RAZÓN LÚDICA CONTRA EL IMPERATIVO ECONÓMICO-POLÍTICO

EN DEFENSA DE LA RAZÓN LÚDICA

Para resignificar el «juego libre»

«No es ya el sueño de la Razón el que engendra monstruos,

sino la Razón misma, insomne y vigilante»

G. Deleuze

1. UNA LUCHA «EN» EL LENGUAJE: RE-SEMANTIZAR PARA DE-SEMANTIZAR

1. El lenguaje es uno de los principales campos actuales de lucha, pues se desveló su solidaridad profunda con la opresión en las sociedades democráticas occidentales. Lleva la mácula de todo aquello que reproducimos: clasismo, sexismo, especismo, belicismo, productivismo… Para fines antagonistas, esto significa que estamos en conflicto con las palabras, que no las usamos ya de un modo automático o pasivo, que hay conceptos que nos hieren, que de algún modo nos vigilamos al hablar… En la modernidad, correspondió a F. Nietzsche afianzar la denuncia: «Me temo que nunca nos desembarazaremos de Dios, pues todavía creemos en la Gramática». En un sentido muy determinado, «somos hablados por el lenguaje». A un nivel epistemológico, «fundacional», pues, queda desvelada la maldad congénita del lenguaje, su absoluta ausencia de inocencia. Y la «mancha» no recaería ya solo en la semántica, donde ciertamente se ha hecho más notoria: toda la sintaxis, la gramática en pleno, el léxico en su conjunto sabrían constitutivamente de los estigmas sobre los que descansa la forma de coerción de nuestra civilización.

2. A un nivel más inmediato, M. Foucault, en un bello opúsculo (El orden del discurso), señaló el modo en que los poderes instituidos, en su concreción histórica, a través de las instancias públicas y privadas, de las entidades y de las prácticas, encabalgándose sobre la malevolencia histórica de las palabras, las inventaban y reinventaban con fines reproductivos, «actualizando», por así decirlo, su infamia y su perversidad: más aún, inscribían esas palabras, el lenguaje de lleno, en una axiomática, una forma de «legalidad», un orden destinado a conjurar los peligros de su materialización. Así se expresó:

«El deseo dice: No querría tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responderían a mi espera, y de la que brotarían las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso. Y la institución responde: No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene».

Mirando menos a la Institución que a los detentadores del poder, F. Nietzsche había concluido algo semejante: que las palabras siempre habían sido inventadas por las clases dirigentes… «En todo tiempo estuvo entre las prerrogativas del Señor la de poner nombre a las cosas». En este sentido, «las palabras no desvelan un significado, imponen una interpretación».

En recapitulación de M. Foucault: «En toda sociedad la producción del discurso esta a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (…). [Porque] el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse».

3. Partiendo de estas denuncias, e insistiendo en el control político (en sentido amplio) del lenguaje, se ha subrayado la apropiación «conservadora» de conceptos críticos, el modo en que las instituciones, los poderes políticos y económicos, incluso también las instancias del saber, re-significan términos y expresiones del universo antagonista o contestatario para llevarlos a los lugares conocidos de la reproducción del sistema. Esta «hemorragia de conceptos críticos» (R. Barthes) habría afectado a nociones como las de «revolución», «clase social», «ideología», «transformación social», «lucha de clases», «proletariado», «plusvalor», «compromiso», «resistencia», etcétera. Expuestos inevitablemente a la erosión del devenir, sujetos a aquella estricta contingencia (temporalidad) de todas las acuñaciones de la crítica, de todos los conceptos y de todas las teorías de la historia y de la sociedad (K. Marx), recayó también, sobre los universos terminológicos disidentes, la nueva asechanza de los «media», intrínsecamente vinculada al mercado y a la gobernabilidad. Y quedó desangrado el corpus discursivo anticapitalista…

4. Pero quedó desangrado en el marco de la misma constelación económica, política y cultural que denegaba: el Capitalismo vampirizó al anti-capitalismo, robándole sus palabras, sus símbolos, sus emblemas. Y «revolucionario», por ejemplo, es hoy también una marca de cerveza y de ropa; y un término que aparece en el nombre de un partido conservador, con un proyecto político «reaccionario» en opinión de muchos, asentado en el gobierno durante años y años (el Partido Revolucionario Institucional, en México). Y podemos comprar camisetas estampadas con el rostro del Che en El Corte Inglés. Y existe un periódico que se llama «Liberación». Y «Emancipados» puede estar en el logotipo de una boutique de lujo. Y no hay político, periodista o profesor que no cante a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad. Y se desconoce organización política pro-capitalista, en el límite «humanizadora» del sistema establecido, bienestarista en tal caso, que no incluya el ecologismo, el feminismo y el pacifismo entre sus credenciales propagandísticas…

El antagonismo se quedó sin palabras en un marco histórico que impide la emergencia absoluta, repentina, de un Nuevo Pensamiento. Si no cambia sustancialmente el mundo, esto es sabido, no puede surgir una Novedad Radical en la reflexión o en la teoría, pues todos los conceptos, todos los frutos de la inteligencia humana (ya sean para la conservación, ya para la transformación), son productos histórico-sociales y la imaginación crítica, incluso subversiva, tiene un límite marcado por la época. Estamos obligados a batallar, pues, de momento, en el territorio lexicológico del enemigo, en el universo conceptual de un capitalismo que nos robó las armas del lenguaje y adulteró las palabras con las que lo denegábamos. ¿Cómo hacerlo?

5. Cabe pagar al Sistema con su misma moneda, «re-significando» conceptos que utilizaba apaciblemente en aras de su propia justificación; cabe «re-semantizar» todos esos términos por los que siempre se sentía halagado, legitimado. Cabe introducir un principio de discordia, de conflicto, de inseguridad y de inquietud en el campo lexicológico del Capitalismo. Podemos «hurtarle» sus palabras para devolvérselas envenenadas, destempladas, enloquecidas… Es lo que pretendo hacer, en los últimos tiempos, con estas tres expresiones: «juego», «territorio» y «recreación». Estas tres nociones, tan queridas por el status quo, tan gastadas por la intelectualidad reclutada, por los funcionarios mohosos y por los agentes culturales del capitalismo, pueden ser «leídas» de otro modo (o, mejor, pueden «darse a leer» bajo otro aspecto); pueden re-vestirse de un nuevo y desafiante sentido, en la línea de la hermenéutica crítica o de la deconstrucción, estrategia epistémica que ya no procura exhumar «significados primeros» o «verdades ocultas», sino que opera rescates selectivos, re-creaciones y actos de producción discursiva disidentes… Hablamos de «deconstrucción» en el sentido de J. Derrida:

«Las relaciones entre deconstrucción y hermenéutica son también complejas. Lo que se llama en general hermenéutica designa una tradición de exégesis religiosa que pasa por Schleiermacher y la teología alemana hasta Gadamer entre otras fuentes, y supone que la interpretación de los textos debe descubrir su querer decir verdadero y oculto. La deconstrucción no tiene que ver con esa tradición; por el contrario, pone en duda la idea de que la lectura debe finalmente descubrir la presencia de un sentido o una verdad oculta en el texto. Pero hay otra manera de pensar la hermenéutica, que se percibe en Nietzsche o en Heidegger, donde la interpretación no consiste en buscar la última instancia de un sentido oculto sino en una lectura activa y productiva: una lectura que transforma el texto poniendo en juego una multiplicidad de significaciones diferentes y conflictuales. Esa acepción nietzscheana de la interpretación es mucho más cercana a la deconstrucción, tal y como es la mención de Heidegger a la «hermeneuin» que no busca descifrar ni revelar el sentido depositado en el texto sino producirlo a través de un acto poético, de una fuerza de lectura-escritura».

Como apunté en otra parte (breve ensayo en el que se situaba a E. Zuleta entre los inspiradores de esta forma distinta de entender la «interpretación»), fue también perfectamente «poético», «lecto-escritural», hermenéutico o deconstructivo, el acercamiento de A. Artaud a la obra/vida de V. Van Gogh…

La dirección de mi «rescate selectivo», de la «lectura productiva» que propongo, es clara: llevo el juego, la recreación y el territorio a la arena de la crítica antipedagógica y desistematizadora…

6. Vinculada a este asunto, corre una cuestión crucial, magistralmente esbozada por R. Barthes en Crítica y Verdad: ¿De qué voy a hablar cuando trate del «territorio», del «juego» y de la «recreación»? ¿Cómo hablaré, en calidad de qué? ¿Desde qué especialidad, disciplina o «prisma» lanzaré mis tesis? Responderé ahora concisamente y recuperaré a continuación las palabras del autor francés… Hablaré de palabras, trataré del lenguaje; y no de un fantasmal «en sí» del juego, del territorio o de la recreación. Hablaré de lo que esas palabras pretenden designar y de lo que están connotando de hecho; y sugeriré lo que aún podrían llegar a referir. Y hablaré como «escritor» sin más; no como historiador, sociólogo, «ludólogo», psicólogo, etnólogo o filósofo. En palabras de R. Barthes:

«Lo que no se tolera es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje. La palabra desdoblada es objeto de una especial vigilancia por parte de las instituciones, que la mantienen por lo común sometida a un estrecho código: en el Estado literario, la crítica debe ser tan disciplinada como una policía; liberar aquella no sería menos peligroso que popularizar a esta —sería poner en tela de juicio el poder del poder, el lenguaje del lenguaje. Hacer una segunda escritura con la primera escritura de la obra es en efecto abrir el camino a márgenes imprevisibles, suscitar el juego infinito de los espejos, y es este desvío lo sospechoso. Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, solo podía ser conformista, es decir conforme a los intereses de los jueces. Sin embargo, la verdadera crítica de las instituciones y de los lenguajes no consiste en juzgarlos, sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos. Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lenguaje, en vez de servirse de él. Lo que hoy se reprocha a la nueva crítica no es tanto el ser nueva: es el ser plenamente una crítica, es el redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar, mediante ello, al orden de los lenguajes (…).

Nada es más esencial para una sociedad que la clasificación de sus lenguajes. Cambiar esa clasificación, desplazar la palabra, es hacer una revolución. Durante dos siglos, el clasicismo francés se ha definido por la separación, la jerarquía y la estabilidad de sus escrituras; y la revolución romántica se ha considerado a sí misma como un desorden de la clasificación. Ahora bien, desde hace cerca de cien años, desde Mallarmé sin duda, está en curso una reforma importante de los lugares de nuestra literatura: lo que se intercambia, se penetra y se unifica es la doble función, poética y crítica, de la escritura. No basta decir que los escritores mismos hacen crítica: su obra, a menudo, enuncia las condiciones de su nacimiento (Proust) o incluso de su ausencia (Blanchot); un mismo lenguaje tiende a circular por doquier en la literatura; el libro es así atacado de flanco y por la retaguardia por el que lo hizo; no hay ya poetas, ni novelistas: no hay más que una escritura».

7. Pudiera considerarse que esta literatura de la lucha «en» y «por» el lenguaje se desentiende del horizonte «real» de la conflictividad, del ámbito material de la reivindicación, con sus «causas», sus «sujetos», sus «motores». Cabría estimar que no constituye más que una huida «culturalista», una «sofisticación» de la teoría crítica, casi una embriaguez del escrúpulo político-ideológico. Pero nada más alejado de la verdad: en el contexto de la crisis definitiva del Relato de la Emancipación, postrados el Sujeto, la Causa y la Revolución, el horizonte de la cultura asume un protagonismo sustitutorio como ámbito del antagonismo objetivo. Más aún: desde el momento en que los instrumentos y los procedimientos de la racionalidad política clásica quedan absorbidos como formas de la desobediencia inducida, del ilegalismo útil o de la conflictividad conservadora, y su esfera ya no es otra que la de la «protesta domesticada», la lucha recupera al individuo, a la cotidianidad y a la propia vida (investidos o revestidos por el lenguaje) como escenarios privilegiados del antagonismo. El propósito de la «auto-construcción ética y estética para la lucha», paralelo a la desistematización de la existencia, se hace perfectamente conciliable con esta vigilancia de las palabra que proferimos, de los lenguajes que utilizamos, de las escrituras que practicamos. Y, a la inversa, en absoluto basta con un «compromiso» que permanezca sin más en el dominio de la comunicación. Se precisa tratar la propia vida del mismo modo que tratamos las palabras: «resignificando», deconstruyendo, reinventando. Erigir nuestros días en objeto de la crítica y de la escritura, «poetizarlos». Como parte de la existencia particular, el lenguaje que usamos se convierte en asunto de la desistematización…

8. Pero, si dejamos a un lado el proyectismo utopista (el ideal aquí, aunque mañana) y nos abrazamos al realismo heterotópico (la belleza hoy, aún hoy, si bien en otra parte), la labor de re-significación tenderá a disolverse en una de-significación terminal. Porque el objetivo último no es alterar los vocablos y devolvérselos indefinidamente al poder: quisiéramos establecer las condiciones, primero subjetivas y luego objetivas, de una «desaparición» de tales términos… Borrar palabras, diluir las separaciones arbitrarias y las cosificaciones interesadas, reventar los conceptos «como pompas de jabón», que decía F. Nietzsche…

Porque ha correspondido a la civilización occidental, desde Platón si damos credibilidad a P. Sloterdijk, estimar que «pensar» consistía en «dividir». Y llegaron los dualismos, las tesis y las antítesis, los opuestos, las contradicciones entre dos términos, las trinidades (santas o no santas), la dialéctica… Pensar era «dividir»; y «pensar bien», subdividir y subdividir. Las ciencias, bajo ese paradigma, se convirtieron en sistemas de clasificación, de ordenamiento, de distinción y de definición, aquejadas de una «taxonomomanía» insuperable. La filosofía se resolvió académicamente como una silogística de los conceptos (conceptos-madre, conceptos filiales, conceptos adyacentes…), configurando mallas o redes discursivas por anudamiento de entidades abstractas separadas, asimismo jerarquizadas, distribuidas lógicamente, obedeciendo a una sintaxis de agregación.

