombre. Y no puede hacerlo por las siguientes cinco razones, explicitadas así en «La Escuela y su Otro», ensayo que plantea también la cuestión del etnocidio:
1) La Escuela no es un árbitro neutral en el choque de las culturas, sino componente de una de ellas, las más expansiva: Occidente, juez y parte. La Escuela es la cifra, el compendio, de la civilización occidental.
La Escuela, como fórmula educativa particular, una entre otras, hábito relativamente reciente de solo un puñado de hombres sobre la tierra, no se aviene bien con aquellas culturas que exigen la informalidad y la interacción oral comunitaria como condición de su producción y de su transmisión.
Por la Escuela en modo alguno caben, pongamos este ejemplo, las cosmovisiones indias, debido a la desemejanza estructural entre la cultura occidental y las culturas indígenas. Una cultura es también sus modos específicos de producirse y socializarse. Desgajar los contenidos de los procedimientos equivale a destruirla. Resulta patético, aunque explicable, que la intelectualidad indígena no haya tomado conciencia de ello; y que, en lugar de luchar por la restauración de la educación comunitaria, se haya arrodillado ante el nuevo ídolo de la Escuela occidental, viendo meramente el modo de verter en ella unos contenidos culturales ‘desvitalizados’, ‘positivizados’, ‘reificados’, gravemente falseados por la circunstancia de haber sido arrancados de los procedimientos tradicionales que le conferían la plenitud de su sentido, la hondura de su significado.
La leyenda zapoteca de la langosta, verbi gratia, tan henchida de simbolismos, se convierte en una simple historieta, en una serie casi cómica, si se ‘cuenta’ en la Escuela; y en un insulto a la condición india si, además, la relata un “profesor”. La leyenda de la langosta solo despliega el abanico de sus enseñanzas si se narra en una multiplicidad ordenada de espacios, que incluyen la milpa, el camino y la casa, siempre en la estación de la cosecha, si se temporiza adecuadamente, si se va desgranando en un ambiente de trabajo colectivo, en una lógica económica de subsistencia comunitaria, si parte de labios hermanos, si se cuenta con la voz y con el cuerpo… El mito de la riqueza, que encierra una inmensa crítica social, y puede concebirse, por la complejidad de su estructura, como un “sistema de mitos”, se dejaría leer como una tontería si hubiera sido encerrado en una unidad didáctica. Convertir el ritual del Cho’ne en objeto de una pregunta de examen constituye una vileza, una profanación, un asalto a la intimidad.
2) No es concebible un individuo «con dos culturas», por lo que en la Escuela se privilegiará la occidental reservando espacios menores, secundarios (danzas, gastronomía, leyendas,…), a las restantes. Los alumnos serán espiritualmente occidentalizados y solo se permitirá una expresión superficial, anecdótica, folclorizada, de sus culturas de origen.
La educación “bicultural” no es psicológicamente concebible. De intentarse en serio, abocaría a una suerte de esquizofrenia. En ninguna subjetividad humana caben dos culturas. El planteamiento meramente “aditivo” de los defensores de la interculturalidad solo puede defenderse partiendo de un concepto restrictivo de “cultura”, un concepto positivista, descriptivista, casi pintoresquista. Decía A. Artaud que la cultura es un nuevo órgano, un segundo aliento, otra respiración. Y estaba en lo cierto: el bagaje cultural del individuo impregna la totalidad de la subjetividad, determina incluso el aparato perceptivo. Por utilizar un lenguaje antiguo, diríamos que la cultura es alma, espíritu, corazón,… Y no es concebible un ser con dos corazones, con dos percepciones, con un hálito doble.
La educación “bicultural” se resolvería, en la práctica, primero como hegemonía de la cultura occidental, que sería verdaderamente interiorizada, apropiada, ‘encarnada’ en el estudiante; y, desde ahí, desde ese sujeto mentalmente colonizado, en segundo lugar como apertura ‘ilustrativa’, ‘enciclopedística’, a la cultura étnica, disecada en meros “contenidos”, “informaciones”, “curiosidades”,… La posibilidad contraria, una introyección de la cultura otra y una apertura “ilustrativa” a la cultura occidental no tiene, por desgracia, los pies en esta tierra. No existe el menor interés administrativo, político o económico, en una escolarización que no propenda las “disposiciones de carácter” y las “pautas de comportamiento” requeridas por la expansión del capitalismo occidental, que no moldee los llamados ‘recursos humanos’ de cara a su uso social reproductivo, bien como mano de obra suficientemente cualificada y disciplinada, bien como unidad de ciudadanía sofocada por los grilletes del Estado de Derecho liberal (obligaciones cívicas, pulsión al voto,…).
