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RESEÑA DE «EL ESPÍRITU DE LA FUGA»

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Reseña de «El Espíritu de la Fuga»
BLAS / PEDRO GARCÍA OLIVO*

POR BLASVALENTINMORENO@GMAIL.COM · PUBLICADA 03/06/2023 · ACTUALIZADO 03/06/2023

(Blas Valentín es profesor de literatura, un gran escritor y mejor amigo)

“Repelencia de escribir una novela, lo mismo que de obedecer. La escritura es obediencia. Qué bien entiendo ahora a Artaud, incapaz de escribir; y a Bataille, incapaz de razonar. Qué bien me entiendo, incapaz de obedecer”. Pedro García Olivo, autor de El Espíritu de la Fuga.

Pedro García Olivo, “Desesperar”

Así en su novela como en su refugio
Adentrarme en la lectura de esta novela ha sido como visitar en su día su refugio en Sesga: que nadie espere una casa con jardín, con recibidor, como esas novelas ya estudias del mercado que hacen la vida más llevadera y fácil; no, al lado de este refugio de Pedro, cuya imagen aparece en la portada de su libro, hay un acantilado, un terraplén, un abismo donde en un descuido puedes dejar la vida, y en las páginas de Pedro se habla de suicidio…

No es un novelista al uso, como bien critica a Víctor Araya el implacable Figueroa, sino la obra de un filósofo poeta, con el espíritu huraño y contradictorio de un Artaud.

Nada de casa con dos plantas, nada de arquitectos; su novela es una desvencijada y destripada casa de una sola planta y con espacio reducidísimo, apenas una covacha, en lo alto de Alto Juliana, allá donde se equivoca el camino y el abismo se hace real.

Para acceder a esta novela hay que subir por enormes montañas, por las mismas que ascendí con Pedro García Olivo cuando me invitó a conocer su refugio: una vez llegas a la lectura de su novela está tan llena de telarañas como el techo de su casa: una maraña inmisericorde y negra donde las arañas no permiten que las moscas y otros insectos molestos perturben su paz. Cualquier lector moriría en sus palabras aristócratas y elevadas, en su densa e intrincada sintaxis, como lo haría cualquier insectillo en la espesa telaraña de su refugio.

Pero en su refugio, el real y no literario, habitáculo pequeño y solitario de una limpieza y sencillez abrumadoras, había una discreta biblioteca y un perro enorme y negro junto a ella que creí verlo orinar sobre los libros, alzando la pata e irrigando toda la cultura.

2. Espíritu de la fuga: espíritu libre

El espíritu de la fuga es una novela de un espíritu libre, que no busca complacer ni gustar a nadie, ni siquiera a sí mismo, blanco inmisericorde de las críticas más acerbas que se dedica a través de Figueroa. Pero es a través de su alter ego, Víctor Aranda, muy parecido al Pedro García Olivo de la vida real, que se exalta indirectamente con el espíritu romántico de los grandes ególatras.

Porque hay egos menesterosos, que buscan la aprobación, el aplauso del vulgo, el reconocimiento público con el que paliar su yo famélico y ruin; por eso Pedro, ego extraño, inquietante, que ha puesto patas arriba el manual de instrucciones de la vida, tiene derecho a crearse su propia estatua; una estatua, por cierto, continuamente bombardeada por sí mismo con disparos de mortero. ¿Qué daño podría hacerle la desaprobación ajena cuando nadie podría superar una autocrítica tan bestial?

Insisto: en su literatura palpita el espíritu romántico de los grandes ególatras, y también un barroquismo no conceptista sino directamente gongorino: tiene palabras tan sumamente doctas y difíciles que hasta él mismo Góngora podría quedar atrapado en la telaraña de su léxico. Yo mismo, que me jactaba de conocer todo el léxico castellano, tuve que echar mano del diccionario en varias ocasiones, anonadado por su ilustre vocabulario. Así palabras como feral, latescente, apriscar, arrecha, abarcia, serondo, torpor y hético, entre muchas otras palabras, ya forman parte de mi acervo gracias a esta inasible, oscurantista, autista, cerril y aristócrata obra.

Por si fuera poco, su sintaxis es copiosa en frases largas y pleonasmos, que mueven a confusión y reducen el seguidismo de la trama.

Góngora, el inmortal e intrincado Góngora, insisto, queda sencillito a su lado, queda parvulario. Con razón podemos decir: «Tras leer a Pedro García Olivo, Góngora no es para tanto. Es más, es poca cosa».

Pedro García Olivo no escribe para nadie, porque a nadie busca gustar, porque sus palabras no salvan de nada, ni ayudan a nada, ni contribuyen a una existencia más afín y esperanzada. Todo lo contrario: te hacen comprender que esta vida es mísera y lo mejor es huir, o luchar, o huir luchando, o luchar huyendo, pero nunca aceptar la realidad. Romanticismo al cuadrado. Creación de una vida al margen de las normas. Cuestionamiento de lo hasta ahora incuestionable, ya no en la forma, sino en el fondo.

No solo no escribe para nadie, sino que publica esta novela y no se hace la menor publicidad.

3. El espíritu de la fuga: un escupitajo en el ojo a la vida autómata con instrucciones de uso

Da igual por qué página abras El espíritu de la fuga: cada página es un escupitajo bacteriano en el ojo a nuestra vida de autómatas o un internamiento en sórdidos internados, hospedajes, estancias en países decadentes con personajes turbios y antihéroes de toda condición o luchas desarraigadas e inútiles. No hay lugar para la esperanza, sí para el suicidio.

Encuentro concomitancias con las vanguardias o con las postvanguardias, y sobre todo con el espíritu de Antoni Artaud, al que con razón menta en sus páginas. Es un Artaud ibérico, desesperado, desesperanzado y al tiempo esperanzado de desesperanza, caleidoscopio de desorden pero siempre guiado por la luz de su sensibilidad poética y un desprecio profundo a lo dado.

Fuera de su refugio había una jaula, regalada por su padre para que cazara conejos y no se muriera de hambre, y junto a la jaula un cuchillo de grandes dimensiones y rastros de pelo y sangre coagulada, auténticos cuajarones. No quise preguntar más… El cuchillo era tan enorme como espantoso. Daban ganas de salir corriendo.

Según nos cuenta Ernesto Figueroa en sus páginas a través de sus notas, Víctor Araya le remitió la obra “El espíritu de la fuga”, y con ella no buscaba persuadir a nadie ni granjearse simpatías. Resulta verosímil, es una escritura tan densa, tan desesperanzada, tan real y pesimista, que dan ganas de cerrar el libro y salir huyendo hacia libros bestseller de desarrollo personal y autoayuda que hagan la existencia más cómoda.

Víctor, así Pedro García Olivo, renuncia a su condición de funcionario y abandona su plaza de profesor. Sorprendente. ¿Quién renunciaría a ser funcionario? Es inmensa la cantidad de personas que cada año intentan conseguir una plaza fija. Y de pronto alguien es capaz de transgredir el mandamiento número 1 de la practicidad.

Víctor Araya, así Pedro García Olivo, se hace pastor de cabras, se sale del rebaño, de las instrucciones de uso, y huye de falsos refugios.

