EL EDUCADOR COMO ARISTÓCRATA

Aproximación a las aporías del proselitismo de izquerdas y al daño causado por la pedagogía autonombrada “crítica”, “libertaria” o “transformadora” en los entornos no-occidentales. Los pueblos originarios de América Latina como ventana

¿Cómo explicar que los dos bandos en litigio, el bando del horror y el de la esperanza, consideren la escuela como su arma? ¿Cómo comprender que el demonio y el ángel se guiñen con disimulo un ojo ante el espectáculo descorazonador de una infancia intermitentemente encarcelada? ¿Quién se equivoca, atendiendo a sus proyectos explícitos y a sus secretas intenciones? Ante un niño enclaustrado, adoctrinado, disciplinado, evaluado…, ¿quién, poder o anti-poder, gobierno o pueblo, capital o trabajo, ideología o cultura, tiene motivos para sonreír?

1. Las aporías del proselitismo “de izquierdas”

En el primer lustro de la década de los ochenta cooperamos con el sandinismo en una comunidad de desplazados de guerra del norte de Matagalpa. Algunos europeos daban clases a los niños indígenas en la Escuela de planta occidental de San José de las Latas. Bastaba con atravesar el umbral de la puerta para percibir un detalle que, en aquel tiempo, no había ningún interés en disimular: estábamos ante un centro de adoctrinamiento intensivo. Los pósteres que llenaban las paredes, los temas de las redacciones, el núcleo del “currículum”,…, todo, absolutamente todo, giraba en torno a la causa sandinista. A nadie puede sorprender esta índole “proselitista” de la Escuela de la revolución en un contexto de “guerra no declarada”, soportando casi cotidianamente las acometidas de La Contra y ante el reforzamiento del “quintacolumnismo” civil, sufragado por los Estados Unidos. Sin embargo, aunque comprensible, el proselitismo de izquierdas, el adoctrinamiento ‘bienhechor’ de los insurgentes, encierra enormes peligros, atestiguados por la historia de la escuela; estalla en irresolubles aporías.

No se puede negar que las escuelas zapatistas de los territorios autónomos chiapanecos desempeñan, asimismo, un papel adoctrinador. Sobra con reparar en las asignaturas… El “promotor de educación” de la Comunidad Ojo de Agua, que daba clases en el poblado y también ayudaba en las escuelas de otras localidades de la Selva Norte, a varias horas de camino, nos describió, en agosto de 2005, el “plan de estudios” zapatista. “Tiene como dos brazos”, nos dijo. Matemáticas, Lengua (castellana e indígena), Vida y Medio Ambiente, e Historia, por un lado; “Integración”, por otro. El adoctrinamiento se manifiesta en que la asignatura de “Integración”, que constituye por sí sola uno de los dos brazos, en lo esencial se resuelve como análisis de las “Trece Demandas Zapatistas”; y en que en Historia solo se enseñaban los hitos del México Contemporáneo, a partir de la Revolución, con un énfasis especial en el movimiento campesino y en el alzamiento zapatista del 94 (si se introducían referencias “externas”, estas tenían por objeto el Movimiento Obrero y las ideologías anticapitalistas). Un “sano” adoctrinamiento, pues, si es que el adoctrinamiento tiene algo que ver con la “salud”.

La organización “curricular” puede experimentar cambios, adaptarse a condiciones locales, plegarse a solicitudes de la coyuntura; puede variar notablemente de una a otra región, reformarse con el paso del tiempo,… Pero sería faltar a la verdad negar la hegemonía aplastante de la temática zapatista dentro del conjunto de las materias, y las intenciones expresamente ‘adoctrinadoras’ de los promotores de educación y de los “formadores de promotores”.

Si bien los zapatistas aciertan en su crítica de los programas “vigentes” en las Escuelas del Mal Gobierno (propaganda más que “información”, enmascaramiento y distorsión de la realidad social y nacional, difusión de los mitos del Sistema Capitalista, de la representación del mundo propia de la clase dominante mejicana), luego confeccionan unos temarios de reemplazo demasiado cerrados, casi de nuevo dogmáticos, que sirven de soporte a unas prácticas en las que la proclividad proselitista no puede ocultarse, entrando en contradicción, y esto es lo más importante, con los propósitos declarados de formar hombres “críticos”, “moral e ideológicamente independientes”, autónomos, dueños de su pensamiento y de su voluntad, “ilustrados” (en la insuperable acepción de un Kant que, en esta ocasión, no se parece demasiado a sí mismo: “Ilustración es la salida del ser humano de su minoría de edad, de la cual él mismo es culpable. ‘Minoría de edad’ es la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin dirección de otro… ¡Ten el coraje de servirte de tu “propio” entendimiento! es, en consecuencia, la divisa de la Ilustración”). Los mercenarios de la educación capitalista nunca han situado ahí su meta: la Escuela debía servir para el mercado y para la política; la educación era heterónoma, miraba hacia fuera, tal un instrumento. Ha sido el pensamiento disconforme, anticapitalista, insumiso, de todas formas occidental, el que ha conferido a la educación una misión “interna”, un cometido “propio”, una labor que le confiere “autonomía”, afincándola en un ámbito específica y exclusivamente humano, en la prescindencia de todo aval económico o político. Le cabría, entonces, la más digna de las tareas: la de inculcar el hábito de la crítica, de desatar los ‘buenos demonios’ de la imaginación, de alimentar la creatividad insomne, la independencia más acre, la ilustración kantiana.

No hay contradicciones en el proselitismo de derechas: consigue lo que quiere y hace lo que dice, como revela, para el caso mejicano, un análisis reciente de Mario Aguilar (1). La contradicción está en la izquierda, entre las filas de los insurgentes, los rebeldes, los anticapitalistas; y les asalta por haber admitido la fórmula escolar, por haberse rendido ante ella, y no haber sido lo bastante “críticos”, “independientes”, “autónomos”, “dueños de su pensamiento”, etc., ante el prejuicio escolar, ante la “vaca sagrada” de la Escuela, por recordar la metáfora de Ivan Illich. Los educadores zapatistas reproducen así, en cierto modo, la aporía que habitó entre los proyectos de sus viejos inspiradores ‘pedagógicos’ (Ferrer Guardia, los pedagogos libertarios de Hamburgo, Neil,… valga el ejemplo, por un lado; Makarenko y los educadores de la pos-revolución soviética, por otro; y el propio Freire, con sus seguidores, al lado de un multiforme experimentalismo pedagógico libertario sudamericano, casi insinuando una tercera vía). Y no se trata de “errores personales”, de fallos individuales o colectivos subsanables: es la propia estructura de la escuela, la lógica docente, la “forma” educativa que nombramos Escuela, la que induce fatalmente al adoctrinamiento, la que aboca sin remedio al proselitismo.

Para ello ha sido decisivo que los procesos oficiales de elaboración y transmisión del saber separen artificialmente la órbita de la “creación-recreación cultural” (que Occidente asigna a las Universidades y otros centros de investigación) de la órbita de la “transmisión-divulgación de la cultura” (dominio de la Escuela). Allí donde solo se transmite, el adoctrinamiento es insalvable. Adorno y Horkheimer dedicaron páginas preciosas a este asunto. Incluso el “mito”, tan ajeno al ámbito educativo estatal, señalaron en el ensayo Concepto de Iluminismo, se degrada en doctrina si hace presa en él la lógica escolar de recopilación y crasa divulgación: “En el cálculo científico del acontecer queda anulada la apreciación que el pensamiento había formulado en los mitos respecto al acontecer. El mito quería contar, nombrar, manifestar el origen: y por lo tanto también exponer, fijar, explicar. Esta tendencia se vio usufructuada por el extendimiento y la recopilación de los mitos, que se convirtieron enseguida, de narraciones de cosas acontecidas, en doctrina.” En El irresponsable, y a un nivel casi impúdicamente empírico, nosotros abundamos en la denuncia de la mencionada separación (2).

Distinto era el caso de la “educación comunitaria indígena” y, en general, del grueso de los procedimientos informales (no-oficiales, no-estatales, no-regulados por la administración) de socialización de la cultura: aquí los escenarios y dispositivos de la transmisión del saber son asimismo los dispositivos y escenarios de su producción; en ellos, la cultura se difunde pero también se crea. Donde el mito, por poner un ejemplo, se “cuenta”, también se “rehace”, se “reinventa”; donde se rememoran mitos tradicionales, se forjan, a su vez, mitos nuevos. La interacción comunitaria, en su informalidad, en su no-institucionalización, esquiva de ese modo el peligro del adoctrinamiento puntual, aun cuando deba satisfacer una demanda de subjetivización. En ella, el receptor del legado cultural, que, de hecho, no puede distinguirse absolutamente del emisor, y no está separado del mismo, retro-actúa sobre ese legado y no se somete meramente a él: no se concibe como un “depósito” que llenar (tal los alumnos de las escuelas), sino como un productor de saberes y de conocimientos que trabaja entre saberes y conocimientos resguardados por la tradición.