El pensador occidental, se dedicara a la engañifa que se dedicara, actuaba como un leñador enajenado en medio de un río, dando hachazos para dividir el agua fluyente. Y tenemos, al fin, la sociología, la antropología, la etnología, la historia, la psicología…; y tenemos la política, la economía, el derecho, la cultura…; y tenemos la Edad Antigua o el esclavismo, la Edad Media o el feudalismo, la Edad Moderna y Contemporánea o el capitalismo; y tenemos el Arte, la Ciencia, la Filosofía; y tenemos la ética y la estética, la crítica y la poesía; y tenemos…

Pero no todas las culturas han sucumbido a semejante furor segregacionista, divisionista. Considerando que «lo correcto» era lo nuestro, y casi cediendo a la conmiseración, denominamos «holísticas» a las civilizaciones que no escindían… Y coincide hoy que los mayores grados de libertad y de autonomía entre las gentes se dan allí donde menos progresó el virus de la separación. Se diría que, a más «división», más opresión, más envilecimiento, más dolor…

Escolasticismos y neo-escolasticismos, funcionalismos de una u otra índole, estructuralismos diversos, «pensamientos leves» o «complejos», etcétera, no constituyen más que vástagos de la separación y de la división, de la segregación y de la cosificación. He ahí el estigma de los pensadores y científicos occidentales. «Nada ha salido con vida de sus manos», decía el «viejo martillo»: todo lo disecan, todo lo convierten en «momias conceptuales».

Cabe agregar que, al parcelar y re-parcelar, se desarmó y reclutó el pensamiento. Y se esterilizó la filosofía. Y se malbarató la ciencia. Y se emponzoñó la vida toda… Al escapársenos el principio de la totalidad, al desatender la indivisibilidad de lo real, fue también la unicidad de la libertad lo que perdimos; y la historia de la humanidad occidental se convirtió en un navegar amargo de seres fracturados y fracturantes…

Pero no les sucedió lo mismo a todos los pueblos, decía. El «holismo» indígena no distingue etapas en el tiempo, campos en el saber, sectores en la organización de la vida, heterogeneidades sustantivas en los móviles, grados en la satisfacción… «Comunitario», su aliento jamás tendió a establecer fisuras, fronteras, grietas, demarcaciones. Cuando las gentes del poblado se reúnen bajo un techo enorme para resolver un problema o reflexionar colectivamente sobre un asunto, ¿a qué tipo de acto estamos asistiento? ¿A un acto estrictamente «político», en la línea de la denominada «democracia india»? ¿«Religioso», ya que queda envuelto en ritos, ceremoniales y simbolismos, reteniendo el aura de lo sagrado? ¿«Cultural», pues es toda la cosmovisión indígena la que se concita y excita ante cada asunto particular? ¿«Educativo», ya que los niños acuden y escuchan, intervienen y aprenden? ¿«Lúdico», puesto que no faltan las risas, las bromas, las conversaciones animadas, el café y las tortillas, los refrescos…?

Cuando por la mañana, con toda la dignidad del mundo, serias y casi solemnes, esas mismas gentes parten hacia la milpa, los huertos, el cafetal o el bosque, ¿a qué actividad se entregan? ¿A una labor económica, de signo agrario? ¿Espiritual, ya que acontece el reencuentro con la Madre Tierra? ¿De conocimiento y enseñanza, puesto que de esos terrenos brota buena parte del saber tradicional y allí se congregan todos los días los menores? ¿Lúdica, pues en tales escenarios se desata y realiza el principio de placer? Si, al atardecer, se reúnen en una iglesia,o en una casa comunitaria o particular, y conversan con interés y sin prisa, ¿a qué móviles obedecen? ¿Amistosos? ¿De ocio? ¿Comunicativos? ¿Recreativos? ¿Intelectuales? ¿Políticos? ¿Rituales? La modalidad de don recíproco que recibe el nombre de «guelaguetza» en los entornos mayas, y que parte de una atención constante a las necesidades de los demás, ¿que «funcionalidad» asume, si le cabe ese término? ¿Material, económica y redistributiva? ¿Asistencial, cooperativa y solidaria? ¿Ética y hasta religiosa? ¿Estética y gestual? ¿Filosófica? ¿Amorosa?…

El llamado «holismo» de los indígenas, de los nómadas y de los pastores tradicionales choca sin remedio con el «hacha» occidental; y ese conflicto impide que comprendamos de verdad el sentido de unas prácticas ante las que naufragan nuestros conceptos y nuestras herramientas cognoscitivas. Por añadidura, en ese universo unitario se da la libertad de la que nosotros carecemos y por la que tanto creemos haber luchado, una libertad concreta, tangible, efectiva…

9. Regresando a nuestro asunto, «desemantizar» el juego, la recreación y el territorio significa devolver esos tres conceptos a un universo epistémico en el que no existían como tales, pero del cual, en algún sentido, fueron arrancados; un ámbito de conocimiento y de vida en el que la igualdad y la libertad, el sentimiento comunitario y el particularismo trascendente evitaron los estragos de un pensamiento de la separación y la delimitación… «Re-significados», bajo una lectura crítica por libertaria, volvemos esos tres conceptos contra el sistema. «De-semantizados», desde el prisma de una mirada heterotópica, nos permitimos soñar con mundos en los que ya no es necesaria esta «lucha en el lenguaje»…

Cuando los zapotecos de Juquila Vijanos se engalanan para reecontrarse con sus huertos o con la milpa, a menudo en compañía de los niños, no van a «trabajar», a «aprender» o a «jugar». Pero sí hacen algo en lo cual esas tres expresiones están fundidas, en su sentido más noble: una labor que convoca al cuerpo y a lo que no es el cuerpo, un acto de aprendizaje-enseñanza sin cesar reanudado (aprendizaje comunitario y enseñanza destinada a los menores) y un desencadenamiento de la alegría, del contento, del comportamiento placentero. Cuando J. M. Montoya nos cuenta que «el niño gitano aprende jugando en el trabajo», nos sugiere lo mismo. En ese acto «holístico» está sucediendo algo que no es trabajar, jugar o aprender, ni la mera suma de las tres acciones. Es la vida misma la que discurre, sin admitir recortes conceptuales. Por último, si preguntamos a un pastor tradicional, ágrafo y desescolarizado, cómo aprendió lo que sabe y cómo enseñó a sus hijos, nos contará tranquilamente «toda» la vida que hace, el croquis detallado de sus días, la existencia completa de los rural-marginales en su discurrir cotidiano.

Porque, donde se da la igualdad y la libertad, ni existe el trabajo, ni existe la escuela, ni se da el ocio o la recreación. Por contra, donde la coerción y la inequidad son la norma, el pensamiento separa y cosifica, en primer término. Y, en un segundo movimiento, de modo demagógico, cuando no cínico, propone una «recomposición» meramente aditiva de lo parcelado. Primero creamos «ciencias», «disciplinas», «especialidades», «subdisciplinas», etc.; y luego apostamos por estrategias «interdisciplinares» o «transdisciplinarias» para adosar cosméticamente fragmentos del conjunto despiezado. Pero se pierde la totalidad, que hubiera exigido, como advirtió K. Marx, un saber unitario, «una» ciencia (que podríamos denominar «de la sociedad», «del hombre» o «de la historia») abarcadora e indivisible… Siguiendo la misma lógica, Occidente separa el trabajo, el aprendizaje y el juego, estableciendo espacios distintos para cada actividad, formando a menudo técnicos o «profesionales» para el desempeño en los sectores «cercados», creando incluso saberes o disciplinas específicas; y, acto seguido, con la mayor hipocresía, proyecta «adiciones»: llevar, por ejemplo, el juego a la escuela o al puesto de trabajo; introducir el trabajo en la enseñanza; diseñar «juguetes educativos», «mobiliarios educativos» (la Bauhaus); concebir «trabajos lúdicos»; convertir la fábrica asimismo en un «escenario del aprendizaje» (la URSS), etcétera.

He aquí el mapa conceptual de mi intervención: re-significar el territorio, el juego y la recreación para poetizar escenarios de su de-semantización…

2. TURBIEDAD POLÍTICA DE LA NOCIÓN CONVENCIONAL DE «JUEGO»

El lenguaje, ciertamente, «nos habla»… Cuando proferimos la palabra «juego» somos llevados inmediatamente a un ámbito de reflexión y de conversación ya acotado, delimitado de antemano, sin que se nos conceda la posibilidad de cuestionarlo o de idear otro. Y es que aceptamos acríticamente la noción convencional de «juego», sin reparar en los intereses que acompañaron su génesis: ¿Por qué reunir bajo ese concepto actividades y disposiciones tan heterogéneas? ¿Por qué decimos que esto sí entra en la categoría de «juego» y aquello no, aunque desde algún punto de vista se le asemeje? ¿Por qué decimos que esto y aquello son «juegos» a pesar de todo cuanto los separa y distingue? Evidentemente toda selección, lo mismo que toda clasificación, es en cierto sentido «arbitraria», socio-culturalmente determinada y, respondiendo a estrategias tácitas o manifiestas, induce efectos de poder…

Asumiendo de alguna forma la noción común de «juego», J. Huizinga advirtió, no obstante, que cada lengua organizaba a su modo los objetos del espacio lúdico; y había unos idiomas que establecían distinciones lexicológicas desconsideradas por otros, incluyendo estos bajo los alcances del término «juego» realidades que aquellos excluían… Para mí, ese apunte es muy pertinente, pues quiero denunciar la calculada «heterogeneidad» de los elementos que nuestra lógica lingüística aglutina en la categoría única e indiscutida de «juego». Ello me obligará a resignificar un concepto, a inventar un recurso terminológico que dibuje una línea de demarcación en el interesado «cajón de sastre» de los juegos: es la noción de «juego antipedagógico y desistematizador» o, desplazando los acentos, «juego libre»…

Obviamente, una cosa es «jugar» al ajedrez contra un rival, en esa apoteosis de la competencia y bajo el mandato de reglas muy estrictas; y otra construir de forma espontánea un castillo de arena a la orilla del mar, cooperando con un amiguito… Una cosa es dramatizar siguiendo papeles dictados, memorizados, bajo la mirada inquisitiva de un «director»; y otra jugar a los personajes, improvisando roles, sin supervisión de nadie… Una cosa es «jugar» con el auto teledirigido comprado por Navidad; y otra «jugar» a inventarse coches con botellas de plástico, palos y tapones a fin de regalarlos… Son tan grandes las diferencias estructurales entre unos llamados «juegos» y otros que cabe sospechar un fallo o un fraude en el proceso de génesis del concepto. Se hubiera podido esperar dos o tres acuñaciones terminológicas distintas, ya que las actividades reunidas se contraponen en aspectos decisivos. Pero, como todo acabó encerrado en una misma y única vasija conceptual, el motivo de una tan llamativa heterogeneidad fenomenológica deberá buscarse en el campo de la reproducción socio-política. En pocas palabras: se ha querido «diluir» (en el conjunto, en la amalgama) la especificidad de un tipo de juego potencialmente «subversivo», «crítico», «desestabilizador» —lo que llamo «juego libre»… Ubicándolo al lado de los juegos de obediencia, de los juegos reglados, de los juegos competitivos y «adaptativos», de los juegos sujetos a una mirada adulta o a una planificación institucional, se ha logrado que su bella irreverencia pase desapercibida a no pocos analistas; se ha conseguido desviar, de su obstinada disidencia y de su alegre rebeldía, el foco de atención…

Llamo «juego libre» a aquel que acontece sin normativa identificadora, sin «reglas» formales, sin competencia, sin triunfo y sin derrota, sin rédito material o simbólico, preferiblemente sin exigir un «juguete» adquirido en el mercado, desconocedor de todo ámbito institucional, sin dirección o supervisión externa, abierto a la espontaneidad, a la creatividad, a la cooperación entre los participantes… Así enunciado, parece muy exigente; sin embargo, esta clase de juego aflora constantemente, cuando el niño está solo y cuando se reúne con sus amigos. Es el tipo de juego al que el menor se entrega primero, desde su más temprana edad y antes de que los adultos pretendan «redireccionar» su actividad espontánea.

Hasta donde he podido comprobar, los investigadores «científicos» de la actividad lúdica (psicólogos, sociólogos, pedagogos,…) pocas veces han cuestionado, con el necesario punto de radicalismo, aquella interesada y calculada «heterogeneidad» introducida en la categoría de «juego» por las agencias socio-político-culturales; pocas veces han subrayado la «diferencia» que asiste al juego libre y la turbiedad ideológica inherente al gesto de malbaratarlo en cajones de sastre anuladores.