Avalle-Arce afirmó que el Quijotismo es la forma del heroísmo hispano: Del “yo soy yo y mis circunstancias” al “Yo soy yo a pesar de mis circunstancias”. El Quijote se va a morir sin haber vivido, arruinado, sin hijos, sin haber salido del pueblo, y decide inventarse una vida para poder vivir antes de morir sin haber vivido. Pedro García Olivo hace tiempo que se inventó una vida, y la vive literariamente.

Esto me remite a la novela de Leon Tolstoi La muerte de Iván Ilich. En su lecho de muerte Iván Ilich intenta analizar su pasado minuciosamente, tras lo cual le entra la duda de si el estilo de vida acomodado y superficial ha sido el correcto. Trata de justificarse ante su conciencia pero a medida que se acerca su muerte deja de justificarse y asume que, a excepción de su infancia, no ha vivido plenamente. ¿Somos libres o seguimos unas pautas ya marcadas?

4. Contradicciones El espíritu de la fuga

Pero en la contradicción de Pedro, encontramos una conciencia ernestofigueriana y punitiva, que así la expresa: por creer en la Fuga abandonó todo aquello que había conquistado. ¡De cuánto se desposeyó a sí mismo!, ¡de cuánto se privó!

Otra contradicción más: podría uno pensar que nuestro protagonista, Víctor Araya, se desentiende del mundo, es un eremita apartado del mundo, que ha construido un refugio en las montañas y habita los espíritus, la castidad, el desprendimiento de todo lo mundano, en la línea de un San Francisco de Asís o de las tres vías místicas de San Juan de la Cruz. Nada de eso, igual que desde su refugio, de una digna y sencilla pulcritud, se conectaba con el mundo a través de unas placas solares que le daban acceso al Internet, en su novela hay frecuentes alusiones eróticas y pornográficas, pero enunciadas con un lenguaje elevado. Víctor Araya, y su representante en la Tierra, Pedro, han tenido distintas mujeres: húngaras, españolas, hispanoamericanas… Si cada persona es un mundo, ellos han conocido bastantes.

Entre las páginas 93 a 102 hay unas disquisiciones filosóficas acerca del amor, de la posesión y de la fidelidad a través de unos personajes en ocasiones tan cuerdamente locos o tan inquietamente lúcidos como Pedro, que podrían compendiarse en estas frases: Trevor no creía en un amor libre de culpa, un amor puro, empíreo, sin mancha, ajeno a todo juego de dominación y a toda forma opresiva. (…) Como mi esclavitud ama a tu esclavitud, yo también te quiero por tus grilletes y te quiero en tus mazmorras.

Hay algunas contradicciones más, pero me limitaré a comentar el supermito de la desesperación: desmitifica para mitificar o desmitifica desde el supermito. Araya termina por sucumbir a la pasión mitificadora y construye un universo irreal, sublimado: el de los hombres-solo-hombres, seres a salvo de la patraña ideológica, “superhombres nietzscheanos”, por su apego a la tierra y que viven a espaldas de la mentira.

Tales hombres, a la manera de Diógenes el perro o los cínicos antiguos, no buscan ser mito de nada, viven desesperados, y la sublimación de Basilio es en sí una contradicción. Los protagonistas son conscientes…

5. Suicidios El espíritu de la fuga

Cerca del refugio de Pedro hay un abismo. Si uno mide mal sus pasos puede acabar reventándose en el vacío. Hay un terraplén inmisericorde a escasos metros de su chabola. Ese terraplén es, como las constantes alusiones del autor al suicidio, un erizo en el cerebro, un puñal en el fondo del despeñadero. Se contempla el vacío como lo haría una marioneta de hilos rotos y con los ojos abrumadoramente abiertos de espanto, o como diría el mismo Víctor Araya: «Como los ojos de un niño, desesperadamente abiertos ante el horror».

¿De dónde viene esa obsesión del protagonista por el suicidio? El suicidio ocupa una posición de privilegio en sus inquietudes. Cuando a lo largo de sus años de docencia atravesaba aquellas ondas negras, pensaba siempre en quitarse la vida.

Incluso sus personajes arrastran una vida frustrante, irregular, en una esperanza cifrada en un futuro que nunca llega, a través de sórdidos hospedajes, de vergüenzas y sinsabores.

6. La literatura en El espíritu de la fuga

Todo lo que he hecho a lo largo de mi vida ha sido perfectamente inútil; no espero otra cosa de mi escritura, afirma Araya en Desesperar. La mirada de Ernesto Figueroa califica su literatura de desierto y vacaciones de la inteligencia y la imaginación. Su novela la califica solo apta para consumo de minorías ilustradas decadentes, para una minoría autista o de lunáticos. Nadie normal puede acercarse a esta obra y leerla.

Porque Araya detesta tanto la arquitectura de los pomposos chalés tanto como el armazón de la novela clásica, se construyó una chabola en el monte de Sesga y escribió una novela sin esqueleto, hecha a retazos de desesperación.

7. El trabajo en El espíritu de la fuga

Como Albert Camus, a través de Sísifo y la metáfora del trabajo estéril, el trabajo es para Víctor Araya una villanía. Se degrada sin remedio la nobleza de un fugitivo en la villanía del Trabajo.

Igual que opina Camus, el trabajo es un humillante mimetismo de todos los días, una embrutecedora rotación semanal de las tareas y afanes.

Por mi condición de docente, presto especial atención a su nota número 13: EL ANTIPROFESOR, y una nota que merece ser reproducida por su extraordinaria lucidez: La Policía de la enseñanza no ha sido diseñada para manejar el hacha, sino para “administrar los sobornos”. No tiene por objeto aniquilar la sedición tanto como someterla a reglas segundas y convertir la desobediencia interna en factor de reproducción del Orden de la Escuela”.

“A los que dicen que huir no es valeroso, responde:

¿Quién no es fuga?

El valor radica, más bien, en aceptar el huir antes que vivir

quieta e hipócritamente en falsos refugios.

Es posible que yo huya,

pero a lo largo de toda mi huida

busco un arma».

Gilles Deleuze

{Blas Valentín Moreno} © . Todos los derechos reservados. Contacto: casteblas@gmail.com

Funciona con – Diseñado con el Tema Hueman

CONSCIENCIA PROSTIBULAR

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El ciudadano-robot, forma de subjetividad hegemónica en las sociedades capitalistas contemporáneas, dispone de una consciencia prostibular. «Prostibular» porque está en venta: como un artículo más en los escaparates de la sociedad mercantil, se ofrece al mejor postor. Y el mejor postor será siempre el Estado.

Pongamos el ejemplo del Profesor, ese «educador mercenario» al que me suelo referir en mis escritos…

En el plano económico, y como señaló G. Steiner en «Lecciones de los maestros», se presenta como una persona consagrada a la más noble de las tareas, a la más digna de las funciones; y, a continuación, «pasa factura», pretende cobrarnos… Para Steiner, este rasgo deplorable de los docentes todos nace en la Grecia Antigua, de la mano y por el verbo de los sofistas.