Como se apreciará, en modo alguno hacemos nuestra la “perspectiva liberal” que proclama, como valores supremos de la ciencia y como exigencia de la educación pública, la “objetividad”, la “imparcialidad”, la “verdad”, el “realismo”, la “fidelidad a los hechos”, etc., y que denuncia como “manipulaciones” o “tendenciosidades” todos los esfuerzos críticos por trascender y arrumbar su territorio ideológico. El promotor de educación de la comunidad zapatista, como el educador de la escuela “libertaria” europea, o el propiciador de la enseñanza “autogestionaria” latinoamericana, no “adoctrina” por una nociva inclinación de su carácter o por un déficit de precaución, de prevención y protocolo, en la exposición o en la metodología didáctica; no adoctrina por faltar a la “neutralidad” y caer en el “subjetivismo”: adoctrina porque trabaja en una Escuela, porque es el suyo un oficio sobredeterminado por el a priori filosófico y por la estructura misma de la institución escolar. Diríamos que la Escuela es, por definición, proselitista y enemiga de la verdadera autonomía moral e intelectual, adoctrinadora y hostil a la sensibilidad crítica, secuestradora metódica del pensamiento y de la voluntad libres; y que los maestros, profesores, educadores,… son los resortes de que se sirve, sus herramientas carnales.

La historia de la Escuela y de sus salvaguardas pedagógicas ofrece muchos ejemplos de este influjo corruptor que ejerce la forma escolar sobre las excelentes intenciones de los educadores “reformistas”, muchas manifestaciones de la “aporía” constituyente del proselitismo de izquierdas (3). Desprendiéndose de esta aporía, surge un dilema al que habrán de enfrentarse los educadores zapatistas. Si privilegian el objetivo de la “concienciación”, de la “formación ideológica”, habrán de recurrir a procedimientos ‘agresivos’, deplorables desde el punto de vista de toda ética emancipatoria, y cosecharán cierto ‘distanciamiento’, cierta ‘desafección’ por parte de los jóvenes más “críticos”, intelectualmente más “inquietos”. “Para moverme, no necesito que me empujen”, escribió Nietzsche. Y esto será lo que, sin palabras, con su desconfianza y alejamiento, tales estudiantes dirán a sus bienintencionados instructores zapatistas. Y si, por el contrario, exacerban el respeto a la autonomía moral y a la independencia de criterio de los alumnos, y abandonan todo propósito ‘asegurador de la afiliación’, si no directamente ‘reclutador’, advertirán con preocupación que el abanico de las simpatías políticas se abre hasta extremos en los que peligra la hegemonía zapatista y que muchas de las consignas del EZLN, contrastadas con otras o arrojadas al baúl de lo olvidable, se relativizan y hasta se pierden… A efectos prácticos, lo más “mundano” que se puede objetar al proselitismo de izquierdas es, precisamente, que no funciona.

Por otra parte, y como han subrayado Illich y Reimer, registrándose acusadas diferencias al nivel de la pedagogía “explícita” (temarios, contenidos, mensajes,…) entre las propuestas escolares ‘conservadoras’ y las ‘progresistas’ o ‘revolucionarias’, no ocurre lo mismo en el plano de la pedagogía “implícita”, del currículum oculto, donde se constata una sorprendente afinidad: las mismas sugerencias de heteronomía moral, una idéntica asignación de roles, semejante trabajo de normalización del carácter, etc. Para estos autores, el revisionismo de los temarios, la confección de programaciones alternativas, nunca podrá considerarse un instrumento efectivo de la praxis transformadora, pues, sujeto a veces a afanes proselitistas y de adoctrinamiento (que constituyen, en sí mismos, la negación de la autonomía y de la creatividad estudiantiles), queda invariablemente preso en las redes de la “pedagogía implícita” -atenazado y reducido por esa fuerza etérea que, desde el trasfondo del momento verbal de la enseñanza, influye infinitamente más en la conciencia que todo discurso y toda voz. “Poco importa que el programa explícito se enfoque para enseñar fascismo o comunismo, liberalismo o socialismo, lectura o iniciación sexual, historia o retórica, pues el programa latente ‘enseña’ lo mismo en todas partes” observó Illich en Juicio a la Escuela.

Con esta apreciación, nos introducimos en el nivel más general de nuestra crítica: los efectos de la “pedagogía implícita” inherente a toda forma de Escuela (incluida la forma libertaria -en sentido amplio-, de la que se nutren las pedagogías zapatistas) sobre la sensibilidad y el comportamiento de los niños indígenas.

2. Daño infligido a la idiosincrasia indígena por la “pedagogía implícita” de la Escuela

Nuestra charlas con los promotores de educación de distintas comunidades corroboraron que la Escuela zapatista de nuestro tiempo se afinca en la llamada “tradición progresiva” de la Pedagogía Moderna; hace suyas las conclusiones de las corrientes críticas que, desde el socialismo y desde el anarquismo, se batieron contra la infamia desnuda de la Escuela Capitalista. Constituyen, por tanto, un exponente de lo que, en nuestros trabajos, hemos definido como Reformismo Pedagógico.

El promotor de Ojo de Agua nos explicó que, en sentido estricto, no hay “cursos” en la Escuela de la Comunidad: todos los niños entran juntos a la misma aula y allí se les agrupa por niveles (A, B y C). En cada hora o segmento temporal, tres promotores, uno por nivel, entrando también juntos, trabajan con sus grupos de alumnos, adaptando a los diferentes niveles la materia que corresponde a dicho tiempo (Matemáticas, o Historia, o Integración,…). El nivel A es el inferior o elemental y el C el superior. Dentro de una materia y una hora concretas, cada niño se está formando al lado de todos los demás niños de la Comunidad y cada promotor está “enseñando” al lado de los dos restantes. La fluidez y la intercomunicación son absolutas. Las dinámicas procuran incentivar al máximo la “participación” de los alumnos, de modo que la educación pueda conceptuarse como “activa”, esquivando el verbalismo implacable de la tradicional clase magistral y la “pasividad” que fomentaba en los jóvenes. Se insiste en la “motivación” más que en la “imposición”, y se explotan imaginativamente las virtualidades educativas del “juego”, de la “actividad lúdica”. No hay “exámenes”, ni “calificaciones”, hablando con propiedad, aunque de algún modo se ha de discernir si un niño puede pasar al nivel inmediatamente superior o le conviene permanecer un año más en el mismo. Los promotores evitan los castigos y las amonestaciones mediante el diálogo razonado con los niños que generan incidentes, instrumentando la conversación juiciosa y el tratamiento asambleario de los problemas, etc.; pero, en determinados casos, se hace preciso avisar al padre y concertar con él algún “procedimiento correctivo”. La asistencia está controlada, de un modo u otro, por los promotores; y puede estimarse que es obligatoria, aunque en este punto no se haga gala de un celo excesivo. Se procura no imponer nada a los alumnos, contar con ellos, recoger su opinión para cualquier eventualidad que altere la rutina escolar. La Escuela zapatista se presenta como un ámbito formativo basado en el diálogo, la solidaridad y el respeto mutuo, y en la repulsa de toda inclinación profesoral tiránica, de toda proclividad despótica. Los promotores de educación no se escinden del grupo en razón de su cometido cívico, no se especializan y corporativizan: siguen siendo ‘campesinos’ y, como tales, han de trabajar en las parcelas y cumplir con sus deberes físicos comunitarios. Como hubiera gustado a Marx, el trabajo mental no se separa del trabajo manual… Pero, como estos promotores disponen de menos tiempo, y pasan las mañanas en el aula, aceptan las “ayudas” provenientes de sus compañeros, que los sustituyen regularmente en la milpa o los eximen de tareas colectivas puntuales. Se procura, en la medida de lo posible, acentuar la “significatividad” local y étnica de las materias, y se sale con frecuencia del aula, para desarrollar la clase al aire libre, conectando, por esta doble vía, la educación con el medio geográfico y social. Etc., etc., etc.

El modelo de Ojo de Agua no debe considerarse “cerrado” ni “excluyente”. En cada comunidad, las propuestas pedagógicas zapatistas se adaptan a las circunstancias locales, y el patrón educativo puede transformarse, cambiar de naturaleza. En algunas poblaciones cabe ensayar experiencias más ambiciosas, proyectos de mayor complejidad… Pero, en todo caso, se trata siempre de una práctica escolar que, como modulación indígena del Reformismo Pedagógico, apunta hacia una postulación no maximalista de la obligación de asistir a las clases, la reforma o sustitución de los temarios “del gobierno”, el diseño de métodos alternativos tendentes a incrementar la participación de los alumnos (“clases activas”) y la interacción con el medio eco-social, cierto desprestigio y relegación del examen y de la nota, que, de todos modos, no exime de la obligación de “evaluar”, “medir los progresos en la formación”, etc.; y, como telón de fondo, la subrepción del autoritarismo profesoral y la democratización aparente de la enseñanza (involucrando al alumnado en la gestión del aula o del Centro y fomentando los procesos de reflexión y discusión “colectiva” de los asuntos escolares). En otra parte hemos señalado el “punto de llegada” de este Reformismo Pedagógico, ocasionalmente ataviado de “anticapitalismo”:

“Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se está alterando en la Escuela: aquel dualismo nítido profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo progresivamente el aspecto de una asociación o de un enmarañamiento. Se produce, fundamentalmente, una “delegación” en el alumno de determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto de la práctica pedagógica… Habiendo participado, de un modo u otro, en la Rectificación del temario, ahora habrá de ‘padecerlo’. Erigiéndose en el protagonista de las clases re-activadas, en adelante se ‘co-responsabilizará’ del fracaso inevitable de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el factor “rutina” erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas. Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién revolverse cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín cuando descubra que lleva a un mal puerto? En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la Nueva Escuela confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como agente de la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que definen la lógica interna de la Institución.