Y no debemos olvidar que la “pedagogía implícita” portada por la Escuela moderna en tanto escuela (por la mera circunstancia de exigir un recinto, un horario, un profesor, un temario, una obediencia,…), su “currículum oculto” es, a fin de cuentas, Occidente —las formas occidentales de autoridad, interacción grupal, comportamiento reglado en los espacios de clausura, administración del tiempo, socialización del saber,…
3) Existe una incompatibilidad estructural entre el sujeto urbano occidental (referente de la Escuela) y los demás tipos de sujetos —indígena, rural-marginal, gitano,… Los segundos serán “degradados” y el primero “graduado”: de una parte, el fracaso escolar o la asimilación virulenta; de otro, el triunfo en los estudios y un posicionamiento ventajoso en la escala meritocrática.
No hay comentarista de la Escuela que no esté de acuerdo en que, tradicionalmente, se le ha asignado a esta institución una función de homogeneización social y cultural en el Estado Moderno: “moralizar” y “civilizar” a las clases peligrosas y a los pueblos bárbaros, como ha recordado E. Santamaría. Difundir los principios y los valores de la cultura ‘nacional’: he aquí su cometido.
Nada más peligroso, retomando nuestro ejemplo, de cara al orden social y político latinoamericano, que los pueblos indios, con su historia centenaria de levantamientos, insurrecciones, luchas campesinas,… Nada más bárbaro e incivilizado, en opinión de muchos, que las comunidades indígenas, con su “atraso” casi voluntario, su auto-segregación, su endogamia, su escasa simpatía circunstancial por los ‘desinteresados’ programas de desarrollo que les regala el gobierno, sus creencias “supersticiosas”, su religiosidad “absurda” y “disparatada”, sus curanderos, sus brujos, la “manía” de curarlo todo con unas cuantas hierbas, su ínfima productividad, su “torpe” dicción del castellano, su “pereza” secular, su “credulidad” risible,… Nada más alejado de la “cultura nacional”, construcción artificial desde la que se legitima el Estado Moderno, que el apego al poblado, la fidelidad a la comunidad, la identificación “localista” de las etnias originarias, enemigas casi milenarias de toda instancia estatal fuerte y centralizada, como señalara J. W. Whitecotton.
La Escuela habrá de hallarse muy en su casa ante este litigio entre contendientes disparejos, habrá de sentirse muy útil enfrontilando al más débil, pues para ese género de “trabajos sucios” fue inventada…
4) Se parte de una lectura previa, occidental, de las otras culturas, siempre simplificadora y a menudo tergiversadora. Late en ella el complejo de superioridad de nuestra civilización; y hace patente la miopía, cuando no la malevolencia, de nuestros científicos y expertos. No es “la Cultura” la que circula por las aulas y recala en la cabeza de los estudiantes; sino el resultado de una “discriminación”, una inclusión y una exclusión, y, aún más, de una posterior re-elaboración pedagógica y hasta de una deformación operada sobre el variopinto crisol de los saberes, las experiencias y los pensamientos de una época (conversión del material en “asignaturas”, “programas”, “libros”, etc.). El criterio que rige esa “selección”, y esa “transformación” de la materia prima cultural en discurso escolar (‘currículum’), no es otro que el de favorecer la adaptación de la población a los requerimientos del aparato productivo y político vigente —vale decir, sancionar su homologación psicológica y cultural…
Hay, por tanto, como ha señalado F. González Placer, un conjunto de “universos simbólicos” (culturales) que la Escuela tiende a desgajar, desmantelar, deslegitimar y desahuciar, como, por ejemplo, el de las comunidades indígenas latinoamericanas, el del pueblo gitano, el del subproleariado de las ciudades, o el arrostrado en Europa por la inmigración musulmana,…
Con el patrimonio cultural de los pueblos indios, la Escuela intercultural latinoamericana solo podría hacer dos cosas, como ya he apuntado: desoírlo, ignorarlo y sepultarlo mientras proclama cínicamente su voluntad de protegerlo; o “hablar en su nombre”, subtitularlo interesadamente, esconder sus palabras fundadoras y sobrescribir las adyacentes, sometiéndolo para ello a la selección y deformación sistemáticas inducidas indefectiblemente por la estructura didáctico-pedagógica, currícular y expositiva, de la Escuela moderna… Por último, ‘ofertaría’ ese engendro —o casi lo impondría— a unos indígenas emigrados de sus comunidades y escolarizados que, normalmente, manifiestarían muy poco interés por toda remisión a sus orígenes, una remisión interesada e insultante. En ocasiones, y en la línea de lo subrayado por D. Juliano, la cultura de origen se convierte en una jaula para el indígena que llega a la ciudad, un factor de enclaustramiento en una supuesta “identidad” primordial e inalterable. Actúa, por debajo de esta estrategia, un dispositivo de clasificación y jerarquización de los seres humanos…