En el plano político, el lema de todos los profesores sería aquel que J. Cortazar señaló en su cuento «La Escuela de noche»: «Mandar para obedecer, obedecer para mandar». Mandar sobre los estudiantes para obedecer a la Administración, a las jerarquías educativas, inspectores, directores de centros y jefes de estudios, entre otros, para ajustarse a los decretos, las normas, los reglamentos que definen su triste desempeño. Y obedecer para mandar, y para seguir cobrando por obedecer y mandar, como quiere su consciencia meretricia…

Esta consciencia constantemente venalizada caracteriza a todos los segmentos de la población. Incluso en los estratos inferiores de la escala social, entre las gentes más humildes, una «ideología profesional», por utilizar los términos de P. Bourdieu, ensalza y glorifica cada puesto de esclavitud laboral, cada oficio, ocultando así la puesta en venta de los cuerpos y de los espíritus.

Y también las personas más oprimidas, vejadas, empobrecidas hacen uso de la «cuota de poder» que aún les corresponde, haciéndose obedecer para seguir obedeciendo, mandando sobre los que sienten «por debajo» tal y como se lo mandan los que identifican «por arriba». Como si fueran «profesores», así trataron, durante mucho tiempo, los varones a las mujeres, y los progenitores a sus hijos…

Heterónoma, la consciencia prostibular se presenta hoy como una amalgama cristalizada de Administración y de Mercado, de organización estatal y de comercio. Su expansión galopante por todo el tejido comunitario corre al rebufo de la robotización sistemática de la ciudadanía bajo el capitalismo de planta occidental.

En el inicio de esta consciencia subastable está el empleo. Recupero mis palabras de ayer y aquello que aprendí de mi maestro afortunadamente ágrafo, no-alfabetizado:

EL TRABAJO EMBRUTECE

La identidad social, esa reducción de un hombre a la condición de instrumento, de herramienta, un tan lamentable prendimiento por un oficio, casi una clausura, subsunción de la multiplicidad de un ser en las arenas movedizas del empleo, de la categoría sociolaboral, toda esa mutilación del hombre y de sus posibilidades (particularmente, de la posibilidad de no-ser-nada, solo hombre), no resulta ni siquiera pensable fuera del ámbito de la esperanza.

En la medida en que un hombre deposita su esperanza en una profesión, en un trabajo, la deposita en sí mismo e incluso en la humanidad toda. Esperanza de contribuir a la salud universal, siendo un médico excelente: lo que espero de mí, de mi ciencia, del día de mañana en este mundo. Esperanza de colaborar en la difusión de la cultura, en la divulgación del saber, hasta que el error y la superstición dejen de lastrar el progreso en la Tierra, siendo un buen maestro. Esperanza de un Reino planetario de la Justicia, empezando por entronizarla en mi despacho de juez. Defender la conservación de la naturaleza, yo forestal. Ser buen profesional de lo mío, la mecánica, y esperar que todos sean buenos en su oficio, por el bien de la comunidad entera. Hacer el mejor pan, yo panadero, y que otros construyan puentes impecables, publiquen libros fascinadores, defiendan celosamente el Orden, gobiernen con clarividencia y magnanimidad,… para que la vida sea más cómoda, más grata la existencia, palpable el bienestar.

Esta ideología de la profesionalidad, hundiendo sus raíces en las esperanza (esperanza, en definitiva, de que, siendo la sociedad una máquina, esta funcione bien), concibe al hombre como mero soporte de una práctica, lo encadena, lo diseca, lo succiona.

Como el resto de los animales, el hombre es solo un ser que vive; y no el embrión de una pescador, de un policía, de un magistrado. Proclamar que yo no quiero ser nada equivale a decir que puedo hacer muchísimas cosas, pero que nunca seré meramente un desprendimiento de eso que hago. Entre lo que hago (lo que puedo hacer) y el enigma de lo que soy se abre un abismo infranqueable… Alienante, el trabajo nos cosifica. El empleo embrutece. Ponzoña de los oficios. Quien aduce que trabaja para poder comer da demasiada importancia a la dimensión nutricional de la existencia; y quizás nunca haya intentado en serio vivir sin trabajar. Abundan los hombres que, sin saber lo que es un empleo, encuentran de un modo o de otro la forma de alimentarse todos los días. Queda siempre el robo. Queda la mendicidad. Cabe vagabundear. Menos arriesgado, hay quienes viven de paso; de paso por las tierras, por los oficios, por los corazones. Acordémonos de Bukowski. Otros, como Basilio, hacen las cosas, lo que se supone su trabajo, por el mero placer de hacerlas, sin esperar mucho de ellas y aún menos de sí mismos.

Quien diga que Basilio es un pastor, se equivoca… Igual que conduce un hato, sacrifica un animal, prepara unas canales, embute, ahuma fiambres, cura jamones, poda, hierra, castra, descuerna, curte pieles, confecciona un zurrón, diseca cabezas, levanta una casa de mampuesto, arregla hornos y chimeneas, construye terrazas de piedra en las faldas de la montaña, limpia acequias, excava pozos, sanea vigas, fabrica una mesa, una puerta, una cuna, cocina, hace pan, tortas, magdalenas, buñuelos, trabaja el barro, pinta, doma un potro, arregla huesos quebrados, esquila, carda la lana, teje, vende huevos, miel, cortinillas de junco, badajos, jabón casero, botas para el vino, toneles de carrasca, ayuda el parto, corta el pelo, afeita a navaja, inventa cepos para zorros, nidos de madera para pájaros, colmenas de corcho, destila licores, recolecta frutos silvestres, cultiva un huerto, trenza mimbres y espartos, investiga la vida de los animales, entierra a los muertos de la aldea, llena una despensa de conservas, surte al vecindario de esteras, cestos, sandalias, quesos, cuajadas, cecinas, persigue al rastro, explica los hábitos del jabalí, la liebre, la perdiz, la víbora, el águila, el ciervo, la jineta, el buitre…

Basilio no es un pastor como otros son sastres, buhoneros, abogados o cineastas. Basilio es un superviviente, un hombre autónomo en estos parajes, como un animal perfectamente adaptado a su territorio. Si tiene algún oficio, ese es la vida aquí. Pudiéndose llamar “ganadero”, o “agricultor”, o “artesano”, o “constructor”, etc., se llama “Basilio” a secas. Trabaja por el gusto de trabajar, y ya no impelido por la necesidad. Nada espera de su esfuerzo, a nada pretende contribuir. Las cosas que hace son formas diversas de llenar el hueco del tiempo. Desesperado, escapa de la mutilación del empleo. Autónomo, trabaja en lo suyo. Libre, si quisiera dejaría de hacerlo. Inteligente, nada le ilusiona» (de “Desesperar”, 2003).