Cada día un poco más, la Escuela Alternativa es, como diría Cortázar, una “Escuela de noche”. La parte ‘visible’ de su funcionamiento coercitivo aminora y aminora. Sostenía Arnheim que, en pintura como en música, la “buena” obra no se nota -apenas hiere nuestros sentidos. Me temo que este es también el caso de la “buena” represión escolar: no se ve, no se nota. Hay algo que está muriendo de paz en nuestras escuelas libertarias; algo que sabía de la resistencia, de la crítica. El “estudiante ejemplar” que asoma por esos centros es una figura del horror: se le ha implantado el corazón de un profesor y se da a sí mismo escuela todos los días. Horror dentro del horror, el de un autoritarismo intensificado que a duras penas sabremos percibir. Horror de un cotidiano trabajo de poda sobre la conciencia. “¡Dios mío, qué están haciendo con las cabezas de nuestros hijos!”, pudo todavía exclamar una madre alemana en las vísperas de Auschwitz. Yo llevo todas las mañanas a mi crío al colegio para que su cerebro sea maltratado y confundido por un hatajo de ‘educadores’, y ya casi no exclamo nada”.

En “Artificio para domar”. Escuela, Reformismo y Democracia ofrecimos una especie de retrato-robot de estas nuevas tecnologías educativas escolares, nominalmente “progresistas”. Vamos a recuperar, con pequeños retoques y adiciones remarcadas (por corchetes), el hilo de la argumentación de aquel ensayo, pues afecta por entero a la escuela zapatista. De hecho, la “pedagogía implícita” (o “currículum oculto”, o “programa latente”) de la forma libertaria de Escuela, erosiva de la idiosincrasia indígena, se nutre de los cinco aspectos allí reseñados. Por la eficacia entrelazada de esta determinación quíntuple, de poco importa -como diría Illich- que en las aulas autónomas chiapanecas todos los días se enseñen las Trece Demandas o se recuerden las gestas y la legitimidad del movimiento zapatista. De nada sirve, pues el “programa latente” de la Escuela, embellecido por la retórica libertaria, enseña lo mismo en todas partes… He aquí las cinco fuentes del “currículum oculto” sobre el que, desavisadamente, un sector de la izquierda ha querido levantar su vano proselitismo:

1) La aceptación -por convencimiento o bajo presión- de la obligatoriedad de la Enseñanza y, por tanto, el control, ora escrupuloso, ora displicente, de la asistencia de los alumnos a las clases.

Los educadores reformistas aceptan este principio de mala gana, se diría que a regañadientes, y buscan el modo de ‘disimular’ dicho control, evitando el “pase de lista” tradicional, omitiendo circunstancialmente alguna falta, etc. Pero no se da nunca un rechazo absoluto, y explícito, del correspondiente requerimiento “institucionalizador”.

Para claudicar, aún de forma ‘revoltosa’, ante la exigencia del mencionado control, el profesorado “disidente” cuenta con los argumentos de varias tradiciones de Pedagogía Crítica, que aconsejan circunscribir las iniciativas innovadoras, los afanes transformadores, al ámbito de la ‘autonomía real’ del profesor, al terreno de lo que puede efectivamente hacer sin alterar la definición “estructural” de la Institución -por ejemplo, las pedagogías no-directivas inspiradas en la psicoterapia, con C.R. Rogers como exponente; y la llamada “pedagogía institucional”, que se nutre de las propuestas de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez, entre otros. Recabando la comprensión y la complicidad de los alumnos en un lance tan enojoso, sintiéndose justificado por pedagogos muy radicales, y sin un celo excesivo, el educador progresista controla, de hecho, la asistencia. Ignorando la célebre máxima de Einstein (“la educación debe ser un regalo”), despliega sus “novedosos” y “beneficiosos” métodos ante un conjunto de interlocutores forzados, de ‘partícipes’ y ‘actores’ no-libres, casi unos prisioneros a tiempo parcial. Y, en fin, se solidariza implícitamente con el triple objetivo de esta “obligación de asistir”: dar a la Escuela una ventaja decisiva en su particular duelo con los restantes, y menos dominables, vehículos de transmisión cultural (erigirla en anti-calle); proporcionar a la actuación pedagógica sobre la conciencia estudiantil la ‘duración’ y la ‘continuidad’ necesarias para solidificar hábitus y, de este modo, cristalizar en verdaderas disposiciones caracteriológicas; hacer efectiva la primera “lección” de la educación administrada, que aboga por el sometimiento absoluto a los ‘designios’ de la Autoridad (inmiscuyéndose, como ha señalado Donzelot, en lo que cabría considerar esfera de la autonomía de las familias, la forma instituida de Poder no solo ‘secuestra’ y ‘confina’ cada día a los jóvenes, sino que “fuerza” también a los padres, bajo presiones de muy diverso orden, a consentir ese rapto e incluso a hacerlo viable). He aquí, desde un primer gesto, la doblez consustancial de todo progresismo educativo…

[La educación comunitaria indígena, intrínsecamente hostil a toda idea de un “confinamiento” sistemático de la niñez y de la juventud, respetaba la libertad de la población a la hora de exponerse en mayor o menor medida a su labor socializadora. Ante el ritual, ante la danza, ante el relato del mito,… no hay pase de lista; la posibilidad de conversar con los Ancianos está abierta a todos y no impuesta a todos; el aprovechamiento, de cara a la auto-educación, que cada miembro de la comunidad haga del tiempo de desempeño del cargo público rotativo, no es mensurable; etc., etc., etc. Como el “regalo” del que hablaba Einstein, la educación comunitaria sugiere la idea de una mesa bien provista, con manjares abundantes y variados, de la cual los invitados, todos y cada uno de los miembros de la localidad, pueden servirse libremente, sin cuota ni plazo. Sostenemos que la obligación de ir a las clases, la mera existencia de un calendario escolar y de un horario ‘lectivo’, clausuras impuestas a la infancia lo mismo en los territorios autónomos zapatistas que en los administrados por el Mal Gobierno, han ejercido y siguen ejerciendo una violencia imponderable sobre la sensibilidad indígena; la daña, la mutila, la moldea dolorosamente… Basta con observar los rostros de los niños en tales escuelas, basta con mirarles a los ojos, con retener sus expresiones, para percibirlo: son presos, y están sufriendo. Hay violencia y hay daño.]

2) La negación (en su conjunto o en parte) del temario oficial y su sustitución por “otro”considerado ‘preferible’ bajo muy diversos argumentos -su carácter no-ideológico, su criticismo superior, su ‘actualización’ científica, su mejor adaptación al entorno geográfico y social del Centro, etc.

El “nuevo” temario podrá ser elaborado por el profesor mismo, o por la asamblea de los educadores disconformes, o de modo ‘consensuado’ entre el docente y los alumnos, o por el ‘consejo autogestionario’, o por una organización ‘representativa’ o, en el límite, solo por los estudiantes…, según el grado de atrevimiento de una u otra propuesta reformista.