3. RASGOS DEL «JUEGO LIBRE»

Las manifestaciones empíricas del juego libre son infinitas. Y empiezan en los primeros años, cuando los infantes están todavía a salvo de la forma de servidumbre inducida por la lógica del «juguete» y excitada por el conocimiento de los juegos tradicionales, de los juegos ya dados. Entonces, el niño juega con cualquier cosa y juega de cualquier manera. A cubierto del juguete y del juego instituido, históricamente forjado, tampoco puede afectarle la figura del «supervisor» o «conductor» de la actividad lúdica. Ayuno de reglas, de patrones, de instrucciones, sin «asesores» o «ayudantes» que lo distraigan y condicionen, el niño, bajo la mirada complaciente de su propia libertad, no cesa de jugar…

Cuando una persona se entrega al juego libre, no sabemos muy bien qué es lo que está haciendo. Pero sí comprendemos lo que «no» hace, por lo que podemos caracterizar esa actividad en términos negativos: desinteresado en grado extremo, el jugador no persigue una rentabilidad material o simbólica. Deja a un lado, pues, toda la órbita de la racionalidad económica, que tiene que ver con la ganancia, los trabajos, el mercado… Por otra parte, en gran medida aislado de la normatividad y de sus escenarios, al practicante del juego libre no se le exige obediencia o comportamiento aquiescente y aprobador; y tampoco se le suministran incentivos para sojuzgar a nadie, para influir deliberadamente en la conducta de los otros. De este modo, escapa asimismo de la vieja razón política. Ya que su proceder no responde a la racionalidad estratégica, bajo ninguna de sus modalidades, cabría suponerle una índole a-racional o deberíamos elaborar, a propósito, la noción deconstructiva y paradojal de una «racionalidad lúdica». Por último, y también en función de ese carácter no instrumental, dota al protagonista del juego de una coraza anti-pedagógica y de-sistematizadora. Se trata, pues, de un juego que respeta al máximo la iniciativa personal del sujeto y en el que este puede manifestar ampliamente su espontaneidad, su creatividad, su imaginación, su fantasía…

Sobre la disposición «insumisa» del niño, que tiende de un modo natural al juego libre, pronto caerán agentes restrictores, unos vinculados a la ludo-industria, cuyos elaborados mercantiles someterán al menor a sus lógicas de funcionamiento (todo comercio de juguetes es un comercio de cadenas), otros asociados al instinto «pedagogista» de los progenitores, que pronto procurarán reconducir tales iniciativas «caprichosas» hacia el logro de determinados objetivos «educativos» o «formativos», incorporando sin remedio cláusulas de reprehensión y de violencia.

Fuera de los marcos de la infancia, cabe extender la esfera de influencia del juego libre, como estoy sugiriendo, por los escenarios desolados de la vida adulta, implementando ahí, en tales pasadizos y en tales laberintos, su virtualidad impugnadora. Por su carácter a-racional, o por su racionalidad lúdica, por su relación de contigüidad con instancias como la poesía, el absurdo, la locura, lo gratuito, el don recíproco, etcétera, terminaría erigiéndose en una poderosa herramienta para la reinvención combativa de la vida, sumándose al proceso de auto-construcción ética y estética para la lucha. De su mano, cabe reducir los alcances de la sistematización moderna de la existencia…

Ya que el juego libre, en cierto sentido, «no se ve» (vemos, eso sí, personas en una muy concreta interacción), pues carece de «estructura», de «forma», de «regularidad», situándose en las antípodas de los juegos reglados y de las dramatizaciones con guion, casi podríamos concebirlo como la plasmación de una «actitud»: actitud no-productiva, anti-política, creativa, insubordinada… Correspondería también a esa «actitud», circunstancia no menor, abocar a la cooperación, a la «fraternidad», a la ayuda mutua y a la colaboración entre iguales. Se distingue así, diametralmente, de los «juegos deportivos» modernos, cuya crítica pionera fue desarrollada por J. Ellul, entre otros: individualismo competitivo que contempla al «partenaire» como mero rival, máximo sometimiento a reglas, dependencia absoluta de la institución y atención preferente al mercado, asunción de una ética heterónoma y postergación de la creatividad personal…

Identifica también a la «actitud lúdica» su natural festivo, alegre, gozoso; su inclinación hedonista. Este «placer» del juego libre está asociado en ocasiones a lo indeterminado de su curso, a la ausencia de cauces, a la incertidumbre que gravita sobre su desarrollo —un «no saberlo todo» y, no obstante, «tener que decidir los pasos futuros». Es el placer de la iniciativa sin cálculo, aventurera y riesgosa; el goce de enfrentarse a enigmas no fatales. Recuerda, de algún modo, la «felicidad» de los nómadas ante la imposibilidad del proyecto y la emocionante variabilidad de un mañana que preocupa pero no se teme; y evoca también la serenidad jubilosa del campesino antiguo ante las mil pequeñas novedades que debe afrontar cada día en su labor, habituado a navegar accidentes e imprevistos. Bajo esa alegría y esa forma de contento, el jugador puede dar la apariencia de «estar trabajando» (cuando, por ejemplo, imita a un artesano o a un obrero; o reproduce de hecho, y en el plano del juego, su labor física) y también de «estar aprendiendo» (si orienta el juego hacia el conocimiento o la investigación); pero no cabe duda de que de encuentra fuera de la lógica «económica» o «pedagógica», y la confirmación de ello radica precisamente en la atmósfera risueña, animada, dichosa, bajo la que se desenvuelve la actividad…

De la mano de J. Huizinga, historiador que anega el juego libre en el conjunto indistinto de las actividades lúdicas, sin remarcar su singularidad y sus implicaciones, podemos recapitular, en estos términos, sus rasgos más visibles: actividad libre, que puede resolverse a modo de «representación» improvisada (juegos «como si»); que se desarrolla bajo una inapelable «seriedad» (tensión, concentración, apasionamiento), pero también, y al mismo tiempo, en un ambiente festivo, placentero, lleno de motivos para la satisfacción y la alegría; que manifiesta un muy neto «desinterés» y una finalidad intrínseca, centrada sobre sí misma; que expresa una consciencia nítida de constituir una «fuga» o una «huida» de la «vida corriente» y de la «realidad establecida» (un paréntesis, una interrupción en el tedioso discurrir de la cotidianidad organizada); que tiende a crear vínculos y camaraderías entre los participantes, sabedores de que comparten una experiencia imprescindible, «necesaria», de extrema importancia, casi sagrada; y que queda envuelta siempre en una aureola de «misterio», de «enigma», de indeterminación…

Separándome, en este punto, de J. Huzinga, quiero hablar ahora de los aspectos menos visibles del «juego libre», rasgos que, en mi opinión, apuntan a la anti-pedagogía y a la desistematización…

4. ¿ES LA «RAZÓN LÚDICA» LO PRIMERO?

Cabe la posibilidad de que la disposición lúdica sea la actitud inmediata del ser humano, allí donde no se han establecido relaciones de coerción política y de subordinación económica. Las gentes, cuando no están inscritas en órdenes de dominación política o en ámbitos de subalternidad económica, impelidas a dejarse oprimir y explotar para asegurar su subsistencia, en ese ambiente que puede antojársenos «ideal», solo tienen una cosa que hacer, más allá de garantizar la autoconservación: entregarse al «juego libre», en el sentido en el que lo estoy determinando. Es eso lo que hacen los niños aún antes de alcanzar su primer año de edad; es lo que harán después, desde que se despierten en la mañana…

El jugar, entonces, no es una opción, como sí lo es el buscar empleo o el trabajar para otro; el jugar en libertad es el plano subyacente, es el marco, es «lo que hay», es lo real, es lo que ocurre, mientras no se instauren, recortando y recortándose sobre ese telón de fondo, las figuras del trabajo alienado, del empleo, por una parte, y, por otra, de la obediencia, de la servidumbre política. El juego libre es lo que habría de darse siempre, el transfondo de todo.

Ni siquiera ante la exigencia de la auto-conservación personal y comunitaria, la disposición lúdica ha permitido fácilmente que otras actitudes ocupen su lugar. La entronización de la razón económica puede verse como el punto de llegada de un largo e irregular proceso civilizatorio, culminado con el ascenso y la consolidación del Capitalismo. El afianzamiento de la propiedad privada y del trabajo en dependencia, ciertamente, le dio alas; pero nosotros suscribimos la tesis de esos investigadores que ubican la irrupción del «hombre económico» en el corazón mismo de la contemporaneidad, en nuestro tiempo. Donde la coerción económica y la fractura social no se conocían, y mientras nada hacía presagiar la generalización de «homo aeconomicus» como forma hegemónica de subjetividad, de mil maneras se evidenció esa disposición lúdica de las personas incluso a la hora de buscarse las fuentes de subsistencia. P. Clastres lo ilustró para el caso de algunas etnias llamadas «primitivas» del subcontinente americano: pasaron del nomadismo y la recolección a la vida sedentaria y a la agricultura, pero, cuando comprobaron que, por cambios decisivos en las circunstancias de la región, podían vivir invirtiendo menos tiempo en la consecución de los alimentos, sorteando los esfuerzos requeridos por la agricultura (es decir, cuando comprendieron que de nuevo les cabía subsistir a la antigua usanza, al modo de sus antepasados), ante esa certeza afortunada y bajo un consenso absoluto, regresaron dichosos a la vida errante y a la actividad recolectora, abandonando las casas y los campos de cultivo. Bajo la recolección y el nomadismo, la disposición lúdica brilla especialmente… También en esa línea se explica el tenaz desinterés de determinadas comunidades indígenas por la acumulación, por el excedente y por el comercio: se contentan con cosechar lo que necesitan para alimentarse. Y es proverbial el gusto de los pueblos nómadas por «la vida al día», sin cálculo, previsión ni atesoramiento. Por último, está en el talante de muchos individuos contemporáneos una suerte de incapacidad caracteriológica para arrinconar la disposición lúdica y, por ejemplo, dejarse sepultar en un empleo, comportándose como meros «hombres económicos» (pensando, entonces, en el salario, el ahorro, el consumo, la inversión, la ganancia…). Estos seres las más de las veces hollarán la sugerente senda del «trabajo mínimo», o buscarán otras vías, sin duda arriesgadas, para escapar del salario y desatar su potencial de existencia lúdica. También yo llevo toda la vida recorriendo ese camino, que me abocó finalmente a la agricultura de subsistencia y, después del final, pues todo final es un nuevo comienzo, a la recolección sistemática y rigurosa: en nombre de la razón lúdica, lo crucial para mí era no dejarme explotar y no tener que obedecer…

En todos estos casos se manifiesta la prevalencia de la disposición lúdica: se buscan los medios de subsistencia de una manera alegre, positiva, optimista… Pero como, a pesar de todo, en esa labor cabe la fatiga, el cansancio, que no siempre es muy «feliz», uno busca la manera de castigarse lo menos posible; y entonces amplía conscientemente, de forma paralela, el tiempo y el margen para el resto de las ocupaciones, tareas que no merecen vincularse a la palabra «ocio» sino que se aprehenden mejor bajo el rango de «actividades plenamente humanas» —en las que el juego, lo lúdico, y aquí quería llegar, acampa por completo de nuevo.

Estamos tan intoxicados por la racionalidad estratégica, que nos dejamos embaucar por la demagogia política más extendida, de raíz decimonónica, y terminamos aceptando una patraña: que la economía y el poder manifiesto, la producción y la gobernabilidad, son los verdaderos pilares de la existencia humana… A lo sumo, para los “huecos”, para los “intersticios” que se abrían entre los tiempos de la servidumbre laboral y de la obediencia política, admitimos el campo (menor, secundario, accesorio) del “juego”. La responsabilidad del marxismo en esta idolatría de la Producción y del Estado es inmensa, como denunciara en su día J. Baudrillard (El espejo de la Producción o la ilusión crítica del materialismo histórico). Pero cabe invertir, exactamente, los datos del problema: sobre el suelo de la potencialidad lúdica del ser humano, mediante la violencia y la coacción, se implantó el infierno de la racionalidad productivista y burocrática.

“El niño gitano aprende jugando en el trabajo”, decía J. M. Montoya; y me ha gustado recordarlo cientos de veces. Quería decir que hay en su pueblo, o que había, una forma de jugar que está mezclada con el aprender sin escuela y con el trabajo no alienado, el trabajo autónomo. Lo que quería significar, y esto vale para todas las formaciones socio-culturales que mejor se han resguardado del Capitalismo, es que el juego está en todas partes y que lo lúdico es, en algún sentido, enemigo de aquello que no es el trabajo libre (sino que aparece como trabajo esclavo, en dependencia) y enemigo del aprendizaje que no es el aprendizaje natural, informal, comunitario (porque deviene aprendizaje en la Escuela). Cabría admitir, entonces, que en lo lúdico late una instancia negadora del empleo y de las aulas, un principio de derrocamiento de la majestad del salario y de la soberbia de la educación administrada…

He podido percibir esa secuencia en los entornos rural-marginales que habité y, en la medida en que se me permitió acercarme, en los ámbitos indígenas menos mixtificados por la globalización capitalista. Es la sensación de que, allí donde la autoconservación no supone extracción de la plusvalía y donde la educación no murió en la Escuela, y tanto aquella labor como este aprender pasan naturalmente, por así decirlo, a los pulmones, el juego también se “respira”; y, de un modo completamente espontáneo, no reglado, se disuelve en esas esferas. Y entonces vemos niños que se supone que están trabajando; pero no están trabajando, que están jugando. Que se supone que están jugando y no están solo jugando, porque están aprendiendo.

Esta fusión del juego con áreas que podemos considerar “libres” se pierde en el Occidente capitalista. Y ahora, una vez que la asociación se truncó, en parte porque volvimos a utilizar esa “hacha” epistemológica que segmenta y parcela, que divide para pensar, queremos re-insertarlos, re-fundirlos; y llevamos un juego desnaturalizado y no-libre a las escuelas (donde la educación tampoco se da en libertad), y llevamos el juego servil al cautiverio del empleo, donde la labor nunca es autónoma, para hacerlo más “soportable”, más “tolerables”, más “humano”. Y llevamos un juego risible y tontorrón, romo y adaptativo, a los hospitales, a los psiquiátricos, a las cárceles, a todas partes… Y se recompone así cierta nefasta armonía: juego no-libre, reglado y supervisado, para un trabajo de esclavos y para un aprendizaje de prisioneros a tiempo parcial.