5) En la práctica, la Escuela “trata” la Diferencia, con vistas a la gestión de las subjetividades y a la preservación del orden en las aulas (J. Larrosa) El estudiante «extraño» es percibido como una amenaza para el normal desarrollo de las clases; y por ello se atienden sus señas culturales, su especificidad civilizatoria —para prevenir y controlar sus manifestaciones disruptivas. La hipocresía y el cinismo se dan la mano en la contemporánea racionalización “multiculturalista” de los sistemas escolares occidentales. J. Larrosa ha avanzado en la descripción de esa doblez: “Ser ‘culturalmente diferente’ se convierte demasiado a menudo, en la escuela, en poseer un conjunto de determinaciones sociales y de rasgos psicológicos (cognitivos o afectivos) que el maestro debe ‘tener en cuenta’ en el diagnóstico de las resistencias que encuentra en algunos de sus alumnos y en el diseño de las prácticas orientadas a romper esas resistencias”. En países como México, donde porcentajes elevados de estudiantes, por no haber claudicado ante la ideología escolar y por no querer “implicarse” en una dinámica educativa tramada contra ellos, son todavía capaces de la rebeldía en el aula, del ludismo, del disturbio continuado, etc., estas tecnologías para la atenuación de la “resistencia, para la eliminación del atributo psicológico inclemente atrincherado en alguna oscura región del carácter, cobran un enorme interés desde la perspectiva de los profesores y de la Administración…
La “atención a la diferencia” se convierte, pues, en un sistema de adjetivación y clasificación que ha de resultar útil al maestro para vencer la ‘hostilidad’ de este o aquel alumno, de esta o aquella minoría, de no pocos indígenas y demasiados subproletarios. Más que ‘atendida’, la Diferencia es tratada —a fin de que no constituya un escollo para la normalización y adaptación social de los jóvenes. “Disolverla en Diversidad”: eso se persigue…
Las Escuelas del “multiculturalismo” atienden la Diferencia en dos planos. Por un lado, un trabajo de superficie para la «conservación» del aspecto externo de la Singularidad —formas de vestir, de comer, de cantar y de bailar, de contar cuentos o celebrar las fiestas,… Por otro, un trabajo de fondo para aniquilar sus fundamentos psíquicos y caracteriológicos: otra concepción del bien, otra interpretación de la existencia, otros propósitos en la vida… La “apertura del currículum”, su vocación «interculturalista», tropieza también con límites insalvables; y queda reducida a algo formal, meramente propagandístico, sin otra plasmación que la permitida por áreas consideradas subordinadas, tal la música, el arte, las lecturas literarias o los juegos —aspectos floklorizables, museísticos… Y, en fin, la apelación a la “comunicación” entre los estudiantes de distintas culturas reproduce las miserias de toda reivindicación del diálogo en la Institución: se revela como un medio excepcional de ‘regulación’ de los conflictos, instaurado despóticamente y pesquisado por la ‘autoridad’, un ‘instrumento pedagógico’ al servicio de los fines de la Escuela…
Todo este proceso de “atención a la diferencia”, “apertura curricular” y “posibilitación del diálogo”, conduce finalmente a la elaboración, por los aparatos pedagógicos, ideológicos y culturales, de una identidad personal y colectiva, unos estereotipos donde encerrar la Diferencia, “con vistas a la fijación, la buena administración y el control de las subjetividades” (J. Larrosa). El estereotipo del “indio bueno” compartirá banco con el estereotipo del “indio malo», en esta comisaría de la educación vigilada y vigilante. El éxito de la Escuela multicultural en su ofensiva anti-indígena dependerá del doble tratamiento consecuente… De este modo, además, se familiariza lo extraño (“la inquietud que lo extraño produce —anota el autor de ¿Para qué nos sirven…?— quedaría aliviada en tanto que, mediante la comprensión, el otro extranjero habría sido incorporado a lo familiar y a lo acostumbrado”) y nos fortalecemos, consecuentemente, en nuestras propias convicciones, dictadas hoy por el Pensamiento Único.