En el área de las humanidades, en particular, los temarios alternativos de nuestros días apenas sí se distinguen de los ‘oficiales’ por la mayor atención que prestan a los asuntos de crítica y denuncia social; por la apertura a temas eventualmente ‘de moda’, como el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, el antirracismo, etc., y a problemáticas de índole regional, nacional o cultural; y por la ocasional asunción de aparatos conceptuales o bien pretendidamente “más críticos” -el materialismo histórico, de forma residual-, o bien presuntamente “más científicos” (jergas “sistémicas”, o funcionalistas, o estructuralistas, o semiológicas,…). Solo entre los profesores de orientación libertaria, los docentes formados en el marxismo y los educadores que -acaso por trabajar en zonas ‘problemáticas’ o socio-económicamente ‘degradadas’- manifiestan una extrema receptividad a los planteamientos “concienciadores” tipo Freire, cabe hallar excepciones, aisladas y reversibles, cada vez menos frecuentes, a la regla citada, con un desechamiento global de las prescriptivas curriculares “oficiales” y una elaboración detallada de auténticos temarios ‘alternativos’. Y en estos casos en que el currículum se remoza de arriba a abajo, surge habitualmente una dificultad en el seno mismo de la estrategia reformista: la finalidad en última instancia ‘adoctrinadora’ de las nuevas programaciones, su vocación proselitista…

[Desde el punto de vista de la “pedagogía implícita” es indiferente el ‘contenido’ concreto de los currícula alternativos, la materia particular de las programaciones y la semántica de los discursos; para ella lo esencial es que exista, de una manera clara, impositiva, un temario, este o aquel, que pesquise la interacción en el aula, “fijando” de qué se puede hablar y, en negativo, aquello de lo que no se puede hablar, los objetos permitidos y los excluidos, al modo de una verdadera policía de la comunicación, ejerciendo de hecho lo que Félix Guattari denominaría “trabajo de represión lingüística”.
En El orden del discurso, maravilloso opúsculo de Foucault, se explicitaban los procedimientos a través de los cuales las instituciones y las sociedades se defendían de los peligros del lenguaje y procuraban domeñar sus poderes aleatorios. Entre estos, ciertos “mecanismos de exclusión del discurso indeseable” garantizaban la paz verbal en los diversos escenarios de la dominación y la arbitrariedad. El “temario”, en el contexto de la Escuela, es uno de ellos… Daña, además, la subjetividad del niño indígena desde el momento en que le tapa la boca como nunca ocurría en la educación comunitaria (donde, a partir de una circunstancia expresiva fontal, el discurso se libera, queda suelto, abierto a todo, sin otro amo que el hablante); hiere y transforma el carácter del “recluso” por forzarle a escuchar aquello que a menudo no le interesa, por obligarle a decir lo que no quisiera, a hablar de lo que no siempre le importa. Con el temario, la tiranía se ha hecho “verbo”: los maestros la sufren tanto como los alumnos, en un secuestro de su libertad expresiva.
No ha interesado suficientemente a la sicología contemporánea la investigación de las consecuencias sobre el carácter, sobre la personalidad, de esta temprana represión del habla del individuo, de esta violenta reconducción de los diálogos ‘posibles’ y de los intercambios orales ‘practicables’ hacia determinados objetos, políticamente (en la más amplia acepción del término) seleccionados. Pero en el caso de niños habituados a una considerable libertad comunicativa, como los indígenas mesoamericanos, su incidencia deviene estrago. Tras un adecuado “baño de escuela”, el indígena, cabe sospecharlo, habla menos, de menos cosas, calla más, duda más, acaso se reprima, tal vez se sujete a sí mismo mejor…]

3) La modernización de la “técnica de exposición” y la modificación de la “dinámica de las clases”

La Escuela Reformada procura explotar en profundidad las posibilidades didácticas de los nuevos medios audiovisuales, virtuales, etc., y está abierta a la incorporación ‘pedagógica’ de los avances tecnológicos coetáneos -una forma de contrarrestar el tan denostado “verbalismo” de la enseñanza tradicional. Proyecta sustituir, además, el rancio modelo de la “clase magistral” por otras dinámicas participativas que reclaman la implicación del estudiante: coloquios, representaciones, trabajos en grupo, exposiciones por parte de los alumnos, talleres,… Se trata, una vez más, de acabar con la típica pasividad del alumno -interlocutor mudo y sin deseo de escuchar-; ‘pasividad’ que, al igual que el fraude en los exámenes, ha constituido siempre una forma de resistencia estudiantil a la violencia y arbitrariedad de la Escuela, una tentativa de inmunización contra los efectos del incontenible discurso profesoral, un modo de no-colaborar con la Institución y de no ‘creer’ en ella…

Todo el énfasis se pone, entonces, en las mediaciones, en las estrategias, en el ambiente, en el constructivismo metodológico. Estas fueron las inquietudes de las Escuelas Nuevas, de las Escuelas Modernas, de las Escuelas Activas,… Hacia aquí apuntó el reformismo originario, asociado a los nombres de Dewey en los EEUU, de Montessori en Italia, de Decroly en Bélgica, de Ferrière en Francia,… De aquí partieron asimismo los “métodos Freinet”, con todos sus derivados. Y un eco de estos planteamientos se percibe aún en determinadas orientaciones “no-directivas” contemporáneas. Quizás palpite aquí, por ultimo, el corazón del reformismo ‘clandestino’, ese reformismo individual, cotidiano, que asoma en variable medida por las Escuelas de la Democracia, por los Institutos de hoy, protagonizado por profesores “renovadores”, “inquietos”, “contestatarios”…

Es lo que, en El Irresponsable, he llamado “la Ingeniería de los Métodos Alternativos”; labor de ‘diseño didáctico’ que, en sus formulaciones más radicales, suele hacer suyo el espíritu y el estilo inconformista de Freinet: una voluntad de denuncia social desde la Escuela, de educación ‘desmitificadora’ para el pueblo, de crítica de la ideología burguesa, apoyada fundamentalmente en la renovación de los métodos (imprenta en el aula, periódico, correspondencia estudiantil, etc.) y en la negación incansable del sistema escolar establecido – “la sobrecarga de materias es un sabotaje a la educación”, “con cuarenta alumnos para un profesor no hay método que valga”, anotó, por ejemplo, Freinet.

Cabe detectar, me parece, una dificultad insalvable en la lógica de estos planteamientos: el “cambio” en la dinámica de las clases deviene siempre como una imposición del profesor, un dictado de la Autoridad; y deja sospechosamente en la penumbra la cuestión de los fines que propende. ¿Nuevas herramientas para el mismo viejo trabajo sórdido? ¿Un instrumental perfeccionado para la misma inicua operación de siempre? Así lo consideraron Vogt y Mendel, para quienes la fastuosidad de los nuevos métodos escondía una aceptación implícita del sistema escolar y del sistema social general. No se le asigna a la Escuela otro cometido mediante la mera renovación de su arsenal metodológico: esto es evidente.

Por añadidura, aquella “imposición” del sistema didáctico alternativo por un hombre que declara perseguir en todo momento el ‘bien’ de sus alumnos, sugiere -desde el punto de vista del ‘currículum oculto’- la idea de una Dictadura Filantrópica (o Dictadura de un Sabio Bueno), de su posibilidad, y nos retrotrae al modelo histórico del Despotismo Ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Aquí: “Todo para los estudiantes, pero sin los estudiantes”. Como aconteció con la mencionada experiencia histórica, siendo insuficiente su Ilustración -poco sabe de la dimensión socio-política de la Escuela, de su funcionamiento ‘clasista’, que no se altera con la simple sustitución de los métodos; demasiado confía en la ‘espontaneidad’ del estudiante (Ferrière), en los aportes de la ‘ciencia’ psicológica (Piaget), en la ‘magia’ de lo colectivo (Oury); nada quiere oír a propósito de la “pedagogía implícita”, de la hipervaloración de la figura del Educador que le es propia, etc.-, su Despotismo se revela, por el contrario, excesivo: es el Profesor el que, desde la sombra y casi en silencio, lleva las riendas del experimento, examinándolo y evaluándolo, y reservándose el derecho a ‘decretar’ (si es preciso) las correcciones oportunas…

Gracias al vanguardismo didáctico, la educación administrada se hace más soportable, más llevadera; y la Escuela puede desempeñar sus funciones seculares (reproducir la desigualdad social, ideologizar, sujetar el carácter) casi contando ya con la aquiescencia de los alumnos, con el agradecimiento de las víctimas. No es de extrañar, por tanto, que casi todas las propuestas didácticas y metodológicas de la tradición pedagógica “progresiva” hayan sido paulatinamente incorporadas por la Enseñanza estatal; que las sucesivas ‘remodelaciones’ del sistema educativo, promovidas por los gobiernos democráticos, sean tan receptivas a los principios de la Pedagogía Crítica; que, por su oposición a las estrategias “activas”, “participativas”, etc., sea el proceder inmovilista del ‘profesor tradicional’ el que se perciba, desde la Administración, casi como un peligro, como una práctica disfuncional -que engendra aburrimiento, conflictos, escepticismo estudiantil, problemas de legitimación,…