No era la rebeldía, como soñó M. Bakunin, lo que, en cierto modo, habría estado en la supuesta esencia de la especie humana. No, no era la insumisión. Cerca del ser de las gentes, y que se me perdone este “naturalismo” retórico, hubo otra cosa, más difusa, inconcreta, poco complaciente: lo que quizás sí dio la impresión de rondar en algún momento la genericidad de los seres humanos fue el juego libre. Cada vez más maniatado, menos orgulloso, encogido y hasta avergonzado de sí, el juego sigue estando en el quehacer de casi todos los hombres y casi todas las mujeres sobre la Tierra; y continúa instalado en el centro de la cotidianidad de todos los niños. Pero este juego en parte sofocado, en parte reprimido, ¿alcanza a ser tan peligroso como la rebeldía? Respondo que sí. Que más peligroso todavía… Porque la rebeldía no está dada; “debe ser deseada”, como decía M. Stirner. Y el juego libre sí parece estar dado, como confirman nuestros niños todos los días…

Y el juego libre es peligroso porque, de alguna forma, da la espalda a todo aquello que nos mueve a nosotros, los inoperantes, inactivos, desactivados, reproductivos “ciudadanos”, meros artífices carnales del Capitalismo. Da la espalda a la razón económica, en la que nosotros nos desvivimos (“¡Trae dinero a casa para comprar! ¡Trabaja y déjate explotar para traer dinero a casa!”). Saca también la lengua a la razón política, esa que, inversamente, nos desvive (“¡Cree! ¡Vota! ¡Milita! ¡Organízate!”). Porque en el juego libre no entra la economía, ni la política; y porque esa disposición no congenia con la “razón instrumental”, pues se repliega sobre algo distinto y distante, que nos atrevemos a designar “razón lúdica”.

Cabe todavía concebir la vida como la oportunidad para el juego en libertad… Orientar la vida hacia el juego libre quiere decir procurar inventar un devenir biográfico que no obedezca, o que obedezca menos, a la Ratio, a la lógica, a la gramática, al lenguaje; quiere decir aspirar a forjarse un universo propio, con significado, con sentido. Y, desde ese devenir y ese universo, capacitarse para denegar el orden temible, universal, global, de un Capitalismo que se presume definitivo.

Solo que, así como malbaratamos la “economía”, en el sentido, si cabe, “noble” de la palabra (autoconservación personal y comunitaria); y así como degradamos la “política”, igualmente en la acepción “digna” de la expresión, que suena casi a anti-política (gestión comunitaria de los asuntos públicos), y para “auto-gobernarnos” tuvimos que votar y esperar a votar; también del mismo modo hemos corrompido el juego y, para jugar, tenemos cada vez más que comprar, adquirir juguetes, caer en el espacio del ocio, de la recreación, hundirnos en las redes del mercado y del Estado… Economía, política y juego fueron envenenados por el Capitalismo hasta un punto en el que el retorno es difícil. Nada que esperar de la economía, nada que esperar de la política; todavía un poco que anhelar por el lado subversivo de la razón lúdica…

Lado subversivo que linda desde luego con la poesía, pero con la poesía que no se comercializa y dejando a un lado a todos los poetas; que linda con la locura, pero no con esa demencia que se cura en el manicomio o con ingesta de barbitúricos, sino con aquel maravilloso extravío que no se cura nunca y que nos regala una forma superior de vida; que linda con el arte, pero no con el arte de las exposiciones, de los museos, de los artistas, narcisistas y mitificados, sino con el arte combativo de retomar de verdad las riendas de nuestra existencia, decidiendo hacia dónde y de qué manera avanzamos. Todavía un poco que anhelar… Y defensa adolorida de la Razón lúdica.

5. JUEGO Y CAPITALISMO

5.1. La “ofensiva” contra el juego libre: mercado, poder y ciencia

¿Por qué hablo de “defensa” de una Razón lúdica sustancialmente subversiva? Porque hay fuerzas que operan en sentido contrario y quisieran llevar lo lúdico al lugar de la reproducción social, a los enclaves de la perpetuación del Capitalismo. Son el mercado, el poder y la ciencia; y, por debajo de estas tres instancia, la pedagogía: pedagogía de mercado, pedagogía para la adaptación y la inclusión socio-políticas, pedagogía avalada por la ciencia más acomodaticia…

Siendo difícil y acaso innecesario “definir” el juego (“toda definición es una cárcel”, se ha dicho), sí cabe, tras caracterizarlo, denunciar qué es lo que se hace con él. En concreto, denunciar los mencionados tres avances sobre el juego: el mercado arrastró el juego al terreno del “juguete”, y creó una industria alrededor; el poder se acercó al juego para utilizarlo en función de intereses concretos, ya fueran conservadores o transformadores, y generó juegos fascistas, juegos comunistas, juegos democráticos; la ciencia empezó a hablar del juego para instalar también esa actividad, esa afición, ese proceso, en su campo específico —la “investigación”, ideológicamente orientada y bajo regulación política—, auto-glorificándose de paso y legitimando, como acostumbra, el status quo.

El resultado de esta triple acometida ha sido, o está siendo, una reducción progresiva de las ocasiones para el juego libre, que se verá literalmente “arrinconado”; una producción masiva de juegos y juguetes estrictamente “reclutados”, adaptativos, justificadores de los modelos sociales y de las formas políticas establecidas (pensemos, por ejemplo, en la difusión mundial del “Monopoly” o en el éxito incontenible de los actuales videojuegos competitivos o agonales); y una cancelación del protagonismo tradicional del jugador en la dinámica lúdica, pues, de un tiempo a esta parte, el papel determinante recaerá en el ingeniero, en el diseñador, en el político, en el legislador, en el educador, en el animador y, en la base de todo, en el pedagogo.

Especializada en la reforma moral de la infancia y de la juventud, poderoso agente subjetivizador, la pedagogía, sirviendo al mercado, al poder y a la ciencia, encerrará el juego en su esfera propia, que es por un lado el niño y por otro la educación administrada. Tomará la palabra sin descanso, pues sabido es que del juego no hablan nunca los jugadores, no hablan los niños. Sobre el juego hablan, en primer lugar, aquellos “profesionales” que han encontrado ahí un medio de vida, personas que se dedican a “hacer jugar”, a reeditar el juego, a inculcarle valores “educativos”, etcétera. Del juego hablan, ante todo, los pedagogos… Y a nadie escapa la iniquidad de sus fines: adoctrinamiento difuso, diseño de la personalidad de los ciudadanos…

Mención especial merece, en este punto, el llamado “juguete educativo”. En él se mezclan y confunden las dos instancias principales de corrupción del juego libre: el mercado, puesto que este juguete se compra y exige por tanto la venta de la capacidad de trabajo del adquiriente, y el poder, ya que lleva incorporada precisamente la pedagogía como un medio de domesticación social, de inculcación de determinados valores. Y ha habido juguetes que educaban en el cristianismo, otros que formaban para el fascismo, algunos ideados para “conscienciar” al estilo comunista, muchísimos hoy para la propagación de la democracia y el ciudadanismo universal… Recuerdo, a propósito, un “pequeño poema en prosa” de J. Baudelaire, titulado “El juguete del pobre”. Me permito recrearlo… Un niño encuentra una rata, quizás enferma. Se apiada de ella. Le prepara una jaula. Le pone comida, le pone agua y la lleva consigo a todas partes. Juega con ella, la acaricia, la toca, la mueve, la estimula… Se para un día, con su mascota, ante la verja de la casa de un niño rico, que debe tener muchos juguetes de esos que se compran, de esos que se dicen “educativos”. Y el niño rico se queda asombrado ante el juguete del pobre: “¿Qué es eso? ¿Cómo lo conseguiste? ¿Me lo dejas?”. Y el niño pobre sonríe porque sabe que el rico nunca podrá acceder a ese género de juguetes… La rata es aquí “el juguete del pobre”, porque los niños pueden jugar con cualquier cosa, todo puede ser en su imaginación una herramienta para lo lúdico. Pero el “juguete educativo” constituye una perversión lanzada por los adultos sobre el mundo de los menores…

El Capitalismo sorprendió un peligro, una fuente de inquietud, en el juego genuino, indomable; y lo atacó con todas sus fuerzas. Porque persistía el juego libre, se daba un componente lúdico en las maneras en que las gentes se procuraban los medios de subsistencia, ya mediante sus parcelas familiares, ya recurriendo al cultivo cooperativo, ya a través de la recolección… Era lúdica la disposición con que se afrontaba dicha tarea, que no se sentía como molestia ni como oprobio y de la que dependía la reproducción del grupo familiar, del clan, de la tribu. Nada parecido a lo que ocurriría más tarde con la generalización del salario…

El Capitalismo prácticamente universalizó la propiedad privada y el trabajo remunerado; y, desde entonces ya no hay alegría, no hay disfrute, en la forma que tienen los obreros de acercarse a la fábrica o los campesinos de acudir a la finca donde laburan a cambio de un jornal. A partir de ahí, la labor de la sobrevivencia, que incluye todo lo necesario para mantenerse y para conservar la salud, deja de ser placentera, deja de ser lúdica.

Donde aún quedaba una actitud lúdica vinculada a la reproducción social, el Capitalismo la atacó: quiso llevar el juego al mismo terreno que llevó la tierra. Y así como llevó esta al mercado, creando “propiedades privadas”, y también a la política, instituyendo circunscripciones, jurisdicciones, Estados; del mismo modo arrastró el juego al mercado (generando la industria de los juguetes, la industria del ocio, la industria de la recreación) y, paralelamente, a la política, donde, armado de pedagogía, será utilizado para fines de gestión de las poblaciones. La “historia del juguete” ilustra perfectamente este aspecto, registrando una suerte de “pulso” entre los juguetes artesanales y populares, confeccionados muy a menudo por los propios niños, que escapaban admirablemente de las garras del comercio y que acompañaron a la razón lúdica a lo largo de todos los tiempos, y esos otros juguetes más sofisticados, dotados de elementos mecánicos en ocasiones, que circulan por ambientes aristocráticos y no son inmunes a las mordidas del mercado. A partir de la Revolución Industrial, el pulso se decide en el sentido más nefasto, con la invasión de los juguetes industriales, primero de hojalata, luego eléctricos, después de plástico y hoy de índole telemática y digital. Masificados, testimonian también su apresamiento político-pedagógico bajo el Capitalismo con la explosión de los “juguetes educativos”…

Y es que el juego libre, el juego genuino, siempre fue sentido por el Capital como un enemigo: para nada le servía la estampa de un gitano cantando mientras recolecta, o la labor de una campesina que se engalana, se arregla, se pinta, se pone sus mejores ropas para ir al huerto o a la milpa, donde la espera la Madre Tierra… La racionalidad lúdica que asiste a esas dos escenas atenta contra la esencia misma de la formación social capitalista…

5.2. Juego servil y demofascismo bienestarista

El juego, como la educación, “pasa”, “ocurre”, “acontece”. Los niños, pero no solo los niños, juegan y juegan. El juego es ambivalente; puede tender a soldar o a des-soldar, a adaptar o a des-adaptar, a reproducir o a resistir. En este sentido, ahí no veo mayor problema… El problema aparece cuando entran en escena los “profesionales” que hablan y viven del juego. Como “burocracias del bienestar social”, actuarán a modo de publicistas y catequistas del Estado, difundiendo y profundizando ese fundamentalismo de la Administración que tan bien se disfraza de laicismo. Como “agentes bienestaristas”, pasarán el juego por la criba del Estado Social de Derecho y utilizarán la selección resultante para “dulcificar”, en sentido demofascista, la Escuela, el Hospital, la Fábrica, la Cárcel, el Cuartel,…

El interés por “ludificar” esas instituciones es, en efecto, un interés característicamente “demofascista”, tendente a hacer más soportable la dominación, tolerables las estructuras de encierro, admisibles el despotismo y la jerarquía, hegemónica la razón burocrática. La introducción del juego allí donde se registran “estados de dominación” (en los “aparatos del Estado”, que decía L. Althusser, o en las “instituciones de la sociedad civil”, en expresión de A. Gramsci) contribuye a que el ejercicio del poder se torne menos cruento y a que la autoridad se invisibilice; y, por ello, el Estado ha reclutado a estos “técnicos de la recreación”, a fin de que diseminen una cierta adulteración del principio lúdico (afín a lo que denominamos “juego servil”) por todas sus agencias. Simple tecnología de la subrepción, si bien no meramente “cosmética”, la dulcificación-ludificación de las instituciones y de las prácticas socio-políticas optimiza la reproducción del sistema capitalista y coadyuva a la domesticación integral de la protesta.

Pero he escrito “demofascismo bienestarista”… Si, para alcanzar una visión más completa de la teoría del demofascismo, remito a mi ensayo El enigma de la docilidad, para denunciar el aprovechamiento “bienestarista” de los beneficios del juego cabe recuperar las tesis de I. Illich en torno a la gestión política de las “necesidades”. La “necesidad originaria” de jugar, sentida por todos y en especial por los menores, “tratada” por el Estado Social, nos es devuelta como “pseudo-necesidad” de consumir elaborados lúdicos institucionales o mercantiles, siempre serviles, siempre adaptativos y reproductivos (juguetes educativos, ludotecas, animadores socio-culturales, programas recreativos,…); y lo que podría estimarse “derecho al ocio” deviene “restricción de la libertad de jugar”: al mismo tiempo que los niños son “encuadrados” metodológicamente para jugar y “socializarse jugando”, bajo una regulación institucional, se restringen a consciencia las posibilidades del juego libre, espontáneo, auto-motivado —pérdida de la calle, prolongación del encierro escolar, inspección y vigilancia “legal” de los juguetes, reglamentación de las actividades recreativas, etcétera.

Mediante estos dos pasos (de la necesidad a la pseudo-necesidad y del derecho a la restricción de la libertad), lo que se sanciona es el control administrativo de la esfera lúdica, con una persecución-exclusión del “juego libre” y una sobre-producción y sobre-difusión del “juego servil”, del juego reglado, pedagogizado, institucionalizado, mercantilizado. Como en los casos de la educación, de la salud, de la vivienda, del transporte, de la seguridad, del empleo, etc., esta profunda intromisión del Estado en el ámbito de las necesidades humanas genera la cancelación de la comunidad como enclave de autonomía y de auto-organización y la máxima postración del individuo ante los servicios de la Administración, alcanzándose una dependencia y un desvalimiento absolutos, una inhabilitación clamorosa y casi una toxicomanía de la protección gubernamental.