Sucediendo al “asimilacionismo clásico” (que, en tantos países de América Latina, valga el ejemplo, no modificaba los currícula a pesar de la escolarización de los indígenas; y situaba su horizonte utópico, su límite programático, en la organización de «clases particulares de apoyo» o «programas complementarios de ayuda», etc., sin alterar el absoluto eurocentrismo de los contenidos, idénticos y obligatorios para todos), tenemos hoy un “asimilacionismo multiculturalista” que produce, no obstante, incrementando su eficacia, los mismos efectos: occidentalización y homologación psicológico-cultural por un lado, y exclusión o inclusión socio-económica por otro…
Desmitificado, el multiculturalismo se traduce en un asimilacionismo psíquico cultural que puede acompañarse tanto de una inclusión como de una exclusión socio-económica. El material humano psicológica y culturalmente ‘asimilado’ (diferencias diluidas en diversidades) puede resultar aprovechable o no-aprovechable por la máquina económico-productiva. En el primer caso, se dará una “sobre-asimilación”, una “asimilación segunda”, de orden socioeconómico, que hará aún menos notoria la “diversidad” arrastrada por el inmigrante (asunción de los símbolos y de las apariencias occidentales). En el segundo caso, la asimilación psicológico-cultural se acompañará de una segregación, de una exclusión, de una marginación socio-económica, que puede inducir a una potenciación compensatoria —como “valor refugio”, decía D. Provansal— de aquella ‘diversidad’ resistente (atrincheramiento en los símbolos y en las apariencias no-occidentales, a pesar de la sustancial y progresiva europeización del carácter y del pensamiento).
En ningún sentido, pues, la Escuela puede erigirse en una herramienta de cierto «interculturalismo sincero»: es, esa, una causa a la que en absoluto puede contribuir.
5.1.3. Integracionismo multiculturalista
Bajo el concepto de «integracionismo» englobo las diversas líneas de reflexión y de praxis política reformista que, escudándose en la necesidad de promover, para todos los ciudadanos, una efectiva igualdad ante la ley (combatiendo discriminaciones reales, posiciones de partida desventajosas, estereotipos que cunden en la opinión pública e incluso en los aledaños de la Administración, enfoques ideológicos o prejuiciados, etc.), alientan en realidad la «adaptación» de la alteridad psicológica y cultural a las pautas hegemónicas en la sociedad mayoritaria; es decir, la cancelación de la diferencia en el carácter y en el pensamiento, la supresión de la subjetividad y de la filosofía de vida otras, en beneficio de la mera «incorporación» a los valores y a las estructuras sociopolíticas de las formaciones democráticas occidentales —consideradas, de modo tácito o explícito, ora superiores, ora preferibles.
Estos autores y estos legisladores parten de dos «postulados» absolutamente cuestionables:
1) El prejuicio de que es una constante humana universal aspirar a la integración en el orden liberal capitalista; de que los hombres y mujeres de todo el globo terráqueo corren de hecho, unos con más dificultades que otros, hacia la centralidad del sistema, habiendo convertido la «incorporación» y la autopromoción dentro de lo dado en la condición de su libertad y de su felicidad. Pero sabemos que se están dando «carreras hacia el margen»…
2) El presupuesto de la compatibilidad estructural de todas las civilizaciones y la interpretación partidista de las sociedades liberales occidentales como ámbito «neutro» en el que las distintas culturas pueden coexistir sin agresión ni menoscabo. Desde diversas tradiciones críticas (reparemos, p. ej., en el llamado Pensamiento Decolonial) se ha señalado justamente lo contrario: el modo en que el universalismo expansivo de la civilización occidental, por la determinación de sus categorías epistemológicas fundamentales, arroja una nocividad, si no una providencia de muerte, sobre toda cultura localista o particularista que se permita la temeridad de no darle la espalda.