[Pertenece a la idiosincrasia indígena un exquisito sentido de la democracia comunitaria. Toda la vida política tradicional se construye a partir de la ‘voluntad’ del pueblo, expresada y moldeada por la Reunión de Ciudadanos. Las asambleas indígenas destacan por su honestidad, por su moralidad, por una especie de sano instinto dialógico que las lleva a conjurar los protagonismos personales, las artimañas facciosas, las influencias ilegítimas, las coacciones difusas,… Aquella “Comunidad Ideal del Discurso” soñada por J. Habermas comparte muchos rasgos con estas “reuniones” de los indios de Centroamérica, expresión y vehículo de la educación informal tradicional. De forma complementaria, casi nada de lo que hoy es habitual en las asambleas europeas, y que las emponzoña definitivamente (toda esa nauseabunda articulación de estrategias y dispositivos para escamotear la voluntad general y garantizar la hegemonía de intereses particulares, toda esa logística infame nombrada por expresiones como “preparar la asamblea”, “conducir la asamblea”, “rentabilizar la asamblea”, etc.), encuentra un eco, un reflejo, en las reuniones de ciudadanos indígenas.
Pues bien, el currículum oculto de la Escuela promueve el fin de ese genuino espíritu democrático, de esa auténtica “racionalidad dialógica” india, por el influjo diario de una comunicación radicalmente “asimétrica”, en la cual el discurso profesoral, sin reconocerlo, velándolo, ostenta prerrogativas innegables, y por la mentira infinita de un “protagonismo estudiantil”, de unas “metodologías participativas”, de unas “didácticas abiertas”, que, como hemos señalado, devienen en realidad imposiciones paternalistas, “decretos” de una Autoridad incontestada, sutiles mecanismos de control y dirección del aula, burla y escarnio de la democracia práctica. También desde este ángulo procedimental, perspectiva de las dinámicas y de los recursos, se percibe el “daño” a la diferencia indígena…]

4) La impugnación de los modelos clásicos de ‘examen’ (trascendentales, memorístico-repetitivos), que serán sustituidos por procedimientos menos “dramáticos”, a través de los cuales se pretenderá medir la adquisición y desarrollo de ‘capacidades’, ‘destrezas’, ‘actitudes’, etc.; y la promoción de la participación de los estudiantes en la definición del tipo de prueba y en los sistemas mismos de evaluación.

Permitiendo la consulta de libros y apuntes en el trance del examen, o sustituyéndolo por “ejercicios” susceptibles de hacer en casa, por “trabajos” de síntesis o de investigación, por pequeños “controles” periódicos, etc., los profesores reformistas desdramatizan el fundamento material de la evaluación, pero no lo derrocan. Así como no niegan la obligatoriedad de la Enseñanza, los educadores ‘progresistas’ admiten, con reservas o sin ellas, este imperativo de la evaluación. Normalmente, declaran ‘calificar’ disposiciones, facultades (el ejercicio de la crítica, la asimilación de conceptos, la capacidad de análisis,…), y no la repetición memorística de unos contenidos expuestos. Pero, desdramatizado, bajo otro nombre, reorientado, el “examen” (o la prueba) está ahí; y la “calificación” -la evaluación- sigue funcionando como el eje de la pedagogía, explícita e implícita.

Por la subsistencia del “examen”, las prácticas reformistas se condenan a la esclerosis político-social: su reiterada pretensión de estimular el criticismo y la independencia de criterio choca frontalmente con la eficacia de la “evaluación” como factor de interiorización de la ideología burguesa (ideología del fiscalizador competente, del operador ‘científico’ capacitado para juzgar objetivamente los resultados del aprendizaje, los progresos en la formación cultural; ideología de la desigualdad y de la jerarquía naturales entre unos estudiantes y otros, entre estos y el profesor; ideología de los dones personales o de los talentos; ideología de la competitividad, de la lucha por el éxito individual; ideología de la sumisión conveniente, de la violencia inevitable, de la normalidad del dolor -a pesar de la ansiedad que genera, de los trastornos psíquicos que puede acarrear, de su índole ‘agresiva’, etc., el “examen”, llamado a veces “control”, se presenta como un mal trago socialmente indispensable, una especie de adversidad cotidiana e insuprimible-; ideología de la simetría de oportunidades, de la prueba unitaria y de la ausencia de privilegios; etc.).

En efecto, componentes esenciales de la ideología del Sistema se condensan en el “examen”, que actúa también como corrector del carácter, como moldeador de la personalidad -habitúa, así, a la aceptación de lo establecido/insufrible, a la perseverancia torturante en la Norma. Elemento de la perpetuación de la desigualdad social (Bourdieu y Passeron), destila además una suerte de “ideología profesional” (Althusser) que coadyuva a la legitimación de la Escuela y a la mitificación de la figura del Profesor… Toda esta secuencia ideo-psico-sociológica, tan comprometida en la salvaguarda de lo Existente, halla paradójicamente su aval en las prácticas evaluadoras de esa porción del profesorado que, ¿quién va a creerle?, dice simpatizar con la causa de la “mejora” o “transformación” de la sociedad…

Tratando, como siempre, de distanciarse del modelo del “profesor tradicional”, su enemigo declarado, los educadores reformistas pueden promover además la participación del alumnado en la ‘definición’ del tipo de prueba (para que los estudiantes se impliquen decididamente en el diseño de la tecnología evaluadora a la que habrán de someterse) y, franqueando un umbral inquietante, en los sistemas mismos de calificación -nota consensuada, calificación por mutuo acuerdo entre el alumno y el profesor, evaluación por el colectivo de la clase, o, incluso, auto-calificación ‘razonada’… Este afán de involucrar al alumno en las tareas vergonzantes de la evaluación, y el caso extremo de la auto-calificación estudiantil, que encuentra su justificación entre los pedagogos fascinados por la psicología y la psicoterapia, persigue, a pesar de su formato progresista, la absoluta “claudicación” de los jóvenes ante la ideología del examen -y, por ende, del sistema escolar- y quisiera sancionar el éxito supremo de la Institución: que el alumno acepte la violencia simbólica y la arbitrariedad del examen; que interiorice como ‘normal’, como ‘deseable’, el juego de distinciones y de segregaciones que establece; y que sea capaz, llegado el caso, de suspenderse a sí mismo, ocultando de esta forma el despotismo intrínseco del acto evaluador. En lo que concierne a la Enseñanza, y gracias al ‘progresismo’ benefactor de los reformadores pedagógicos, ya tendríamos al policía de sí mismo, ya viviríamos en el neofascismo.

Recurriendo a una expresión de López-Petit, Calvo Ortega ha hablado del “modelo del autobús” para referirse a las formas contemporáneas de vigilancia y control: en los autobuses antiguos, un ‘revisor’ se cercioraba de que todos los pasajeros hubieran pagado el importe del billete (uno vigilaba a todos); en los autobuses modernos, por la mediación de una máquina, cada pasajero ‘pica’ su billete sabiéndose observado por todos los demás (todos vigilan a uno). En lo que afecta a la Enseñanza, y gracias al invento de la “auto-evaluación”, en muchas aulas se ha dado ya un paso más: no es ‘uno’ el que controla a todos (el profesor calificando a los estudiantes); ni siquiera son ‘todos’ los que se encargan del control de cada uno (el colectivo de la clase evaluando, en asamblea o a través de cualquier otra fórmula, a cada uno de sus componentes); es ‘uno mismo’ el que se ‘auto-controla’, uno mismo el que se aprueba o suspende (auto-evaluación). En este autobús que probablemente llevará a una forma inédita de fascismo, aún cuando casualmente no haya nadie, aún cuando esté vacío, sin revisor y sin testigos, cada pasajero ‘picará’ religiosamente su billete (uno se vigilará a sí mismo). Convertir al estudiante en un policía de sí mismo: este es el objetivo que persigue la Escuela Reformada. Convertir a cada ciudadano en un policía de sí mismo: he aquí la meta hacia la que avanza la Democracia Liberal en su conjunto. Se trata, en ambos casos, de reducir al máximo el aparato visible de coacción y vigilancia; de camuflar y travestir a sus agentes; de delegar en el individuo mismo, en el ciudadano anónimo, y a fuerza de “responsabilidad”, “civismo” y “educación”, las tareas decisivas de la Vieja Represión.

[Una práctica tan ajena a los procesos informales de transmisión cultural como la “evaluación”, justificada, en el ejemplo de la escuela zapatista de “Ojo de Agua”, por la exigencia de determinar qué alumnos pasan del nivel A al B y de este al C, probablemente involucrada en los procedimientos de “selección” de aspirantes a “promotores de educación”, cargo que confiere prestigio, entre otras cosas, atenta flagrantemente contra el igualitarismo tradicional y el sentimiento indio de una primacía de la comunidad sobre el individuo: nada, en la cosmovisión india, faculta a un “hermano” para violentar de ese modo a los demás; nadie puede, en las culturas indígenas mesoamericanas, usurpar el papel de la comunidad a la hora de ‘valorar’ comportamientos o actitudes individuales. Que se haya aceptado finalmente la figura del promotor-evaluador individual es un signo de lo que “ya” ha sido arrasado en la mentalidad indígena. Daño ya hecho que se profundiza cada día…]

5) La estimulación de la participación de los alumnos en la gestión de los Centros (a través de ‘representantes’ en los órganos competentes) y el fomento del “asambleísmo” y la “auto-organización” estudiantil a modo de lucha por la ‘democratización’ de la Enseñanza.

En el primero de estos puntos confluyen el reformismo administrativo de los gobiernos democráticos y el “alumnismo” sentimental de los docentes progresistas, con una discrepancia relativa en torno al “grado” de aquella intervención estudiantil y a las “materias” de su competencia. Dejando a un lado esta discrepancia, docentes y legisladores suman sus esfuerzos para alcanzar un mismo y único fin: la integración del estudiante, a quien se concederá -como urdiéndole una trampa- una engañosa cuota de poder.