Ineptos para gestionar nuestra salud sin caer en las redes de la medicina envenenadora, para educarnos sin padecer el encierro adoctrinador, para movernos sin avalar sistemas de transporte que aseguran la ruina de nuestros cuerpos, para garantizar la tranquilidad en nuestros barrios sin arrodillarnos antes una policía peligrosa, etcétera, ya casi tampoco somos capaces de jugar sin comprar, sin obedecer, sin dejarnos bombardear por mensajes adaptativos subliminales, sin reforzar nuestra dependencia de las instituciones y nuestros lazos oprobiosos con el Estado.

Herida de muerte, la razón lúdica nada quiere saber de un bienestar cuyo precio se fija en docilidad y en trabajo asalariado. Porque los servicios y la tutela del Estado se pagan con la moneda de la libertad.

6. MÁS ALLÁ DEL “JUEGO REPRODUCTOR”: TOPOLOGÍA DE UNA RAZÓN LÚDICA SUBVERSIVA

6. 1. Juego reproductor

1. Para identificar, con toda precisión, el tipo de juego que cabe caracterizar como “reproductivo”, sobra con ojear la producción científica en torno al asunto. En las obras de los psicólogos, de los sociólogos, de los historiadores, de los investigadores académicos en general, se dibuja una interpretación del juego y de sus “bondades” que subraya su funcionalidad de cara a la adaptación social satisfactoria de los menores. El juego sería como una “herramienta” imprescindible para el desarrollo psicológico, cognoscitivo y socio-cultural de los niños… Propendería, de algún modo, la aceptación del mundo que le sirve de contexto, la asunción del orden social bajo el que se despliega. A este respecto, cabría retomar la crítica de J. Ellul a los planteamientos de M. Montessori: ¿Qué hay de “positivo” en una instancia (la Escuela, lo mismo que la actividad lúdica reproductiva) encaminada a facilitar la “integración” de la población, procurando hacer más dichosas, más felices, a unas gentes que, si atendemos a los rasgos objetivos de la sociedad en que se desenvuelven (injusta, opresiva, destructora), deberían sufrir intensamente, hundiéndose en el desasosiego y en la negatividad?

No solo se asiste a un “avance” de la ciencia contra el “juego libre”, procurando limar sus aristas críticas; también se invita a los adultos, a los terapeutas, a los padres, a los hermanos mayores en ocasiones, a intervenir en la esfera lúdica reglada, siguiendo las pautas de los científicos…

En razón de esta connivencia profunda, y como señalara en su día J. Huizinga, las sucesivas interpretaciones sobre el juego, emanadas desde el campo científico, pueden perfectamente sumarse las unas a las otras, insertándose en una lectura superior abarcadora. Cada autor subraya un aspecto, desarrolla una cuestión, aporta este o aquel matiz, pero siempre en la aceptación del terreno de juego establecido, sin cambiar el tablero y apenas moviendo piezas secundarias, por expresarlo de esta forma.

Esta índole complementaria de las aproximaciones académicas a la dimensión lúdica queda muy bien reflejada en la panorámica que nos ofrece A. Cabrera Angulo. No solo cabe conciliar perfectamente las distintas perspectivas, sino que, en determinados aspectos, llegan a solaparse, a superponerse:

“El foco de atención se ha centrado en cuatro funciones del juego: 1) las intrapersonales (capacitación personal para el desenvolvimiento social, desarrollo cognoscitivo de la propia individualidad, ejercitación de las facultades de exploración y compresión del mundo, adiestramiento en el dominio de conflictos, satisfacción de deseos…); 2) las biológicas (desarrollar habilidades básicas necesarias, liberar energía excesiva, relajarse, estimulación cinestética, ejercitar físicamente el organismo); 3) las interpersonales (desarrollo de las habilidades sociales y separación e individuación ante los grupos); 4) las socioculturales (imitación de papeles sociales, asunción de roles, reproducción de los caracteres sociales dominantes)”.

Y las teorías psicoanalíticas, desde S. Freud, enfatizarán el papel del juego en el desarrollo emocional del niño. Nos hablarán de su “función catártica” (exteriorización de sentimientos negativos, asociados a eventos traumáticos), del modo en que permite al menor asimilar y superar experiencias desagradables, confrontar frustraciones de su vida social, etcétera. El juego aparecerá siempre como un “medio de expresión”, ya de necesidades, ya de instintos, ya de deseos inconscientes, ya de conflictos emocionales. Obedeciendo al “principio del placer”, y desde la asunción por el niño de su “irrealidad” (suspensión de lo real a fin de propiciar una resolución simbólica de los problemas), el juego actuará como una herramienta casi “reparadora” de crisis e inestabilidades psíquicas, al tiempo que suscita una aproximación experimental al orden social vigente.

Esta orientación, con gran predicamento en la década de los ochenta (investigaciones de Neubauer, Moran, Arlow, Cohen, Gavshon, Ostow, Solnit, Laub, etcétera), suele resolverse en un conjunto de “recomendaciones” a los padres, a quienes se asigna un cometido doble: la “mediación” en los juegos y el establecimiento de “límites” —restricciones estimadas imprescindibles para el desarrollo de las capacidades adaptativas de los niños. Y se les instará entonces a incrementar su receptividad y buena disposición ante las actividades lúdicas de sus hijos; a estimular sistemáticamente los juegos en los que se expresan fantasías, facilitando así un desarrollo armónico de las nacientes estructuras psíquicas antes de que se establezca la “barrera de la represión”; a conciliar la exigencia de la “supervisión” con la manifestación de sentimientos de complicidad y de placer en la interacción lúdica, etcétera.

Dentro de esta corriente, R. Eifermam, en 1987, analizó los “juegos con reglas”, sujetos a procesos de transmisión y de recreación análogos a los de los mitos y cuentos de hadas. Para este autor, en tales juegos se “expresan” las fantasías, los impulsos creativos y los conflictos del niño ante los sitemas de pautas. En el caso de los niños mayores, y más allá de ese papel “expresivo” remarcado por toda la tradición psicoanalítica, el juego reglado puede servir también para el ocultamiento de los dilemas, angustias y ansiedades desencadenados por el conjunto de las normas y de las convenciones imperantes.

Desde la teoría de la comunicación, G. Batenson, a mitad de siglo, recalcará la índole “paradójica” del juego: los niños elaboran primero los marcos y contextos del juego, para evidenciar que los participantes ingresan en un mundo “no real”, en el que solo serán admitidas determinadas conductas; a partir de ahí, se esfuerzan por “hacer creer”, por conferir verosimilitud a cuanto acontece, en un acto de comunicación a varios niveles que les permite descubrir y vigilar sus propias identidades, acceder a los caracteres de los otros jugadores, comprender el significado real de los objetos y de los actos involucrados en la ficción lúdica. Desde 1955, y en parte por la influencia de los escritos de Batenson, ha ido creciendo el interés por los aspectos comunicativos y metacomunicativos del juego.

Corresponderá a la perspectiva neoconductista, en el marco de una atención prioritaria a las utilidades del juego para el desarrollo social, apelar directamente al papel de los padres, de los maestros, de los adultos en general, en el estímulo y en la expansión de las tan “benéficas” actividades lúdicas. Como, desde este punto de vista, el juego enseña a los niños habilidades sociales necesarias y les proporciona competencias y conocimientos sociales asimismo imprescindibles; como las actitudes y capacidades requeridas y desarrolladas por el juego —no menos que los roles que en él asumen los participantes— se erigen en “facilitadores” del desarrollo social; toda una hueste de investigadores nos hablará sin descanso de los modos y ventajas de aquella aplicación de los adultos (madres, padres, hermanos mayores, familiares, amigos, maestros) en la esfera lúdica. Esta “intervención”, reclamada y casi normatizada, será entendida como estímulo, “influencia” y, a fin de cuentas, “conducción”… Autores como Radke-Yarrow, Bandura, Skinner, Hoffman, Copple, Siegel y Saunders, etcétera, nos propondrán que, a través de “reforzamientos” (“positivos”, como la atención, la aprobación y el afecto; y “negativos”, tal el castigo), “moldeamientos” (servir de “modelos”, suministrar referencias dignas de imitar) e “instrucciones” (concretadas en métodos diversos, entre los que se halla el “distanciamiento”, que ubica al menor en un horizonte hipotético, separándolo de su realidad concreta, de su “aquí y ahora”, y la “explicación”, adaptada a su nivel de desarrollo social y cognitivo), nos impliquemos, activa y conscientemente, en el universo lúdico de los niños, de lo que se seguiría un bien para los menores y un impulso al desarrollo social.

Muy considerable ha sido la influencia de las teorías cognoscitivas a la hora de interpretar el juego. J. Piaget, por un lado, y L. S. Vygotski, por otro, aparecen como autores de referencia en esta línea de investigación.

Para Piaget, los niños atraviesan diferentes etapas cognoscitivas hasta alcanzar los procesos de pensamiento propios de los adultos. A cada nivel de desarrollo corresponde un tipo de juego, de experiencia lúdica, por lo que tendríamos tres clases de juego asociadas a tres fases evolutivas del pensamiento: el juego como simple ejercicio, el juego simbólico y el juego reglado. En la “etapa senso-motriz” (desde el nacimiento a los dos años) el niño aprende a través de la actividad, la exploración y la manipulación constante. En esta fase, los menores se ven envueltos solo en “juegos de práctica o de ejercicio”, que consisten fundamentalmente en la repetición de movimientos físicos, no pudiendo participar en juegos de simulación o dramatización. En la “etapa pre-operativa” (de los dos a los seis años), el niño representa el mundo a su manera y actúa sobre tales representaciones como si creyera en ellas; es la fase de inicio del “juego simbólico”, en la que el menor se prodiga en imágenes, expresiones y dibujos fantásticos. En la “etapa operativa o concreta” (desde los seis o siete hasta los doce), la comprensión todavía depende de experiencias inmediatas con hechos y objetos y, aunque ya se han asumido ciertos procesos lógicos elementales, no se vincula a ideas abstractas o hipotéticas. A partir de los doce años, se entra en la “etapa del pensamiento operativo formal”, en la que el niño ya es capaz de razonar de manera lógica y gusta de formular y someter a prueba tipos diversos de hipótesis y de abstracciones. En esta fase, el “juego reglado” alcanza su máxima expresión.

Con este esquema evolutivo, J. Piaget inserta el asunto del juego en su teoría general. Para él, los actos biológicos son procesos de adaptación al ambiente físico y a las organizaciones del medio. Como, en su opinión, la mente y el cuerpo no funcionan de forma independiente, la actividad mental estaría sujete a las mismas leyes que rigen, en general, la actividad biológica. Por ello, los actos cognoscitivos pueden contemplarse como actos de organización y adaptación al medio; y es en este contexto en el que cobra importancia el juego. Pero el niño no aprendería nuevas habilidades cuando juega: estaría, más bien, practicando y consolidando las habilidades recién adquiridas. Es decir, en el juego no dominaría el proceso de la “acomodación” (modificación de esquemas como resultado de nuevas experiencias), sino el de la “asimilación” (ubicación de nuevos objetos y experiencias dentro de esquemas pre-existentes). Concibiéndose el desarrollo como una interacción entre la madurez física (organización de los cambios anatómicos y fisiológicos) y la experiencia, la acción y la resolución autodirigida de problemas se hallaría en el centro del aprendizaje y de la evolución; y ahí, como un balance o desequilibrio entre los procesos de “acomodación” y “asimilación”, volcándose sobre los segundos, aparece, con toda su importancia, el juego, imprescindible para la consolidación de las habilidades que se van adquiriendo progresivamente.

Sin romper de un modo rotundo con la teoría general de J. Piaget, la llamada “escuela soviética”, con L. S. Vygotski en primera línea, sí introduce algunas correcciones y matizaciones decisivas. El juego se percibe como un fenómeno de tipo social, cuya comprensión debe rebasar el ámbito de los instintos y de las pulsiones internas e individuales. Al lado de la línea evolutiva biológica (preservación y reproducción de la especie), el ser humano se ve constituido también por una línea evolutiva socio-cultural (organización propia de una cultura y de un grupo social). A través del juego, entonces, el niño no solo actúa sobre su entorno concreto, en un dinámica absorbida por su mero ser individual: al contrario, así como interacciona con otras personas, adquiriendo roles o papeles sociales, lo hace con la cultura en su conjunto.

Desde esta posición, que subraya los aspectos afectivos, motivacionales y circunstanciales del sujeto, cabe reprochar a J. Piaget un cierto “reduccionismo”, un relativo encierro en lo meramente cognitivo… Frente a su “teoría psicogenética”, y admitiendo la ampliación del enfoque propuesta por L. S. Vygotski, un conjunto de autores han cultivado la teoría cognoscitiva desde una visión netamente histórico-cultural. Se centran en aspectos concretos o ponen de relieve circunstancias particulares, sin alterar los marcos de esta variante histórica, social y cultural del “constructivismo” cognoscitivo. Y Bruner destaca que el juego promueve la creatividad y la flexibilidad, ya que en él los niños no se obsesionan con lograr una meta definida. De este modo, se capacitarían para afrontar y resolver problemas imprevistos en la vida real. Y Dansky se interesa especialmente por los juegos de “hacer creer”, capaces de incrementar la creatividad y la divergencia en el pensamiento. Y también Sutton-Smith valora muy positivamente las transformaciones simbólicas vinculadas al “como si” de todos los juegos de “hacer creer”: flexibilizan el pensamiento del niño y lo resguardan de tópicos y asociaciones mentales convencionales. Y Pellegrini y Wolfgang ensalzan todavía más estos juegos, sosteniendo que incrementan la capacidad lingüística, la habilidad lecto-escritora e incluso la comprensión de la historia. Etcétera.