Para poder mantener la falacia de una «integración» en el orden capitalista occidental sin mutilación paralela de la condición indígena, por ejemplo, estos autores han puesto mucho interés en no definir explícitamente el nódulo de dicha identidad, los componentes de la especificidad originaria, suscribiendo de modo latente lo que D. Provansal designó «concepto museístico o folclorizado de cultura» (músicas, danzas, vestimentas, adornos, preferencias gastronómicas, costumbres menores, ritos y leyendas trivializados, etc.). Solo así cabe levantar, para los pueblos originarios, contra los pueblos originarios, el espejismo floral de una inserción sin merma en el sistema mayoritario. Porque ¿qué fue de la oralidad, del localismo, de la educación comunitaria, del derecho consuetudinario, de la «democracia india», del comunalismo, en ocasiones del nomadismo,…?
Partiendo de aquel doble artículo de fe, los legisladores y los teóricos pueden, en definitiva, reivindicar la adaptación socio-cultural de los indígenas y el fin de su marginalidad desde la engañifa de la preservación simultánea de su identidad y de su cultura («multiculturalismo»). Solicitarán, como Patricio Doyle, el apoyo no-directivo de la capa indígena occidentalizada («malinches»); la astucia y buena disposición del Estado, programando y subsidiando; la escolarización absoluta en términos intrerculturalistas; la provisión de empleos bien remunerados o de estrategias dignas de subsistencia, y la dotación de viviendas apropiadas; un despliegue eficiente del trabajo social y de los servicios asistenciales; el acercamiento cauteloso de los partidos políticos y de las organizaciones de la sociedad civil; medidas administrativas contra la eventual concentración residencial indígena…
Y esta praxis, de índole cínico-perversa (conseguir que los marginales, «por su propio convencimiento y de modo autónomo», contando con la «ayuda» no paternalista de los integrados y de la Administración, caminen, soberanos de sí mismos, hacia la plena incorporación), habrá de alcanzar, sin remedio, un gran predicamento en nuestro tiempo, pues dice, a los indígenas asimilados y a los mestizos progresistas, precisamente lo que desean escuchar: que obraron bien al aculturizarse y que en el Estado Pluri-Nacional caben todos, a los primeros; y que es una suerte para la Humanidad contar con actores tan conscienciados y solidarios, a los segundos.
5.1.4. Estado etnocida. Del «pogrom» al «programa»
Denomino «pogrom» a la tecnología primaria (virulenta, impregnada de violencia física) de erradicación de la diferencia, que se ha concretado históricamente en la sedentarización forzada, en la expulsión, en el apresamiento general, en la esclavización, en la masacre y en el genocidio. En sentido ampliado, el «pogrom» recayó sobre los pueblos originarios a la llegada de los europeos. Antes de la Conquista, los moriscos, los gitanos y los judíos fueron objeto de un «pogrom» en la Península Ibérica, desatado por el novísimo Estado de los Reyes Católicos. Tras la Conquista, andando el tiempo, los indígenas soportaron de nuevo el «pogrom», esta vez organizado por los flamantes Estados-Nación latinoamericanos. El «pogrom», tal y como lo conceptúo, fue siempre una práctica de Estado: a él le incumbía, él lo justificaba y bajo su responsabilidad militar y jurídica quedaba todo el tiempo.
El «programa» sobreviene cuando se reconoce al diferente la entidad de «persona», sujeto de derecho, ciudadano, referente de garantías constitucionales en una sociedad de iguales ante la ley. Es entonces cuando se le erige en objeto de un sinfín de proyectos, iniciativas, disposiciones, estrategias («programas»), tendentes a facilitar su «inserción» —entendida como adaptación, como integración no conflictiva— en la sociedad mayoritaria. El «programa» sucede y sustituye al «pogrom», sancionando definitivamente el logro de sus objetivos altericidas.
Entre ambos polos, cabe distinguir un espacio intermedio, una zona de transición, en la que el ataque a la idiosincrasia del otro se aleja de los horrores del «pogrom» manifiesto, sin alcanzar todavía la doblez e hipocresía del «programa». He preferido designar esa tierra de nadie asimiladora como «pogrom difuso», para recalcar con más nitidez la etapa del «programa», en la que todavía nos hallamos inmersos —fase de la escolarización obligatoria, de las eventuales discriminaciones positivas, del trabajo social intensivo, de la retórica multiculturalista o interculturalista, de la disolución «civilizada» de la diferencia, en definitiva.