Dentro de la segunda línea reformadora, en principio radical, se sitúan las experiencias educativas no-estatales de inspiración anarquista -como “Paideia. Escuela Libre”- y las prácticas de pedagogía “antiautoritaria” (‘institucional’, ‘no-directiva’ o de fundamentación psicoanalítica) trasladadas circunstancialmente, de forma individual, a las aulas de la enseñanza pública. Se resuelven, en todos los casos, en un fomento del asambleísmo estudiantil y de la autogestión educativa, y en una renuncia expresa al poder profesoral. La Institución (estatal o para-estatal) se convierte, así, en una escuela de democracia; pero de “democracia viciada”, en nuestra opinión. Viciada, ante todo, porque, al igual que ocurría con la pirotecnia de los Métodos Alternativos, es el profesor el que impone la nueva dinámica, el que obliga al asambleísmo; y este gesto, en sí mismo ‘paternalista’, semejante -como vimos- al que instituyó el Despotismo Ilustrado, no deja de ser un gesto autoritario, de ambiguo valor “educativo” -contiene la idea de un Salvador, de un Liberador, de un Redentor, o, al menos, de un Cerebro que implanta lo que conviene a los estudiantes como reflejo de lo que convendría a la Humanidad. A los jóvenes no les queda más que “estar agradecidos”; y empezar a ejercer un poder que les ha sido ‘donado’, ‘regalado’. La sugerencia de que la “libertad” (entendida como democracia, como autogestión) se conquista, deviene como “el botín que cabe en suerte a los vencedores de una lucha” (Benjamin), está excluida de ese planteamiento. Por añadidura, parece como si al alumnado no se le otorgara el poder mismo, sino solo su ‘usufructo’; ya que la “cesión” tiene sus condiciones y hay, por encima de la esfera autogestionaria, una Autoridad que ha definido los límites y que vigila su desenvolvimiento.

Como se apreciará, estas estrategias estallan en contradicciones insolubles, motivadas por la circunstancia de que en ellas el “profesor”, en lugar de auto-destruirse, se magnifica: con la razón de su lado, todo lo reorganiza en beneficio de los alumnos y, de paso, para contribuir a la transformación de la sociedad. Se dibuja, así, un espejismo de democracia, un simulacro de ‘cesión’del poder. De hecho, el profesor sigue investido de toda la autoridad, aunque procure invisibilizarla; y la libertad de sus alumnos es una libertad contrita, maniatada, ajustada a unos moldes creados por él.

Esta concepción “estática” de la libertad -una vez instalados en el seno de la misma, los alumnos ya no pueden ‘recrearla’, ‘reinventarla’-, y de la libertad “circunscrita”, “limitada”, vigilada por un Hombre al que asiste la certidumbre absoluta de haber dado con la Ideología Justa, con la organización ‘ideal’, es, y no me importa decirlo, la concepción de la libertad del estalinismo, la negación de la libertad. Incluso en sus formulaciones más extremosas, la Escuela Reformada de la Democracia acaba definiéndose como una Escuela sin Democracia…

[Los Usos y Costumbres de las comunidades indígenas subrayaban que la “autoridad municipal” recibía el poder del pueblo y era responsable ante el pueblo; que, en cualquier momento, podía ser destituida si no interpretaba bien la voluntad del pueblo. El “mandar obedeciendo” zapatista recoge admirablemente ese sentir indígena. La Escuela de los territorios autónomos, sin embargo, introduce la hipocresía en el escenario educativo: los promotores de educación, los adultos, aún cuando alegan “contar” con la opinión de los alumnos, aún cuando en ocasiones proclaman también disolver su mandato en la obediencia a la ‘comunidad’ educativa, convierten el “obedecer” en un simulacro y simplemente “mandan”. El promotor de educación indígena asume, por su función, por su sometimiento a la lógica escolar, un rol forzosamente autoritario que la democracia tradicional india repudiaría si no estuviera ya herida de gravedad: esta suerte de “autoridad educativa” se enquista en el puesto, que no es rotativo, se especializa y se encumbra socialmente. Profundiza la herida y puede provocar la muerte…]

Como las antiguas misiones católicas, la Escuela dispone su arsenal latente contra el espíritu tradicionalmente “distinto” del indígena, contra una sensibilidad étnica y local “que difiere”. Ataca el corazón mismo de su insumisión, de su independencia, en la medida en que le reclama “cooperación” con la lógica docente, es decir “subordinación” y “aquiescencia”. Ataca el hálito de su beligerancia al exigirle obediencia por su pretendido bien, acatamiento en falaz provecho propio. De nuevo procura engañarlo, como los españoles hace medio milenio, como los políticos izquierdistas robabanderas del siglo XX y los gobernantes vendepatrias del XXI; y, así, miente al proclamarlo “beneficiario” de la máquina escolar, miente al sugerirle que tal tinglado es su órgano, su báculo, su aliado. Miente cuando apunta que el gobierno de las aulas está abierto a los damnificados juveniles de las aulas y miente cuando no reconoce a los reclusos de la escuela esa índole victimada. Daña al indígena, profundamente, la organización escolar, cuando le hace olvidar la fuente tradicional de su saber, el abono de su inteligencia: la educación comunitaria indígena. Daña a la idiosincrasia indígena porque atenta contra su igualitarismo secular y su inveterado criterio democrático, instituyendo figuras a pesar de todo autoritarias y en el fondo privilegiadas, como los promotores de educación, los formadores de promotores,… Daña al indígena porque los niños empezarán a concebir como “propio” y como “natural” este engendro monstruoso, “exógeno”, “extraño”, “importado”, este descomunal “artificio”, una máquina fría, desencantada, que ofende al instinto y a la vida; y porque su universo cultural, la cosmovisión india, habrá de resentirse de un injerto tan aparatoso. Clava en la sensibilidad de cada niño la púa enrobinada de una obligación de asistir, de una evaluación humilladora, de unas cosas apenas interesantes que escuchar y que decir,… La Escuela marca el principio del fin para muchos componentes de las culturas originarias mesoamericanas y nos tememos que, asimismo, señala el fin de no pocas esperanzas principiantes, esperanzas liberadoras. ¿Estará ya marcando el fin de este principio de la autonomía indígena en Chiapas?

A la pregunta: “¿para qué escuelas en la selva?”, el Mal gobierno, que ha puesto en marcha, lo mismo que sus antagonistas embozados, un ambicioso proyecto de dotación de instituciones educativas en Chiapas, podría responder que, entre otras cosas, para acabar con la insurgencia zapatista, para diluir la diferencia de las comunidades indígenas. Podría indicar que la pedagogía implícita de la Escuela, de cualquier forma de Escuela, sirve para eso: para aplastar rebeliones y borrar alteridades. ¿Qué respuesta le cabe, por su parte, a la autonomía zapatista? ¿Cómo explicar que los dos bandos en litigio, el bando del horror y el de la esperanza, consideren la escuela como su arma? ¿Cómo comprender que el demonio y el ángel se guiñen con disimulo un ojo ante el espectáculo descorazonador de una infancia india intermitentemente encarcelada? ¿Quién se equivoca, atendiendo a sus proyectos explícitos y a sus secretas intenciones? Ante un niño enclaustrado, adoctrinado, disciplinado, evaluado,…, ¿quién, poder o anti-poder, gobierno o pueblo, capital o trabajo, ideología o cultura, tiene motivos para sonreír?
Nos parece, y hemos de decirlo, que el zapatismo está desbravando y desnaturalizando a sus propias bases con el insensato remake de sus escuelas progresistas. Sordo, progresivo, intangible, difícil de apresar con las palabras, hay un daño evidente que todos los días se inflige a la idiosincrasia indígena en las aulas de los territorios autónomos chiapanecos. La escuela “tiene una mano que es invisible y que mata” (Rimbaud). Entonces, ¿para eso Escuelas en la selva?