Para descargar «Desesperar»

Audio glosado por este escrito:
https://anchor.fm/…/Consciencia-prostibular–Ciudadano-robo…

(Aforismos desde los no-lugares)

8

cauce

a

Vida

Alfonso Santa-Olalla

(De Roy Lingán Paredes, la fotografía de la niebla; de Alfonso Santa-Olalla, el cuadro; el resto de las fotos las tomé entre indígenas y viviendistas de América Latina)

Pedro García Olivo, Alto Juliana, Aldea Sesga, Rincón de Ademuz, Valencia, 27 de mayo de 2020

EN DEFENSA DE LA RAZÓN LÚDICA

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Para resignificar el «juego libre»

1. Turbiedad política de la noción convencional de «juego»

El lenguaje, ciertamente, «nos habla»… Cuando proferimos la palabra «juego» somos llevados inmediatamente a un ámbito de reflexión y de conversación ya acotado, delimitado de antemano, sin que se nos conceda la posibilidad de cuestionarlo o de idear otro. Y es que aceptamos acríticamente la noción convencional de «juego», sin reparar en los intereses que acompañaron su génesis: ¿Por qué reunir bajo ese concepto actividades y disposiciones tan heterogéneas? ¿Por qué decimos que esto sí entra en la categoría de «juego» y aquello no, aunque desde algún punto de vista se le asemeje? ¿Por qué decimos que esto y aquello son «juegos» a pesar de todo cuanto los separa y distingue? Evidentemente toda selección, lo mismo que toda clasificación, es en cierto sentido «arbitraria», socio-culturalmente determinada y, respondiendo a estrategias tácitas o manifiestas, induce efectos de poder…

Asumiendo de alguna forma la noción común de «juego», J. Huizinga advirtió, no obstante, que cada lengua organizaba a su modo los objetos del espacio lúdico; y había unos idiomas que establecían distinciones lexicológicas desconsideradas por otros, incluyendo estos bajo los alcances del término «juego» realidades que aquellos excluían… Para nosotros, ese apunte es muy pertinente, pues queremos denunciar la calculada «heterogeneidad» de los elementos que nuestra lógica lingüística aglutina en la categoría única e indiscutida de «juego». Ello nos obligará a resignificar un concepto, a inventar un recurso terminológico que dibuje una línea de demarcación en el interesado «cajón de sastre» de los juegos: es la noción de «juego antipedagógico y desistematizador» o, desplazando los acentos, «juego libre»…

Obviamente, una cosa es «jugar» al ajedrez contra un rival, en esa apoteosis de la competencia y bajo el mandato de reglas muy estrictas; y otra construir de forma espontánea un castillo de arena a la orilla del mar, cooperando con un amiguito… Una cosa es dramatizar siguiendo papeles dictados, memorizados, bajo la mirada inquisitiva de un «director»; y otra jugar a los personajes, improvisando roles, sin supervisión de nadie… Una cosa es «jugar» con el auto teledirigido comprado por Navidad; y otra «jugar» a inventarse coches con botellas de plástico, palos y tapones a fin de regalarlos… Son tan grandes las diferencias estructurales entre unos llamados «juegos» y otros que cabe sospechar un fallo o un fraude en el proceso de génesis del concepto. Se hubiera podido esperar dos o tres acuñaciones terminológicas distintas, ya que las actividades reunidas se contraponen en aspectos decisivos. Pero, como todo acabó encerrado en una misma y única vasija conceptual, el motivo de una tan llamativa heterogeneidad fenomenológica deberá buscarse en el campo de la reproducción socio-política. En pocas palabras: se ha querido «diluir» (en el conjunto, en la amalgama) la especificidad de un tipo de juego potencialmente «subversivo», «crítico», «desestabilizador» ‭—‬lo que llamamos «juego libre»… Ubicándolo al lado de los juegos de obediencia, de los juegos reglados, de los juegos competitivos y «adaptativos», de los juegos sujetos a una mirada adulta o a una planificación institucional, se ha logrado que su bella irreverencia pase desapercibida a no pocos analistas; se ha conseguido desviar, de su obstinada disidencia y de su alegre rebeldía, el foco de atención…

Llamamos «juego libre» a aquel que acontece sin normativa identificadora, sin «reglas» formales, sin competencia, sin triunfo y sin derrota, sin rédito material o simbólico, preferiblemente sin exigir un «juguete» adquirido en el mercado, desconocedor de todo ámbito institucional, sin dirección o supervisión externa, abierto a la espontaneidad, a la creatividad, a la cooperación entre los participantes… Así enunciado, parece muy exigente; sin embargo, esta clase de juego aflora constantemente, cuando el niño está solo y cuando se reúne con sus amigos. Es el tipo de juego al que el menor se entrega primero, desde su más temprana edad y antes de que los adultos pretendan «redireccionar» su actividad espontánea.

Hasta donde hemos podido comprobar, los investigadores «científicos» de la actividad lúdica (psicólogos, sociólogos, pedagogos,…) pocas veces han cuestionado, con el necesario punto de radicalismo, aquella interesada y calculada «heterogeneidad» introducida en la categoría de «juego» por las agencias socio-político-culturales; pocas veces han subrayado la «diferencia» que asiste al juego libre y la turbiedad ideológica inherente al gesto de malbaratarlo en cajones de sastre anuladores.

2. Rasgos del «juego libre»

Las manifestaciones empíricas del juego libre son infinitas. Y empiezan en los primeros años, cuando los infantes están todavía a salvo de la forma de servidumbre inducida por la lógica del «juguete» y excitada por el conocimiento de los juegos tradicionales, de los juegos ya dados. Entonces, el niño juega con cualquier cosa y juega de cualquier manera. A cubierto del juguete y del juego instituido, históricamente forjado, tampoco puede afectarle la figura del «supervisor» o «conductor» de la actividad lúdica. Ayuno de reglas, de patrones, de instrucciones, sin «asesores» o «ayudantes» que lo distraigan y condicionen, el niño, bajo la mirada complaciente de su propia libertad, no cesa de jugar…

Cuando una persona se entrega al juego libre, no sabemos muy bien qué es lo que está haciendo. Pero sí comprendemos lo que «no» hace, por lo que podemos caracterizar esa actividad en términos negativos: desinteresado en grado extremo, el jugador no persigue una rentabilidad material o simbólica. Deja a un lado, pues, toda la órbita de la racionalidad económica, que tiene que ver con la ganancia, los trabajos, el mercado… Por otra parte, en gran medida aislado de la normatividad y de sus escenarios, al practicante del juego libre no se le exige obediencia o comportamiento aquiescente y aprobador; y tampoco se le suministran incentivos para sojuzgar a nadie, para influir deliberadamente en la conducta de los otros. De este modo, escapa asimismo de la vieja razón política. Ya que su proceder no responde a la racionalidad estratégica, bajo ninguna de sus dos modalidades, cabría suponerle una índole a-racional o deberíamos elaborar, a propósito, la noción deconstructiva y paradojal de una «racionalidad lúdica». Por último, y también en función de ese carácter no instrumental, dota al protagonista del juego de una coraza anti-pedagógica y de-sistematizadora. Se trata, pues, de un juego que respeta al máximo la iniciativa personal del sujeto y en el que este puede manifestar ampliamente su espontaneidad, su creatividad, su imaginación, su fantasía…

Sobre la disposición «insumisa» del niño, que tiende de un modo natural al juego libre, pronto caerán agentes restrictores, unos vinculados a la ludo-industria, cuyos elaborados mercantiles someterán al menor a sus lógicas de funcionamiento (todo comercio de juguetes es un comercio de cadenas), otros asociados al instinto «pedagogista» de los progenitores, que pronto procurarán reconducir tales iniciativas «caprichosas» hacia el logro de determinados objetivos «educativos» o «formativos», incorporando sin remedio cláusulas de reprehensión y de violencia.