Alrededor de estas cuatro grandes corrientes interpretativas del juego (psicoanalítica, comunicativa, neoconductista y cognoscitiva), que, como hemos visto, se complementan en muchos aspectos y resultan hasta cierto punto conciliables, encontramos un sinfín de teorías mixtas y algunos planteamientos en cierto sentido “singulares”, cuya revisión acentúa aquella sensación de un gran consenso de fondo, de un gran acuerdo en la dirección de un concepto “reproductivo” de la actividad lúdica. De una forma un tanto desordenada, saltando en el tiempo hacia adelante y hacia atrás, podemos cerrar esta reseña de la aproximación “cientificista” al juego recordando algunos nombres…

Siguiendo los postulados de Darwin, Karl Groos (1902) atendió al juego como preparación para la vida adulta y la supervivencia. Su “tesis de la anticipación funcional” ve en el juego un “pre-ejercicio” de funciones necesarias para etapas posteriores de la vida. De ese “pre-ejercicio” nace el símbolo, muy importante para el desarrollo de la capacidad de abstracción del menor. En 1855, Spencer relaciona el juego con el “exceso de energía”: como las necesidades de los niños son satisfechas por otros, estos requieren de un medio para liberar y dar rienda suelta a la energía acumulada. En 1904, Hall propuso una curiosa teoría “evolucionista”: el niño, desde que nace, va realizando a través de sus juegos una suerte de “recapitulación” de la historia natural de la especie humana (un animal, al principio; luego, un salvaje; un civilizado, finalmente). En 1935, Buytendijk contradice a Groos y se representa el juego como una plasmación de características propias y distintivas de la infancia, muy diferentes de las que se manifiestan en la edad adulta —entre estos rasgos específicos de la niñez se hallaría el deseo de autonomía. Un año antes, Claparede remite la diversidad del juego a la forma de interactuar de cada persona concreta, tal una actitud de cada organismo dado ante la realidad. Por las mismas fechas, Bühler sitúa en el placer la esencia del juego. En 1980, Elkonin, representante de la “escuela soviética”, remarca que en la acción lúdica el niño pretende resolver deseos insatisfechos mediante la creación de una situación fingida. En el juego, actividad fundamentalmente social, el niño se conoce a sí mismo y a los demás. Un año después, Smith y Robert presentan la “teoría de la enculturación”: los valores de la cultura se expresan en los juegos de los niños y mediante ellos se internalizan. Bronfenbrenner, con su “teoría ecológica”, describe los diferentes niveles ambientales o sistemas que condicionan el juego. Winnicott nos habla de la “seriedad” de los niños al jugar, de los “objetos transicionales” vinculados al juego que permiten reconciliar la realidad con el mundo interno, de cómo mediante la actividad lúdica el niño se va separando de la madre y adquiriendo conciencia de su propia capacidad de creación autónoma y de control de la realidad. G. Mead analiza el juego como una de las condiciones sociales en las que emerge el “Sé” y empieza asimismo a definirse el concepto del “Otro”. Etcétera.

2. Un caso paradigmático de la neutralización teórico-política del juego lo constituye “Homo ludens”, de J. Huizinga. Este reclutamiento “reproductor” de la actividad lúdica no es incompatible con la circunstancia de conferirle un protagonismo inmenso en la esfera de la cultura y hasta la más soberbia de las centralidades en una postulada “esencia” de lo humano. La definición de “juego” propuesta por este autor, que pretende incluir todas las modalidades de lo lúdico, se halla interesadamente volcada sobre el juego reglado, el menos libre de los juegos; y puede por ello privilegiar la “competencia” como uno de sus rasgos fundamentales. En Huizinga, el juego es a-lógico, a-económico y a-político, en cierto sentido; pero, a pesar de ello, ya no conserva ningún aspecto inquietante, denegador, subversivo: antes al contrario, estando en la base de la cultura, se halla también vinculado, por ejemplo, al derecho, a la guerra, a la ciencia, a lo sacro, al arte… En su proceder analítico hay una suerte de “trampa” determinante: una definición “estratégica” de juego, con rasgos elegidos arbitrariamente (carácter reglado, encierro espacial y temporal, competencia entre los participantes, etc.) que parten del “acto de jugar” y que asimismo se dan en las restantes esferas de la cultura o de la actividad humana. Cuando alguno de los rasgos del juego, así entendido, se presenta también en otro ámbito o dimensión (“tensión”, “regla”, “misterio”, “como si”…), se considera que, más allá de la mera coincidencia o analogía, es el juego mismo el que, de algún modo, está incidiendo o está actuando, dejando su impronta, en la correspondiente esfera. De ahí que se magnifique e hiperbolice lo lúdico casi como motor o sustancia de la humanidad toda…

Para esto, fue necesario que Huizinga prácticamente desconsiderara el tipo de juego que a mí más me interesa: el juego sin reglas, cooperativo, en el que varias personas disfrutan juntas, “creando” y no siguiendo instrucciones, “inventando” y no obedeciendo, colaborando y no compitiendo…

He aquí los rasgos que el historiador y filósofo atribuye al juego, decisivos para su “hipervaloración reproductiva” de la actividad lúdica: libertad, “como si”, seriedad, desinterés, carácter “imprescindible”, índole “sagrada”, limitación o encierro espacial y temporal, repetición, orden, “tensión”, regla, asociación, misterio, faceta representativa o agonal (lucha), aspecto no-instintivo, “cósmico”, festivo,… De estos rasgos, yo acepto, pensando en el juego no-servil, la libertad, un circunstancial “como si”, el carácter eventualmente representativo, la seriedad, el desinterés, la tensión y la proyección cósmica. Y desestimo con fuerza su índole necesariamente “reglada”, “ordenada y ordenadora”, “limitada espacial y temporalmente”, “agonal”, “competitiva”…

El propio Huizinga, en el trance de resumir su caracterización del juego, para proponer una definición escueta, recapituladora, realiza una suerte de “selección” de los rasgos que, a lo largo de las páginas de Homo ludens, ha ido anotando. Requiere esa “selección” para avanzar en el sentido contrario al mío: el juego ya no va “contra” la sociedad y “contra” la cultura, sino que está en su esencia, en su fundamento, en su base —en el lenguaje, en el derecho, en la ciencia, en al arte, en la poesía, en la guerra… Como un “pantocrátor”, se halla en todas partes… He aquí su “definición”: “El juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la consciencia de ser “de otro modo” que la vida corriente”. Pero si el juego, como yo lo percibo, es más una “actitud” que un mero “acto”, esos límites espaciales y temporales no existen, como tampoco las reglas; y solo así se entiende la posibilidad de una “disolución” del acto de jugar en una esfera más amplia e indefinida que contemple también el acto de trabajar y el acto de aprender…

En otro pasaje, Huizinga apunta: “El juego, en su aspecto, formal, es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga de ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterios o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual”. ¡Para nada el juego genuino, no avasallado por el poder o el capital, se desarrolla en un “orden sometido a reglas”, para nada se halla “limitado” o crea “asociaciones misteriosas propensas al disfraz!

3. Más allá del caso de J. Huizinga, hay una dificultad, estimo que insalvable, en todas las teorizaciones psicológicas, sociológicas, biológico-cognitivas, en torno al juego. Ya que proceden de ciencias experimentales, orgullosas de sus basamentos empíricos y de sus ortodoxias metodológicas, cabe preguntarse si su “campo de observación” ha sido suficientemente amplio, lo bastante “completo”; si las “muestras” a partir de las cuales alcanza sus conclusiones validan afirmaciones tan “genéricas”, con presunción de “universalidad”. Por ejemplo: J. Piaget, para alumbrar su psicología evolutiva del niño, con tantas fases y etapas, con tantos procesos de transición y de discontinuidad, etcétera, ¿incluyó en su “mesa de pruebas”, en su “banco de datos”, en su “territorio de análisis”, los comportamientos y las actitudes de los niños de los grupos sociales subalternos; de los menores de los colectivos “marginales”, que no se dejan interrogar ni mucho menos “estudiar”; de los infantes de los grupos nómadas, perfectamente ágrafos; de los niños de las otras culturas (orientales, islámica, del África Negra, de los pueblos originarios latinoamericanos…)? Me temo que no; me hallo persuadido de que esos estudios se han centrado mayoritariamente en el niño blanco occidental, e incluso en el niño de clase media occidental, por lo que no pueden “proyectar” o “extrapolar” sus conclusiones.

A esta primera dificultad se añade una segunda, complementaria. Imaginemos que J. Piaget, o L. S. Vigotsky, o cualquier otro, hubiera partido de una “muestra” de menores bien completa, extensa y rigurosa, con exponentes de todos los grupos sociales y de todas las culturas. Imaginemos que, a partir de ahí, obtiene sus tablas, sus periodizaciones, sus tesis… Imaginemos que tales conclusiones llegan a parecer “irrebatibles”, coincidentes con las sensaciones de la mayor parte de las personas, que su “efecto de verdad” es poderosísimo… En ese hipotético (y raro) caso, ¿las tesis sobre las etapas y la evolución psíquica del niño, en relación con el tema del juego, tienen que derivar irremisiblemente de un “en sí” de la infancia, de una suerte de genericidad o esencia, de una determinación establecida biológicamente, genéticamente, de un sustrato inscrito por necesidad en el “ser” de los menores, de todos los menores, al margen de las formaciones socio-culturales en las que se desenvuelven y de su distinto devenir en el tiempo? Porque, aunque admitiéramos que tales procesos son ciertos, incuestionables, siempre cabría suponer que no responden a cuestiones físico-biológico-psíquicas, constituyentes de una especie de “naturaleza” de los niños, sino que son fruto de las condiciones sociales, culturales, históricas que están afectando, en el marco de la globalización civilizatoria occidental, a casi todo infante sobre la Tierra.

Expuestos a una biopolítica global, que incluye una escolarización global, a unas tipologías de familia globales, a una interacción reglada global, a una ética global, a unos peligros globales y a unos engaños globales, los niños de todas las culturas se parecen cada día más y tienen unos desarrollos bio-psíquicos, unas estructuras caracteriológicas y unas mutaciones de la personalidad crecientemente convergentes, de alguna forma “dictados” por esas instancias socio-políticas comunes que se ciernen sobre sus vidas. No habría nada de “natural”, de “genético”, de “psico-inmanente” en los procesos de juego de los niños; y sí un resultado de las estrategias socializadoras del capitalismo mundializado. Las teorías tipo-Piaget podrían considerarse, entonces, etnocéntricas, “innatistas”, naturalistas…

4. “El saber es poder”, se dice sin cesar… Y, desde su refundación moderna, la Ciencia se ha plegado a los objetivos de la política. Hasta tal punto es así, que hoy nos hallamos literalmente saturados por una sobreproducción científico-política tendente a optimizar el rendimiento psicológico e ideológico del “juego reproductor”. Toda una publicística entusiástica se está dedicando a “cantar” las excelencias del juego (reglado, competitivo, servil, en la mayoría de los casos) y sus magníficos aportes a la “seguridad democrática”, a la “convivencia nacional”, a la “salud de las sociedades”, al “proyecto revolucionario”, etcétera. Aunque esta apologética burda del juego esclavo y esclavizante puede orientar su afán legitimador en muy diversas direcciones (desde el fascismo hasta el comunismo, pasando por todas las variantes cosméticas del liberalismo), se percibe hoy cierta hegemonía de las tendencias de filiación socialdemócrata, “reformistas” o “progresistas”, en la línea del Estado Social de Derecho. Como botón de muestra, podemos citar “Dimensión política del deporte y la recreación”, artículo de A. Córdoba Obando. Para este autor, “el deporte y la recreación son dispositivos que contribuyen a la consolidación de la seguridad democrática”. Elaborado desde la perspectiva de la gestión pública municipal (es decir, desde la Administración), el texto constituye casi una compilación de los “conceptos-fetiche”, de los eslóganes, de los eufemismos enmascaradores y de los tecnicismos ideológicos sobre los que se levanta la mitificación “social-reformista” del juego no-libre: “seguridad democrática”, “participación ciudadana”, “convivencia”, “progreso”, “diálogo interdisciplinar”, “DDHH”, “gasto público social”, “responsabilidad del Estado”, “equidad”, “inclusión social”, “desarrollo humano integral”, “poblaciones en condiciones de vulnerabilidad”, “universalidad de los derechos”, “incorporación de la población”, “soberanía popular”, “cumplimiento de una función pública”, “ejercicio de ciudadanía emancipada”, “recuperación y resignificación del espacio público”, “identificación y análisis de los actores sociales”, “diseño de estrategias comunitarias y pedagógicas”, “formación de ciudadanía”, “comunicación pública”, “corresponsabilidad”, “transparencia”, “control social”, “cultura democrática”, “empoderamiento ciudadano”, “fortalecimiento del tejido social”, “gobernabilidad democrática”, “formación ética del profesional para la gestión”, “la Universidad como productora de conocimiento y como formadora de agentes transformadores sociales”, “valores humanos”, “sociedad compleja y en crisis”, “interinstitucionalidad”, “intersectorialidad”,… Articulando todos esos engendros terminológicos, al modo estándar del ciudadanismo bienestarista, el autor alcanza la conclusión más tópica: el deporte y la recreación representan “una inmensa riqueza para la salud de las sociedades, para la sobrevivencia de la especie humana, para la sostenibilidad, para la equidad y para la paz mundial”. Particularmente, se insiste en que contribuirían a “disminuir los niveles de inequidad y exclusión social en nuestra sociedad”. El juego, pues, al servicio de la democracia liberal…

Pero no es muy distinto el estilo de las racionalizaciones socialistas del juego servil. A la lumbre del proyecto bolivariano, autores como A. Reyes debaten para convertir la recreación, valorada en tanto “patrimonio cultural universal e intangible”, en herramienta para la concienciación política, la profundización de la democracia y la transformación social. Admiten que el juego ha sido mercantilizado, objeto de planificación y programación política represiva, pero solo quieren ver ahí “la huella de la neocolonialidad”. Y surge así una esfera lúdica tentativamente al servicio de una modalidad latinoamericana del “Estado del Bienestar”… Véase, por ejemplo, “Cultura de la Recreación, Democracia y Consciencia Política”, del mencionado autor.