Para no incurrir en aquella «crítica sustancialmente terminada» a que aludía K. Marx, siempre legitimadora por contraste de un orden que se presume a salvo de la deconstrucción, hablaré poco del «pogrom» y nos centraremos en la vigencia del «programa».
5.2. El exponente argentino
5.2.1. Peronismo
En Argentina, la plena incorporación del Programa acontece bajo el peronismo (1945-1955). A partir de la Constitución de 1949, el indígena entra por fin de modo explícito en la categoría de los «ciudadanos». Recae entonces sobre él una mirada que ya no es puramente despreciativa y excluyente. Ya no se trata de «arrebatarle sus tierras allí donde nos interesen y dejarlo estar en paz, a su modo miserable, allí donde no moleste». Tampoco del simple «tolerar las comunidades indígenas, las localidades de los originarios, porque, sin crear problemas sociales, funcionan como vivero de mano de obra barata y desprotegida para las empresas de alrededor, ya que su agricultura de subsistencia, con sus huertos familiares, permite pagarles salarios más bajos». Esta doble perspectiva, propia de los regímenes conservadores de toda América Latina, será corregida por los gobiernos «populistas» o «socializantes». En este punto, el peronismo recuerda las estrategias político-sociales desarrolladas por Cárdenas, en México, y que analicé en La bala y la escuela. Ahora, por primera vez, el indígena es objeto de atención: la Administración siente que «algo hay que hacer por él y para él». Despliega entonces una práctica estrictamente pedagógica: «intervenir en la subjetividad del otro, para alterarla o reformarla, alegando que se hace por su propio bien».
La dimensión «etnocida» de este acercamiento se manifiesta en un punto subrayado por algunos estudiosos del peronismo: pareciera que el indígena se diluye en una categoría más amplia, en la que se borra su especificidad y que merece una atención casi «amorosa» por parte del gobierno —la categoría del «pueblo», de «los humildes», de los «desfavorecidos», de los «marginados». Es decir, bajo un prisma de origen europeo, y que compartieron los liberalismos, los socialismos y hasta los corporativismos fascistas, la alteridad es absorbida como «problema social» —discriminación económica, marginación, pobreza, desigualdad… Este reduccionismo economicista y sociologista se acompaña de una considerable miopía ante la dimensión «cultural» de la cuestión indígena, ante la problemática de la diferencia… En aras de una promoción material, de una igualación social y jurídica, la cultura sería destruida en sus aspectos fundamentales (oralidad, derecho consuetudinario, anti-productivismo, sentimiento comunitario, educación informal tradicional, democracia india, anti-política,…).
El etnocidio se trasluce en una segunda dilución del «en sí» indígena: queda igualmente subsumido bajo el concepto de Nación, de Patria, de Argentina como Estado-Nación. El Peronismo habla a la Nación, habla a un Todo que se desea lo suficientemente homogéneo como para emprender, sin dislocaciones internas, sin deserciones, un camino de Progreso. Para nada puede admitir, dentro del territorio que asume como de «soberanía argentina», un localismo anti-estatal, un secesionismo regional. Pero la idea de «Estado» es extraña a la cosmovisión indígena, basada en un localismo trascendente, como tampoco se aviene a su concepción no-lineal del tiempo, «presentista» y enemiga del Proyecto, la mítica del Progreso… En tanto Estado benefactor, el Peronismo procura mejorar las condiciones de vida de los sectores sociales «deprimidos», entre los que ubica a los pueblos originarios; pero esa promoción deberá siempre darse con una paralela, si no previa, «homogenización» (proceso altericida), pues así lo requiere todo proyecto unitario de progreso de la Nación…
Como bajo todas las experiencias políticas «progresistas» o avaladoras de un Estado Social, con el Peronismo se acomete la recuperación y provisión de tierras, las expropiaciones puntuales y, en general, la concesión de terrenos a los grupos indígenas. Se evitarán, por supuesto, conflictos «innecesarios» con los Grandes Intereses, provocaciones a la Oligarquía, mermas significativas en las tasas de beneficios de los principales negocios agropecuarios… Y se produjeron expropiaciones en Jujui (departamentos de Tumbaya, Tilcana, Valle Grande, Humahuaca, Cochinoca, Rinconada, Santa Catalina y Yavi). Las recuperaciones de tierras en Rodero y Negro Muerto (Humahuaca), y tambien en Yavi, acompañando a un discurso que hablaba de Justicia Social, despertaron grandes esperanzas en el mundo indígena. Y se produjeron «malones de Paz», como el de los collas de la Puna en 1946, siempre infructuosos.