Fuera de los marcos de la infancia, cabe extender la esfera de influencia del juego libre, como estamos sugiriendo, por los escenarios desolados de la vida adulta, implementando ahí, en tales pasadizos y en tales laberintos, su virtualidad impugnadora. Por su carácter a-racional, o por su racionalidad lúdica, por su relación de contigüidad con instancias como la poesía, el absurdo, la locura, lo gratuito, el don recíproco, etcétera, terminaría erigiéndose en una poderosa herramienta para la reinvención combativa de la vida, sumándose al proceso de auto-construcción ética y estética para la lucha. De su mano, cabe reducir los alcances de la sistematización moderna de la existencia…

Ya que el juego libre, en cierto sentido, «no se ve» (vemos, eso sí, personas en una muy concreta interacción), pues carece de «estructura», de «forma», de «regularidad», situándose en las antípodas de los juegos reglados y de las dramatizaciones con guión, casi podríamos concebirlo como la plasmación de una «actitud»: actitud no-productiva, anti-política, creativa, insubordinada… Correspondería también a esa «actitud», circunstancia no menor, abocar a la cooperación, a la «fraternidad», a la ayuda mutua y a la colaboración entre iguales. Se distingue así, diametralmente, de los «juegos deportivos» modernos, cuya crítica pionera fue desarrollada por J. Ellul, entre otros: individualismo competitivo que contempla al partenaire como mero rival, máximo sometimiento a reglas, dependencia absoluta de la institución y atención preferente al mercado, asunción de una ética heterónoma y postergación de la iniciativa personal…

Identifica también a la «actitud lúdica» su natural festivo, alegre, gozoso; su inclinación hedonista. Este «placer» del juego libre está asociado en ocasiones a lo indeterminado de su curso, a la ausencia de cauces, a la incertidumbre que gravita sobre su desarrollo ‭—‬un «no saberlo todo» y, no obstante, «tener que decidir los pasos futuros». Es el placer de la decisión sin previsión, aventurera y riesgosa; el goce de enfrentarse a enigmas no fatales. Recuerda, de algún modo, la «felicidad» de los nómadas ante la imposibilidad del proyecto y la emocionante variabilidad de un mañana que preocupa pero no se teme; y evoca también la serenidad jubilosa del campesino antiguo ante las mil pequeñas novedades que debe afrontar cada día en su labor, habituado a navegar accidentes e imprevistos. Bajo esa alegría y esa forma de contento, el jugador puede dar la apariencia de «estar trabajando» (cuando, por ejemplo, imita a un artesano o a un obrero; o reproduce de hecho, y en el plano del juego, su labor física) y también de «estar aprendiendo» (si orienta el juego hacia el conocimiento o la investigación); pero no cabe duda de que de encuentra fuera de la lógica «económica» o «pedagógica», y la confirmación de ello radica precisamente en la atmósfera risueña, animada, dichosa, bajo la que se desenvuelve la actividad…

De la mano de J. Huizinga, analista que anega el juego libre en el conjunto indistinto de las actividades lúdicas, sin remarcar su singularidad y sus implicaciones, podemos recapitular, en estos términos, sus rasgos más visibles: actividad libre, que puede resolverse a modo de «representación» improvisada (juegos «como si»); que se desarrolla bajo una inapelable «seriedad» (tensión, concentración, apasionamiento), pero también, y al mismo tiempo, en un ambiente festivo, placentero, lleno de motivos para la satisfacción y la alegría; que manifiesta un muy neto «desinterés» y una finalidad intrínseca, centrada sobre sí misma; que expresa una consciencia nítida de constituir una «fuga» o una «huida» (un paréntesis, una interrupción) de la «vida corriente», de la «realidad establecida»; que tiende a crear vínculos y camaraderías entre los participantes, sabedores de que comparten una experiencia imprescindible, «necesaria», de extrema importancia, casi sagrada; y que queda envuelta siempre en una aureola de «misterio», de «enigma», de indeterminación…

Separándonos, en este punto, de J. Huzinga, queremos hablar ahora de los aspectos menos visibles del «juego libre», que, en nuestra opinión, apuntan a la anti-pedagogía y a la desistematización…

3. ¿Es la «razón lúdica» lo primero?

Cabe la posibilidad de que la disposición lúdica sea la actitud inmediata del ser humano, allí donde no se han establecido relaciones de opresión política y de explotación económica. Las gentes, cuando no están inscritas en órdenes de ejercicio sobre ellas del dominio político o en ámbitos de subordinación económica, de tener que dejarse explotar para subsistir, en ese ambiente que puede antojársenos «ideal», solo tienen una cosa que hacer, más allá de garantizarse la autoconservación personal y comunitaria: entregarse al «juego libre», en el sentido en el que lo estamos determinando. Es eso lo que hacen los niños aún antes de alcanzar su primer año de edad; es lo que harán después, desde que se despierten en la mañana…

El jugar, entonces, no es una opción, como sí lo es el buscar empleo o el trabajar para otro; el jugar en libertad es el plano subyacente, es el marco, es «lo que hay», es lo real, es lo que ocurre, mientras no se instauren, recortando y recortándose sobre ese telón de fondo, las figuras del trabajo alienado, del empleo, por una parte, y, por otra, de la obediencia, de la servidumbre política. El juego libre es lo que habría de darse siempre, el transfondo de todo.

Ni siquiera ante la exigencia de la auto-conservación personal y comunitaria, la disposición lúdica ha permitido fácilmente que otras actitudes ocupen su lugar. La entronización de la razón económica puede verse como el punto de llegada de un largo e irregular proceso civilizatorio, culminado con el ascenso y la consolidación del Capitalismo. El afianzamiento de la propiedad privada y del trabajo en dependencia, ciertamente, le dio alas; pero nosotros suscribimos la tesis de esos investigadores que ubican la irrupción del «hombre económico» en el corazón mismo de la contemporaneidad, en nuestro tiempo. Donde la coerción económica y la fractura social no se conocían, y mientras nada hacía presagiar la generalización de «homo aeconomicus» como forma hegemónica de subjetividad, de mil maneras se evidenció esa disposición lúdica de las personas incluso a la hora de buscarse las fuentes de subsistencia. P. Clastres lo ilustró para el caso de algunas etnias llamadas «primitivas» del subcontinente americano: pasaron del nomadismo y la recolección a la vida sedentaria y a la agricultura, pero, cuando comprobaron que, por cambios decisivos en las circunstancias de la región, podían vivir invirtiendo menos tiempo en la consecución de los alimentos, sorteando los esfuerzos requeridos por la agricultura (es decir, cuando comprendieron que de nuevo les cabía subsistir a la antigua usanza, al modo de sus antepasados), ante esa certeza afortunada y bajo un consenso absoluto, regresaron dichosos a la vida errante y a la actividad recolectora, abandonando las casas y los campos de cultivo. Bajo la recolección y el nomadismo, la disposición lúdica brilla especialmente… También en esa línea se explica el tenaz desinterés de determinadas comunidades indígenas por la acumulación, por el excedente y por el comercio: se contentan con cosechar lo que necesitan para alimentarse. Y es proverbial el gusto de los pueblos nómadas por «la vida al día», sin cálculo, previsión ni atesoramiento. Por último, está en el talante de muchos individuos contemporáneos una suerte de incapacidad caracteriológica para reprimir la disposición lúdica y, por ejemplo, dejarse sepultar en un empleo, comportándose como meros «hombres económicos» (pensando, entonces, en el salario, el ahorro, el consumo, la inversión, la ganancia…). Estos seres las más de las veces hollarán la sugerente senda del «trabajo mínimo», o buscarán otras vías, sin duda arriesgadas, para escapar del salario y desatar su potencial de existencia lúdica. Nosotros mismos llevamos toda la vida recorriendo ese camino, que nos abocó finalmente a la agricultura de subsistencia y, después del final, pues todo final es un nuevo comienzo, a la recolección sistemática y rigurosa: en nombre de la razón lúdica, lo crucial para nosotros era no dejarnos explotar y no tener que obedecer…