En la misma línea, hallamos en Brasil, Colombia o Argentina exponentes de esta parasitación científico-política del juego, puesto inmediatamente al servicio de propuestas o programas de pretendida “transformación” social. En Argentina, tales estudios se prodigaron al abrigo del kirchnerismo, con títulos así de reveladores: “El juego recreativo y el deporte social como política de derecho. Su relación con la infancia en condiciones de vulnerabilidad” (de I. Tuñón, F. Laiño y H. Castro). Y, de algún modo bajo la estela del Relato de la Emancipación, pero tocando de todos modos a las puertas del Estado Social de Derecho, hallamos trabajos con rótulos tan “utopistas” como el siguiente: “Fundamentos conceptuales del ocio crítico desde una perspectiva latinoamericana” (H. C. Duque Buitrago, S. A. Franco Betancur y A. Escobar Chavarriaga).

5. Como una barricada contra la intromisión de los investigadores y de los especialistas en el ámbito de lo lúdico, el juego antipedagógico y desistematizador (vale decir, el juego libre) esgrime una negatividad específica: desautoriza a toda esa capa de tecnócratas, de profesionales, de empleados, que caen sobre los niños, de un modo particular pero no exclusivo, intentando de alguna forma “hacerles jugar”, “llevarlos al juego”, “educarlos a través del juego”, “re-crearlos”, administrar sus tiempos de ocio, etcétera. Porque este tipo de juego se da en la “exclusión de un tercero”: hay dos o más de dos, pero no hay un agregado externo. Están los que juegan y no puede haber nadie por encima de ellos, ni siquiera al lado de ellos. No cabe un espectador, un vigía; no cabe un “director”, un “tercero”. El juego espontáneo, no-servil, excluye por completo la posibilidad de un “profesional del juego”, del ocio o de la recreación —de un burócrata del bienestar social.

6. 2. A propósito del “juego combativo”

1. Había una dualidad en la definición griega de “juego”, en la percepción antigua de “lo lúdico”, del ludos. Por un lado, señalaba una evidencia, reconocida hoy por todo el mundo: que el juego es algo placentero, agradable, tal una fuente de satisfacción. “Positivo” y enriquecedor, inseparable de la vida humana, merecería todos los aplausos y todas las congratulaciones. Pero, por otra parte, daba cabida a un aspecto que en ocasiones tiende a olvidarse: que es también una actividad en cierto sentido “negativa” de la vida social o que, por lo menos, no respeta necesariamente las reglas de la cultura. El juego tendría la capacidad (no la obligación, pero sí la capacidad) de “salirse” de lo social y culturalmente establecido…

De modo que podría haber, al lado de aquel aspecto benéfico, saludable, del juego, una dimensión del mismo que no nos satisface, que no sabe “satisfacer”, que no solo desatiende los requerimientos del mercado, del poder, de la pedagogía o de la ciencia, sino que también iría en contra de nuestros principios más arraigados; dimensión que pondría encima de la mesa aspectos inquietantes, que nos cuestionan.

Hay una inmensa literatura, una “factoría” cultural indetenible, que no cesa de redundar (insistir, profundizar) en aquellos avances del comercio, la política y el saber organizado sobre el juego. Cada día se publican artículos, ensayos, libros que hablan de la “dimensión educativa” del juego; que pontifican sobre el juego y la escuela, sobre el juego y la política transformadora, sobre los juguetes adecuados a cada fase del desarrollo del niño, sobre cómo incentivar los aspectos lúdicos del trabajo, etcétera. Sin embargo, también se han dado históricamente reflexiones sobre el juego que apuntaban en sentido contrario y que todavía cabe recuperar. Y este puede ser, y no mucho más, el sentido de mi aporte: retomar algunas tradiciones que pensaron lo lúdico de otra manera, muchas veces desde ámbitos del discurso sobre los que se colgaron etiquetas como “irracionalista”, “existencialista”, “literario”, “poético”. Y ver entonces qué dijeron del juego voces que no estaban interesadas en ponerlo al servicio ni de la democracia, ni de la escuela, ni del trabajo, ni de un proyecto político determinado; y que merodearon aquel lado “inefable” del juego, aquel lado perturbador, asociándolo a “lo demoníaco” (en la acepción de Goethe), a la fantasía, a lo no-racional, a lo no-consciente, a veces a lo destructivo —pensemos en los defensores del ludismo…

Avanzaríamos así hacia un concepto desistematizador de “juego”: el sistema capitalista se basa en una doble forma de racionalidad, económica y burocrática, contra la que el juego retiene la virtualidad de atentar. De espaldas al productivismo y al estatalismo, es decir a la racionalidad estratégica, el juego presta al “individuo” que somos la posibilidad, el vislumbre, de una praxis para la denegación de lo existente y para la reinvención personal, en la fuga o suspensión provisoria del Sistema que nos oprime y nos constituye. Sin atender a los requerimientos del cálculo económico o a los dictados de la organización, el juego que observamos en los niños mientras no se da la intromisión de los adultos, el juego puro y espontáneo, no reglado y no dirigido, no sometido a las “instrucciones de uso” del juguete industrial, los preserva de las fuerzas que pretenden “socializarlos”, alistarlos para la mera reproducción de lo dado. Deviene instancia de “resistencia”, de “protección”, de “deconstrucción” y de “desistematización”. En su naturaleza anti-económica y anti-política, este juego “libre” aspira a establecer vínculos entre las personas, incluso a restablecer tentativamente formas perdidas de comunidad.

Históricamente, el “juego subversivo” ha tenido apariciones sociales de gran envergadura. Y ya no eran necesariamente los niños los que se entregaban a la actividad lúdica trastocadora: también los adultos, como si sacaran la lengua a la muy honorable lógica económico-política, mezclaron el juego con otras prácticas y, de su mano, se resistieron a procesos objetivos de dominación o de explotación. Probablemente, el caso más espectacular lo constituya el ludismo…

Más arriba hablé del pasaje de una disposición lúdica a la hora de afrontar las tareas de la conservación personal y familiar (actitud que todavía se conserva en determinados espacios indígenas, rural-marginales, lumpen-urbanos o nómadas) a una disposición sumisa, estoica, resignada, en ocasiones incluso adolorida, que es la que se consolida con el mundo del trabajo en dependencia, del empleo. Esa transición no fue fácil, y solo pudo darse con lentitud, de un modo gradual. Y siempre los “peores” trabajadores fueron conscientes de lo que estaban perdiendo, de lo que se habría de perder irremisiblemente. De ahí su reacción virulenta, destructiva, contra las máquinas; de ahí el ludismo. En el ludismo hay un componente lúdico y también uno de conocimiento: “romper máquinas” era, desde luego, un acto “festivo”, desbordante de alegría encorajinada, una forma diabólica de “juego”; pero respondía también a un alcance de la sabiduría popular (la máquina era la enemiga de la capacidad que conservaba la persona de buscarse los medios de subsistencia sin depender de un artefacto tecnológico complejo y, a su través, de otra persona, de un patrón, de un empresario). Todo el andamiaje político del capitalismo, que no solo contempla el circo de las elecciones, de los partidos, de los gobiernos, sino que incluye también, como mano izquierda (pero mano izquierda de la represión), los sindicatos y las organizaciones supuestamente “revolucionarias”, todo ese aparato político, en el que tienen cabida las agrupaciones que se proclaman “transformadoras”, empieza enseguida a combatir el componente lúdico de la protesta obrera. Por eso, como anotó L. Maffesoli, se “satanizó” el ludismo, sobre el que cayeron las más diversas etiquetas descalificadoras (“infantilismo”, “irracionalismo”, “lucha instintiva pre-consciente”, etcétera); y todo lo que respondía a un “principio del placer” en la revuelta de los trabajadores fue “condenado”, “denigrado”, “dialectizado” por esa conjunción siniestra que se estableció entre el movimiento obrero organizado y la teoría marxista. En ese punto, el marxismo, en la medida en que no se previno contra las marejadas dogmáticas de sus propios conceptos (“vanguardia”, “disciplina consciente”, “consciencia de clase”, “formación política de los trabajadores”, “partido obrero”, “Hombre Nuevo”…), se constituyó en un enemigo de la actitud lúdica, un adversario de la disposición para el juego…

Se dijo del ludismo “que no conducía a ninguna parte”, que no era más que una “manifestación de enojo”, una “reacción visceral irreflexiva”, una “señal de descontento carente de significado político y de coherencia teórica”. J. Baudrillard, en El espejo de la producción, nos ha recordado a qué parte condujeron, a dónde nos llevaron, las luchas obreras organizadas, sujetas a la crítica y a la teoría marxista: a la coerción estalinista, la impostura socialdemócrata y el empirismo reformista más vulgar… En el contexto de la sujeción demofascista, un reverdecer de las prácticas ludistas, desatadas en todos los campos y ya no solo en los gulags de las fábricas, asociadas al principio de placer y a la voluntad de juego combativo, mantendría vivo el anhelo de libertad.

En los últimos años se ha venido llamando la atención sobre determinadas circunstancias y determinados movimientos, relacionados también con lo lúdico, que concurrieron en la llamada “Edad Media”. Esa pretendida “Edad Oscura”, dialectizada también y esquematizada por el materialismo histórico hasta extremos de burda caricatura, albergó secuencias psico-ideológicas, epistémicas y existenciales que atentaban contra la línea central de constitución y desarrollo de la civilización occidental. Para definirse tal y como lo conocemos hoy, Occidente tuvo que desplegar una sistemática persecución de todo aquello que, en su propia área territorial, se distanciaba de su racionalismo constituyente y hasta lo confrontaba. Contra la Ratio, surgieron o subsistieron aquellos islotes de libertad que, entusiasmado, describió P. Kropotkin en su opúsculo El Estado. Contra el frío racionalismo enquistado en la centralidad de la cultura occidental, se prodigaron propuestas y prácticas de muy distinto signo, que compartieron no obstante, casi como “leit motiv”, un acoger y un estimular la dimensión lúdica de la actividad humana. El juego libre, subversivo, late en el quehacer cotidiano de las denominadas “brujas”, de los frailes sectarios, de los asistentes a los aquelarres, de los libertinos y herejes de todo pelaje, de los campesinos cuando se saben a salvo de la mirada del Señor, de los vagabundos y de los nómadas, etcétera. En el ámbito de la lengua castellana, esta cuestión ha sido esclarecida por autores como J. C. Carrión Castro, interesados por la índole festiva, insolente, cuestionadora y desaforadamente “lúdica” a la vez, de movimientos tal el de los goliardos. Y sabemos que estas tradiciones divergentes, que de ninguna manera apuntaban al telos de la razón moderna, debordan hacia atrás y hacia adelante los marcos temporales del Medioevo.

Y, muy cerca del punto de arranque de Occidente, hallamos lo que hubiera podido constituir también el principal punto de fuga: los quínicos antiguos, con la Secta del Perro al frente. No se trató del único movimiento cultural enfrentado a la especie de “doxa” que se estaba afirmando en las escuelas de filosofía más reputadas y en la labor de los pensadores canónicos, de Platón a Sócrates; pero hay en su contestación aspectos que lindan con lo lúdico y hasta lo excitan (el papel de la oralidad, la importancia concedida a lo escenográfico, la búsqueda incesante de la transgresión y de la provocación, la vindicación del desacato y de la desobediencia, aquella bella exigencia de vivir el pensamiento, el apetito de huida y de margen, una placentera admisión de todos los recursos y todas las implicaciones del humor, etcétera). A juego, a subversión lúdica, saben, en efecto, todas y cada una de las intervenciones, de las “performances”, de las teatralizaciones protagonizadas por Diógenes de Sínope y los demás quínicos, que nos han llegado a modo de “anécdotas”, gracias a la labor compiladora de Diógenes Laercio, y que parecen partir del lado sensitivo del humor para desembocar en su lado intelectual. La crítica irreverente, la parodia anti-metafísica, el pensamiento negativo y el juego como corrosión tramaban, en tales actuaciones, un verdadero contubernio contra la pretensión de seriedad y de rigor que animaba por entonces a la razón clásica. Los estudios de C. García Gual, P. Sloterdijk y M. Onfray nos han dejado jugosas páginas a propósito.

En mi opinión, la razón lúdica subsiste en la contemporaneidad, siempre cerca de los márgenes; y se halla más cómoda en los suburbios que en los centros de las ciudades o en los barrios residenciales, más a gusto entre las personalidades irregulares que entre las gentes sensatas, más amiga de los supuestos “perdedores” que de los “triunfadores” en la vida, más fecunda cuanto menor es la incidencia de la cultura occidental, con sus universidades y sus escuelas, sus propiedades privadas y sus empleos, sus autoridades y su democracia… En el plano intelectual, la razón lúdica ha bailado y sigue bailando del brazo de los románticos, de los “malditos”, de los anarquistas no-doctrinarios, de los “nihilistas”, de los “irracionalistas”, de los “heterodoxos”, de los “inclasificables”, etcétera. Pero es en la destrucción de máquinas, en los escaparates rotos y en las escuelas quemadas donde esta racionalidad juguetona, dulcemente cruel, se enamora demoníacamente de sí misma.