En cierto sentido, la concesión de tierras es un caramelo envenenado: no se entregan «sin más» a la comunidad, permitiendo una gestión autónoma, incondicionada, sin interferencias del Estado. Se encuandran, por el contrario, en proyectos institucionales, con provisión de subsidios en ocasiones, que involucran a agentes de la Administración y a «promotores» no-indígenas, bajo el esquema de una ayuda paternalista, más bien caritativa, que contempla al originario casi como «menor de edad», sujeto pasivo, destinatario y no actor del programa. Este fue el caso de las nueve colonias fundadas, a modo de «granjas», en Formosa, Chaco, Jujuy, Salta y Neuquen, con el fín explícito de «educar y adaptar» a los indígenas.
Como se comprenderá, concedidas las tierras y agrupados los originarios, el siguiente paso consistía en proveerlos de escuelas, de estación sanitaria, de opciones de sobrevivencia vinculadas fuertemente al mercado y al Estado… Donde estas «nuevas colonias» fructificaron, el resultado atenta directamente contra la idiosincrasia indígena, contra la oralidad, el comunalismo, la democracia directa, el derecho consuetudinario, la auto-suficiencia sustancial… La comunidad se soldaba al mercado, pero tambien al Estado, empezando a depender de organismos y agencias que las más de las veces marcaban el rumbo de la experiencia: ellas suministraban herramientas imprescindibles, concedían los préstamos insalvables, facilitaban la adquisición de ganado… Este fue el caso de la Comisión de Rehabilitación de los Aborígenes, con un nombre suficientemente expresivo, y también de la Dirección de Protección de los Aborígenes.
Se procuró estimular el acceso de los indígenas a estas instituciones, como asimismo a otras de orden provincial y nacional. Paralelamente, los partidos políticos, las elecciones, las autoridades nacionales o provinciales, etcétera, «desembarcaron» en las nuevas localidades, sancionando una «metodología de la asimilación» que desde el principio requirió de «colaboradores», «promotores», «asistentes», «burócratas», «educadores», «voluntarios»…, desplazados a las colonias con el mencionado Síndrome de Viridiana a cuestas… Las obras de Patricio Doyle ilustran magníficamente, y a un nivel absolutamente concreto, casi fenoménico, todo este proceso, si bien para fechas posteriores.
5.2.2. Kirchnerismo
Bajo el Kirchnerismo (2003-2015), la asimilación cambia de naturaleza, como quiere el discurso «interculturalista» en boga. Las burocracias y los profesionales «ocupados» en la cuestión indígena emprenden una autocrítica semejante a la registrada en México con Natalio Hernández y otros. Se denosta el asimilacionismo directo, desnudo, irrespetuoso con la cultura-otra; y también se desacredita el paternalismo manifiesto, satisfecho de sí, de las etapas precedentes. Los políticos adoptan la ideologia de la interculturalidad (una Argentina en la que caben todos los pueblos, todas las etnias, todas las culturas) y procuran estimular la «participación» de los indígenas en los proyectos diseñados para ellos. Con esta mera cosmética, apenas se trastocaban los datos del asunto, aunque se «suavizaban» los métodos y se enmascaraba el dirigismo estatal. En una línea decididamente «demofascista», podrá dibujarse el espejismo de un «protagonismo» de los indígenas en la progresiva resolución de sus problemas, aunque el resultado ya lo hemos adelantado: «asimilacionismo psíquico-cultural que puede acompañarse tanto de una inclusión como de una exclusión socio-económica». Esto por un lado; por otro, dependencia absoluta del mercado y de la lógica del Capital y control estatal de los procedimientos y las materializaciones de la «auto-organización» indígena. Por último, y como tercer terrible ingrediente: represión física de los sectores originarios descontentos o refractarios a esa logística integradora del Estado…
Dos clases de «políticas públicas», unas generales y otras específicas, afectaron en este período a los colectivos indígenas, fraccionándolos definitivamente. Entre las «políticas públicas generales» encontramos la Asignación Universal por Hijo; el programa Manos a la Obra y la iniciativa de los «microcréditos»; el proyecto Argentina Trabaja, favorecedor del cooperativismo, y el del Monotributo Social, para dar respuesta a reclamos sanitarios; y, finalmente, el programa Progresar y el del plan Envión. Entre las «políticas específicas» destacan la instauración de la Educación Intercultural Bilingüe; el impulso y la legalización de los medios de comunicación establecidos en los poblados indígenas; la Ley de Bosques Nativos; la Ley de Emergencia, prorrogada dos veces, para frenar el expolio de las tierras detentadas por los originarios; y las inscripciones en el RENACI (Registro Nacional de Comunidades Indígenas), que confieren personalidad jurídica ante el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas.