En todos estos casos se manifiesta la prevalencia de la disposición lúdica: se buscan los medios de subsistencia de una manera alegre, positiva, optimista… Pero como, a pesar de todo, en esa labor cabe la fatiga, el cansancio, que no siempre es muy «feliz», uno busca la manera de castigarse lo menos posible; y entonces amplía conscientemente, de forma paralela, el tiempo y el margen para el resto de las ocupaciones, tareas que no merecen vincularse a la palabra «ocio», sino que se aprehenden mejor bajo el rango de «actividades plenamente humanas» ‭—‬en las que el juego, lo lúdico, y aquí queríamos llegar, acampa por completo de nuevo.

Estamos tan intoxicados por la racionalidad estratégica, que nos dejamos embaucar por la demagogia política más extendida, de raíz decimonónica, y terminamos aceptando una patraña: que la economía y el poder manifiesto, la producción y la gobernabilidad, son los verdaderos pilares de la existencia humana… A lo sumo, para los “huecos”, para los “intersticios” que se abrían entre los tiempos de la servidumbre laboral y de la obediencia política, admitimos el campo (menor, secundario, accesorio) del “juego”. La responsabilidad del marxismo en esta idolatría de la Producción y del Estado es inmensa, como denunciara en su día J. Baudrillard (El espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico). Pero cabe invertir, exactamente, los datos del problema: sobre el suelo de la potencialidad lúdica del ser humano, mediante la violencia y la coacción, se implantó el infierno de la racionalidad productivista y burocrática.

“El niño gitano aprende jugando en el trabajo”, decía J. M. Montoya; y nosotros lo hemos recordado cientos de veces. Quería decir que hay en su pueblo, o que había, una forma de jugar que está mezclada con el aprender sin escuela y con el trabajo no alienado, el trabajo autónomo. Lo que quería significar, y esto vale para todas las formaciones socio-culturales que mejor se han resguardado del Capitalismo, es que el juego está en todas partes y que lo lúdico es, en algún sentido, enemigo de aquello que no es el trabajo libre (sino que aparece como trabajo forzoso, en dependencia) y enemigo del aprendizaje que no es el aprendizaje natural, informal, comunitario (porque deviene aprendizaje en la Escuela). Cabría admitir, entonces, que en lo lúdico late una instancia negadora del empleo y de las aulas, un principio de derrocamiento de la majestad del salario y de la soberbia de la educación administrada…

Nosotros hemos percibido esa secuencia en los entornos rural-marginales que habitamos y, en la medida en que se nos permitió acercarnos, en los ámbitos indígenas menos mixtificados por la globalización capitalista. Es la sensación de que, allí donde la autoconservación no supone extracción de la plusvalía y donde la educación no murió en la Escuela, y tanto aquella labor como este aprender pasan naturalmente, por así decirlo, a los pulmones, el juego también se “respira”; y, de un modo completamente informal, no reglado, se disuelve en esas esferas. Y entonces vemos niños que se supone que están trabajando; pero no están trabajando, que están jugando. Que se supone que están jugando y no están solo jugando, porque están aprendiendo.

Esta fusión del juego con áreas que podemos considerar “libres” se pierde en el Occidente capitalista. Y ahora, una vez que la asociación se truncó, en parte porque volvimos a utilizar esa “hacha” epistemológica que segmenta y parcela, que divide para pensar, queremos re-insertarlos, re-fundirlos; y llevamos un juego desnaturalizado y no-libre a las escuelas (donde la educación tampoco se da en libertad), y llevamos el juego servil al cautiverio del empleo, donde la labor nunca es autónoma, para hacerlo más “soportable”, más “tolerable”, más “humano”. Y llevamos un juego risible y tontorrón, romo y adaptativo, a los hospitales, a los psiquiátricos, a las cárceles, a todas partes… Y se recompone así cierta nefasta armonía: juego no-libre, reglado y supervisado, para un trabajo de esclavos y para un aprendizaje de prisioneros a tiempo parcial.

No era la rebeldía, como soñó M. Bakunin, lo que, en cierto modo, habría estado en la esencia de la especie humana. No, no era la insumisión. Cerca del ser de las gentes hubo otra cosa, más difusa, inconcreta, poco complaciente: lo que quizás sí dio la impresión de rondar en algún momento la genericidad de los seres humanos fue el juego libre. Cada vez más maniatado, menos orgulloso, encogido y hasta avergonzado de sí, el juego sigue estando en el quehacer de todos los hombres y todas las mujeres sobre la Tierra; y continúa instalado en el centro de la cotidianidad de todos los niños. Pero este juego en parte sofocado, en parte reprimido, ¿alcanza a ser tan peligroso como la rebeldía? Respondemos que sí. Que más peligroso todavía… Porque la rebeldía no está dada; “debe ser deseada”, como decía M. Stirner. Y el juego libre sí parece estar dado, como confirman nuestros niños todos los días…

Y el juego libre es peligroso porque, de alguna forma, da la espalda a todo aquello que nos mueve a nosotros, los inoperantes, inactivos, desactivados, reproductivos “ciudadanos”, meros artífices carnales del Capitalismo. Da la espalda a la razón económica, en la que nosotros nos desvivimos (“¡Trae dinero a casa para comprar! ¡Trabaja y déjate explotar para traer dinero a casa!”). Saca también la lengua a la razón política, esa que, inversamente, nos desvive (“¡Vota! ¡Cree! ¡Milita! ¡Organízate!”). Porque en el juego libre no entra la economía, ni la política; y esa disposición no congenia con la “razón instrumental”, pues se repliega sobre algo distinto y distante, que nos atrevemos a designar “razón lúdica”.

Cabe todavía concebir la vida como la oportunidad para el juego en libertad… Orientar la vida hacia el juego libre quiere decir procurar inventar un devenir biográfico que no obedezca, o que obedezca menos, a la Ratio, a la lógica, a la gramática, al lenguaje; quiere decir aspirar a forjarse un universo propio, con significado, con sentido. Y, desde ese devenir y ese universo, capacitarse para denegar el orden temible, universal, global, de un Capitalismo que se presume definitivo.