2. Si hubiera que establecer una topografía de la razón lúdica subversiva, dos serían los puntos mayores del mapa: el territorio, entendido de un modo divergente, y la recreación, también bajo un concepto desplazado…

Cabe la tentación de pensar el “territorio” como algo necesariamente relacionado con el Estado, con la Nación, con un espacio “administrado” que tiene fronteras, subdivisiones y particularidades jurídicas distintivas. Pero esa no es la noción de “territorio” que me interesa. También cabe la tentación de pensarlo en relación con la “propiedad privada”, con una posesión, una mercancía, un “medio de producción” a fin de cuentas. Y decimos que se compran y se venden tierras, terrenos, territorios… Es esa una acepción que, de hecho, me interesa aún menos… Rompiendo relaciones terminológicas con el Estado y la propiedad privada, con el gobierno y el acaparamiento individual de un recurso estratégico, gentes que querían constituir discursos “críticos” volvieron la vista a la llamada “Naturaleza”, denunciando su explotación y como bajo el anhelo de “protegerla”. La idea de territorio tenía que ver, de algún modo, con una “naturaleza” poblacionalmente sectorializada, con distintos “medios ambientes” delimitados por grupos homogéneos de personas que habitaban en ellos. Esta tercera opción provoca, a mi parecer, un desplazamiento insuficiente. Y es que, desde esa perspectiva, el territorio devendría como exterioridad que se nos impone y que casi nos ignora, que desatiende nuestra muy móvil y asociativa corporeidad real.

El territorio que esgrimo solo puede darse, más bien, en la desconsideración del Estado y de la propiedad privada. Como no me gusta “dividir” para pensar, como no llevo siempre un hacha en el cerebro, el territorio que poetizo no se contempla fuera del propio cuerpo. Más aún: no se contempla “fuera”. Todavía un poco más: no se “contempla”. Somos territorio y somos el territorio que pisamos mientras, al caminar, nos caminamos el plural es aquí muy importante. La sabiduría de los pueblos originarios lo sintió siempre así; y por eso jamás admitió la idea de Estado, apropiación privada de la tierra y “Naturaleza” —en tanto objeto “exterior”, imaginable “al otro lado” de un sujeto y de un pensamiento recortados, de una cultura recortada, casi como externalidad magnífica que habría que explotar sin destruir.

El concepto de “territorio” se ha mantenido históricamente en una muy interesante ambigüedad. Es nebuloso y casi excesivo. Se superpone, pero excediéndolos, a otros conceptos que parecían próximos o conexos; les añade un “plus”, un “algo más”, que los traspasa y hasta transgrede. Se superpone y excede a “paisaje”, “región”, “comarca”, “localidad”, “espacio geográfico”, “lugar”…

Así como el “factor humano” contribuyó a librar a la Geografía, en su conjunto, del hieratismo y la cosificación a la que parecía abocarla la llamada “geografía física”, ha sido el “factor comunitario”, e incluso el “factor contestatario”, el que ha dinamizado la reflexión en torno a lo que sea el territorio. Y entonces este concepto se desvinculó de aquella materia “determinista”, “objetivista”, que casi parecía más próxima a las “ciencias naturales” que a las “ciencias sociales” (la geografía física, con sus elementos del relieve, sus climas, sus topografías…); y pasó, por así decirlo, a la geografía humana o social, a la sociología, a la historia, a la antropología, a la filosofía, entendiéndose de un modo más complejo y también menos nítido. De manera casi hegemónica, el territorio se categorizó como “producto social”…

Entendido como “producto social”, la discusión podía estabilizarse, estancarse en la arena académica otra vez: el territorio sería “una construcción humana a partir de distintos agentes que operan en diversas escalas y que de distintas maneras ejercen o intentan ejercer poder sobre un espacio concreto” (J. E. Serrano Besil). En esta línea podemos citar también a Montañez y Delgado: “La actividad espacial de los actores es diferencial; y, por lo tanto, su capacidad real y potencial de crear, recrear y apropiar territorio es desigual”. Y cabe entonces “analizar”, con los métodos consagrados de las disciplinas académicas, esos “distintos agentes”, esas “diversas escalas” y esas “diferentes maneras”…

En tanto “producto social”, el territorio se seguía concibiendo, no obstante, como algo “externo” a la persona concreta, casi como una “materia separada”, un campo de incidencia de lo social-humano: era “producido” por la gente, desde sus relaciones sociales, pero “sobre” un espacio que estaba de algún modo “ahí” y “sobre” el que se quiere ejercer poder, “sobre” el que los agentes despliegan su actividad. Distinto es el concepto que propongo, tomado de los pueblos originarios de América Latina; un concepto que no separa, no escinde, no “objetiviza”…

Porque toda aquella problematización del territorio deriva, por así decirlo, del materialismo histórico; y centra su atención en lo “social”, en la mediación y producción social, incorporando reflexiones posteriores en torno al poder, en la línea por ejemplo de M. Foucault. Frente a ella, poco a poco, se va levantando otro discurso, que incide en lo comunitario y hasta en lo antagónico, capaz de vincularse con el orden de cuestiones que engloba la razón lúdica. Sería la “comunidad” la clave del territorio, en el sentido de un localismo trascendente. Y la “defensa del territorio” sería “defensa de la comunidad” (que integra también a todo lo que no es humano). El antagonismo aparecería como una reacción frente a los poderes bio-etnocidas que la acosan: si se ha de perder la comunidad, se perderá el territorio… Allí donde, maltrecha, subsiste la comunidad, o es muy fuerte el deseo de restablecerla, se abre un campo para la lucha “heterotópica”: forjar territorio allí donde prácticamente ya no hay comunidad es un modo de “correr al margen”, de deconstruirse y de auto-construirse. Cuando, en ese empeño, se echan por la borda el cálculo económico y los dictados de la administración, ingresamos plenamente en el dominio del juego libre y de la racionalidad no-estratégica, subversiva.

Cabe tentar esa experiencia en el campo o en la ciudad. Se trataría de evitar la “cosificación” del espacio, la “separación” de la naturaleza, mediante un ensayo de re-fusión que, admitiendo siempre sus límites y su radical insuficiencia, puede resultar satisfactorio y disidente: volver a vivir la tierra, el poblado, el grupo, el paisaje como “parte de uno mismo”, sintiendo que “uno mismo” también está en las otras partes y en el todo. Este es el sentido de lo “comunitario-antagónico”, adherido a una razón que se predica lúdica por su aversión a lo instrumental. Se ha dado entre los originarios y los nómadas, por ejemplo…

Con este desplazamiento teórico, me aproximo a percepciones del territorio que enfatizan la determinación del aspecto comunal-social y de la vivencia local, como la propuesta por la llamada “geosemántica social”. El territorio, desde esta perspectiva, se da “en la intersección entre lugar y sentido”. Y la producción del sentido es comunitaria, vivencial, local, de manera que el territorio sería validado como tal por una masa de personas, que lo sienten y lo viven y lo crean y lo recrean. En cierto sentido, el “territorio”, así concebido, aparece como el lugar natural del juego libre…

Me distancio, no obstante, de posicionamientos como los de D. Cerda Seguel (“Más allá del sentido del lugar. Geosemántica social, ciencia del territorio”), que sobredimensionan el papel de los medios digitales, de las tecnologías informáticas, de las redes virtuales y de los programas y aplicaciones telemáticos para sugerir la idea de un territorio en constante reformulación, creado cotidianamente por la interrelación e interacción de comunidades de usuarios, internautas, gentes “conectadas” que usan también aplicaciones de índole geográfica o local, etcétera. De tan vago y fluctuante, el territorio pierde entonces su materialidad, se “digitaliza”, se va “a las nubes”…

El asunto de la razón lúdica lleva al tema del territorio de forma lógica, porque “el juego se emplaza”. La actividad del juego, la actitud lúdica, tiene siempre un marco (físico, pero no solo físico; geográfico, pero no meramente geográfico), un escenario, un “territorio”. Pero este territorio no es nada parecido a una “propiedad” que pertenece al que juega, o una circunscripción política que dé reglas a los jugadores. Era el territorio, por ejemplo, de las comunidades; era el territorio de los que no tenían tierras, sino solo caminos; era el territorio de las pequeñas aldeas… Era el territorio que respondía a un localismo o particularismo trascendente, filosófico, de manera que las gentes se hallaban intrínsecamente vinculadas, cabría decir soldadas, a ese ambiente y no lo explotaban sino que vivían “con él”.

Este “territorio” (muy bien caracterizado en las páginas de G. Lapierre o de A. Paoli) es el escenario del juego genuino, del juego indomable, no domesticado… Sobre el territorio operan las dos fuerzas de siempre, el Capital y el Estado. Y resulta entonces la propiedad privada, que en mi acepción no es ya territorio; y tenemos así el municipio, la provincia, el departamento, que tampoco constituyen territorio, pues son, estos como aquella, estrictamente, “tierras mercantilizadas y politizadas”. Al mismo tiempo, la ofensiva se centró en el juego… Y deviene el juego que responde a la “industria del ocio”, juego reglado, juego que se compra, juego que se vende, que ya no es “juego libre”; y hallamos el juego que se lleva a las escuelas, a las cárceles, a los hospitales, por recomendaciones administrativas, juego “pedagógico”, juego “político”, juego “demagógico”, que tampoco es juego genuino.

Para el indígena, para el pastor, para el campesino antiguo, para el nómada, para el habitante de la villa suburbial, el “territorio” no era algo que se debía “explotar” o que podía acapararse, no era una “fuente de recursos”, no era el objeto de un negocio, no era un espacio regulado bajo normas por satisfacer o por cumplir. El territorio era, en un sentido muy concreto, el ambiente de la pulsión lúdica: estas gentes jugaban con el territorio, hallaban en él su “partenaire”, su compañero. Esto quiere decir que desplegaban disposiciones para la relación desinteresada, para la cooperación, para la coexistencia alegre. Estaban las gentes y estaban las cosas, las personas y los árboles, los vecinos y el río, estaban los caminos y estaban las casas; y ahí, unos y otros, unos al lado de otros e incluso unos “en” otros, jugaban: jugaban a crear, a inventar los instantes, a envolverse en el día de forma placentera. No “uno” teniendo que utilizar al “otro”, debiendo servirse de él, sino los dos, los tres, todos juntos, fundidos, demorándose en un presente eterno.

El territorio es para el niño, para la mujer y para el hombre el mejor de sus compañeros de juego. En este sentido, la relación que establece la gente “libre” con el territorio “libre” es una relación lúdica: no se juega “con” el territorio en el sentido de jugar “sobre” un espacio o de erigir el territorio en una suerte de juguete, sino que el territorio y las personas, en una especie de conversación o de cooperación, forjan decursos lúdico-existenciales y lúdico-históricos. Es como si el juego englobara lo humano y lo no-humano; absorbiera el territorio que hacemos, el territorio que nos hace y el territorio que somos.

Como apunté más arriba, probablemente la actitud lúdica sea la actitud natural del hombre allí donde no se han establecido relaciones de opresión política y de explotación económica. En ese marco, el jugar ya no es una opción: es el telón de fondo, lo que se da siempre, lo concreto y lo real; y la razón o es lúdica o desaparece afortunada y gozosamente…

Juego, territorio y recreación configuran un trípode conceptual que cabe disponer contra la pretensión de eternidad del Capitalismo. En torno al juego y al territorio, se abrieron vastos campos de discusión y de matización. Menos polémicas y menos disquisiciones político-terminológicas ha suscitado, hasta ahora, la expresión “recreación”. Se asocia, casi sin más, a la “diversión”, al “entretenimiento”, a la “relajación”, a la “distracción” y hasta a la “terapia”. Se relaciona con el “uso del tiempo libre”, con el “ejercicio del cuerpo y de la mente”… Sería algo bonancible, diáfano, positivo. En este estudio, se propone una re-semantización nada complaciente…

Partiendo de la definición de la Real Academia Española de la Lengua (“diversión para alivio del trabajo”) y del concepto de “recreo” escolar, vinculamos la “recreación” al dolor empírico del sujeto, al sufrimiento ostensible del individuo, necesitado de una suerte de “tregua” para seguir soportando un orden infernal desahogo, calmante, compensación… Por otro lado, llevamos la expresión a la teoría del margen: “re-creación” como posibilidad de re-hacernos, re-fundarnos, re-inventarnos…

Como decía al principio, nos han robado muchas palabras. Transformación, Revolución, Emancipación, Crisis… Muchos términos nos hurtaron, y no solo para fines de reproducción social o integración. En este contexto, yo me permito asimismo ese gesto, que decía Illich, de la “criminalidad lingüística”, para sustraerle palabras al opresor. Y entonces hablo de “re-creación”. Y puedo decir que, así como creo en el “territorio” (bajo otra noción) y en el “juego libre” (re-significado), también creo en la “recreación” (entendida de otra manera). Y aquí recurro a su doble sentido: “re-crear”, “recrear”.

Por un lado, el término sugiere la idea escolar de “recreo”, que es hermosa: trance en el que los niños por fin abandonan las aulas y se van al patio a jugar. Es un “descanso”, un “alivio”, una “tregua”. La palabra “recreo” quiere recordarnos que estamos siendo castigados, y que necesitamos un tiempo para sobreponernos a tal calamidad… Nos alivia, por ejemplo, del trabajo, tortura indecible. En su segunda acepción, deriva de “crear”: “re-crear”, volver a crear, rehacer, reinventar. Y cabe entonces utilizarlo en el sentido de una “construcción” de la propia vida bajo la razón lúdica, en este caso.

“Recrear” quiere decir, pues, “darse una tregua”, escapar del horror económico y político bajo el que vivimos, “respirar”; y, en segundo lugar, en ese marco, en ese escenario de “interrupción”, hallar los modos para una reinvención personal, para una re-creación de nuestra existencia. En este sentido, hablo de “recreación” en tanto ventana que lo lúdico nos abre para la deconstrucción personal y la re-construcción como sujetos de la lucha. Ya no se trataría de un mero “pasar el rato”, un “descanso” irrelevante, una suerte de “intermedio”. Se abraza al territorio en reinvención y al juego dislocador; y termina siendo una suerte rara de placer en el drama, en la tragedia, en el ocaso. La recreación es un acaso en el ocaso: funda la posibilidad de la auto-construcción en el seno de la decadencia social y civilizatoria, y lo hace para resistir.

[Este ensayo hace parte de «La Peste Pedagógica», obra publicada en Chile y susceptible de descarga libre y gratuita desde este blog, en la entrada «Protocolo»]

Pedro García Olivo

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Aldea Sesga de Ademuz

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