3. La “aristocratización” de los educadores

Los programas de escolarización promovidos por el zapatismo han sido recibidos con ilusión en las comunidades. En los poblados de la Selva Norte, los indígenas nos mostraban con orgullo sus escuelas en construcción. Agradecían la circunstancial colaboración de algunas organizaciones occidentales en los proyectos escolarizadores y manifestaban su deseo de prolongarla, de completarla; mostraban su contento por la financiación de las construcciones, solicitaban mayor cooperación en lo referente a los materiales didácticos,… Todo lo que concernía a la Escuela quedaba revestido, en sus discursos y en sus actitudes, de una aureola especial, de un halo de dignidad. Los promotores de educación eran señalados con respeto y estos evidenciaban en sus maneras una plena conciencia de la importancia atribuida a su función. Situándose en todo momento al lado de las “autoridades” locales, casi protagonizaban los actos de recepción y bienvenida; en las “pláticas”, sus intervenciones eran escuchadas con particular interés. La promotora de educación de “La Cascada” nos pidió que la fotografiáramos con ‘sus niños’ y también sola. Las autoridades la propusieron para una entrevista grabada. El promotor de “Ojo de Agua” no dejaba de vigilar y de algún modo dirigir el comportamiento de los niños mientras permanecimos en la comunidad. En “La Cascada” se nos presenta, admirativamente, a un joven como “futuro promotor de educación”: el niño se sonroja, sintiéndose halagado… En “San Rafael” lamentan que todavía no cuenten con un promotor de educación permanente, a pesar de llevar tan adelantada la construcción del local de la escuela, financiado por una entidad catalana. Un “formador de promotores” demanda, a las organizaciones internacionales solidarias, recursos didácticos para un centro de capacitación de educadores que se fundaría en “La Cascada”. Los campesinos de la comunidad “Francisco Villa” nos muestran, complacidos, el reproductor de vídeo que puede usar el promotor de educación en sus clases y un reportaje que ahora mismo están estudiando, a propósito del uso de plaguicidas en la agricultura y sus consecuencias sobre la salud de los trabajadores. En “Unión Juárez”, el promotor de educación se ocupa de responder a nuestras preguntas más problemáticas, bajo el consenso general campesino de que nadie como él puede abordar las cuestiones complejas o delicadas…

Este nuevo “cargo”, el único no electivo, no rotativo, sin raíz en la tradición, proporciona ‘prestigio’ y ‘respeto’, tanto o más que los restantes (genuinamente democráticos). Las potestades de los promotores de educación transcienden del “horario escolar”: como el protagonista del film El ángel azul, vigilan a sus alumnos fuera de las aulas, a lo largo de todo el día, censurando su comportamiento cuando consideran que no es el apropiado, amonestándolos, reconviniéndolos, prodigándose en órdenes y requerimientos, felicitándolos también cuando obran ‘correctamente’, etc.; al igual que el “profesor” de la película de Sternberg, actúan como un insomne tribunal moral, una policía de los comportamientos infantiles que nunca baja la guardia. Hay quien ha relacionado, para el caso alemán, este concepto de “educación” con la génesis intelectual y moral de Auschwitz…

En cualquier caso, el equilibrado sistema político-moral de los Usos y Costumbres, la llamada “ley del pueblo”, se ve alterado, conmocionado, por la arrogante irrupción de esta figura colonizadora, que toma a su cargo tareas antes desempeñadas por la comunidad y por el sistema de cargos, asumiendo un protagonismo irrestricto en las labores de socialización y subjetivización de los niños. La “moralización” de las costumbres y de los comportamientos infantiles le compete más que a nadie, desmantelando casi con insolencia el bien trabado andamiaje informal de la educación comunitaria indígena.

El promotor de educación zapatista se pliega, en definitiva, sobre el modelo del educador occidental, extremando todavía más, si cabe, su perfil inquisitivo y tutelar. Embriagado de “pedagogismo”, le cabe, por tanto, la crítica que, desde hace casi un siglo, ha merecido esa figura, “el azote de la esfera intelectual” según Oscar Wilde. La hemos sintetizado en otra parte:

“El saber pedagógico ha constituido siempre una fuente de legitimación de la Escuela como vehículo privilegiado, y casi excluyente, de la transmisión cultural. En correspondencia, la Escuela (es decir, el conjunto de los discursos y de las prácticas que la recorren) ha sacralizado los presupuestos básicos de ese saber, erigiéndolos en dogmas irrebatibles, en materia de fe -y, a la vez, como diría Barthes, en componentes nucleares de cierto verosímil educativo, de un endurecido sentido común docente.

La escuela de los progresistas, de los rebeldes y de los insurgentes, profundiza aún más, si cabe, su “pedagogismo”, apoyándose en conceptos que, desde el punto de vista de la filosofía crítica, conducen a lugares sombríos y saben de terrores pasados y presentes. Hay, en concreto, un supuesto (¿puedo decir abominable?) sobre el que reposa todo el reformismo educativo contemporáneo, un supuesto que está en el corazón de todas las críticas ‘socialistas’ y ‘libertarias’ a la enseñanza tradicional y de todas las ‘alternativas’ disponibles. Es la idea de que compete a los “educadores” (parte selecta de la sociedad adulta) desarrollar una importantísima tarea en beneficio de la juventud; una labor ‘por’ los estudiantes, ‘para’ ellos e incluso ‘en’ ellos -una determinada operación sobre su conciencia: “moldear” un tipo de hombre (crítico, autónomo, creativo, libre, etc.), “fabricar” un modelo de ciudadano (agente de la renovación de la sociedad o individuo felizmente adaptado a la misma, según la perspectiva), “inculcar” ciertos valores (tolerancia, antirracismo, pacifismo, solidaridad, etc.),…

Esta pretensión, que asigna al educador una función demiúrgica, constituyente de “sujetos” (en la doble acepción de Foucault: “El término ‘sujeto’ tiene dos sentidos: sujeto sometido al otro por el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la conciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término sugiere una forma de poder que subyuga y somete.”), siempre orientada hacia la “mejora” o “transformación” de la sociedad, resulta hoy absolutamente ilegítima: ¿En razón de qué está capacitado un educador para tan ‘alta’ misión? ¿Por sus estudios? ¿Por sus lecturas? ¿Por su impregnación “científica”? ¿En razón de qué se sitúa tan ‘por encima’ de los estudiantes, casi al modo de un “salvador”, de un sucedáneo de la divinidad, “creador” de hombres? ¿En razón de qué un triste enseñante puede, por ejemplo, arrogarse el título de forjador de sujetos críticos?

Se hace muy difícil responder a estas preguntas sin recaer en la achacosa “ideología de la competencia”, o “del experto”: fantasía de unos especialistas que, en virtud de su formación ‘científica’ (pedagogía, sicología, sociología,…), se hallarían verdaderamente preparados para un cometido tan sublime. Se hace muy difícil buscar para esas preguntas una respuesta que no rezume idealismo, que no hieda a metafísica (idealismo de la Verdad, o de la Ciencia; metafísica del Progreso, del Hombre como sujeto/agente de la Historia, etc.). Y hay en todas las respuestas concebibles, como en la médula misma de aquella solicitud demiúrgica, un elitismo pavoroso: la postulación de una providencial aristocracia de la inteligencia (los profesores, los educadores), que se consagraría a esa delicada corrección del carácter -o, mejor, a cierto diseño industrial de la personalidad. Subyace ahí un concepto moral decimonónico, una “ética de la doma y de la cría”, por recordar los términos rotundos de Nietzsche, un proceder estrictamente religioso, un trabajo de ‘prédica’ y de ‘inquisición’. Late ahí una mitificación expresa de la figura del Educador, que se erige en autoconciencia crítica de la Humanidad (conocedor y artífice del “tipo de sujeto” que esta necesita para ‘progresar’), invistiéndose de un genuino poder pastoral e incurriendo una y mil veces en aquella “indignidad de hablar por otro” a la que tanto se ha referido Deleuze. Y todo ello con un inconfundible aroma a ‘filantropía’, a obra ‘humanitaria’, ‘redentora’…”.

La “aristocratización” de los educadores presenta, como se observará, una doble vertiente: un plano epistemológico-moral que les confiere cierta intimidad exclusiva con la verdad y con el bien, cierta relación privilegiada con la esencia de las cosas y el corazón de los hombres; y un plano social, casi fenomenológico, que los reviste de signos de distinción, que los segrega de la sociedad y los corporativiza como élite cultural.

En todas partes, lo mismo en Occidente que en Oriente, en el Norte que en el Sur, en los altiplanos que en las selvas, la figura del educador escolar desencadena fuertes tendencias a la jerarquización social y política. Si, como no se cansó de repetirnos Michel Foucault, “el saber es poder”, un pretendido “conocimiento” concentrado en exiguas minorías, dispuesto piramidalmente, que se derrama desde el vértice y llega cada vez más empobrecido a la base, habrá de impulsar necesariamente la corrupción del igualitarismo social, allí donde este subsistía, y de la democracia directa, promoviendo modelos oligárquicos, sistemas de estratificación social y de coerción política. La idea implícita en la educación comunitaria de un “saber”, por decirlo así, subterráneo, horizontal, que ‘aflora’ por distintos puntos del entramado local (un anciano, un padre, un cargo, un mito, una danza, un trabajo,…) y en las más diversas ocasiones, pero que no cabe monopolizar, “de nadie y de todos” como las aguas freáticas, flujo casi sanguíneo, irrigador de todo el organismo social tal si se tratara del cuerpo de un solo hombre, idea sustentadora de una organización económica y política libertaria, es hoy reemplazada por el concepto “escolar” de un saber detentado por una aristocracia cultural, saber vertical, diríamos que aéreo por prolongar la metáfora, que se desprende de las cúpulas y que alienta dinámicas de dominio político y explotación social.