Solo que, así como malbaratamos la “economía”, en el sentido, si cabe, “noble” de la palabra (autoconservación personal y comunitaria); y así como degradamos la “política”, igualmente en la acepción “digna” de la expresión, que suena casi a anti-política (gestión comunitaria de los asuntos públicos), y para “auto-gobernarnos” tuvimos que votar y esperar a votar; también del mismo modo hemos corrompido el juego y, para jugar, tenemos cada vez más que comprar, adquirir juguetes, caer en el espacio del ocio, de la recreación, hundirnos en las redes del mercado y del Estado… Economía, política y juego fueron envenenados por el Capitalismo hasta un punto en el que el retorno es difícil. Nada que esperar de la economía, nada que esperar de la política; todavía un poco que anhelar por el lado subversivo de la razón lúdica…

Lado subversivo que linda desde luego con la poesía, pero con la poesía que no se comercializa y dejando a un lado a todos los poetas; que linda con la locura, pero no con esa demencia que se cura en el manicomio o con ingestión de barbitúricos, sino con aquel maravilloso extravío que no se cura nunca y que nos regala una forma superior de vida; que linda con el arte, pero no con el arte de las exposiciones, de los museos, de los artistas, narcisistas y mitificados, sino con el arte combativo de retomar de verdad las riendas de nuestra existencia, decidiendo hacia dónde y de qué manera avanzamos. Todavía un poco que anhelar… Y defensa adolorida de la Razón lúdica.

4. Juego y Capitalismo

4.1. La “ofensiva” contra el juego libre: mercado, poder y ciencia

¿Por qué hablamos de “defensa” de una Razón lúdica sustancialmente subversiva? Porque hay fuerzas que operan en sentido contrario y quisieran llevar lo lúdico al lugar de la reproducción social, a los enclaves de la perpetuación del Capitalismo. Son el mercado, el poder y la ciencia; y, por debajo de estas tres instancia, la pedagogía: pedagogía de mercado, pedagogía para la adaptación y la inclusión socio-políticas, pedagogía avalada por la ciencia más acomodaticia…

Siendo difícil y acaso innecesario “definir” el juego (“toda definición es una cárcel”, se ha dicho), sí cabe, tras caracterizarlo, denunciar qué es lo que se hace con él. En concreto, denunciar los mencionados tres avances sobre el juego: el mercado arrastró el juego al terreno del “juguete”, y creó una industria alrededor; el poder se acercó al juego para utilizarlo en función de intereses concretos, ya fueran conservadores o transformadores, y generó juegos fascistas, juegos comunistas, juegos democráticos; la ciencia empezó a hablar del juego para instalar también esa actividad, esa afición, ese proceso, en su campo específico ‭—‬la investigación, ideológicamente orientada y bajo regulación política‭—‬, auto-glorificándose de paso y legitimando, como acostumbra, el status quo.

El resultado de esta triple acometida ha sido, o está siendo, una reducción progresiva de las ocasiones para el juego libre, que se verá literalmente “arrinconado”; una producción masiva de juegos y juguetes estrictamente “reclutados”, domesticadores, justificativos de los modelos sociales y de las formas políticas establecidas (pensemos, por ejemplo, en la difusión mundial del “Monopoly” o en el éxito incontenible de los actuales videojuegos competitivos o agonales); y una cancelación del protagonismo tradicional del jugador en la dinámica lúdica, pues, de un tiempo a esta parte, el papel determinante recaerá en el ingeniero, en el diseñador, en el político, en el legislador, en el educador, en el animador y, en la base de todo, en el pedagogo.

Especializada en la reforma moral de la infancia y de la juventud, poderoso agente subjetivizador, la pedagogía, sirviendo al mercado, al poder y a la ciencia, encerrará el juego en su esfera propia, que es por un lado el niño y por otro la educación administrada. Tomará la palabra sin descanso, pues sabido es que del juego no hablan nunca los jugadores, no hablan los niños. Sobre el juego hablan, en primer lugar, aquellos “profesionales” que han encontrado ahí un medio de vida, personas que se dedican a “hacer jugar”, a reeditar el juego, a inculcarle valores “educativos”, etcétera. Del juego hablan, ante todo, los pedagogos… Y a nadie escapa la iniquidad de sus fines: adoctrinamiento difuso, diseño de la personalidad de los ciudadanos…

Mención especial merece, en este punto, el llamado “juguete educativo”. En él se mezclan y confunden las dos instancias principales de corrupción del juego libre: el mercado, puesto que este juguete se compra y exige por tanto la venta de la capacidad de trabajo del adquiriente, y el poder, ya que lleva incorporada precisamente la pedagogía como un medio de domesticación social, de inculcación de determinados valores. Y ha habido juguetes que educaban en el cristianismo, otros que formaban para el fascismo, algunos ideados para “conscienciar” al estilo comunista, muchísimos hoy para la propagación de la democracia y el ciudadanismo universal… Recuerdo, a propósito, un “pequeño poema en prosa” de J. Baudelaire, titulado “El juguete del pobre”. Me permito recrearlo… Un niño encuentra una rata, quizás enferma. Se apiada de ella. Le prepara una jaula. Le pone comida, le pone agua y la lleva consigo a todas partes. Juega con ella, la acaricia, la toca, la mueve, la estimula… Se para un día, con su mascota, ante la verja de la casa de un niño rico, que debe tener muchos juguetes de esos que se compran, de esos que se dicen “educativos”. Y el niño rico se queda asombrado ante el juguete del pobre: “¿Qué es eso? ¿Cómo lo conseguiste? ¿Me lo dejas?”. Y el niño pobre sonríe porque sabe que el rico nunca podrá acceder a ese género de juguetes… La rata es aquí “el juguete del pobre”, porque los niños pueden jugar con cualquier cosa, todo puede ser en su imaginación una herramienta para lo lúdico. Pero el “juguete educativo” constituye una perversión lanzada por los adultos sobre el mundo de los menores…

El Capitalismo sorprendió un peligro, una fuente de inquietud, en el juego genuino, indomable; y lo atacó con todas sus fuerzas. Porque persistía el juego libre, se daba un componente lúdico en las maneras en que las gentes se procuraban los medios de subsistencia, ya mediante sus parcelas familiares, ya recurriendo al cultivo cooperativo, ya a través de la recolección… Era lúdica la disposición con que se afrontaba dicha tarea, que no se sentía como molestia ni como oprobio y de la que dependía la reproducción del grupo familiar, del clan, de la tribu. Nada parecido a lo que ocurriría más tarde con la generalización del salario…

El Capitalismo prácticamente universalizó la propiedad privada y el trabajo remunerado; y, desde entonces ya no hay alegría, no hay disfrute, en la forma que tienen los obreros de acercarse a la fábrica o los campesinos de acudir a la finca donde laboran a cambio de un jornal. A partir de ahí, la labor de la sobrevivencia, que incluye todo lo necesario para mantenerse y para conservar la salud, deja de ser placentera, deja de ser lúdica.