Con Cristina, se prorroga la «ley de emergencia» de 2006, que venció a fines de 2017; y, a la vez, se incrementa la violencia contra la población originaria (qom de Formosa y Chaco), ya inaugurada bajo el mandato de Néstor (Formosa, Neuquén). Dos «ausencias» le serán reprochadas: la de la cuestión indígena en la Ley de Hidrocarburos y la de los derechos indígenas en la Reforma del Código Civil.
Al final del período, sancionando la «integración» y la dependencia del Capital y de la Administración, una fractura se abre en el universo indígena… Para una fracción del mismo (representada más tarde por el Encuentro Nacional de Organizaciones Territoriales de Pueblos Originarios), opuesta hoy a las políticas del gobierno de Macri y defensora de la gestión kirchnerista, partidaria del FPV, durante ese llamado «populismo» se avanzó en la ampliación de derechos, en la inclusión social, en la integración regional y en la soberanía argentina. En aquel ENOTOPO, se clamó por una Patria Grande Plurinacional e Intercultural… Vocabulario político perfectamente «occidental», de cuño liberal-reformista; y asimilación cumplida, pues, en los marcos de un Estado Social de Derecho…
Otra fracción, reconociendo «avances en la cuestión territorial, salud y educación», denuncia el incumplimiento de leyes nacionales e internacionales, déficits en la regulación territorial, continuación de la ofensiva contra las tierras de los originarios, con evidentes complicidades administrativas, criminalización de la protesta y violencia represiva estatal (Formosa, Neuquén). Se abre aquí un abanico que va desde la resistencia mapuche (Cushamen) hasta el colaboracionismo con el régimen de Macri de algunos líderes resabiados contra el kirchnerismo.
En definitiva, el canibalismo etnocida del Estado argentino conoce, dentro de los parámetros del Programa, una doble modulación: con el Peronismo, rudimentario y poco eufemístico, el proyecto integrador exhibe sin pudor una índole «paternalista», «benefactora», «despótico-ilustrada», en la línea de lo que hemos nombrado «pedagogía gris». Bajo el kirchnerismo, la nueva ideología auto-justificativa —y estrictamente «cínica»— del interculturalismo permite concluir prácticamente el etnocidio bajo la manta de lo «políticamente correcto» progresista. Con esta «pedagogía blanca» (reservamos el color negro para las recidivas del Pogrom) se ratifica, al fin, la extinción de la idiosincrasia indígena en todos sus aspecto, uno por uno, punto por punto, con menos balas que escuelas, con menos trabajo policial o militar que social, con menos uniformes y más chaquetas de burócrata, con menos torturadores de comisaría y más socio-psicólogos de salón, suscitando menos ira y recaudando más aplausos…
De un tiempo a esta parte, cuando lo bello muere, lo hace rodeado de sonrisas y congratulaciones. Entre aplausos, está muriendo la diferencia indígena…
[Tomé estas fotografías entre 2005 y 2007, cuando el fallecimiento de mi hijo Daniel, a sus 37 días de vida, me empujó a ofrecerme como «escudo humano» y «observador de derechos humanos» allí donde diversos Estados de Latinoamérica perseveraban en su etnocidio centenario contra los pueblos originarios. A veces me digo que él murió para que yo resucitara]
Pedro García Olivo
Buenos Aires, 24 de abril de 2019