La “excelencia” humana que se le supone al educador escolar, solitario y excluyente en su cometido, ya no proviene, como el caso de los Ancianos (educadores comunitarios, acompañados por otros, casi por todos los otros, en su tarea no-reglada), de una suerte de “veredicto” popular, que se gana con la práctica, con el ejercicio honesto de la función, siempre ante los ojos del pueblo; deriva simplemente de unas categorías filosóficas idealistas, de unos conceptos gnoseológicos sacralizados: es una excelencia “intrínseca”, de por sí, previa e independiente de la práctica, que desdeña toda posibilidad de valoración “externa”. De hecho, los profesores pronto se quejarán de no ser “comprendidos” por la comunidad, de que esta no valora suficientemente su trabajo…

El núcleo epistemológico de la aristocratización de los educadores se proyecta en su comportamiento social, que los ha llevado, por ejemplo, a combatir durante años regímenes socialistas que no reconocían su pretendida superioridad moral y los retribuían como “simples obreros”; a desgañitarse en la demanda de un “reconocimiento” social y una “apreciación” de su labor que el común de las poblaciones, al menos en los países del Norte, cada vez estima menos atendible; a consumir sus limitadas energías contestatarias en luchas corporativistas, salariales, crematísticas; a segregarse en todas partes de la colectividad y abandonar por etapas las causas populares y los proyectos sociales emancipatorios… Se hecha en falta una “antropología social” crítica interesada en el análisis ‘empírico’ de este nefasto personaje, el educador, que mostrara, en lo concreto, su funcionalidad represiva y su contribución cotidiana al sostenimiento de los ordenes vigentes de dominación. Lo que, en España, Fernando Ventura Calderón ha podido hacer con la figura del “sindicalista de Estado”, redescubriéndolo como un servidor de la patronal y del stablishment político, urge también que se proyecte ante la ‘posición de subjetividad’ representada por el “educador escolar”.

Por este lado, por lo que atañe a la aristocratización de los promotores de educación, no es pequeño el peligro que acecha a los territorios autónomos zapatistas…

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Notas:

1) Desde la segunda mitad del siglo XX, incluyendo la gestión “populista” de Echeverría, la Escuela mejicana se pliega a una finalidad estrictamente material. “Educación para una economía competitiva: hacia una estrategia de reforma”: ese es el título del libro del Centro de Investigación para el Desarrollo, A. C. (CIDAC) que recoge sin embozos la filosofía educativa del stablishment. La principal misión de la escuela sería capacitar en forma eficaz a la mano de obra, como demanda una economía abierta, condición postulada del desarrollo nacional. “Vincular la educación con las necesidades de la producción” y elevar su ‘calidad’ como requiere “la interacción de los mercados mundiales, el dinamismo del conocimiento técnico y de la productividad”, en palabras de Aguilar, constituye la “obsesión” expresa de las sucesivas reformas educativas. A ese objetivo cadyuva un adoctrinamiento liberal que no siente la necesidad de disimularse, un proselitismo sin aporías: “En educación básica -escribe Aguilar, suscribiendo el propósito de las reformas- deben integrarse avances técnicos y promover una mayor sensibilidad de los estudiantes hacia el sentido de la competencia como un elemento que en un futuro contribuirá al desarrollo de facultades individuales”.

2) “CONVERSIÓN DEL INSTITUTO EN UNA MÁQUINA DE REPRODUCCIÓN DEL SABER GENERADO EN OTRA PARTE, ABSOLUTAMENTE DESVINCULADA DE LAS TAREAS DE INVESTIGACIÓN Y CRÍTICA:

Las intermitentes Reformas de las Enseñanzas Medias prestarán, en consecuencia, una especial atención a la problemática metodológica (didáctica, técnica), ahuyentando la posibilidad de un trabajo de investigación desde la Escuela y sobre la Escuela. Convertir la Institución en el lugar de la “repetición” de un saber producido en otra parte, privilegiando por añadidura el aspecto consensual del conocimiento y exasperando la preocupación por el rigor técnico de los métodos, permitirá el hallazgo de fórmulas de ideologización más efectivas y optimizará el funcionamiento del aparato educativo como “fragua” del carácter de los alumnos”.

3) Francisco Ferrer Guardia, verbi gratia, legitimaba su enseñanza (escolar) en función de dos ‘títulos’ sacralizados: el racionalismo y la ciencia. Por “racionalista”, por “científica”, su enseñanza era verdadera, transformadora, un elemento de Progreso. Buscaba, y no encontraba, libros racionalistas y científicos (de Geografía, por ejemplo); y tenía que encargar a sus afines la redacción de los mismos. En la medida en que su crítica socio-política del Capitalismo impregnaba el nuevo material bibliográfico, este pasaba mecánicamente a considerarse ‘racionalista’ y ‘científico’ y, sirviendo de base a los programas, se convertía en objeto de aprendizaje por los alumnos, garante del adoctrinamiento libertario. El compromiso ‘comunista’ de Makarenko era también absoluto, sin rastro de auto-criticismo, por lo que los “nuevos” programas se entregaban sin descanso al comentario de dicha ideología, alentando un proselitismo frontal. Incluso Freire diseñó un proceso relativamente complejo (casi barroco) de “codificación del universo temático generador”, posterior “descodificación”, y “concientización final”, que, a poco que se arañe su roña retórica y formalizadora, viene a coincidir prácticamente con un trabajo de adoctrinamiento y movilización. Se reproduce, así, en los tres casos, aquella contradicción entre un discurso que habla de la necesidad de forjar sujetos ‘críticos’, ‘autónomos’, ‘creativos’, ‘enemigos de los dogmas’, por un lado, y, por otro, una práctica tendente a la homologación ideológica, a la asimilación pasiva de un cuerpo doctrinal dado, a la movilización en una línea concreta, prescrita de antemano…

Esta aporía radical, contenida en todo proyecto escolar que pretenda aunar la “inculcación” de determinados valores, de determinados principios, con el respeto a la libertad del alumno y la estimulación de su capacidad crítica, se manifiesta hoy de forma paradójica en la “deserción” de un buen número de profesores libertarios que trabajaban en centros “alternativos” (Escuelas Libres, Escuelas Convivenciales, etc.). Hemos podido conversar con algunos de estos “desilusionados” de la Escuela Libertaria, que, en España, partiendo del modelo de la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, se ha concretado en diversas experiencias pedagógicas “alternativas”, como Paidea. Escuela Libre, en Mérida. La mencionada “paradoja” se expresa en que, muchos de ellos, han abandonado la “Escuela Libre” por estimar que, en aras de la libertad de los jóvenes, de un paidocentrismo que confía demasiado en la espontaneidad del alumno (alimentado por una discutible recepción de las obras de Ferrière y otros pedagogos ‘progresivos’), de un “terror a dirigir y a amonestar”, etc., el espacio educativo anti-autoritario acababa convirtiéndose en una suerte de “centro social”, especie de “divertidero”, donde realmente no se formaba en los valores y en los principios del anarquismo, del anti-capitalismo al menos, por lo que muchos jóvenes desarrollaban allí ideologías y pensamientos “conservadores”, “de derechas”, “reaccionarios” y hasta “fascistas” –se obtenía, a menudo, la subjetividad opuesta a la deseada, signo del fracaso del experimento. Paralelamente, otros profesores se habían retirado de un determinado proyecto educativo “libertario” por las razones contrarias, rigurosamente antitéticas: porque su conciencia anti-autoritaria no podía admitir el recurso a procedimientos y dinámicas de “inculcación de valores”, de ideologización sistemática, que atentaban contra la autonomía del estudiante y disminuían su capacidad crítica, determinando que, en muchos casos, los alumnos mejor dotados, por un reverberar de su criticismo asediado, de su libertad violentada, dieran la espalda y hasta llegaran a odiar el pensamiento anarquista –afiliándose a movimientos o tendencias opuestas, signo del fracaso de la experiencia.

                                                                                                                                                                                                                      
Pedro García Olivo
http://www.pedrogarciaolivo.wordpress.com
Buenos Aires, 16 de mayo de 2018

Una respuesta to “EL EDUCADOR COMO ARISTÓCRATA”

  1. Miguel Angel Furlán Says:

    Hola Pedro. Adhiero plenamente. Aquí un par de fotos de un espacio socio educativo que venimos (asistente social, una joven de la comunidad estudiante del profesorado y yo) compartiendo en un dispensario de la ciudad de Reconquista (funciona dos días a la semana, sin asistencia obligatoria, sin temarios, niños y niñas de todas las edades, incluso adolescentes, etc.). Quizás en alguna oportunidad podremos charlarlo. Un abrazo.

    El 16 de mayo de 2018, 10:22, ¿Eres la noche? escribió:

    > Pedro García Olivo posted: «Aproximación a las aporías del proselitismo de > izquerdas y al daño causado por la pedagogía autonombrada “crítica”, > “libertaria” o “transformadora” en los entornos no-occidentales. Los > pueblos originarios de América Latina como ventana ¿Cómo explicar q» >

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