Desde niño había sentido que no estaba hecho para una vida que se nos regala con instrucciones de uso. Donde la libertad no era posible, yo apenas podía respirar.
Por eso, hasta que el Alto Juliana, esta bella colina de Sesga, me permitió dar la espalda a todos los empleos y ser dueño absoluto de mis días, después de casi medio siglo de extravío en la existencia, yo solo había respirado a ratos.
Construyendo con mis propias manos, e indefinidamente, esta humilde morada; cultivando mis alimentos y recolectándolos por las sendas; sin vender más mi fuerza de trabajo o mis capacidades de creación; sin tener que pagar recibos; sin obedecer o, en todo caso, obedeciendo bajo mínimos; lejos de los mercados y de las administraciones; al amparo de una vieja y maravillosa estufa de leña y de la energía escasa proporcionada por pequeñas placas solares, pude, por fin, respirar a pleno pulmón.
Me convertí en el novio de la libertad, y creo hoy que un cierto deje de superioridad moral empezó a ensuciar mis escritos. Había logrado lo más difícil, lo único que consideraba verdaderamente importante: la soberanía sobre todas mis horas, la autonomía material, la independencia espiritual. Me sentía como un quínico sublimado, gritándole a todo el mundo: «A mí también me gustan los pasteles, pero yo no pago su precio en servidumbre».
Pasaron los años y, poco a poco, empezó a embargarme la sensación de que no era una vida lo que yo estaba viviendo, sino, más bien, una «filosofía de vida». Comencé a verme como un aristócrata, como «el más solitario de los aristócratas». Porque el novio de la libertad era asimismo el novio de la soledad…
Una nube de sepulcro, de «¿y esto es todo?», empezó a cernirse sobre las cosas del Alto, sobre todos los aspectos de este formidable bio-reducto: sobre los huertos, sobre las caminatas, sobre los animales que me acompañaban, sobre el orgullo de no vender y apenas comprar, sobre el gesto de vivir donde está prohibido vivir, en pleno paisaje, sobre mi obstinada inobediencia…
Y aquellas palabras que una vez me dedicó un pastor de Arroyo Cerezo me volvían y me volvían: «Mira, Pedro, en medio de esta libertad tan buena que tenemos, a nosotros ya nos da lo mismo levantar el carro que vender las yeguas». «A mí me da igual morir mañana o hacer otra cosa». Y me perseguían unos versos del «Fausto» que antaño me parecieron hermosos y ahora se me antojaban tétricos:
«Poder decirle a un instante: ¡Detente, eres tan bello!;
y después, no importa, morir!».
Porque, conquistada la libertad, ¿qué queda? ¿Para qué seguir cuando sabemos que todos los proyectos que nos oferta el mundo son reos de la estupidez y nos pasan una factura de esclavitud?
Algo demasiado parecido a la depresión enturbió mi ánimo, y un día me sorprendí escribiendo una frase que me sabía a suicidio: «Al fin y al cabo, la libertad tampoco es tan gran cosa. Con la libertad no basta».
Pero era verdad… La libertad de una persona sola en un mundo de no-libres no conduce a la felicidad. Una libertad individual rodeada de figuras de la subordinación duele y daña.
El más solitario de los aristócratas se levantaba casi sin ganas de respirar, esgrimiendo como siempre su estilo de vida, pero bajo la sensación de que ya estaba de más sobre la Tierra.
Y un día irrumpió el amar. Era abril, principios de mes; y, en alguna grietecilla del paredón rocoso de mi libertad, se hizo un manantial. Y brotó un mundo entero, brotó el deseo de salir al encuentro del otro como comunidad, brotó una selva de emoción, brotó una revolución en la sensibilidad y un motín en el pensamiento. Era Adara, como un hontanar…
Me emancipé en octubre de 2010, me fui entristeciendo a partir del 2014 y renací en la primavera de 2016. Porque ahora soy el novio de la vida.
Y preparo mi equipaje para regresar al lado de Awka, mi compañera, dejando el Alto y sus soledades. El próximo martes parto para El Palomar, esa localidad de Buenos Aires donde la mujer y los niños que amo me esperan. En realidad, no abandono el Alto: vive en mi corazón y, en cierto sentido, escribe por mí.
No vendo las yeguas, que quiero levantar el carro por toda la eternidad. Por toda la eternidad y un día.
Alto Juliana, Aldea Sesga, Rincón de Ademuz.
11 de enero de 2018