Donde aún quedaba una actitud lúdica vinculada a la reproducción social, el Capitalismo la atacó: quiso llevar el juego al mismo terreno que llevó la tierra. Y así como llevó esta al mercado, creando “propiedades privadas”, y también a la política, instituyendo circunscripciones, jurisdicciones, Estados; del mismo modo arrastró el juego al mercado (generando la industria de los juguetes, la industria del ocio, la industria de la recreación) y, paralelamente, a la política, donde, armado de pedagogía, será utilizado para fines de gestión de las poblaciones. La “historia del juguete” ilustra perfectamente este aspecto, registrando una suerte de “pulso” entre los juguetes artesanales y populares, confeccionados muy a menudo por los propios niños, que escapaban admirablemente de las garras del comercio y que acompañaron a la razón lúdica a lo largo de todos los tiempos, y esos otros juguetes más sofisticados, dotados de elementos mecánicos en ocasiones, que circulan por ambientes aristocráticos y no son inmunes a las mordidas del mercado. A partir de la Revolución Industrial, el pulso se decide en el sentido más nefasto, con la invasión de los juguetes industriales, primero de hojalata, luego eléctricos, después de plástico y hoy de índole telemática y digital. Masificados, testimonian también su apresamiento político-pedagógico bajo el Capitalismo con la explosión de los “juguetes educativos”…

Y es que el juego libre, el juego genuino, siempre fue sentido por el Capital como un enemigo: para nada le servía la estampa de un gitano cantando mientras recolecta, o la labor de una campesina que se engalana, se arregla, se pinta, se pone sus mejores ropas para ir al huerto o a la milpa, donde la espera la Madre Tierra… La racionalidad lúdica que asiste a esas dos escenas atenta contra la esencia misma de la formación social capitalista…

4.2. Juego servil y demofascismo bienestarista

El juego, como la educación, “pasa”, “ocurre”, “acontece”. Los niños, pero no solo los niños, juegan y juegan. El juego es ambivalente; puede tender a soldar o a des-soldar, a adaptar o a des-adaptar, a reproducir o a resistir. En este sentido, ahí no vemos mayor problema… El problema aparece cuando entran en escena los “profesionales” que hablan y viven del juego. Como “burocracias del bienestar social”, actuarán a modo de publicistas y catequistas del Estado, difundiendo y profundizando ese fundamentalismo de la Administración que tan bien se disfraza de laicismo. Como “agentes bienestaristas”, pasarán el juego por la criba del Estado Social de Derecho y utilizarán la selección resultante para “dulcificar”, en sentido demofascista, la Escuela, el Hospital, la Fábrica, la Cárcel, el Cuartel,…

El interés por “ludificar” esas instituciones es un interés característicamente “demofascista”, tendente a hacer más soportable la dominación, tolerables las estructuras de encierro, admisibles el despotismo y la jerarquía, hegemónica la razón burocrática. La introducción del juego allí donde se registran “estados de dominación” (en los “aparatos del Estado”, que decía L. Althusser, o en las “instituciones de la sociedad civil”, en expresión de A. Gramsci) contribuye a que el ejercicio del poder se torne menos cruento y a que la autoridad se invisibilice; y, por ello, el Estado ha reclutado a estos “técnicos de la recreación”, a fin de que diseminen una cierta adulteración del principio lúdico (lo que denominamos “juego servil”) por todas sus agencias. Simple tecnología de la subrepción, si bien no meramente “cosmética”, la dulcificación-ludificación de las instituciones y de las prácticas socio-políticas optimiza la reproducción del sistema capitalista y coadyuva a la domesticación integral de la protesta.

Pero hemos escrito “demofascismo bienestarista”. Si, para alcanzar una visión más completa de la teoría del demofascismo, remitimos a nuestro ensayo El enigma de la docilidad, para denunciar el aprovechamiento “bienestarista” de los beneficios del juego cabe recuperar las tesis de I. Illich en torno a la gestión política de las “necesidades”. La “necesidad originaria” de jugar, sentida por todos y en especial por los menores, “tratada” por el Estado Social, nos es devuelta como “pseudo-necesidad” de consumir elaborados lúdicos institucionales o mercantiles, siempre serviles, siempre adaptativos y reproductivos (juguetes educativos, ludotecas, animadores socio-culturales, programas recreativos,…); y lo que podría estimarse “derecho al ocio” deviene “restricción de la libertad de jugar”: al mismo tiempo que los niños son “encuadrados” metodológicamente para jugar y “aprender jugando”, bajo una regulación institucional, se restringen a consciencia las posibilidades del juego libre, espontáneo, auto-motivado ‭—‬pérdida de la calle, prolongación del encierro escolar, regulación y vigilancia “legal” de los juguetes, reglamentación de los juegos, etcétera.

Mediante estos dos pasos (de la necesidad a la pseudo-necesidad y del derecho a la restricción de la libertad), lo que se sanciona es el control administrativo de la esfera lúdica, con una persecución-exclusión del “juego libre” y una sobre-producción y sobre-difusión del “juego servil”, del juego reglado, pedagogizado, institucionalizado, mercantilizado. Como en los casos de la educación, de la salud, de la vivienda, del transporte, de la seguridad, del empleo, etc., esta profunda intromisión del Estado en el ámbito de las necesidades humanas genera la cancelación de la comunidad como enclave de autonomía y de auto-organización y la máxima postración del individuo ante los servicios del Estado, alcanzándose un desvalimiento y una dependencia absoluta, una inhabilitación clamorosa y casi una toxicomanía de la protección institucional.

Ineptos para gestionar nuestra salud sin caer en las redes de la medicina envenenadora, para educarnos sin padecer el encierro socializador, para movernos sin avalar sistemas de transporte que aseguran la ruina de nuestros cuerpos, para garantizar la tranquilidad en nuestros barrios sin arrodillarnos antes una policía peligrosa, etcétera, ya casi tampoco somos capaces de jugar sin comprar, sin obedecer, sin dejarnos bombardear por mensajes integradores subliminales, sin reforzar nuestra dependencia de la institución y nuestros lazos oprobiosos con el Estado.

Herida de muerte, la razón lúdica nada quiere saber de un bienestar cuyo precio se fija en trabajo y en obediencia. Porque los servicios y la tutela del Estado se pagan con la moneda de la libertad.

Pedro García Olivo
Buenos Aires, 15 de noviembre de 2018
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

¿SE INVENTÓ EL AMOR PARA SOPORTAR EL TRABAJO?

Posted in Activismo desesperado, Autor mendicante, Crítica de las sociedades democráticas occidentales, Uncategorized with tags , , , , , , , , , , , , , on marzo 30, 2018 by Pedro García Olivo

“¿Se inventó el amor para soportar el trabajo?”, me preguntó mi compañera bien temprano, mientras la acariciaba. Ella enseguida partiría para la Escuela, y yo en un instante empezaría a ocuparme de las tareas llamadas “domésticas” (limpiar, lavar ropas, cocinar,…).

Desconcertado por esa forma suya de decir lo que no se espera, no supe qué alegar.
Pasó un tiempo, limpié la casa, lavé, cociné; y ahora, por fin, me llega la respuesta:

“Estrella, el amor es casi lo único que no se inventó. Se inventó el trabajo, se inventó la Escuela, se inventó la propiedad privada, se inventó el Estado, incluso se inventó la Clase Trabajadora. Pero el amor verdadero, que ya solo se da entre los pobres y entre los perdidos, entre los marginales y los erráticos, entre gentes como nosotros, no necesitó ser inventado. Estaba en la naturaleza de los animales humanos.
Ahí también estaba el odio…

¿Me preguntarás algún día si el odio se inventó para escapar del trabajo?
No lo harás, porque ya conoces mi respuesta: capaz del amor, necesitado del amor, dependiente del amor, amo y amo y amo el odio. Odiar desde las vísceras todo aquello que merece ser odiado es la expresión máxima del amor y el refugio último de la libertad.

Pedro García Olivo
www.pedrogarciaolivo.wordpress.com
Buenos Aires, 30 de marzo de 2018

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados

¿Eres la noche?

Para perdidos y reinventados